SIETE

La promesa de la doctora

Aunque era una noche sin luna, el grupo reanudó la marcha poco después de que los waynhim terminaran de recoger a sus muertos. Los gigantes no estaban dispuestos a doblegarse ante el cansancio, y el dolor que Covenant compartía con Linden le hacía detestar la cercanía del sitio en que Hamako encontrara su fin. Mientras Tejenieblas preparaba algo de comer, Linden trataba el brazo de Covenant, enjuagándoselo con vitrim y envolviéndolo en tirantes vendajes. Luego le obligó a tomar más diamantina de la que deseaba. A resultas de ello, apenas si podía mantenerse despierto cuando abandonaron la zona del último rhyshyshim. Mientras algunos waynhim conducían a los gigantes escarpa arriba, luchaba contra el sueño. Sabía lo que iba a soñar.

Durante cierto tiempo, la herida del antebrazo le ayudó a mantenerse despierto. Pero una vez que los gigantes pronunciaron sus largas y sinceras despedidas ante los waynhim, comenzaron a marchar en dirección suroeste con la máxima velocidad que la escasa luz de las estrellas les permitía, comprendió que ni siquiera el dolor bastaría para preservarlo de pesadillas.

En mitad de la noche, tuvo que arrancarse a sí mismo de una visión de Hamako que le hizo sudar de angustia. Luchó contra los efectos de la diamantina con renovado interés.

—Estaba equivocado —dijo al desierto crepúsculo. Tal vez nadie le oyera entre el apagado ruido de los esquíes en la nieve. No deseaba que le oyese nadie. No hablaba para ser escuchado. Tan sólo trataba de rechazar el sueño, desterrar las pesadillas—. Debí haber atendido a lo que dijo Mhoram.

El recuerdo era algo similar al sueño; tenía la extraña inmanencia de éstos. Pero se aferró a él porque era más tolerable que la muerte de Hamako.

Cuando el Amo Superior Mhoram procuró llamarle al Reino para una última batalla contra el Amo Execrable, él, Covenant, se resistió a la invocación. En su propio mundo, una niña acababa de ser mordida por una serpiente de cascabel, una niña extraviada que necesitaba su ayuda. Se negó a servir a Mhoram y al Reino para auxiliar a la pequeña.

Y Mhoram le replicó: Incrédulo, te eximo. Nos das la espalda para salvar una vida en tu propio mundo. No nos sentiremos ofendidos por tales motivos. Y si las tinieblas caen sobre nosotros, la belleza del Reino aún perdurará, porque tú la mantendrás en tu recuerdo. Ve en paz.

—Debí haberlo comprendido —continuó Covenant sin dirigirse a otro interlocutor que la fría bóveda estelar—. Debí concederle a Soñadordelmar alguna clase de caamora. Y haber hallado una manera de salvar a Hamako. Desdeñar el riesgo. Mhoram aceptó uno terrible al dejarme marchar. Pero nada digno de salvarse debió quedar abocado a la destrucción por tales elecciones.

No se culpaba, simplemente trataba de alejar tan vehementes pesadillas. Pero era humano y se encontraba exhausto, y tan sólo las mantas que lo envolvían le proporcionaban un mínimo abrigo. Poco después, los delirios retornaron.

No podía librarse de la visión de la salvaje inmolación de Hamako.

Sin esperanzas, durmió hasta la salida del sol. Al abrir los ojos se encontró tendido, no en el trineo, sino sobre mantas en la tierra cubierta de nieve. Sus compañeros estaban con él, aunque solamente Cail, Encorvado, Vain y Buscadolores se mantenían despiertos. Encorvado removía las brasas de una pequeña fogata, contemplando las llamas como si tuviera el corazón en otra parte.

A su espalda se alzaba un escabroso risco, tal vez de unos doscientos pies de altura. Aunque el sol no le había alcanzado aún, hacía brillar claramente sus paredes dándoles un sangriento tinte a las rocas como un aviso de que el Sol Ban se encontraba un poco más allá.

Mientras Covenant estaba durmiendo, el grupo había acampado al pie del Declive del Reino.

Aturdido aún por la diamantina, se despojó de las mantas escondiendo el malherido brazo bajo la túnica, junto a la cuchillada que le surcaba el centro del pecho. Encorvado le miró ausente para concentrarse de nuevo en el fuego. Por primera vez tras tantos días de intemperie, ningún fragmento de nieve cubría los deformados rasgos de su semblante. Pero la respiración de Covenant humeaba como si la vida se le estuviera escapando; era consciente de que el invierno se había tornado extrañamente soportable, y de que era preferible a lo que les aguardaba un poco más allá. El pequeño fuego bastaba para confortarlo.

Covenant permanecía junto a Encorvado, enmudecido por las pesadillas y recuerdos. Hallaba un extraño consuelo en el taciturno silencio del gigante. Consuelo que probablemente no se albergaba en el hermético porte de Cail. Aunque el haruchai estaba capacitado para el dolor, la admiración y el remordimiento, siempre mantenía oculto lo que sentía. Y de manera opuesta, Vain y Buscadolores representaban la antítesis del sosiego. Los constructores de Vain habían exterminado prácticamente a los waynhim, y la miseria embargaba los amarillentos ojos de Buscadolores por aquel conocimiento que rehusaba compartir.

Pudo haber advertido al rhysh de Hamako sobre el croyel. Quizá con ello no hubiese cambiado la suerte de Covenant o la de Hamako. Pero habría salvado vidas.

No obstante, cuando Covenant miraba al elohim no sentía deseo alguno de pedirle explicaciones. Comprendía la resistencia de Buscadolores a hacer cualquier cosa que pudiera mitigar el sentimiento de culpabilidad de Covenant, puesto que dificultaría sus gestiones para que cediese el anillo.

No le eran necesarias las explicaciones. Aún no. Necesitaba visión y percepción. Hubiera querido preguntarle al Designado. ¿Crees realmente que es a ella a quien le corresponde? ¿Tan fuerte es?

De cualquier modo ya sabía la respuesta. Ella no era tan fuerte, pero iba adquiriendo la fuerza como si fuese patrimonio suyo. Tan sólo la retraían sus antiguas contradicciones, aquella parálisis que se apoderaba de ella cuando se veía atrapada entre el espanto de lo que su padre hizo y la abominación de lo que ella misma hiciera a su madre, aquellas fundamentales compulsiones que la llevaban al anhelo y al rechazo de la muerte. Y tenía más derecho que él a la magia indomeñable, porque ella podía ver.

A su alrededor, los compañeros comenzaban a moverse. La Primera se incorporó de repente, con la espada empuñada: había estado soñando con luchas. Al ponerse en pie rígidamente, los ojos de Honninscrave le recordaron a los de Hamako, como si hubiera aprendido del ejemplo del pedrariano algo que le ayudara a reafirmarse. Tejenieblas se enderezó con torpeza, una viva imagen de la confusión, un hombre aturdido por sus propias emociones. La expiación y lucidez provocadas por el combate contra los arghuleh, respondieron a algunas de sus necesidades, pero no le habían devuelto el respeto a sí mismo.

Al despertar, Linden presentaba un enrojecido semblante que parecía en carne viva, como si hubiera pasado media noche tratando inútilmente de restañar sus lágrimas.

Covenant quiso abrirle su corazón pero no supo como hacerlo. La tarde anterior, ella había curado su brazo con una ferocidad que reconoció como amor. Pero la intensidad con que se detestaba a sí mismo los aislaba mutuamente. Y ahora no podía olvidar que el derecho de ella tenía preferencia sobre el suyo. Y que la falsedad acumulada corrompía cuanto hacía o procuraba hacer.

Nunca aprendería a renunciar.

Sus pesadillas se presentaban en cuanto necesitaba el fuego que temía.

Tejenieblas, somnoliento, se disponía a preparar el desayuno, pero bruscamente Encorvado lo detuvo. Sin mediar palabra, el tullido gigante se puso en pie. Tal comportamiento llamó la atención del grupo. Durante un momento, permaneció rígido e inmóvil, con los ojos humedecidos bajo el amanecer. Luego, roncamente, comenzó a entonar un canto. La melodía era una vulgar canción gigantina, y la rota y gastada voz extraía débiles ecos de los riscos del Declive del Reino, un aumento de la resonancia, de manera que parecía cantar tanto para sus compañeros tanto como para sí mismo.

Mi corazón tiene estancias polvorientas

y hay cenizas en mi hogar,

que deben ser limpiadas y absorbidas

por el hálito de la luz solar.

Yo no puedo realizar esa tarea,

puesto que incluso el polvo me es querido.

El polvo y las cenizas me recuerdan

que mi amor estuvo allí escondido

No sé cómo decir adiós,

cuando adiós es la única palabra

que me queda para pronunciar,

o para oír.

Pero no puedo expulsarla de mis labios

ni dejar a mi solo amor partir.

¿Cómo soportaría que quedaran las estancias

tan vacías?

Entre el polvo me siento y espero

al polvo que me cubrirá.

Y remuevo las cenizas

aunque estén frías.

No puedo soportar cerrar la puerta,

sellar mi soledad,

mientras el polvo y la ceniza aún recuerdan

el amor que no debiera terminar.

Cuando concluyó, la Primera lo abrazó fervorosamente, y Tejenieblas pareció un poco más aliviado. Mirando a Covenant, Linden tuvo que morderse los labios para evitar que temblaran. Pero los ojos de Honninscrave continuaban velados, y masticaba hiel como si adiós fuese la única palabra que no pudiera permitirse pronunciar.

Covenant lo comprendió. Soñadordelmar dio su vida con tanto valor como Hamako, pero no obtuvo a cambio victoria alguna que justificara su muerte. Y no se le concedió caamora alguna que le devolviera la paz.

El Incrédulo temía con amargura que su propia muerte fuera más parecida a la de Soñadordelmar que a la de Hamako.

Mientras los compañeros tomaban el desayuno y volvían a cargar los trineos, Covenant trató de imaginar cómo hallarían la manera de escalar el abrupto risco. El Declive no era allí tan impresionante como en el centro del Reino, donde más de mil pies de altura de escarpada roca separaban las Tierras Bajas de las Altas, el Llano de Sarán de Andelain, y donde el Monte Trueno se agazapaba como un titán presidiendo sombríamente la hendidura. Pero aún así parecía infranqueable.

Mas la visión de los gigantes ya había descubierto una solución. Arrastraron los trineos hacia el sur, y antes de recorrer una legua, llegaron a un punto en el que el borde del precipicio se interrumpía haciendo bajar un ancho venero de tierra en forma de abanico que llegaba a la misma base. Aquella pendiente sí era practicable, aunque Covenant y Linden hubieron de ascender a pie mientras los gigantes transportaban los trineos. Antes de que la mitad de la mañana hubiese transcurrido, el grupo se hallaba entre las nieves de las Tierras Altas.

Covenant escudriñaba aprensivamente el terreno, aguardando a que en cualquier momento Linden anunciara que podía ver el Sol Ban alzándose ante ellos. Pero más allá del Declive del Reino, no había nada más que invierno y una alta cordillera montañosa que bloqueaba el suroeste.

Parecían tan elevadas y arduas como las Montañas Occidentales. Sin embargo los gigantes no se arrendraron, expertos como eran en hallar vericuetos entre picos y valles. Pese a que el resto del día lo pasaron subiendo en espiral hacia el sutil aire de las cumbres, Covenant y Linden pudieron continuar sobre los trineos y el grupo consiguió un gran progreso.

Pero al día siguiente el camino empeoró, haciéndose más empinado y dificultoso, cubierto de pedruscos y hielo, y el viento azotaba entre los riscos cegando los ojos y emborronando el sendero. Covenant hubo de bajar del trineo y marchar tras Honninscrave. Su brazo derecho palpitaba como si el frío lo devorase; no tenía fuerza en las entumecidas manos. Pero el vitrim y la diamantina lo estaban curando con más rapidez de la que hubiera considerado posible, y su deseo de no gravar a sus compañeros lo mantuvo en pie.

Perdió todo sentido del avance; el risco parecía continuar siempre sobre él, en la misma posición. Cada vez que trataba de inhalar profundamente, el aire parecía aserrar sus pulmones. Se sentía débil, inútil, tremendamente lejos de Piedra Deleitosa. Pero resistía. Hacía tiempo que había dejado de someterse a las disciplinas propias de su leprosidad, pero el espíritu perduraba todavía en él, una tenaz y meticulosa insistencia en sobrevivir que despreciaba tanto lo que le quedaba por padecer como el dolor ya padecido. Cuando la tarde llegó a su final, obligando al grupo a detenerse, él continuaba en pie.

El día siguiente fue peor. El aire se hizo tan frío como la malevolencia de los arghuleh. El viento hostigaba encolerizado las estrechas hondonadas por las que pasaban. Una y otra vez, Cail tenía que ayudar a Covenant o a Linden, o se hacía necesaria su asistencia a los trineos. Pero parecía desenvolverse bien bajo aquellas condiciones climatológicas. Los gigantes luchaban en su ascenso como si estuvieran dispuestos a medirse con cualquier terreno. Y Linden se mantenía junto a ellos de algún modo, con tanta obstinación como Covenant, pero con más resistencia. Tenía el rostro tan blanco como la nieve que se amontonaba entre los salientes rocosos, y el frío vidriaba sus ojos como si fuesen de hielo. Mas perseveraba.

Aquella noche, el grupo acampó al final de un pasaje entre picos que se alzaban dramáticamente hacia el firmamento. Más allá de la distante boca del pasaje no se hallaban montañas lo bastante altas ya como para protegerlos. Tuvieron que esforzarse en mantener encendida la fogata el tiempo suficiente para preparar la comida; el viento que atravesaba el paso se llevaba los tizones. Sin la improvisada protección de las mantas, colocadas contra el viento, no hubiera sido posible ni encenderla. Pero los gigantes se esforzaban hasta el límite, logrando calentar la comida y hervir el agua que Linden necesitaba para el brazo de Covenant. Cuando le quitó el vendaje, él mismo se sorprendió de que aquellas heridas provocadas por propia acción estuvieran tan bien. Después de que ella lavara la ligera infección que permanecía, le cubrió el brazo con un vendaje para protegérselo de ulteriores irritaciones.

Agradecido por su cuidado, interés y capacidad de aguante, por más cosas de las que podía nombrar bajo aquel temporal, trató de darle las gracias con la mirada. Pero ella mantenía los ojos distantes, y sus movimientos eran bruscos y preocupados. Cuando habló, sus palabras sonaron tan tristes como aquellas cumbres.

—Cada vez nos acercamos más. Esto —hizo un ademán que parecía señalar al vendaval— no es natural. Es una reacción contra algo ocurrido en el lado opuesto. —Su semblante se arrugó en un fruncimiento de ceño—. Si queréis mi opinión, diría que habrá un Sol de Desierto para los próximos dos días.

Se detuvo. Tensamente, Covenant esperó que prosiguiese. Desde el principio, el Sol Ban constituyó un tormento para ella. La profundidad especial de sus sentidos le exponía despiadadamente al ultraje de aquella iniquidad, la alternante sequía y supuración del mundo, la calcinación de los desiertos y el desgarro de los árboles. Gibbon había profetizado que la verdadera destrucción de la Tierra dependía de ella más que de Covenant, que sería conducida por su agudo sentido de la salud a cometer cualquier profanación que el Despreciativo requiriese. Y luego el Delirante la había tocado, derramando su maldad como corrupción licuada en su vulnerable carne, y el horror de aquella violación la redujo a una parálisis tan profunda como la catatonía durante dos días.

Cuando salió de ella, después de que Covenant la rescatase de la prisión de Piedra Deleitosa, dio por completo la espalda al recurso de su percepción. Suplicó a Covenant que la librara de aquello como había tratado de librar a Joan. Y no empezó a recobrarse hasta que le fue mostrado que su sentido de la salud también estaba abierto a la belleza, que cuando la exponía a la enfermedad, también aumentaba su facultad de sanar.

Ahora era una mujer distinta; se sentía humillado al reconocer cuan lejos había llegado Linden. Pero aún le quedaba el desafío del Sol Ban. Ignoraba cuáles eran sus sentimientos, pero sabía tan bien como ella que muy pronto se vería obligada a soportar una carga que anteriormente había resultado demasiado pesada para sus fuerzas.

Una carga que no habría recaído sobre ella por segunda vez si no la hubiera dejado creer que tenían un futuro juntos, sabiendo que era falso.

La luz de la fogata y los afanes del día daban a su rostro tintes rojizos que contrastaban contra el fondo de la noche. Su cabello, largamente descuidado, caía a ambos lados de su cabeza. En sus ojos se reflejaban las danzantes llamas. Parecía una mujer cuyas facciones se negaran a obedecerla, rehusando a mostrar de nuevo la severidad que había marcado su vida. Se estaba dirigiendo al lugar y a la amenaza que la habían hecho pensar que era la encarnación de la maldad.

Malvada y condenada.

—Nunca te lo dije —murmuró al fin—. Solamente ansiaba olvidarlo. Nos hallábamos tan lejos del Reino que hasta las amenazas de Gibbon me parecían irreales. Pero ahora… —y su mirada siguió por un instante el curso del viento—. No puedo quitármelo de la cabeza.

Después de las terribles cosas que ya le había contado, Covenant se asustó ante lo que tendría que oír. No obstante, se mantuvo tan firme como pudo, sin apartar la mirada de su vacilación.

—Aquella noche. —El dolor se deslizaba en su tono—. La primera que pasamos a bordo del Gema de la Estrella Polar. Antes de que llegara a descubrir que un Delirante se hallaba entre nosotros, y que aquella rata te mordiera. —Podía recordarlo: aquel mordisco desencadenó una recaída infecciosa que estuvo a punto de acabar con la misión de la Búsqueda y el dromond mismo antes de que ella descubriera la forma de tratarla—. Tuve la más horrenda de las pesadillas.

Con voz trémula, describió el sueño. Se hallaban entre los bosques colindantes a Haven Farm, y él ocupó el lugar de Joan, que se hallaba a merced de la banda de fanáticos del Amo Execrable, mientras ella, Linden, bajaba corriendo la colina para salvarlo. Pero siempre era impotente para detener la violencia que llevara el cuchillo hasta su pecho. Y de la herida brotaba más sangre de la que hubiera visto en toda su vida. Manaba de él como si un mundo entero estuviera siendo asesinado de un solo golpe. Como si la hoja del cuchillo se hubiese clavado en el corazón del Reino.

Y ella era incapaz de restañarla. Había estado a punto de ahogarse en el intento.

El recuerdo la mostraba espantada bajo la inestable luz, pero no quiso detenerse. Había estado pensando en aquellas cuestiones demasiado tiempo y sabía con aterradora precisión lo que deseaba preguntar. Afrontando resueltamente la consternación de Covenant, dijo:

—En la Atalaya de Kevin me confesaste que había dos explicaciones diferentes, la externa y la interna. Como la diferencia entre la cirugía y la medicina. Desde dentro se diría que compartimos un sueño. Estamos dentro del mismo proceso inconsciente, fue lo que dijiste.

»Eso cuadra. Si estamos soñando, obviamente cualquier curación que aquí se produzca es mera ilusión. No tendría efecto alguno en los cuerpos que dejamos atrás, en la continuidad física del mundo del que procedemos.

»Pero ¿cómo cabe entender una pesadilla dentro del sueño? ¿No es una clase de profecía?

Su franqueza le cosió desprevenido. Lo excedió; no podía contestar sin un apoyo. Sus propios sueños… Rápidamente, echó mano de una protesta.

—No es tan simple. —Dijo. Pero al momento tuvo que detenerse. Pasó un instante de indecisión antes de que hallara un argumento—. Soñaste aquello bajo la influencia de un Delirante. Soñaste lo que te hizo sentir. La profecía del Execrable, no la tuya. Eso no cambia nada.

Linden ya no lo estaba mirando. Con la cabeza agachada, se oprimía la frente con las palmas de las manos, pero éstas no ocultaban las silenciosas lágrimas que descendían por sus mejillas.

—Fue antes de que tuviera conocimiento del poder. —Con una honestidad que lo desarmaba, estaba exponiendo la raíz misma de su dolor—. Pude salvar a Hamako. A todos ellos. Tú te encontrabas al borde del estallido. Pude arrebatarte la magia indomeñable y traspasar el corazón del croyel. Yo no suponía peligro alguno para el Arco del Tiempo. Ninguno de ellos debió morir.

El espanto ardía como una ignominia sobre su rostro. Él comprendió que le estaba confesando la verdad. El sentido de la salud de Linden aún estaba creciendo, y pronto estaría facultada para cualquier cosa. Ahogó un gemido.

—¿Por qué no lo hiciste?

—¡Te miraba a ti! —le increpó con repentina angustia—. Veía como te destrozabas el brazo. No podía pensar en nada más.

La visión de su tormento le dio a él la posibilidad de controlarse, de luchar contra su instintivo pánico. No podía permitírselo. Ella necesitaba algo mejor.

—Me alegro de que no lo hicieras —le dijo—. No por lo que hubiera podido ocurrirme a mí. Me alegro por él de que no lo hicieras. —Al recordar a su madre añadió deliberadamente—: Le permitiste que diese un sentido a su propia vida.

Ante aquello, alzó la cabeza repentinamente, clavándole la mirada.

¡Murió! —silabeó como si fuera una imprecación demasiado grave y personal para ser gritada—. Te salvó la vida por lo menos dos veces, y dedicó la suya al servicio de ese Reino por el que dices preocuparte tanto, y el pueblo que lo adoptó fue prácticamente borrado de la faz de la Tierra, ¡y él murió!

Covenant se mantuvo inmutable. Ahora se hallaba preparado para cualquier acusación que ella pudiera hacerle. Sus propias pesadillas eran peores que aquello. Y hubiera dado el alma por igualarse a Hamako en alguna oportunidad.

—No me alegro de que muriera, sino de que hallara una respuesta.

Durante un prolongado momento, ella le sostuvo la mirada. Luego, lentamente, la cólera se fue borrando de su semblante. Por fin bajó los ojos. Murmuró confusamente:

—Lo siento. Es que no puedo comprenderlo, matar a alguien es terrible. —El recuerdo de su madre se le hizo tan presente como a Covenant—. Pero ¡Santo Dios! Salvarlo ha de ser mejor que dejarlo sucumbir.

—Linden. —Con toda claridad no deseaba que él le dijera nada más. Había sacado a colación la cuestión fundamental de su existencia y necesitaba contestarla por sí sola. Pero él no podía abandonar de ese modo. Con toda la dulzura de que aún podía disponer, dijo—: Hamako no quería ser salvado. Justo por la razón contraria que tu padre. Y ganó.

—Lo sé —murmuró—, lo sé. Es solamente que no puedo entenderlo.

Como para evitar que le volviese a hablar, se apartó de la hoguera y fue a buscar las mantas.

Él miró hacia las mudas y atentas caras de los gigantes. Pero no tenían ningún consejo que ofrecerle. Anhelaba fervientemente salvarse, pero nadie podía hacer nada por él a menos que cediese el anillo. Comenzaba a creer que su muerte sería bienvenida cuando acaeciera.

Poco después, se apagó el fuego. Tejenieblas trató de encenderlo inútilmente. Mas cuando Covenant se fue a dormir, soñó que las llamas se hacían lo bastante violentas para consumirlo.

Durante la noche, el viento murió. El amanecer era tan límpido como el cristal, y las cumbres fulguraban bajo la sutil atmósfera como si ninguna mancha pudiera dañarlas. El alentar de una imposible esperanza espoleaba a los compañeros hacia el final del pasaje.

Bajo otras circunstancias, la vista desde aquella altura les hubiese deleitado. La luz del sol se filtraba por el paso iluminando la cordillera como si se desplomase en una dramática sucesión de salientes cubiertos de nieve y dentadas crestas, pujantes elevaciones que se alzaran al cielo y lomas que se extendían hacia las tierras bajas. Y más allá de las desnudas colinas que cubrían todo el horizonte sur-occidental, se hallaban las extensas Llanuras del Norte que llevaban a Piedra Deleitosa.

Pero allí donde el sol tocaba, las Llanuras se veían marrones y quemadas como un desierto.

Pero aquello, por sí mismo, no hubiera sumido a los gigantes en el silencio, ni obligado a Linden a llevarse las manos al rostro, ni que Covenant dejase de respirar por unos momentos; en esa época del año, la región situada bajo ellos podía estar naturalmente seca. Mas tan pronto como el sol tocaba el desnudo terreno, una verdosa piel empezaba a cubrirlo. Desde el lugar donde se encontraban, los numerosísimos brotes y vástagos parecía entenderse con irrazonable rapidez.

Maldiciendo, Covenant se esforzó en escudriñar el sol. Pero no podía distinguir señal alguna de la corona que debiera acompañar la súbita vegetación.

—Estamos por debajo de la franja —dijo Linden sin entonación—. Te lo expliqué la última vez que cruzamos el Declive del Reino. No veremos el aura hasta después.

Covenant no había olvidado aquella explicación. El Sol Ban era una corrupción de la Energía de la Tierra, que brotaba del mismo suelo, de las profundas raíces del Monte Trueno, donde el Amo Execrable tenía ahora su guarida. Pero se concentraba en el propio sol y en él se manifestaba visiblemente, en la penumbra característica de sus fases y en la facultad de corromper mediante su contacto inicial.

—Necesitaremos piedra para protegernos —advirtió Covenant a sus compañeros—. Éste es el primer peligro que se nos presenta. —Tanto Linden como él se veían preservados por el cuero del calzado que llevaban. Vain y el haruchai se habían mostrado ya inmunes. Tampoco Buscadolores necesitaba recomendación alguna sobre cómo cuidarse. Mas los gigantes… Covenant no podía soportar que se vieran amenazados—. De ahora en adelante, todos los días, hemos de tener piedra debajo en cuanto salga el sol.

La Primera asintió en silencio. Ella y los suyos seguían con la vista clavada en el manto verde que se iba extendiendo por momentos cubriendo las lejanas planicies.

Aquella imagen hizo que Covenant recordara a Sunder y a Hollian. El Gravanélico de Pedraria Mithil abandonó su hogar y su pueblo para servirles de guía a través de los peligros del Sol Ban. Y su inexorable destreza y previsión, su indudable valentía, había mantenido con vida a Covenant y a Linden. Y la Eh-Estigmatizada Hollian, con su habilidad para predecir las fases del Sol Ban, también fue una ayuda incalculable. Pese a estar acompañado por los gigantes y la energía de Linden, Covenant se sentía por completo indefenso ante el Sol Ban sin el apoyo de sus antiguos camaradas.

Y deseaba saber qué había sido de ellos. Los había enviado a Línea del Mar porque consideraban que su lugar no estaba en la Búsqueda del Árbol Único, ni entre los poderosos gigantes; y porque Covenant detestaba la idea de dejar el Clave sin oposición durante el impredecible período de su ausencia. Por esas razones, les entregó el krill de Loric, la espada de poder que había rescatado del fondo de la Laguna Brillante. Y les encargó organizar la resistencia en las aldeas para oponerse a sus sangrientas exigencias. Acompañados sólo por Stell y Harn, sin más armas que sus cuchillos, el krill, la piedra orcrest de Sunder y la varita lianar de Hollian, sin más aliento que la débil esperanza de obtener el apoyo de otros haruchai, los dos pedrarianos marcharon bajo la luz del sol a exponer sus vidas contra las potencias que gobernaban el Reino.

El recuerdo incrementó todavía más su angustia. El distante y artificial verdor que se expandía bajo él le obligaba a volver al pasado con renovada viveza. Sunder y Hollian eran sus amigos. Había llegado demasiado lejos en el nombre de Piedra Deleitosa y el Clave, pero ahora deseaba agudamente reunirse con los dos pedrarianos.

Reunirse o vengarlos.

—Vámonos —pidió ásperamente a sus compañeros—. Descendamos hasta allí.

La Primera lo midió con la mirada, como si sintiera cierta desconfianza ante el constante endurecimiento de su actitud. Pero no era mujer que retrocediera. Con un seco gesto de asentimiento, los envió a Linden y a él a los trineos. Luego se volvió y comenzó a bajar por la pendiente cubierta de nieve, como si tampoco ella pudiera esperar para enfrentarse con el mal que había llevado hasta allí a la Búsqueda.

Empujando el trineo de Covenant para ponerlo en movimiento, Honninscrave dejó escapar un grito, que parecía un desafío, y se apresuró tras la espadachina.

En el transcurso de aquel día, el grupo bajó de las montañas llegando hasta el pie de las colinas y el fin de las nieves. Desplazándose a una demencial velocidad que sólo podía ser controlada por gigantes, volaban de una pendiente a otra deteniéndose sólo cuando la Primera había de reconsiderar la ruta. Parecía resuelta a recuperar el tiempo perdido en el trabajoso ascenso de la cordillera. Antes de mediodía, una franja de un verde, de un color intermedio entre la crisoprasa y los ojos de Dafin, se ceñía al sol como la soga a un ahorcado. Pero Covenant no pudo mirarlo. El vértigo casi lo cegaba. Tan sólo era capaz de asirse a las barandas del trineo y contenerse para no vomitar.

Después la nieve y el hielo de las cumbres cesaron en los límites mismos del caos de vegetación, lo bastante crecida ya como para resultar impenetrable. Con la cabeza dándole aún vueltas, Covenant se consideró afortunado de que el crepúsculo impidiera a la Primera acometer aquella maraña inmediatamente. Pero ésta se había dado cuenta de la náusea que se traslucía en su rostro, y la expresión de dolor de Linden. Mientras Tejenieblas y Honninscrave instalaban el campamento, les pasó a los dos humanos una redoma con diamantina, y luego los dejó solos para que se recobrasen.

Aunque el licor le fue bien al estómago de Covenant, no suavizó la lívida cólera de la mirada de Linden. A intervalos durante aquel atardecer, Encorvado y la Primera se dirigieron a ella para comentar algo, pero sus respuestas fueron monosilábicas y distantes. Aquella anormal vegetación se expresaba en un lenguaje que nadie salvo ella podía oír, y que acaparaba su atención. Sin tener consciencia de estar siendo observada, se mordía los labios como si hubiese perdido su vieja severidad e ignorase el modo de recuperarla.

Su postura ovillada; las piernas apretadas contra el pecho, los brazos ceñidos en torno a las rodillas, la barbilla apoyada sobre ellas, le recordó una ocasión muchos días atrás, cuando comenzaron a viajar juntos y ella estuvo a punto de quebrarse bajo la presión del primer Sol Fértil. Se había acobardado, y dijo: No puedo quitármelo. Es demasiado personal. ¡Yo no creo en el mal!

Ahora sí creía en el mal, pero aquello sólo hacía que el asalto a sus sentidos del Sol Ban fuera más íntimo e incontestable, tan nefasto como un asesinato, incurable como la lepra.

Trató de permanecer despierto para hacerle compañía, ofreciéndole su apoyo silencioso. Pero ella seguía tensa y despierta cuando el fatal asalto de su sueño le hizo alejarse. Se fue a dormir pensando que si poseyese algo semejante a su percepción, el Reino no se hallaría en tal peligro… ni ella estaría tan sola.

Visiones que no podía encarar ni esquivar parecían prolongar la noche; aunque el amanecer y la llamada de Cail para que despertaran llegaron muy pronto. Se espabiló convulsamente y clavó la mirada en la densa vegetación que crecía. Sus compañeros se hallaban ya en pie. Mientras Tejenieblas y Encorvado preparaban un desayuno y Honninscrave desmantelaba los trineos, la Primera estudiaba el tupido terreno, dejando escapar un sordo murmullo entre dientes. Por una separación entre los picos se introducía un madrugador rayo de luz que llegaba hasta la vegetación justo enfrente del campamento. El sol los alcanzaría muy pronto.

Covenant sentía un hormigueo en la piel mientras contemplaba como la vegetación crecía y se retorcía. El contraste entre los lugares que el sol tocaba y los que no, hacía que su efecto pareciera aún más fantástico y ominoso. En el pedregoso suelo existente entre las faldas de las colinas, no crecían árboles. Pero los resistentes y tortuosos arbustos tenían casi la altura de éstos; los cardos y otros hierbajos llenaban el espacio entre los troncos; los líquenes se adherían a las rocas como costras. Y cualquier cosa que el sol tocaba crecía tan rápidamente que parecía estar dotada de movimiento; siluetas desesperadas expuestas a una inmisericorde tortura que clamaban al cielo. Había olvidado lo horrible que era en realidad el Sol Ban. Temía el momento en que tendría que descender e introducirse en aquella lujuriante angustia verde.

Entonces la luz del sol descendió desde la abertura hasta donde estaban ellos.

En el último momento, la Primera, Honninscrave y Encorvado consiguieron encontrar rocas sobre las que permanecer. Bajo los pies de Tejenieblas estaba la piedra que había servido de protección a las fogatas contra la nieve y el hielo.

Distanciadamente, Linden aprobó con un movimiento de cabeza la precaución de los gigantes.

—Cail posee algo de lo que vosotros carecéis —murmuró—. Necesitáis protección.

Pero Vain y Buscadolores no necesitaban nada, y Covenant y ella misma estaban protegidos por su calzado. Todos juntos contemplaron la salida del sol.

Cuando éste coronó la rendija, parecía normal. Por dicho motivo, gran parte de la zona situada al pie de las colinas permanecía libre de vegetación. Sin embargo, el grupo continuaba sin moverse expectante y silencioso en una anticipación del espanto. Y ante sus ojos, el sol cambió. Un aura se ciñó a su alrededor, alterando la luz. Incluso la franja de yermo que separaba el término de las nieves del comienzo de la vegetación adquirió un tinte esmeralda.

Dado que el invierno se cernía aún sobre las montañas, no había calor en el ambiente. Pero Covenant se dio cuenta de que estaba sudando.

Con un gesto, Linden le volvió la espalda al sol. Los gigantes se dedicaron a sus tareas. La continua, oscura y ambigua sonrisa de Vain no delataba reacción alguna. Pero el escarnecido rostro de Buscadolores parecía más triste que nunca. Covenant creyó ver temblores en las manos del elohim.

Poco después de comer, Honninscrave acabó de convertir los trineos en leña. Tejenieblas y él empaquetaron las provisiones en unos grandes hatos, que acarrearían ellos mismos, y en otros más pequeños para que los llevaran Encorvado y la Primera. Muy pronto, los compañeros de Covenant se hallaban dispuestos para iniciar la jornada de aquel día.

—Giganteamigo —dijo tensamente la Primera—, ¿hay algún otro peligro aquí aparte del que hemos presenciado?

Peligro, pensó calladamente. No si los Caballeros del Clave no habían llegado tan al norte, y si ninguna cosa había cambiado.

—No bajo este sol —le replicó con voz ahogada—. Pero si permanecemos quietos demasiado tiempo nos resultará difícil avanzar de nuevo.

La espadachina asintió.

—Eso está claro.

Desenvainando la espada, descendió en dos zancadas por una ladera de la colina y comenzó a cortar los enormes arbustos que le obstruían el paso.

Honninscrave la siguió. Con su volumen y sus músculos iban ensanchando el sendero para el resto del grupo.

Covenant procuró colocarse justo tras Encorvado. Cail iba entre el Incrédulo y Linden. Luego Tejenieblas, con Vain y Buscadolores inseparables a sus espaldas.

En aquella disposición, la fracasada expedición al Árbol Único fue al encuentro de la atrocidad del Sol Ban.

Durante la mañana y parte de la tarde, mantuvieron una sorprendente marcha. Monstruosas brozas y malezas daban paso a zonas de inmensos helechos recubiertos de diversas clases de hierbas; y a cada grado que avanzaba el sol en su recorrido, las frondas, hojas y tallos crecían más y más, como si estuvieran poseídos por una frenética maldición. Pero aun así, la Primera y Honninscrave caminaban tan rápidamente como Linden y Covenant podían soportar. La atmósfera se tornaba cálida, notablemente más húmeda, conforme las nieves y cumbres iban quedando atrás. Aunque Covenant había agregado su capa a la carga de Encorvado, transpiraba de continuo. Pero los días pasados en las montañas lo habían endurecido de algún modo, y le era posible mantener la marcha.

Hacia media tarde, el grupo penetró en una región semejante a una surreal y demencial jungla. Enebros retorcidos como vampiros se inclinaban unos sobre otros, extrangulados por prodigiosas enredaderas que los festoneaban como la tela de una enorme y perversa araña. Y en la tierra, entre las enredaderas y los troncos de árboles, crecían una gran cantidad de extrañas orquídeas que olían ponzoñosamente. La Primera lanzó un violento tajo contra una de las enredaderas cercanas, y luego examinó la hoja manchada de verde para ver si se había estropeado; el tallo era tan duro como el mango de un hacha. En torno a ella, los zarcillos y los árboles crujían como una abominación. Para lograr avanzar, los compañeros tenían que trepar y gatear torpemente entre aquellos obstáculos.

La noche cayó sobre ellos en mitad de la región, sin piedra a la vista y casi sin el espacio suficiente para poder tender las mantas entre los tocones. Pero cuando Cail despertó al grupo a la mañana siguiente, descubrieron que había reunido bastantes rocas pequeñas, tantas como para proteger a dos de los gigantes. Y la piedra que Tejenieblas acarreaba podría sostener a otros dos. Así protegidos, se reunieron para aguardar al sol.

Cuando sus primeros rayos se filtraron insidiosamente entre la maleza, Covenant tembló; y Linden se llevó una mano a la boca para sofocar un grito.

Tan sólo veían parte del aura solar. Pero era rojiza. El color de la pestilencia.

—¡Dos días! —Covenant hizo un esfuerzo para controlarse—. Esto se está poniendo muy mal.

La Primera lo miró. Con amargura, le explicó que anteriormente el Sol Ban cubría ciclos de tres días. Toda disminución de tal período indicaba que su poder crecía. Lo que a su vez significaba… Pero no podía pronunciar aquello en voz alta. El dolor que le producía era demasiado profundo. Significaba que Sunder y Hollian habían fracasado. O que los na-Mhoram habían descubierto una fuente de sangre tan grande como su maldad. O que el Amo Execrable se hallaba ahora seguro de su triunfo y, por tanto, el Clave había abandonado sus pretensiones de controlar al Sol Ban.

Ceñudamente, la Primera asimiló las palabras de Covenant. Tras un rato le preguntó con cautela:

—¿No podría tratarse sólo de una variación, permaneciendo el período esencial inalterado?

Existía aquella posibilidad. Recordaba un sol de dos días. Pero al volverse hacia Linden para obtener su opinión, ella no correspondió a su mirada. La mano cubría aún su boca. Sus dientes estaban apretados sobre la articulación de su dedo índice, y una gota de sangre manchaba su barbilla.

Linden.

La cogió por la muñeca, apartándole la mano.

Mostraba una estremecedora consternación.

—El Sol de Pestilencia. —La voz salía temblorosa y áspera de su convulsa garganta—. ¿Es que te has olvidado de cómo actúa? No tenemos voure.

Ante aquello un nuevo temor asaltó a Covenant. El voure era el ácido jugo de cierta planta; un jugo que protegía de los insectos que pululaban bajo el sol carmesí. Mas aún: también era un antídoto contra las enfermedades del Sol Ban. El mal de la pestilencia atacaba a través de cualquier corte o herida que tocara.

—¡Por todos los demonios! —musitó, para luego ordenar secamente—. ¡Pon un vendaje en ese dedo!

Su brazo estaba ya lo bastante curado como para no correr peligro, pero aquel sol podía revelarse fatal para las pequeñas incisiones que ella se hiciera en el dedo.

Alrededor de él, la vegetación se agitaba como una miasma. Doquiera que la luz alcanzaba las enredaderas y los árboles, las cortezas se entreabrían comenzando a rezumar. El flujo de la descomposición.

Insectos sin nombre comenzaron a zumbar agoreramente en medio del creciente hedor. De repente, Covenant comprendió el temor de Linden. Había previsto antes que él la posibilidad de que hasta un gigante podía enfermar y sucumbir si respiraba en exceso aquel aire, o si era picado por demasiados de aquellos insectos. Y esto agravaba todo lo demás.

No se movía. Sus ojos tenían un aspecto vidriado y parecían mirar hacia su propio interior. En su nudillo se formaban perlas rojas, que después caían sobre la suciedad. Impulsado por la exasperación y la alarma, Covenant le gritó:

—¡Demonios! Te dije que te vendaras ese dedo. Y piensa algo. Nos hallamos ante un gran problema.

Ella se encogió de miedo.

—No —susurró. La delicadeza de sus facciones parecía diluirse—. No. No lo comprendes, no puedes sentirlo. Nunca antes había sido así… no puedo recordar… —Tragó saliva con dificultad para ahogar un gemido. Luego, su tono se hizo impersonal y mortecino—. No puedes sentirlo. Es espantoso. No puedes combatirlo.

Efluvios de vapor pasaban ante su semblante como si también ella hubiera comenzado a pudrirse.

Obligado por la urgencia, Covenant la zarandeó por los hombros, clavándole los dedos.

—Quizá yo no pueda. Pero tú sí. Eres la Solsapiente. ¿Para qué te crees que estás aquí?

La Solsapiente. Los elohim le otorgaron aquel título. Durante un breve lapso de tiempo, su mirada se tornó salvaje; y él temió haber desgarrado el fino tejido de su cordura. Pero entonces lo miró directamente con tal intensidad que hizo que se tambaleara. De pronto, ella fue alabastro y diamante entre sus manos.

—Apártate de mí —articuló con claridad—. Tú no das bastante para tener el derecho.

Le imploró silenciosamente, pero ella no cedió. Cuando dejó caer los brazos y retrocedió, ella le dio la espalda como si lo excluyera de su vida.

—Consigue madera que esté aún verde —advirtió a la Primera—. Ramas o lo que encuentres. —Parecía, contradictoriamente, fuerte y frágil a la vez, inalcanzable—. Moja en vitrim los extremos y enciéndelos. El humo nos protegerá parcialmente.

La Primera enarcó una ceja captando la tensión existente entre Covenant y Linden. Mas los gigantes no vacilaron: conocían su sentido de la salud. En escasos momentos, cortaron varias ramas de los árboles que estaban a su alrededor para hacer teas con ellas. Encorvado protestó ante la idea de que usaran su precioso vitrim para tal propósito, pero le pasó una de sus redomas a la Primera inmediatamente. Al poco, los cuatro gigantes y Cail ondeaban antorchas que humeaban suficientemente como para paliar el hedor de la podredumbre. Grandes insectos voladores que merodeaban con ansia a su alrededor, salieron disparados en busca de otra presa.

Una vez recogidas y empaquetadas sus pertenencias, la Primera se volvió hacia Linden solicitando instrucciones, reconociendo tácitamente el cambio que se había producido en la Escogida. Covenant era Giganteamigo y portador del anillo, pero la supervivencia del grupo dependía ahora únicamente de la percepción de Linden.

Sin dirigir una sola mirada a Covenant, Linden asintió. Luego ocupó el lugar de Encorvado tras la Primera y Honninscrave; y reanudaron la marcha.

Con la capacidad disminuida por el humo y la podredumbre, pugnaban por abrirse paso a través de la salvaje región. Las enredaderas que fueran demasiado duras para la espada de la Primera se revelaban ahora, bajo la peculiar corrupción del aura escarlata del sol, plagadas de hinchazones que reventaban y ulceras entreabiertas. Los troncos y raíces de algunos árboles llenos de agujeros que llegaban hasta lo más profundo. Otros habían perdido anchas tiras de corteza, exponiendo su madera a la fatal voracidad de las termitas. El narcotizante dulzor de las orquídeas se introducía de vez en cuando en el acre humo. Covenant sentía que estaba caminando entre los resultados que el Amo Execrable se había esforzado en conseguir desde hacía más de tres mil quinientos años, la profanación de toda la salud del Reino, tornándola leprosidad. El Despreciativo emergía en el anticipo de su victoria. La belleza del Reino y de la Ley había sido destruida. Con el humo en los ojos y la revulsión en el estómago, e imágenes de dolor y gangrena por todas partes, Covenant se descubrió rogando por un sol que durase solamente dos días.

Pero aquel sol rojo tenía una ventaja: la descomposición de la madera permitía a la Primera volver a abrirse paso de nuevo. El grupo fue capaz de acelerar su marcha. Y finalmente el salvaje bosque de enebros dio paso a un área de alta y espesa hierba tan corrupta y pegajosa como una ciénaga. La Primera ordenó hacer un alto para comer frugalmente y beber un poco de diamantina.

Covenant necesitaba el licor, pero apenas pudo comer. No podía apartar la vista del hinchado dedo de Linden.

La enfermedad del Son Ban, pensó angustiado. Ella la había sufrido en otra ocasión. Sunder y Hollian, que se hallaban familiarizados con aquel mal, creyeron que moriría. Jamás podría olvidar su aspecto cuando yacía indefensa y presa de convulsiones como en la peor de sus pesadillas. Sólo su sentido de la salud y el voure la habían salvado.

Aquel recuerdo le obligó a arriesgarse a provocar su cólera. Con mayor aspereza de la que pretendía, comenzó:

—Creía haberte dicho…

—Y yo te contesté —le replicó ella— que me dejases en paz. No necesito que hagas el papel de madre conmigo.

Pero él se enfrentó abiertamente, obligándola a que reconociera que tenía razón. Después de un momento, la beligerancia de Linden cedió. Frunciendo el ceño, volvió la cabeza hacia otro lado.

—No tienes por qué preocuparte de eso —suspiró—. Sé lo que estoy haciendo. Me ayuda a concentrarme.

—¿Te ayuda…? —No podía entenderla.

—Sunder estaba en lo cierto —le respondió—. Éste es el peor, el Sol de Pestilencia. Me succiona… o me inunda. No sé ni cómo describirlo. Me convierto en él y él se convierte en mí. —El simple empeño de explicar su estado mediante palabras le provocaba estremecimientos. Deliberadamente alzó la mano y se miró el dedo—. El dolor. En cierto modo me alarma; y me ayuda a matenerme al margen.

Covenant asintió, ¿qué otra cosa podía hacer? Su vulnerabilidad era terrible para él.

—No dejes que empeore —le dijo en tono suave.

Luego intentó de nuevo forzar a su estómago para que aceptara algún alimento.

El resto del día fue atroz. Y el siguiente peor aún. Pero a primeras horas de la tarde, en medio del ruido que producían incontables cigarras y los penetrantes zumbidos de frustración de grandes mosquitos ahuyentados por el humo, el grupo llegó a una región de colinas donde grandes y lisas rocas aún sobresalían de los cenagales cubiertos de moho y la hiedra que las rodeaban. Aquello les proporcionó un lugar para acampar. Pero cuando el sol volvió a salir, cuanto les circundaba se tornó de un sucio color pardo.

Después de que hubieran transcurrido solamente dos días.

La altura de las rocas protegía a los viajeros de los efectos del Sol del Desierto sobre la putrefacta vegetación.

Todo lo que el Sol Fértil había producido y el de Pestilencia arruinado parecía hecho de cera. Aquel amarronado sol lo fundía todo, reduciendo cada fibra vegetal, cada tipo de savia o secreción, cada monstruoso insecto, a un mismo lodo grisáceo y necrótico. Los pocos arbustos que había en el lugar se deshacían como velas demasiado calientes. Los cenagales y la hiedra formaban arroyuelos que se remansaban en turbios charcos en las partes bajas del terreno; los insectos del amanecer caían como gotas de lluvia sólidas. Entonces el lodo desapareció como si el Sol Desértico se lo hubiese bebido.

Poco antes de media mañana, cada cuesta, declive y palmo del suelo había sido quemado hasta convertirse en ruinas y polvo.

Para los gigantes el proceso resultaban más horrible que todo lo que habían visto anteriormente. Hasta entonces el poder del Sol Ban había ido creciendo por etapas. La vegetación crecía naturalmente, y los insectos y la podredumbre podían ser incluidos en la categoría de la experiencia normal. Pero nada había preparado a los acompañantes de Covenant para la rauda y total destrucción de tan prodigiosa vegetación y pestilencia.

Mirando a su alrededor, la Primera suspiró.

—¡Ah, Cable Soñadordelmar! No me extraña que carecieras de voz para expresar tales visiones —dijo—. Lo que me extraña es que pudieras soportarlas, y que las soportaras en soledad.

Encorvado se cogió a ella como si el vértigo lo dominase. En el rostro de Tejenieblas se delataba la náusea. Había aprendido a dudar de sí mismo, y ahora las cosas en que no podía confiar cubrían el mundo. Pero los profundos ojos de Honninscrave flameaban. Eran los ojos de un hombre que sabía, sin duda alguna, que estaba en lo cierto.

Secamente, Linden le pidió un cuchillo a Encorvado. Durante un momento, éste no le pudo contestar. Pero por fin la Primera reaccionó, apartando de sí la cruel visión del páramo; y su marido reaccionó con ella.

Aturdidamente, Encorvado entregó su cuchillo a Linden. Ella usó la punta para hacer una incisión en su infectado dedo. Limpió completamente la herida con vitrim y luego la cubrió con un ligero vendaje. Al terminar, alzó la cabeza; y su mirada parecía tan intensa como la de Honninscrave. Y como él, parecía ansiosa por continuar. O como Ama Superior Elena, quien fue conducida por un inexplicable aborrecimiento y amor, y por el deseo de poder, a la demencial ruptura de la Ley de la Muerte. Después de tan sólo tres días bajo el Sol Ban, Linden parecía capaz de tales cosas.

Pronto el grupo volvió a enfilar hacia el sudoeste a través de una tierra baldía que se había convertido en poco menos que un yunque para la fiera brutalidad del sol.

Aquello avivó aún más los recuerdos de Covenant. Una calina tan densa como una alucinación y aclarada por el polvo hasta el color del desaliento, le retrotraía al pasado. Linden y él fueron convocados a la Atalaya de Kevin un día lluvioso, pero aquella noche el padre de Sunder, Nassic, había sido asesinado y, al día siguiente, se alzó un Sol Desértico, y Covenant y Linden descubrieron a un Delirante en medio de la hostilidad de Pedrada Mithil.

Gran parte de las consecuencias recayeron directamente sobre los hombros de Sunder. Como Gravanélico de la pedraria, se le exigió ofrendar las vidas de su propia esposa y su hijo para que su sangre sirviese a la aldea. Y luego las acciones del Delirante le costaron la vida de su padre, y le obligaron a sacrificar a su amigo Marid al Sol Ban, enfrentándole a la necesidad de verter también la sangre de su madre. Todas estas cosas le llevaron a dejar su cargo en bien del Incrédulo y la Escogida, y también en bien suyo, puesto que pudo liberarse de la responsabilidad de más asesinatos.

Y fue también durante la fase desértica del Sol Ban cuando la vida de Covenant se vio radicalmente alterada. La corrupción que aquel sol provocaba hizo a Marid lo bastante monstruo como para inflingir la malicia del Despreciativo. Más allá del yermo de las Llanuras Meridionales, Marid clavó sus venenosos colmillos entre los huesos del antebrazo de Covenant, crucificándolo en el destino que el Amo Execrable le había preparado.

Un destino de fuego. En la pesadilla de magia indomeñable, su propio terrible amor y angustia desgarraban el mundo.

El sol no le permitía pensar en ninguna otra cosa. El grupo tenía suficientes reservas de agua, diamantina y alimentos; y cuando la calina cobró atributos de vértigo despojando de fuerza las piernas de Covenant, Honninscrave cargó con él. Vasallodelmar había hecho lo mismo en más de una ocasión, sosteniéndole en el esperanzado y azaroso camino. Pero ahora no existía más que la calina, el vértigo y la desesperación… y el incesante martilleo del sol.

También aquella fase del Sol Ban duró solamente dos días. Pero le sucedió otra manifestación de pestilencia.

El calor teñido de rojo fue esta vez menos severo. Las estragadas Llanuras no presentaban nada susceptible de ser corrompido. Y ahora la vida de los insectos estaba limitada a criaturas que tenían su hogar dentro de la tierra. No obstante, este sol era perverso e inclemente a su propio modo. Despojaba de cualquier sombra o humedad a la llanura. Y antes de que terminara, los viajeros empezaron a encontrar ciervos en agujeros como escarabajos y escorpiones tan grandes como lobos entre las colinas bajas. Mas la espada de la Primera mantenía a raya tales amenazas. Y teniendo en cuenta que Honninscrave y Tejenieblas se encargaban del peso adicional que Covenant y Linden suponían, el grupo avanzaba a gran velocidad.

A pesar de su natural fortaleza, los gigantes se estaban debilitando, extenuados por el polvo, el calor y la distancia. Pero tras el segundo día de pestilencia vino un Sol de Lluvia. Situándose sobre rocas para saludar el amanecer, los compañeros sintieron la nueva frescura contra los rostros cuando apareció el sol circundando de azul como una condensación del profundo azul del firmamento. Y casi de inmediato negros nubarrones comenzaron a reunirse en el oeste.

El corazón de Covenant se ensanchó al pensar en la lluvia. Pero cuando el viento aumentó su fuerza enredando con insistencia las sucias cabellera y barba, recordó lo difícil que resultaban viajar bajo un sol semejante.

—Vamos a necesitar cuerda —dijo, volviéndose hacia la Primera. El viento zumbaba en sus oídos—. De ese modo no nos separaremos unos de otros.

Linden estaba mirando al sudoeste como si la idea de Piedra Deleitosa consumiera todos sus pensamientos.

—La lluvia no resultará peligrosa —dijo con indiferencia—, pero va a ser muy intensa.

Tras mirar hacia las nubes, la Primera asintió. Tejenieblas desató su fardo extrayendo un rollo de cuerda de él.

Era demasiado gruesa y pesada para ser atada en torno a Covenant y Linden sin quitarles libertad de movimientos. Cuando cayeron las primeras gotas, pesadas como guijarros, la espadachina ató la cuerda a su muñeca, y le devolvió el cabo a Tejenieblas, quien la afianzó.

Escrutó por un instante el terreno para memorizar puntos de referencia, y luego se adentró en la tormenta que, por momentos, se tornaba más sombría.

Tan ruidosa como una multitud, la lluvia se precipitaba desde el este. Las nubes velaban el horizonte sin dejar pasar la luz. La oscuridad caía en los ojos de Covenant con el agua. Apenas podía ver a la Primera a la cabeza del grupo. La deforme silueta de Encorvado le resultaba borrosa. El viento se apoyaba sobre el hombro izquierdo de Covenant. Sus botas empezaban a deslizarse bajo él. Sin transición, un firme tan reseco como si por el hubieran pasado siglos de desierto se había convertido en fango. Charcos, que acababan de formarse, punteaban el suelo. Las gotas golpeaban como garrotes. Covenant se agarraba a la cuerda ciegamente.

Ésta lo conducía a un blanco abismo de lluvia. El mundo se había quedado reducido a aquellos latigazos y bramidos demenciales, a aquella desoladora frialdad. Debía haber recuperado su capa antes de que empezara a llover: su camiseta carecía de sentido bajo aquel diluvio. ¿Cómo podía existir tanta agua cuando durante días las Llanuras del Norte y el Reino habían estado tan desesperadamente sedientos? Ante él sólo quedaba la silueta de Encorvado, difícil de distinguir, pero todavía sólida; lo único sólido aparte de la cuerda. Cuando intentaba mirar a su alrededor buscando a Cail, Tejenieblas, Vain y Buscadolores, el temporal le azotaba en pleno rostro. Vagaba por una tierra condenada porque había fracasado en encontrar una respuesta a sus sueños.

Durante un momento, incluso Encorvado desapareció. Aquel castigo se llevaba hasta el menor vestigio de luz y formas. Con las manos insensibles por la lepra y el frío, Covenant únicamente podía estar seguro de la cuerda, atada bajo su codo, cuando apoyaba todo su peso sobre ella. Mucho después de que empezara a creer que aquel tormento cesaría y que el grupo podría hallar algún refugio o un simple escondrijo mientras durase el aguacero, la cuerda tiró de él hacia delante.

Pero entonces, tan repentinamente como las intimidaciones que habían cambiado su vida, una sacudida le hizo retroceder, obligándolo a pararse; y casi cayó. Mientras procuraba recobrar el equilibrio la cuerda se aflojó.

Antes de que se recobrara, algo pesado le golpeó, haciéndole caer sobre el fango.

La tormenta tenía un extraño eco, como si hubiera gente gritando a su alrededor.

Casi de inmediato unas enormes manos le ayudaron a ponerse en pie. Un gigante, Encorvado. Había retrocedido algunos pasos, obligando a detenerse a la formación.

La lluvia quedaba a sus espaldas. Vio a tres personas frente a él. Todas se parecían a Cail.

Una de ellas lo cogió del brazo y acercó la boca a su oído. La voz de Cail apenas si le llegó entre el fragor.

—¡Aquí están Durris y Fole de los haruchai! ¡Vienen junto con otros de nuestro pueblo para enfrentarse al Clave!

La lluvia se ensañaba con Covenant, y el viento oscilaba a través de él.

—¿Dónde están Sunder y Hollian? —gritó.

Borrosas bajo la furia de la tormenta, otras dos figuras se hicieron visibles. Una de ellas pareció tenderle a Covenant un objeto.

De éste brotaba un intenso fulgor blanquecino a pesar del temporal, horadando las tinieblas. La incandescencia procedía de una límpida gema que había sido engastada en una gran espada, justo en la cruz donde se unían hoja y empuñadura. Su llamear crepitaba bajo la lluvia, y la luz misma fulgía como si fuese invulnerable ante temporal alguno.

El krill de Loric.

Iluminó cuantos rostros rodeaban a Covenant: los de Cail y sus parientes, Durris y Fole; el de Tejenieblas, flanqueado por Vain y Buscadolores, los de Encorvado, la Primera y Honninscrave apiñándose con Linden entre ellos. Y los de aquellos dos que portaban el krill.

Sunder, hijo de Nassic, Gravanélico de Pedrada Mithil.

Hollian, hija de Amith, Eh-Estigmatizada.