El invierno en pie de guerra
Por vez primera desde que abandonara la cocina del Gema de la Estrella Polar, Covenant creyó que conseguiría mitigar el frío que le helaba los huesos. En aquella costa, las cálidas corrientes que mantenían el mar sin hielo moderaban la dureza invernal. La playa de guijarros era áspera pero no glacial. El cielo se hallaba cubierto de nubes que obstaculizaban la solitaria gelidez de las estrellas. La hoguera de Tejenieblas, que Cail atendía porque todos los gigantes se hallaban demasiado exhaustos para prescindir del sueño, extendía su bendición en torno al campamento. Envuelto en mantas, Covenant dormía como si estuviera en paz. Y cuando empezó a despertar bajo la tenue luz del amanecer septentrional, se hubiera alegrado de comer algo y volverse a dormir. El grupo merecía al menos un día de descanso. Los gigantes se lo habían ganado.
Mas cuando la luz aumentó, se olvidó del descanso. La salida del sol quedaba velada por las nubes, pero le proporcionó la suficiente claridad para revelarle la gran masa del glaciar que habían dejado atrás. Por un instante, la grisácea atmósfera le hizo dudar de lo que estaba viendo.
Un fragmento de hielo se había escindido del acantilado y se aproximaba flotando sobre el agua, desde el mismo punto en que ellos habían bajado. Era lo bastante voluminoso para constituir un peligro. Y se dirigía como una lanza al campamento.
Angustiado, llamó a la Primera. Ella se le unió en la contemplación del hielo. Esperaba vanamente que la mirada de la giganta contradijese su impronunciada suposición. Mas no fue así.
—Parece —dijo ella lentamente— que los arghuleh siguen todavía tras nosotros.
Gélidas astillas asaltaron la mente de Covenant.
—¿Cuánto tiempo les llevamos? —preguntó.
—Ignoro cuánto hace que partieron —contestó la Primera—. Resulta difícil calcular su velocidad. Pero me sorprenderían que ganaran la costa antes de mañana.
Covenant continuó maldiciendo un rato. Pero la ira resultaba tan absurda como la esperanza. Ninguno de los componentes del grupo objetó nada cuando volvieron a cargar los trineos para la partida; la necesidad era obvia. Linden estaba demacrada debido a la continua tensión del viaje. Pero los gigantes se habían liberado de la mayor parte de su cansancio. La luz de la alerta y el humor brillaba en los ojos de Encorvado, mostrando que comenzaba a ser el mismo de siempre. Pese a sus continuos fracasos al intentar igualarse con Cail, Tejenieblas se comportaba con un cierto aire de orgullo, como si estuviera escuchando ya los cantos que su gente entonaría en loor de las proezas del grupo. Y el capitán parecía saludar la perspectiva de la caminata como un antídoto para la continua mortificación que le producían sus pensamientos.
Covenant ignoraba como Vain y Buscadolores habían cruzado las aguas. No obstante, la absoluta negrura de Vain y la miseria del Designado de los elohim continuaban intactas, descartando toda necesidad de explicación.
El grupo seguía sin daño al abandonar la costa y comenzar el ascenso hacia el sur por la leve pendiente de guijarros que culminaba en una ondulante faja de colinas bordeando el litoral.
Mientras el suelo se presentó uniforme, Covenant y Linden caminaron acompañando a Cail y los trineos. Covenant, pese a no encontrarse en las mejores condiciones, se alegraba de poder soportar su propio peso sin tener que luchar para abrirse paso. Y quería hablar con Linden. Esperaba que ella le dijese cómo soportaba aquello. No tenía la facultad de evaluar su estado.
Pero más allá de las colinas, se extendía una prolongada y baja llanura, y una densa nieve comenzaba a caer sobre ella. En cuestión de minutos se obscureció el horizonte, envolviendo en desolación a los viajeros y agolpándose rápidamente a sus pies. Pronto formó una capa lo bastante gruesa para soportar los trineos. La Primera urgió a Covenant y a Linden a que subiesen a ellos para poder aumentar la velocidad de la marcha. Ayudada por su fina visión y su instintivo conocimiento del terreno, condujo a los compañeros por entre la nevada como si el camino le resultara familiar.
Hacia media tarde cesó de nevar, y los viajeros quedaron solos en un albo y uniforme desierto. La Primera incrementó de nuevo la velocidad de su marcha hasta un punto que nadie, excepto los ranyhyn, podría haber igualado a pie. Tan sólo los ranyhyn podrían haberle llevado con una prontitud comparable al encuentro de su destino. Pero el recuerdo de los grandes caballos le produjo un intenso desconsuelo. En su memoria estaban como animales de maravillosa fidelidad, uno de los tesoros del Reino. Pero se habían visto forzados a huir por la maldición del Sol Ban. Quizá jamás regresaran. Puede que nunca pudieran hacerlo.
La cólera volvió a embargarlo ante aquella posibilidad, trayendo a su mente el conocimiento de que se hallaba en camino de terminar con el Clave y con el Fuego Bánico que servía al Sol Ban. Comenzó a analizar más detalladamente su propósito. No podía esperar tomar Piedra Deleitosa por sorpresa. El Amo Execrable seguramente sabía que retornaría al Reino, y contaría con tal regreso para la culminación de sus planes. Pero era posible que ni el Despreciativo ni sus Delirantes se dieran cuenta de cuanto daño podía hacer Covenant mientras tanto.
Aquélla fue una idea de Linden. Detén al Clave. Acaba con el Sol Ban. Algunas infecciones han de ser amputadas. Ahora la aceptaba, y su aceptación llegaba hasta el veneno y médula de su poder. Le proporcionaba una utilidad a su ira. Le ofrecía una ocasión para hacer que el arduo e inquebrantable servicio de los gigantes significase algo.
Al pensar en estas cosas, sentía un dolor lacerante en el antebrazo derecho y las tinieblas se alzaban hasta su garganta. Por vez primera desde que consintiera realizar el intento estaba ansioso por alcanzar Piedra Deleitosa.
Dos días después, aún no habían llegado al confín del páramo cubierto por la nieve.
Ni el sentido de la salud de Linden ni la visión de los gigantes detectaron atisbo alguno de los arghuleh. No obstante, ninguno de los componentes de la pesquisa dudaba de que estaban siendo perseguidos. Un presagio sin nombre parecía empujar a los trineos. Acaso emanase de la interminable desolación de la llanura, desierta y estéril. O tal vez todos ellos se habían contagiado del estado nervioso de Linden. Ella estudiaba el invierno, oliendo el aire, escrutando las nubes, tocando la nieve, como si pensara que lo había hecho brotar una conjunción de extrañas fuerzas, algunas no naturales; y sin embargo era incapaz de expresar con palabras el desasosiego de lo que percibía. En algún lugar de aquel baldío, acechaba un oscuro desastre. Pero ignoraba en qué consistía.
Al día siguiente, pudieron ver montañas al este y al sur. Y al otro, el grupo ascendió saliendo del llano, bordeando bajas y tortuosas estribaciones y valles hasta las nevadas cumbres que se alzaban sobre ellos.
La cordillera no era especialmente alta ni escarpada. Los picos eran viejos, desgastados por un milenio de inviernos. Al atardecer, habían alcanzado los mil pies de altitud, y las estribaciones y la llanura se habían perdido de vista. Durante el día siguiente, la marcha quedó reducida al mínimo. Covenant y Linden pugnaban por abrirse camino a pie entre la nieve, afanándose en ascender con los demás una escarpada pendiente que desaparecía entre las pesadas nubes como si no tuviera fin. Pero aquella subida les proporcionó otros dos mil pies de altura, y desde allí vieron una región de ondulantes colinas, no ya de auténticas montañas. El tiempo y el frío habían limado las cumbres que una vez dominaran el territorio, y la erosión había rellenado los valles. La Primera permitió que el grupo acampase al caer la noche, pero a la mañana siguiente se hallaba decidida a cubrir una gran distancia.
—A menos que nos hayamos extraviado completamente —anunció Covenant—, éstas son las Alturas Septentrionales. —La simple mención del nombre exaltó su espíritu. Apenas si se atrevía a creer en la posibilidad de estar en lo cierto—. Si es así, estamos dirigiéndonos hacia el Declive del Reino.
Extendiéndose hacia el noroeste a través de las Alturas Septentrionales, la gran roca del Declive constituía la frontera entre las Tierras Bajas y las Altas.
Pero también señalaban el límite del Sol Ban, porque éste salía y se ponía a través de las Tierras Altas desde la guarida secreta del Amo Execrable en las simas del Monte Trueno, que se extendía a ambos lados del centro del Declive. Cuando llegaran a la roca, se hallarían nuevamente bajo el poder del Despreciativo. A menos que el Sol Ban no se hubiera extendido aún tan al norte.
Sin embargo, Linden no prestaba atención a Covenant. Sus ojos escrutaban el oeste como si estuviera obsesionada por ideas de catástrofe. Su voz transmitió un singular eco de recuerdo al murmurar:
—Se está enfriando.
Covenant sintió un acceso de pánico.
—Es la altura —argüyó—. Estamos a una altitud muy superior a la de antes.
—Quizá. —Parecía sorda a la aprensión de él—. No puedo saberlo. —Se pasó los dedos por los cabellos, como tratando de obtener una mayor claridad en sus percepciones—. Estamos demasiado al sur como para que el invierno se muestre con tanta crudeza.
Recordando el modo en que una vez el Amo Execrable había hecho caer el invierno sobre el Reino desafiando toda Ley natural, Covenant apretó las mandíbulas y pensó en el fuego.
Pero Linden estaba en lo cierto: incluso para sus imperfectos sentidos resultaba inequívoco el intensísimo frío. Pese a que no había viento, la temperatura parecía estar descendiendo notoriamente a su alrededor. En el curso del día, la nieve se fue convirtiendo en corteza y cristal. El aire presentaba aguzados bordes que le desgarraban los pulmones. Cuando caía nieve era como si lloviera arena.
Cuando la superficie se endureció lo bastante para soportar a los gigantes, la labor se facilitó. No tuvieron que seguir abriéndose paso entre el gélido espesor que les llegaba hasta los muslos. En consecuencia el ritmo de la marcha se aceleró considerablemente. Pero el frío era agudo y penetrante. Covenant se sintió debilitado por el hielo y la incapacidad, atrapado entre la gelidez y el fuego. Cuando pararon para pasar la noche, descubrió que las mantas se habían congelado envolviéndolo como una capa de cera. Tuvo que desprenderse de ellas como si emergiera de un capullo en el que nada se hubiera transformado.
Encorvado le dirigió una irónica mueca.
—Estás bien protegido, Giganteamigo. —Las palabras brotaban como nubes de vapor, como si el sonido de la voz estuviera empezando a congelarse—. El propio hielo sirve para protegerse del frío.
Pero Covenant estaba mirando a Linden. Tenía el semblante demudado y los labios le temblaban.
—No es posible —dijo débilmente—, no pueden existir tantos en el mundo entero.
Nadie le preguntó a qué se refería. Tras un momento, la Primera inquirió:
—¿Es segura tu percepción, Escogida?
Linden asintió. La escarcha ribeteaba sus ojos.
—Ellos son los que están trayendo éste invierno.
Pese a la fogata encendida por Tejenieblas, Covenant sintió que el corazón se le helaba.
Tras aquello, la temperatura descendió demasiado para permitir que continuara nevando. Durante un día y una noche, nubes densamente cargadas los contemplaron con hosquedad desde arriba, cubriendo el cielo hasta el horizonte. Y luego, el cielo se despejó. Los trineos botaban y se escoraban hacia delante sobre la gélida superficie como si se tratara de una nueva clase de granito.
La Primera y Encorvado abandonaron la dirección del grupo y se desviaban hacia el norte para observar la posible llegada de los arghuleh. La noche anterior, ella había sugerido que torcieran hacia el sur para librarse del peligro. Pero Covenant se negó. Su impreciso conocimiento de la geografía del Reino le indicaba que si lo hacían no podrían evitar el Llano de Sarán. Por tanto, los viajeros continuaron hacia Piedra Deleitosa, y la Primera y Encorvado se mantuvieron vigilando cuanto les fue posible.
Poco antes del mediodía, con el sol alumbrando tristemente la total blancura del paisaje y el inmóvil aire tan incisivo como un flagelo, el grupo se internó en una región donde rotas cabezas y truncados torsos de roca se erguían en profusión entre la nieve acumulada, alzando sus cimas coronadas de blanco y sus ásperos costados, en todas las direcciones, como menhires. Honninscrave y Tejenieblas tenían que seguir un zigzagueante sendero entre los monumentos megalíticos, muchos de los cuales tan sólo estaban separados por un espacio similar al grueso del brazo de un gigante; y la Primera y Encorvado se vieron forzados a acercarse más del grupo para no perder de vista los trineos.
Linden estaba tan tensa como un alarido, y murmuraba, una y otra vez:
—Están aquí, Jesús mío. Están aquí.
Pero cuando llego el ataque, les cogió por sorpresa. Los sentidos de Linden se hallaban colapsados por la completa insensibilidad que el frío le provocaba. Era incapaz de distinguir las amenazas específicas dentro del riesgo global. Y Encorvado y la Primera estaban explorando el norte. El asalto partió del sur.
El grupo había penetrado en una zona ya controlada por los arghuleh.
Honninscrave y Tejenieblas estaban cruzando el centro de un tosco anillo de altas piedras, Tejenieblas situado a la izquierda del capitán, cuando dos pequeños montículos que se hallaban al otro extremo del círculo se irguieron. Avanzaron, con las fauces entreabiertas, una corta distancia para detenerse a continuación. Uno de ellos mostró por un instante una red de hielo que arrojó sobre la cabeza de Tejenieblas, mientras el otro aguardaba para dar caza a los demás cuando empezaran a correr.
El grito de Covenant y la advertencia de Honninscrave sonaron a un tiempo. Siendo imposible mantenerse firme sobre la nieve congelada, Tejenieblas y el capitán se precipitaron bruscamente hacia delante y empezaron a correr. El tirón hizo que Covenant cayera de espaldas en el trineo. Manoteó buscando la barandilla izquierda, luchando por incorporarse. Resonó la respuesta de la Primera, pero tanto ella como Encorvado se hallaban fuera de alcance al otro lado de los menhires.
Entonces el trineo de Linden se estrelló contra el de Covenant, y el impacto casi le arrojó a la nieve.
El inmediato salto de Tejenieblas evitó que la red de hielo cayera sobre él. Pero Linden se hallaba en medio. Tirando de los arneses intentó hacerla a un lado. Pero el trineo de Covenant le obstaculizó.
Al siguiente instante, la red bajó sobre los correajes y la parte delantera del trineo de Linden. Inmediatamente heló su radio de acción. Las cuerdas se congelaron. La cabeza de Linden crujió, y ella se derrumbó.
Cail había caminado entre los trineos en su acostumbrada posición. Al abalanzarse los gigantes también se apresuró, manteniéndose entre Covenant y los arghuleh. Incluso así, sus reflejos de haruchai no bastaron para protegerlo cuando Tejenieblas hizo girar de costado el trineo de Linden. Saltando para evitar la colisión fue a caer directamente bajo la red.
Su celeridad lo salvó de quedar por completo preso de ella. Pero su brazo izquierdo quedó atrapado y unido por el codo al trineo.
Honninscrave sobrepasó a Covenant dirigiéndose hacia Linden. Covenant no tuvo tiempo de gritar al capitán para que se detuviese: el arghule se estaba preparando para lanzar otra red. El veneno pareció golpear a través de su antebrazo. Con la magia indomeñable asida en la media mano, se preparó para usar su poder en defensa de Linden.
En el mismo instante otro arghule cayó desde una cercana elevación sobre Honninscrave. Lo arrojó al suelo enterrándolo en súbito hielo. El trineo de Covenant volcó. Él cayó al suelo prácticamente junto a la bestia.
Pero sólo temía por Linden, sin comprender apenas su propio peligro. La cabeza le daba vueltas. Desprendiendo nieve y escarcha en una ráfaga que era como una pequeña explosión, una muestra de la tormenta que había dentro de él, se puso en pie.
Rígida y vulnerable contra el blanco absoluto, Linden continuaba sentada en su atrapado trineo. Estaba inmóvil. La fría rapacidad de los arghuleh sobrecargaba sus nervios, haciéndola retroceder hacia un miedo atávico, paralizante. Por un momento, le pareció que había perdido toda semejanza con la mujer a quien había aprendido a amar. Se parecía más a Joan. De inmediato, la maraña de veneno y pasión que era su poder se manifestó violentamente en él, y se sintió dispuesto a derribar hasta los crómlechs y devastar la región entera si era necesario para protegerla.
Pero Tejenieblas se hallaba en su camino.
El gigante no se había movido del lugar en que cayó. Dirigía la cabeza a uno y otro lado con la atención dividida entre el estado de Linden y el de Honninscrave. Había abandonado el Gema de la Estrella Polar para tomar el lugar de Cail al lado de ella. Pero Honninscrave era el capitán. Debatiéndose entre irreconciliables exigencias, Tejenieblas no podía elegir. Y en su desamparo, bloqueaba a Covenant frente a los arghuleh agazapados a su espalda.
—¡Apártate! —La furia y el frío extrajeron el grito de la garganta de Covenant.
Pero Tejenieblas era incapaz de pensar en nada que no fuese la imposible elección. No se movió.
Sobre su hombro derecho se arqueó una segunda red. Aumentando en tamaño y solidez al extenderse, llegó hasta Linden. Su gelidez dejó un reguero de escarcha en la visión de Covenant.
Cail no había podido liberar su brazo izquierdo. Pero vio la caída de la red como si fuera el fracaso de todos los haruchai; la muerte de Hergroom, la muerte de Ceer y el canto de sirena de las esposas del lago juntos en un único peligro. Y se irguió como si fuese el último superviviente de su pueblo, el último hombre que había jurado vencer o morir. Sus músculos se arracimaron, se tensaron, tomando la apariencia de huesos, y con un crujido logró desprender el brazo, todavía encajado en un bloque de hielo del tamaño de la cabeza de un gigante.
Blandiéndolo como una maza, saltó por encima de Linden e hizo pedazos la red ante de que llegase a alcanzarla.
Ella permaneció entre aquella lluvia de astillas como si se hubiera quedado ciega.
Antes de que Covenant pudiera reaccionar, el segundo arghule situado detrás de Tejenieblas se abalanzó sobre el gigante con todo su frígido volumen.
Entonces la Primera se lanzó en picado como un halcón contra la bestia que se cernía sobre Honninscrave. Encorvado apresuró su carrera hacia Linden y Cail rodeando un montículo. Y Covenat, dejando escapar un lacerante aullido, redujo a fragmentos el primer arghule con un rayo que era como la descarga de un relámpago.
De algún lugar cercano, llegó el tenue grito de Buscadolores:
—¡Estúpido!
Por encima del hombro, la Espadachina jadeó:
—¡Nos están dando caza! —Golpeaba el hielo tratando de liberar a Honninscrave—. ¡Hay muchos arghuleh! ¡Demasiados!
Honninscrave yacía entre los restos de la bestia como si ésta hubiera logrado ahogarlo, pero cuando la Primera lo sacudió para hacer que reaccionara, un súbito estremecimiento lo recorrió. Un instante después, se ponía en pie por su propio esfuerzo.
—¡Tenemos que huir! —gritó ella.
Covenant se hallaba demasiado lejos para prestarle atención. Linden estaba a salvo, al menos de momento. Encorvado ya había hecho saltar el hielo que aprisionaba el brazo de Cail, y entre los dos podrían protegerla durante algunos minutos. Altivo y brillando entre las llamas, encaminó sus pasos hacia la bestia que aún pugnaba por someter a Tejenieblas. La fuerza o cambio que habría alterado la instintiva capacidad de odio de los arghuleh también cegaba su instinto para el temor o la supervivencia. La criatura no cesó en su ataque sobre Tejenieblas hasta que Covenant redujo su existencia a un charco de agua.
En su vehemencia, ansiaba volverse y gritar hasta que los menhires temblasen: ¡Vamos! ¡Vamos, venid por mí! Las cicatrices destellaban como colmillos en el antebrazo. ¡Os destruiré a todos! Se habían atrevido a asaltar a Linden.
Pero ella ya había vuelto en sí entonces, encontrando la manera de escapar a su anterior parálisis, y corría hacia él rogándole, gritándole:
—¡No! ¡Ya basta! Ya has hecho suficiente. ¡Controla el fuego!
Trató de escucharla. La ansiedad marcaba su rostro, e iba hacia él como si pretendiera arrojarse en sus brazos. Tenía que escucharla. Era demasiado lo que estaba en juego.
Pero no pudo. Tras ella, surgieron más arghuleh. Encorvado se lanzó en ayuda de Tejenieblas. Cail se hallaba junto a Linden. Luchando por empujar los trineos, la Primera y un aturdido Honninscrave trataban de formar un cordón protector en torno a Linden y Covenant. Buscadolores había desaparecido. Solamente Vain continuaba inmóvil.
Y desde todos lados, y a la vez, cargaban las perversas bestias de hielo, agolpándose entre los monolitos, veinte, cuarenta de ellas, como si cada una ansiara ser la primera en regalarse con la palpitante carne. Como si acudiesen en respuesta a la llamada de Covenant. En número suficiente para devorar incluso a los gigantes. Sin la magia indomeñable, nadie del grupo, a excepción de Vain, tenía la menor posibilidad de sobrevivir.
Algo parecido a una ávida risa golpeó el fondo de la mente de Covenant. A su manera, anhelaba la violencia, deseaba tener una ocasión para hacer que el Despreciativo se atragantase con su propio desamparo. Situando a Linden tras él, fue el encuentro de sus atacantes.
Sus compañeros no protestaron. No tenían ninguna otra esperanza.
—¡Bastardos! —increpó jadeante a los arghuleh; aunque le rodeaban por todas partes, apenas podía verlos. Él veneno ennegrecía su cerebro—. ¡Venid por mí!
De repente, la Primera gritó algo, una advertencia o una exclamación de sorpresa. Covenant no pudo entender las palabras pero lo acerado de la entonación le hizo volverse para saber qué había descubierto.
Entonces el estupor lo paralizó.
Del lado sur del anillo, unas formas grises de tamaño inferior al suyo aparecían entre los arghuleh. Eran una tosca imitación de los humanos, aunque brazos y piernas se hallaban curiosamente proporcionados. Pero aquellos cuerpos desnudos carecían de pelo; sus puntiagudas orejas se alzaban a los lados de sus calvos cráneos. Y no tenían ojos. Anchas y planas ventanillas nasales se distinguían en sus rostros sobre la hendidura de la boca.
Gruñendo en una lengua extraña, danzaban ágilmente rodeando a los arghuleh. Cada uno de ellos manejaba una corta y delgada pieza de metal negro, semejante a una varilla que lanzaba un fluido vitriólico hacia los monstruos de hielo.
Aquel líquido sumió a los arghuleh en la confusión. Aquello los quemaba, desprendiendo grandes trozos de sus espaldas, disolviendo sus cuerpos desde el interior. Invadidos por el pánico, olvidaron a su presa, luchando y debatiéndose ciegamente en todas direcciones. Algunos chocaban con los crómlechs, perdiendo enormes pedazos, y morían. Pero otros, reaccionando con desesperado instinto, se cubrían con su propio hielo cicatrizando de ese modo las heridas.
Suavemente, como si al fin fuera capaz de sorprenderse, Cail murmuró:
—Waynhim. Los antiguos narradores hablaban de estas criaturas.
Covenant las reconoció. Como los ur-viles, eran creaciones artificiales de los Demondim. Pero habían empeñado su Weird, su saber y sus propias existencias en un propósito que no servía al Despreciativo. Durante una incursión de Covenant hacia Piedra Deleitosa, una banda de waynhim le salvó de una recaída en el veneno y, con ello, de la muerte. Pero eso había ocurrido a centenares de leguas hacia el sur.
Las criaturas rodearon al grupo con gran rapidez, arrojando aquel poderoso líquido hacia los arghuleh.
Luego Covenant oyó pronunciar su nombre por una voz inesperada. Al volverse, vio salir a un hombre de entre las rocas del lado sur.
—¡Thomas Covenant! —gritó nuevamente—. ¡Adelante! ¡Huyamos! ¡No estamos preparados para esta batalla!
Era un hombre cuyos suaves ojos castaños, amables facciones y una generosidad aprendida en el desamparo le habían dado a Covenant apoyo y esperanza. Un hombre que había sido rescatado por los waynhim cuando el Grim de los na-Mhoram destruyó su pueblo, Pedraria Dura. Un hombre que servía a estas criaturas, las comprendía y las amaba.
Hamako.
Covenant trató de gritar, de correr a su encuentro. Pero no pudo. El primer instante de reconocimiento fue seguido por una ardiente ráfaga de dolor cuando las implicaciones del encuentro le alcanzaron. No había ninguna razón por la cual Hamako y los waynhim debieran hallarse tan lejos de su hogar, ninguna razón que no fuese terrible.
Pero la situación del grupo demandaba rapidez y decisión. Empezaban a llegar otros arghuleh procedentes del norte. E iba creciendo el número de los que descubrían la artimaña de utilizar su propio hielo para curarse. Cuando Cail le asió por el brazo, Covenant se dejó conducir hacia Hamako.
Linden marchaba junto a él. La determinación se reflejaba ahora en su semblante. Acaso hubiera identificado a Hamako y a los waynhim por las descripciones que Covenant le había hecho. O tal vez su facultad de adivinación le había indicado cuanto necesitaba saber. Covenant se movía lentamente y ella, cogiéndolo del otro brazo, lo obligó a seguir.
Los gigantes volvieron a empujar los trineos. Vain corrió para alcanzar al grupo. A sus espaldas, los waynhim se retiraban debido al número cada vez mayor de arghuleh.
Un momento después, llegaron hasta Hamako. Saludó a Covenant con una fugaz sonrisa.
—Bienvenido, portador del anillo —le dijo—. Eres una inesperada bendición en medio de estos páramos. —Y luego añadió—. ¡Vámonos!
Salió del círculo formado por las piedras flanqueado por los waynhim, y se internó en el laberinto de menhires.
Los entumecidos pies de Covenant y la pesadas botas que calzaba no hallaban agarro en la endurecida nieve. Resbalaba continuamente y se tambaleaba tratando de seguir a Hamako entre las rocas. Pero Cail lo sostenía del brazo. Linden avanzaba a cortos pasos que le permitían mantener el equilibrio.
Tras ellos, varios waynhim se esforzaban en retrasar a los arghuleh. Pero de repente las bestias desistieron de la caza como si alguien las hubiese llamado para que regresaran, como si cualquiera que fuera quién o qué las dominase no deseara arriesgarlas a una emboscada. Al poco, una de las grisáceas criaturas hechas por los Demondim se lo anunció a Hamako, y éste aminoró la marcha.
Covenant avanzó hasta situarse junto a aquel hombre. Impulsado por el recuerdo y el espanto ansiaba gritar: ¡Maldita sea! ¿Qué demonios estáis haciendo aquí? Pero debía a Hamako demasiada gratitud, pasada y presente. Por tanto, dijo:
—Cada vez eres más oportuno. ¿Cómo supisteis que os necesitábamos?
Hamako hizo un gesto ante la referencia de Covenant a su anterior encuentro, cuando su rhysh llegó demasiado tarde en ayuda del portador del anillo. Pero contestó como si comprendiera que Covenant no había tenido la intención de ser sarcástico.
—No lo sabíamos. El relato de tu salida del Reino se cuenta entre los waynhim —dijo—. Para observadores tan sagaces como lo son ellos, tu viaje desde Piedra Deleitosa hasta las Tierras Bajas y Línea del Mar fue tan transparente como el agua. —Rodeando otro montículo hasta dar con un ancho paso entre las piedras, continuó—: Pero nada sabíamos de tu regreso. Teníamos puesta la atención en esos arghuleh, que afluyeron en masa desde el norte desafiando toda Ley y buscando el desastre. Al ver que se reunían aquí, procuramos descubrir su objetivo. De ese modo os encontramos. Menos mal que obramos así, y que hemos sido lo bastante numerosos para poder ayudaros. El lugar de reunión de los rhysh no se halla a gran distancia —señaló al frente con un gesto—, pero si a la suficiente como para que no hubiéramos podido ayudaros.
Covenant lo escuchaba atentamente, y las preguntas que deseaba hacerle se atropellaban en su garganta. Pero su número era excesivo, Y el frío mordía sus pulmones a cada inhalación. Con un esfuerzo de voluntad, se obligó a mantener las piernas en movimiento y a esperar disciplinadamente.
El grupo dejó atrás la región de los monolitos y entró en una amplia y blanca llanura que concluía, pasada media legua, en unas montañas que impedían la vista del sur. De su base, ascendían y descendían remolinos de viento, levantando la nieve suelta como derviches; y Hamako se dirigió directamente hacia ellos como si fuesen los postes indicadores de un santuario.
Cuando Covenant llegó, con las rodillas temblorosas y la respiración jadeante, a la rocosa falda de la abrupta pendiente, se encontraba tan exhausto que no se sorprendió al descubrir que los diablillos de nieve eran realmente guardianes o centinelas de una singular especie. Los waynhim los llamaron en su extraño lenguaje cuyas palabras sonaban como ladridos y los remolinos o derviches los obedecieron, situándose como fantasmales columnas a cada lado de una línea que conducía directamente a la escarpa. Allí surgió una entrada, de repente. Lo bastante ancha como para admitir a todo el grupo, pero demasiado baja para que los gigantes pasaran sin agacharse. Se abría a un túnel profusamente iluminado por flameantes incensarios de hierro.
Sonriendo a modo de bienvenida, Hamako dijo:
—Aquí es donde se congregan los waynhim, su rhyshyshim. Entrad sin temor, porque aquí se reconoce al portador del anillo y son rechazados los enemigos del Reino. En los tiempos que corren no hay una auténtica seguridad en sitio alguno. Pero aquí hallaréis seguro santuario para un día más, hasta que la asamblea de rhysh se entregue finalmente a su objetivo. Me ha sido concedido el privilegio de hablar por todos los waynhim que comparten este Weird. Entrad y seréis bien recibidos.
En respuesta, la Primera hizo una solemne reverencia.
—Gustosamente. Vuestra ayuda ha constituido ya una merced que difícilmente podremos compensaros. Compartiendo consejos, relatos y seguridad esperamos devolvérosla en la medida de nuestras posibilidades.
Hamako se inclinó a su vez: los ojos le destellaban de satisfacción ante la cortesía que ella mostraba. Luego los condujo por el túnel.
Cuando Vain y el último de los waynhim hubieron pasado al interior, desapareció la entrada, tan repentinamente como antes había aparecido, siendo sustituida por un bloque de tosca roca que encerró al grupo en la brillante y deliciosa calidez del rhyshyshim.
Al principio, Covenant no se dio cuenta de que Buscadolores se les había unido otra vez. Pero el Designado se hallaba junto a Vain como si aquél fuera un puesto del que nunca hubiera desertado. Su aparición provocó unos pocos y breves murmullos en los waynhim, pero luego le ignoraron como si no fuera más que una simple sombra del ebúrneo Demondim.
Durante algunos momentos, el roce de la madera de los esquíes llenó el túnel. Pero cuando llegaron a un ensanchamiento del pasadizo, que parecía una tosca antecámara, Hamako indicó a los gigantes que dejaran allí los trineos.
El calor suavizó la dificultosa y dolorida respiración de Covenant, y éste creyó que Hamako comenzaría con las previsibles preguntas. Pero tanto él como los waynhim se comportaban como si no tuvieran preguntas que formular. Al contemplar con más atención a Hamako, Covenant vio rasgos que se hallaban ausentes o menos pronunciados en su encuentro anterior… resignación y resolución y una paz especial. Parecía que Hamako había pasado grandes penalidades y había sido templado por ellas.
Con cierta sorpresa, Covenant se dio cuenta de que, a pesar de las heladas temperaturas, Hamako no iba vestido. Tan sólo el gastado cinturón de cuero que le rodeaba las caderas, le hacía parecer menos desnudo que los waynhim. Se preguntó, no sin cierta inquietud, si el pedrariano se habría convertido realmente en un waynhim. ¿Qué podía significar tal transformación?
¿Y qué demonios hacía el rhysh allí?
Sus compañeros tenían menos razones para temer. Encorvado deambulaba como si los waynhim le hubieran devuelto su afán de aventura, su capacidad de entusiasmo. Lo miraba todo con ojos deseosos de maravillarse. La caldeada atmósfera y la perspectiva de seguridad, suavizaron la rigidez de la Primera que caminaba con la mano suavemente apoyada en el hombro de su esposo, con voluntad de aceptar cualquier cosa que le presentaran. Los pensamientos de Honninscrave se hallaban velados por sus cejas. Y Tejenieblas…
Al contemplar el semblante de Tejenieblas, Covenant se estremeció. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo. Ya casi había olvidado el angustioso instante de la indecisión de Tejenieblas. Pero en las facciones del gigante se hallaban las marcas de aquel fracaso, en las cuencas de los ojos, en las comisuras de la boca… marcas grabadas en el hueso de su propia estimación. Apartó su mirada de la de Covenant, avergonzado.
¡Maldita sea!, masculló Covenant para sí mismo. ¿Es que todos nosotros estamos condenados?
Quizá fuera así. Linden andaba junto a él sin mirarlo, el rostro lívido y tenso con la característica severidad con que había aprendido a enmascarar el miedo. Miedo de sí misma… de su innata vulnerabilidad ante el pánico y el horror que había demostrado nuevamente su poder de paralizarla pese a cualquier compromiso o afirmación en los que se empeñara. Probablemente su forma de reaccionar ante la emboscada de los arghuleh, la había devuelto a su creencia de que, también ella, estaba perdida.
Era injusto. Ella pensaba que su vida entera había sido una huida, una expresión de terror moral. Pero se equivocaba. Sus pasadas culpas no invalidaban su presente búsqueda del bien. En caso contrario, hasta el mismo Covenant se hallaba maldito además de condenado, y el triunfo del Amo Execrable debería aceptarse sin más.
Covenant estaba familiarizado con la desesperación. La aceptaba para sí, pero no podía soportarla en aquéllos a quienes amaba. Ellos merecían algo mejor.
En aquel momento, el tortuoso sendero de Hamako, que transcurría a través de la roca, giró desembocando en una gruta habilitada como salón para asambleas, y la atención de Covenant se distrajo de su mortificante curso.
El lugar era lo bastante alto y espacioso como para albergar a la tripulación entera del Gema de la Estrella Polar; pero las deterioradas paredes y superficies probaban que los waynhim no lo habían utilizado desde hacía mucho tiempo. No obstante, se hallaba bien iluminado. Por un momento, Covenant se preguntó distraídamente por qué los waynhim se molestaban en alumbrarla, ya que carecían de ojos. ¿Convenía el fuego a sus artes de alguna manera? ¿O simplemente se solazaban con el calor o el olor de las llamas? Desde luego el antiguo rhysh de Hamako estaba brillantemente iluminado y caldeado por teas.
Pero Covenant no podía recordar aquel lugar y permanecer en calma. Y nunca antes había visto a tantos waynhim juntos; al menos había sesenta; unos durmiendo sobre la piedra desnuda, otros afanándose alrededor de calderos de negro metal como si preparasen vitrim o conjuros, o simplemente a la expectativa de lo que pudiesen aprender de la gente que Hamako había llevado. La palabra con la que los waynhim denominaban una comunidad era rhysh. Le fue explicado a Covenant que cada comunidad contaba normalmente con una o dos veintenas de miembros que compartían una interpretación particular del Weird de su raza, el concepto de la identidad y la razón de su existencia. Recordaba que aquel Weird pertenecía por igual a los waynhim y a los ur-viles, pero lo entendían de manera muy diferente. De modo que había visto allí al menos dos rhysh. Y Hamako le había dado a entender que había más. ¿Otras comunidades arrancadas de sus hogares y empeños por la misma terrible necesidad que llevase allí el rhysh de Hamako?
Covenant se estremecía cuando acompañó a Hamako hasta el centro de la caverna.
El pedrariano se dirigió de nuevo al grupo desde aquel punto.
—Sé que el propósito que os impele hacia el Reino es urgente —dijo con la amable y triste voz característica en él—. Pero podéis pasar un breve tiempo con nosotros. La horda de los arghuleh es desorganizada y no avanza con gran velocidad. Os ofrecemos sustento, seguridad y descanso, y también preguntas —miró directamente a Covenant— y quizá también respuestas. —Esta sugerencia aumentó la tensión de Covenant. Recordaba perfectamente la pregunta que Hamako se negó a contestar. Pero Hamako no había terminado, y estaba preguntando—: ¿Consentiréis en demorar vuestro camino durante un poco de tiempo?
La Primera dirigió una mirada a Covenant. Pero éste deseaba saber más.
—Hamako —inquirió— ¿por qué estáis aquí?
El desamparo y la resolución que se mostraron en la mirada de Hamako fueron la prueba de que había comprendido. Mas pospuso su respuesta invitando a los componentes del grupo a sentarse en el suelo junto a él. Luego les ofreció cuencos con el oscuro líquido llamado vitrim, con aspecto de vitriolo y nutritivo como un destilado de aliantha. Cuando hubieron satisfecho su sed y mitigado su cansancio, les habló, prescindiendo deliberadamente de la intención de la pregunta de Covenant.
—Portador del anillo —dijo—, junto a otros cuatro rhysh hemos venido a presentar batalla a los arghuleh.
—¿Batalla? —preguntó Covenant extrañado. Siempre había tenido a los waynhim por criaturas pacíficas.
—Sí. —Hamako había recorrido un camino hasta este lugar que no podía ser medido en leguas—. Ésa es nuestra intención.
Covenant comenzó a objetar, pero Hamako lo detuvo con un gesto terminante.
—Aunque los waynhim sirven a la paz —continuó cautelosamente—, siempre se han levantado para combatir cuando su Weird así se lo ha requerido. Thomas Covenant, ya te he hablado de las características de tal Weird. Los waynhim son criaturas fabricadas. Su existencia no tiene la justificación del nacimiento, tan sólo es debida a los imperfectos saberes y designios de los Demondim. Y de tal tronco crecen dos vástagos, aquél de los ur-viles, quienes aborrecen lo que son y ambicionan el poder y el conocimiento para convertirse en lo que no son, y éste de los waynhim, que se esfuerzan en infundirle valor a lo que son consagrándose al servicio de lo que no son, al nacimiento según la Ley y a la hermosura de la vida en el Reino. Ya sabes todo esto.
Sí, lo sabía. Pero la garganta de Covenant se cerró al recordar la manera en que el rhysh de Hamako había servido antiguamente a su Weird.
—También sabes —continuó el pedrariano—, que en tiempos del Amo Superior Mhoram, cuando se produjo tu postrera batalla contra el Despreciativo, los waynhim comprendieron y aceptaron la necesidad de librar combate en defensa del Reino. Fue su intervención la que entreabrió el sendero por el cual el Amo Superior procuró la supervivencia a Piedra Deleitosa. —Persistió en mirar a un Covenant que apenas podía sostenerle la mirada—. Por consiguiente, no hay razón para acusarnos de habernos embarcado en la violencia de nuevo. No ha sido por voluntad de los waynhim, sino contra ella.
E impidiendo todavía la intervención de Covenant, no contestó aún a la esencia de su pregunta.
—Tanto el Sol Ban como la maligna intención del Despreciativo han despertado las potencias oscuras de la Tierra. Aunque actúan por propia voluntad, sirven al designio de destrucción de aquél. Y una fuerza así ha impulsado a los arghuleh, controlando su instintiva ferocidad y enviándolos como el azote del invierno contra el Reino. Ignoramos el nombre de tal fuerza, porque está vedada a la intuición de los waynhim. Pero la sentimos. Y nos hemos congregado en este rhyshyshim para oponernos a ella.
—¿Cómo? —intervino la Primera—. ¿Cómo podréis oponeros? —Y cuando Hamako se volvió hacia ella—. Te pido perdón si me he entrometido en lo que no me concierne. Pero nos habéis hecho la ofrenda de vuestras vidas y ni siquiera os hemos compensado con la exigua cortesía de nuestros nombres y nuestras circunstancias. —Rápida y sucintamente presentó a sus compañeros, y luego prosiguió—. Yo soy la Primera de la Búsqueda, espadachina de los gigantes. Guerrear es mi oficio y mi intención. —El resplandor del fuego iluminaba nítidamente su comedimiento—. Quisiera poder ofreceros mi consejo en cuanto a este combate.
Hamako asintió. Pero en su asentimiento había más cortesía que esperanza de ser auxiliados o guiados… la cortesía de quien ha visto su destino y lo ha aceptado.
—Te lo agradezco en el nombre de todos estos rhysh. Nuestro propósito es simple. Muchos de los waynhim han salido al exterior y se hallan hostigando a los arghuleh para atraerlos hacia aquí. Y lo conseguirán. La masiva horda estará reunida mañana en la llanura de ahí fuera. Allí los waynhim concentrarán sus fuerzas procurando introducirse entre las bestias de hielo, buscando el oscuro corazón de la fuerza que los gobierna. Si logramos descubrirlo, y eso sería su destrucción, los arghuleh se separarán y volverán a destruirse entre sí.
»Si fracasamos —el pedrariano se encogió de hombros, sin mostrar signos de miedo en su semblante—, habremos debilitado seriamente a esta horda, al menos, antes de morir.
La Primera se adelantó a Covenant.
—Hamako —le dijo—, no me gusta el plan. Es una táctica desesperada. No permite una segunda posibilidad si la primera fracasa.
Pero Hamako no se inmutó.
—Giganta, estamos desesperados. Tras de nosotros, ya nada queda excepto el Sol Ban, y somos impotentes contra él. ¿Por qué habríamos de desear una segunda oportunidad? Hemos sido despojados de todo. Nos basta con asestar este golpe lo mejor que podamos.
La Primera no pudo responderle. Poco a poco, la mirada de Hamako fue apartándose de ella y volviendo a Covenant. Sus ojos castaños parecían desamparados y próximos al llanto y, contradictoriamente, lo bastante fuertes para no ser presa del desaliento.
—Ya que por dos veces he sido desposeído —explicó con aquella suave e inexorable voz—, se me ha concedido el privilegio de estar en la primera línea del combate, poniendo la potencia de cinco rhysh en mis manos mortales.
En aquel momento, Covenant comprendió que al fin le sería posible preguntar sobre la verdadera cuestión, y por un instante su ánimo decayó. ¿Cómo podría soportar oír lo que Hamako iba a explicar? Tan singular valentía en un ser humano procedía de variadas fuentes, y una era la desesperación.
Pero en el semblante de Hamako no había vestigios de autocompasión. Los compañeros observaban a Covenant, captando la importancia de lo que existía entre Hamako y él. Incluso Tejenieblas y Honninscrave se mostraban preocupados, y en los rasgos de Linden se apreciaba hasta qué punto el dolor de Hamako llegaba a conmoverla. Con gran esfuerzo de voluntad, Covenant se impuso a sus propios temores.
—Aún no me lo has revelado. —La tensión daba aspereza a su tono—. Oigo lo que dices, e incluso lo entiendo. —Se hallaba familiarizado con la desesperación. Comenzaba a sudar en la caldeada caverna—. Pero ¿cómo, en nombre de todas las cosas buenas y hermosas que habéis realizado en vuestra vida, estáis aquí después de todo? Ni siquiera la amenaza de tan gran número de arghuleh es comparable a la labor que desempeñabais con anterioridad.
El simple recuerdo lo llenaba de una intrincada sensación de asombro y tristeza.
El Amo Execrable ya había destruido virtualmente toda vida natural en el Reino. Tan sólo perduraba Andelain, preservada de la corrupción por la custodia de Caer Caveral. Cualquier otra vida que por Ley o por amor se desarrollase a partir de huevo, semilla o parto había sido pervertida.
Cualquier cosa con la excepción de aquellas que el rhysh de Hamako mantuvo vivas.
En un inmenso subterráneo según la escala de los insignificantes seres humanos, pero baladí al compararlo con la indigencia del Reino, los waynhim habían cultivado un jardín en el que crecían cada tipo de hierba, arbusto, flor y árbol, vid, grano y vegetal que habían logrado encontrar y sustentar. Y en otra gruta, en un laberinto de corrales y jaulas, salvaron a tantas especies animales como su sabiduría y habilidad les permitió.
Aquello constituía una incomparable expresión de fe en el futuro, de esperanza en que tendría que llegar el día en el cual el Sol Ban sería erradicado, y en el que el Reino habría de depender de aquel exiguo reducto para su renovación.
Y esa fe y esa esperanza habían desaparecido. Desde el momento en que reconoció a Hamako, Covenant conoció la verdad. ¿Por qué otro motivo estaban allí los waynhim, en lugar de dedicarse a atender la labor elegida por ellos?
Una furia impotente oprimía su pecho, y sintió como el valor se le hacía pedazos mientras esperaba la respuesta de Hamako.
Tardó en dársela; pero cuando habló, lo hizo sin vacilar.
—Ocurrió exactamente lo que temes —dijo, con voz neutra—. Fuimos expulsados de nuestros lares y el empeño de nuestras existencias fue destruido. —Por primera vez su tono registró un matiz colérico—. Pero fue aún peor de lo que puedes imaginar. Tal ruina no recayó solamente en nosotros. Por todo el confín del Reino, cada rhysh fue desterrado de su asentamiento y dedicación. Los waynhim aquí reunidos son todos cuantos quedan. Jamás habrá otros.
Cuando oyó aquello, Covenant deseó gritar, implorar, protestar. ¡No! ¡Otra vez no! ¿Acaso no bastó con el genocidio de los sinhogar? ¿Es que el Reino podría soportar otra pérdida semejante?
Mas Hamako pareció adivinar los pensamientos de Covenant por la expresión horrorizada de su rostro.
—Te equivocas, portador del anillo —dijo encarecidamente el pedrariano—, nos hallábamos prevenidos y en guardia contra los Delirantes y el Despreciativo. Y el Amo Execrable no tenía motivo para temernos. Éramos insignificantes para suponerle amenaza alguna. No, fueron los ur-viles, los malignos y no —engendrados parientes de los waynhim, los que desencadenaron nuestra ruina, un rhysh tras otro, por todo el Reino.
Nuestra ruina. Nuestra ruina por todo el Reino. Covenant no pudo seguir mirando a Hamako. Le era imposible. Toda aquella belleza, diluyéndose en la nada como un sueño. Si miraba a sus ojos suaves, oscuros e irrepetibles, probablemente se echaría a llorar.
—Pudieron triunfar en su ataque porque no lo esperábamos, ¿no habían vivido sin enemistad ur-viles y waynhim durante todos los milenios de su existencia? Y también porque ellos se habían preparado para destruir como los waynhim nunca hicieran. —La agudeza de su tono se fue perdiendo gradualmente—. Nosotros hemos sido afortunados hasta cierto punto. Muchos de los nuestros cayeron asesinados, algunos que tú conocías, vraith, dhurng, ghramin. —Pronunció los nombres como si supiese que entristecerían a Covenant; aquéllos eran los waynhim que dieron su sangre para que él pudiera alcanzar Piedra Deleitosa a tiempo de rescatar a Linden, Sunder y Hollian—. Pero muchos escaparon. Otros rhysh fueron masacrados por completo.
Los waynhim supervivientes erraron sin objetivo hasta que encontraron a otros y formaron un nuevo rhysh; porque un waynhim sin estar inserto en una comunidad es un ser inútil, exento de significado.
—Y por tanto —concluyó—, nuestra desesperación está justificada. Somos los últimos. Ya no habrá nadie que nos suceda.
—¿Por qué? —inquirió Covenant con las manos enlazadas y la vista borrosa, la voz tan espesa como la sangre en su garganta—. ¿Por qué os atacaron? ¿Por qué tras tantos siglos?
—Porque… —replicó Hamako, pero ahora sí se detuvo, preso de amargura antes de decidirse—. Porque te dimos refugio, y te hicimos entrega del producto de los ur-viles que llaman Vain.
Covenant alzó la cabeza con ojos llameantes de indignación. Cuando menos ese crimen no debía serle imputado, aunque instintivamente él mismo lo hiciera. Jamás había aprendido a rechazar acusación alguna. Pero inmediatamente Hamako continuó:
—Ah, no, Thomas Covenant. Discúlpame. Te he inducido a comprenderme equivocadamente. —Su voz reasumió la insondable gentileza de alguien que ha perdido demasiado—. La culpa no fue ni tuya ni nuestra. Ni siquiera por orden del Amo Execrable los ur-viles nos hubieran hecho tanto daño sólo por ofreceros refugio a ti y a algún compañero. No lo pienses. Su rabia provenía de otra fuente.
—¿De cuál? —jadeó Covenant—. ¿Qué demonios ocurrió?
Hamako se encogió de hombros ante la abrumadora sencillez de la respuesta.
—Creían que obtuviste de nosotros una explicación acerca del propósito del Demondim Vain.
—¡Pero no la obtuve! —negó Covenant—. No quisisteis decírmelo.
Los waynhim le habían ordenado silencio a Hamako. Éste solamente le había manifestado, Si ahora te revelara el propósito del Demondim, esta revelación podría dificultar el cumplimiento del fin. Y el fin es altamente deseable.
—Sí. Pero ¿cómo podían los ur-viles creer en aquella negativa? Su aborrecimiento no les permite entender nuestro Weird. Y ni siquiera nos preguntaron qué habíamos hecho. De haber estado ellos en nuestro lugar, no hubieran tenido reparos en jurar falsedades. Por tanto, no podían aceptar ninguna contestación que les ofreciéramos. Y desencadenaron su venganza sobre nuestras cabezas, impelidos por su ferviente anhelo de que el secreto del tal Vain no fuera desvelado prematuramente.
Vain se alzaba tras el grupo sentado como si fuese sordo o insensible. Su inerte antebrazo derecho le colgaba del codo, pero la inútil mano seguía intacta, perfecta. Tan hermosamente formada como el sarcasmo que quebrantaba la existencia de Covenant.
No obstante, Hamako ni se arrendró ni volvió a detenerse, aunque un oscuro tinte de pánico se delataba ahora en su lúgubre mirada.
—Thomas Covenant —dijo, con voz tan leve que apenas llegó a los oídos del resto del grupo—, portador del anillo. —Su pueblo, Pedraría Dura, había sido devastado por el Grim de los na-Mhoram, pero los waynhim le habían brindado un nuevo hogar junto a ellos. Y aquel nuevo hogar también fue asolado por algo que el rhysh no había hecho. Desposeído por dos veces—. ¿Me lo preguntarás nuevamente? ¿Quieres saber por éste que se halla ante ti la finalidad del oscuro Demondim-producto?
Ante aquello Linden se enderezó, mordiéndose los labios para no preguntar. La Primera se tensó aguardando la explicación. En las pupilas de Encorvado centelleó la esperanza. Incluso Tejenieblas pareció recuperarse un poco de su abatimiento. Cail alzó una ceja desapasionadamente.
Pero Covenant, igual que Honninscrave, se sintió confuso por el miedo de Hamako. Comprendía al pedrariano, y sabía lo que su oferta significaba. Los waynhim habían perdido la confianza en su antigua negativa, ya no eran capaces de dar crédito a la bondad del intento de los ur-viles. La violencia de su actuación había sacudido sus convicciones hasta sus fundamentos. Y aún así, sus percepciones básicas se mantenían. El nerviosismo que mostraba el semblante de Hamako era prueba de que había aprendido a temer por igual las consecuencias de hablar y de no hacerlo.
Le estaba implorando a Covenant que tomase en su lugar la responsabilidad de la decisión.
Tanto el rhysh como él habían ido allí a morir. Con fiereza, bajo toda la atención del grupo que estaba puesta en él, se obligó a decir:
—No. —Su mirada ardía al cruzarse con la de Hamako—. Ya te negaste una vez. —Dentro de sí, maldecía amargamente la necesidad que le impelía a rechazar cualquier cosa que supusiera un consuelo o una guía. Pero no retrocedió—. Confío en ti.
Linden le dirigió una mirada de exasperación. El rostro de Encorvado se ensanchó por la sorpresa. Pero la tensión de los rasgos de Hamako disminuyó con un indisimulado alivio.
Más tarde, mientras los compañeros de Covenant descansaban o dormían en la caldeada caverna, Hamako llevó aparte al Incrédulo para una conversación privada. Con suavidad, le urgió a que partieran antes del enfrentamiento que se avecinaba. La noche ya había caído sobre las Alturas Septentrionales, la oscuridad que precede a la salida de la luna; pero un waynhim podría guiar al grupo para que escalara la escarpa hasta la relativa seguridad del Declive del Reino. Así podrían viajar sin la amenaza inmediata de los arghuleh.
Covenant se negó tajantemente.
—Ya habéis hecho demasiado por mí. No os abandonaré en estas circunstancias.
Hamako escrutó la vehemencia contenida en la mirada de Covenant.
—Ah, Thomas Covenant —dijo—. ¿Te arriesgarías a recurrir a la magia indomeñable para ayudarnos?
La réplica de Covenant fue directa.
—No, si puedo evitarlo. —Si hubiese hecho caso al veneno que le recorría, a la comezón de las cicatrices que le cubrían el antebrazo, ya habría salido al exterior para enfrentarse a solas con los arghuleh—. Pero mis compañeros no son precisamente ineptos. Y no consentiré que muráis en vano.
Sabía que no tenía derecho a hacer tales promesas. El sentido de la vida de Hamako y el de los congregados waynhim no era algo que le correspondiese preservar o sacrificar. Pero era quien era. ¿Cómo podía rehusar a ayudar a quienes lo necesitaban?
Frunciendo el ceño ante contradicciones que no podía resolver, estudió a las criaturas. Con aquellos rostros sin ojos, anchas narices y miembros hechos como para desplazarse a cuatro patas, más parecían bestias o monstruos que individuos de una noble raza que había consagrado su historia entera al servicio del Reino. Pero mucho tiempo antes uno de ellos había sido indirectamente responsable de su segunda llamada al Reino. Salvajemente mutilado y preso de un espantoso sufrimiento, aquel waynhim fue liberado por las garras del Despreciativo para servir de cebo en una trampa. Llegó hasta los Amos y les dijo que los ejércitos del Execrable estaban dispuestos para luchar. Por consiguiente el Ama Superior Elena tomó la decisión de convocar a Covenant. Sin embargo, era el Despreciativo quien deseaba tal retorno, cuyas consecuencias produjeron el fin de Elena, el quebrantamiento de la Ley de la Muerte y la destrucción del Bastón de la Ley.
Y ahora los últimos waynhim se encontraban en el umbral mismo de la perdición.
Pasó mucho tiempo antes de que Covenant pudiese conciliar el sueño. Veía con diáfana claridad lo que el Amo Execrable podía esperar obtener de la inquietante situación de los waynhim.
Pero cuando el último reducto de su consciencia se alejó de él, el vitrim que había consumido lo condujo a un profundo descanso, y durmió hasta que la actividad a su alrededor se hizo constante y perentoria. Al erguir la cabeza, descubrió que la gruta se hallaba abarrotada de waynhim, cuyo número había aumentado hasta doblarse. El ofuscado aspecto del rostro de Linden revelaba que acababa de levantarse, pero los cuatro gigantes se hallaban en pie y moviéndose tensamente entre los waynhim.
Encorvado se acercó a Linden y Covenant.
—Habéis dormido bien, amigos míos, —dijo riendo entre dientes como si se hubiera habituado a la expectativa que inundaba la atmósfera—. ¡Piedra y Mar!, ese vitrim es un saludable líquido. Un toque de su sabor mezclado con nuestra diamantina sería capaz de alegrar hasta el paladar más triste. ¡Loada sea esta vida! ¡He hallado al fin el cometido que hará que mi nombre permanezca para siempre en las canciones de los gigantes! ¡Fijaos bien! —y señaló con ademán ostentoso su cinturón, completamente lleno de colgantes vainas de cuero con vitrim—. Será mi gustosa tarea llevarle este tonificante fluido a mi pueblo para que saquen partido de su vigor mezclándolo en la obtención de un licor nuevo. Y tan insuperable néctar será llamado encorvadura para que toda la Tierra lo adore. —Se rió—. ¡Mi fama excederá entonces hasta la del mismísimo Bahgoon!
Las bromas del gigante consiguieron una sonrisa de Linden. Por el contrario, Covenant había despertado conservando la preocupación que lo había invadido al enterarse de la situación de los waynhim. Frunciendo el ceño ante aquellas bromas, le preguntó:
—¿Qué está ocurriendo?
El gigante adoptó rápidamente un tono grave.
—Ah, Giganteamigo —suspiró— has estado durmiendo largamente. El mediodía ya ha caído sobre este páramo, y los waynhim se hallan reunidos disponiéndose al combate. Aunque los arghuleh avanzan lentamente, ya son visibles desde este secreto lugar. Deduzco que el conflicto se zanjará antes del crepúsculo.
Covenant maldijo para sí. Le disgustaba que la crisis se produjera tan pronto.
Linden lo estaba mirando.
—Aún queda tiempo —dijo, con voz controlada.
—¿Tiempo para salir de aquí? —preguntó él agriamente—. Si los dejamos que salgan ahí fuera, probablemente asistiremos a la matanza de toda una raza sin ofrecerles otra ayuda que la de llorar su pérdida. Olvídalo.
Los ojos de ella fulguraron.
—No me estoy refiriendo a eso. —La furia agudizaba sus facciones—. Me gusta tan poco como a ti dejar desamparada a esta gente. Acaso no tenga tu conocimiento —recalcó la palabra—, pero puedo ver hasta qué punto son encomiables Hamako y los waynhim. Me conoces demasiado para decir eso. —Respiró profundamente, afianzándose, mirándolo aún con rabia—. Me refiero a que aún hay tiempo para preguntarles acerca de Vain.
Covenant sintió como un trueno en el interior de su cabeza. Aquella puya acerca del conocimiento subrayaba hasta qué punto había falsificado la relación entre ambos. Desde el primer encuentro en Haven Farm le había estado ocultando cosas, arguyendo que carecía del conocimiento para comprenderlas. Y aquél era el resultado. Cuando decía o escuchaba de la mujer a quien amaba se convertía en hiel.
Pero no podía permitirse ceder. El Amo Execrable estaría ya saboreando la posibilidad de que él, Covenant, desencadenase la magia indomeñable en auxilio de los waynhim. Con un gesto contuvo el deseo de replicarle ásperamente. En vez de ello, dijo:
—No, no quiero oírlo de Hamako. No deseo sacar a Buscadolores del atolladero. —Deliberadamente se volvió hacia el Designado. Pero éste le encaró con la misma impenetrante tristeza con la que había ya rechazado cada súplica o desafío. Más por responder a Linden que por atacar a Buscadolores, Covenant concluyó—: Estoy aguardando a que este condenado elohim descubra lo que es la honestidad o la decencia de empezar a decir la verdad.
Los amarillentos ojos de Buscadolores se nublaron, pero no habló.
Linden escudriñaba alternativamente a Covenant y al Designado. Luego asintió. Expresándose como si Buscadolores no estuviera presente, dijo:
—Espero que se decida pronto. No me gusta la idea de tener que encararme con el Clave mientras ellos sigan sabiendo más sobre Vain de lo que sabemos nosotros.
Agradecido por su aprobación, Covenant trató de sonreírle. Pero tan sólo logró esbozar una mueca.
Los waynhim se diseminaban por toda la caverna moviéndose como si todos quisieran hablar entre sí a un tiempo antes de que llegara el momento crucial, y sus profundas y ladradoras voces llenaban la atmósfera. Pero los gigantes ya no se hallaban entre ellos. Honninscrave se apoyaba contra un muro, solitario y distante, con la cabeza inclinada. Encorvado permanecía junto a Covenant, Linden y Cail. Y la Primera y Tejenieblas se hallaban juntos al otro lado de la estancia. Parecía que él le estaba pidiendo algo, pero la Primera replicaba con acritud a cuanto le decía. Él volvió a insistir, y la respuesta de ella se impuso al ruido de los waynhim, llenando la estancia.
—Eres mortal, gigante. Una elección así es dura para cualquiera que tenga que hacerla. Pero un error no es más que un error. No supone indignidad alguna. Estás comprometido y dedicado a la Búsqueda, tanto como a la Escogida, y no te liberaré de tu cometido.
Bruscamente, ella le dejó allí, consternado, y se dirigió por entre la muchedumbre hacia el resto de sus compañeros. Al llegar respondió a sus no formuladas preguntas, diciendo:
—Está avergonzado. —Miró a Linden—. Tú le salvaste la vida cuando la de Covenant Giganteamigo se hallaba en peligro. Y considera ahora que su indecisión cuando lo necesitabas fue imperdonable. Me ha pedido ir con los waynhim, para buscar la expiación mediante la batalla. —Añadió innecesariamente—: He rehusado.
Linden masculló por lo bajo un juramento.
—No le pedí que me sirviera. No tiene por qué… ¡Honninscrave, no! —gritó de improviso.
Pero el capitán no le hizo caso. Con los puños apretados de rabia, caminaba a grandes zancadas dirigiéndose hacia Tejenieblas como si quisiera castigar la aflicción del gigante.
Linden hizo ademán del lanzarse tras él, pero la Primera la detuvo. En silencio, observaron como Honninscrave se alejaba con paso airado. Al llegar junto a Tejenieblas, el capitán señaló enérgicamente con el dedo el consternado corazón del gigante, como sabiendo la exacta localización que lo transtornaba. Aunque le estaba mascullando imprecaciones, el parloteo de los waynhim cubría su voz.
La Primera explicó con voz calma:
—Es el capitán. Me doy por satisfecha con que haya encontrado un espacio dentro de su propio dolor para Tejenieblas. No hará daño a quien le ha servido a bordo del Gema de la Estrella Polar.
Linden asintió. Pero su boca estaba tensa por la frustración y la empatia, y no apartaba los ojos de Tejenieblas.
Al principio, éste se arredró ante lo que estaba diciendo Honninscrave, mas luego se enderezó con beligerancia y alzó un puño amenazante. Pero Honninscrave le agarró el brazo bajándoselo y acercó su poblada barba al rostro del otro. Después de un instante, Tejenieblas cedió. Aunque no le había desaparecido el fulgor de los ojos, aceptó la reprimenda del capitán. Lentamente, la ira abandonó a Honninscrave.
Covenant dejó escapar un suspiro entre dientes.
Entonces apareció Hamako entre los waynhim y se acercó al grupo. Su mirada centelleaba a la luz de las antorchas. Sus movimientos mostraban pasión o premura. Sostenía en las manos una gran cimitarra que parecía tallada de un viejo hueso. Sin preámbulos, anunció:
—Ha llegado la hora, Los arghuleh ya están cerca. Hemos de salir a presentarles batalla. ¿Qué vais a hacer vosotros? No debéis permanecer aquí, no hay más salidas y si la entrada se sella quedaréis atrapados.
Iba a responder la Primera, pero Covenant se lo impidió. El veneno latía en la piel de su antebrazo.
—Saldremos con vosotros —dijo con firmeza—. Permaneceremos alerta hasta descubrir el mejor modo de ayudaros. —Se adelantó a la protesta que iba a formular Hamako—. Y deja de preocuparte por nosotros. A cosas peores hemos sobrevivido. Si todo se va al infierno, ya encontraremos la forma de escapar.
Una fugaz sonrisa relajó la expresión de Hamako.
—Thomas Covenant —dijo—, quisiera que nos hubiéramos encontrado en tiempos más propicios.
Luego alzó la cimitarra y volvió sobre sus pasos, encaminándose hacia la garganta de la gruta.
Todos los waynhim los siguieron, portando curvas espadas de hueso, como versiones reducidas de la hoja de Hamako, indicando con ello que lo habían escogido para que los condujera a su destino.
Aunque eran doscientos aproximadamente, necesitaron breves momentos para salir de la caverna, dejando a su espalda el grupo bajo las antorchas.
Honninscrave y Tejenieblas fueron a reunirse con sus compañeros. La Primera miró a Covenant y a Linden, luego a los gigantes. Nadie vaciló. Aun con el rostro demudado, Linden se mantenía firme. Los rasgos del semblante de Encorvado se contraían como si fuese incapaz de hallar la broma adecuada para aliviar su tensión. La Primera, Tejenieblas y Honninscrave, cada uno a su manera, parecían tan inexorables como Cail.
Covenant asintió con amargura. Tanto él como sus amigos dieron la espalda al calor y la seguridad, y salieron a encontrarse con el invierno.
En el túnel, sintió que la temperatura comenzaba a descender casi inmediatamente. La alteración no supuso ninguna diferencia para sus pies y manos insensibles, pero se ciñó la túnica como si pudiera así proteger su calor. Atravesaron una parte del pasadizo y llegaron a la tosca antecámara donde se hallaban los trineos. Sin pronunciar palabra, Honninscrave y Tejenieblas tomaron los arneses. Su respiración se había convertido en humo. La luz de las antorchas le daba un tono dorado a las volutas de vapor.
La entrada al rhyshyshim se hallaba abierta, y el frío penetraba en oleadas ansiosas por acabar con el pequeño depósito de calor y comodidad. Los temblores comenzaron a dominar a Covenant desde las profundidades de su ser. Con anterioridad, la ropa que vestía lo había mantenido vivo, aunque no caliente; pero ahora parecía una insignificante defensa contra la gelidez invernal. Miró a Linden, y ella le contestó como si adivinara sus pensamientos:
—Ignoro cuántos son, pero hay muchos.
Se acercaban a la salida. El aire soplaba sin misericordia contra el rostro de Covenant, enmarañando su barba y arrancándole lágrimas a sus ojos. Una oscura presión palpitaba en sus venas. Pero se limitó a agachar la cabeza. Junto a sus compañeros cruzó la abertura hasta llegar a las rocas que señalaban el pie de la escarpadura.
La luz solar permitía ver claramente el páramo. Desde un cielo insondable, el sol de media tarde incendiaba la blanca extensión. El aire parecía singularmente quebradizo, como si estuviese a punto de agrietarse bajo su propio peso. Las botas de Covenant hacían crujir la nieve endurecida. Por un instante, el frío pareció tan brillante como el fuego. Tuvo que esforzarse para que la magia indomeñable no escapase a su contención.
Cuando su vista se aclaró, comprobó que los gélidos diablillos se habían marchado. Los waynhim ya no iban a tener necesidad de ellos.
Emitiendo suaves ladridos para comunicarse entre sí, las criaturas surgieron en la compacta y característica formación en cuña que usaban, al igual que los ur-viles, para concentrar y combinar sus fuerzas. Hamako iba al frente de la formación. Cuando ésta se completase y las invocaciones fueran hechas, conduciría la destreza y el poder de cinco rhysh con la hoja de su cimitarra. Mientras las filas aguantasen, los waynhim que marchaban en los lados de la cuña podrían librar combates individuales, pero Hamako tendría tras de sí el empuje de los doscientos.
A cada momento la batalla se hacía más inminente. Mirando hacia el norte, Covenant descubrió que le era difícil ver la zona de los monolitos, puesto que la gran cantidad de arghuleh reunidos la ocultaban.
Avanzaban, poderosos y fatales; una lenta corriente de blancura que brillaba sobre la nieve y el hielo. El ruido de sus fuertes pisadas se imponía ya sobre las voces de los waynhim. Resonaban como si fueran a hacer derrumbarse la parte frontal de la escarpadura. Aunque la horda no parecía sobrepasar apenas en número a los waynhim, el enorme tamaño y ferocidad de los arghuleh la hacía parecer abrumadoramente superior.
El grupo todavía tenía tiempo de huir. Pero nadie lo sugirió. La Primera se erguía severa y preparada, con la mano en la empuñadura de la espada. Los ojos de Honninscrave destellaban como si deseara descargar el golpe que pudiese hacer útil su tormento. La expresión de Encorvado era más cautelosa e incierta, ya que no era un guerrero. Pero Tejenieblas se comportaba como si hubiera visto su oportunidad de restitución y le hubieran ordenado ignorarla. Únicamente Cail contemplaba con desapego a la horda que avanzaba, tan ajeno al valor de los waynhim como al riesgo que el grupo corría. Quizá no concediera un especial valor a lo que estaban realizando los rhysh. Quizá para su mentalidad de haruchai tan desmedido riesgo era razonable.
Covenant se forzó a hablar. El frío parecía congelar las palabras en su garganta.
—Quiero ayudarles, si lo necesitan. Pero no sé cómo —le dijo a la Primera—. No intervendremos a menos que la cuña comience a romperse. Ya he visto antes esta clase de combate. —Había visto la punzante acometida de los ur-viles en el transcurso de la Celebración de la Primavera para devorar a las Almas de Andelain y fue impotente ante la sombría cuña—. Mientras aguanten en formación no serán derrotados.
Luego se giró hacia Linden.
Su expresión le detuvo. Tenía el rostro fijo, lívido por el frío, en dirección a los arghuleh, y sus ojos tan enrojecidos como injurias. Durante un terrible momento, temió que hubiera vuelto a sumirse en su terror particular. Pero luego su mirada giró hacia él. Estaba maltrecha pero no intimidada.
—No sé —dijo tensamente—, pero él está en lo cierto. Hay alguna fuerza tras ellos, algo que los mantiene cohesionados. Pero no puedo decir qué es.
Covenant tragó saliva con un funesto presagio.
—Sigue intentándolo —murmuró—. No quiero que estos waynhim terminen como los sinhogar.
Condenados a una maldición.
Ella no le contestó, pero su gesto de asentimiento conllevaba una firme resolución cuando volvió la cara nuevamente hacia los arghuleh.
Se hallaban peligrosamente cerca ahora. Una veintena de ellos conducía el avance, y el grueso del grupo tendría aproximadamente esa profundidad. Aunque eran bestias de odio que hacían presa de cualquier cosa, se habían vuelto tan organizados como un ejército consciente. Continuamente iban aumentando su velocidad para arrojarse sobre los waynhim.
En respuesta, éstos alzaron su cántico en medio de la gelidez. Juntos profirieron una áspera y arrítmica invocación que les fue devuelta por el escarpado y resonó por todo el páramo. Y un momento después, una negra luz brilló en el vértice de la cuña. Hamako blandió su cimitarra. La hoja se había vuelto tan ebúrnea como el vitriolo de los Demondim. Irradiaba medianoche como si la propia muerte la envolviese en llamas.
Simultáneamente todas las pequeñas espadas de los waynhim se tornaron oscuras y comenzaron a verter un ardiente fluido que humeaba y crepitaba sobre la nieve.
Sin saber lo que hacía, Covenant retrocedió. El helado aire se había convertido en un atronador grito de poder, sin sonido real, pese al canto que lo había invocado, que lo llamaba imperiosamente. El anhelo que sentía por el fuego golpeaba contra los muros que había construido a su alrededor; las cicatrices de su antebrazo ardían venenosamente. Retrocedió unos pasos más, pero no podía separar su persona del deseo de atacar. Instintivamente, se dirigió hacia la única protección que pudo encontrar: una afilada roca que se erguía cerca de la entrada del rhyshyshim. Mas no se ocultó allí. Sus insensibles manos se aferraban a la dentada roca de la misma manera que su mirada se clavaba en los waynhim y los arghuleh, suplicando en su interior. No. Otra vez no.
No había sido llamado para que presenciara una destrucción actualizada de los sinhogar.
Entonces Hamako lanzó un grito de guerra, y la cuña penetró. Moviéndose como si fueran uno solo, los waynhim se lanzaron contra el enemigo en la última actuación que habían elegido en servicio del Reino.
Silenciando el nefando avance de los monstruos de hielo, el persistente y áspero cántico de los waynhim resonaba por toda la escarpadura, mientras Covenant y sus compañeros contemplaron cómo la formación penetraba entre los arghuleh.
Durante unos instantes, la carga tuvo tal éxito que el resultado pareció inevitable. Los rhysh comunicaban su energía a Hamako, y éste cortaba como una inexorable guadaña para que la cuña prosiguiese. Individualmente, los waynhim esparcían en todas direcciones aquel líquido corrosivo del hielo. Los arghuleh se apartaban, replegándose y tropezando unos con otros.
Aullando con sus muchas fauces, bullían en torno a la cuña tratando de sofocarla, de aplastarla contra ellos. Mas aquello tan sólo hacía que el tercer lado de la cuña entrase en acción. Y la cimitarra de Hamako golpeaba como un martillo sobre el hielo, haciendo saltar fragmentos y miembros a cada tajo. Encaminaba la cuña hacia una bestia de desusado tamaño que cerraba la masiva marcha, un arghule que parecía conformado por una criatura sobre las espaldas de otra, y a cada paso se aproximaba más a aquel objetivo.
Los arghuleh eran feroces e insensibles al miedo. Las redes se abatían sobre la cuña. Atronadores crujidos llenaban la nevada extensión. Pero el negro fluido convertía las redes en andrajos. Los pedazos que caían magullaban a los waynhim pero no debilitaban su formación. Y la tierra firme que había bajo la nieve quitaba eficacia a las grietas.
Covenant se frotaba sus insensibles manos, medio helado, sin atreverse a dar crédito a lo que veía. La Primera, con la espada desenvainada, lanzaba gritos de aliento. Espoleado por la esperanza, Encorvado contemplaba la lucha como si esperara que la victoria se produjera en cualquier momento, que el mismo invierno se quebrara y huyera.
Entonces, sin previo aviso, todo cambió.
Los arghuleh carecían de inteligencia, pero no así la fuerza que los gobernaba. Era sensitiva y astuta. Y había aprendido una lección del modo en que los waynhim habían rescatado anteriormente al grupo.
Bruscamente, la horda alteró sus tácticas. Con una repentina ráfaga como una explosión de blanco que casi oscureció el combate, todas las bestias enarbolaron su hielo a un tiempo. Pero éste no iba dirigido a la cuña. Por el contrario, cubrió a cada arghule que hubiera sido herido, despedazado o incluso muerto por los waynhim.
El hielo aplastaba cada gota de vitriolo, apagando el negro fluido, sofocando y cerrando las brechas que abría.
Restauraba cada miembro o cuerpo que Hamako hubiera rajado o fragmentado, devolviendo su integridad a las criaturas con una terrible rapidez.
Volvía a soldar los fragmentos de los caídos fusionándolos de nuevo y devolviéndoles la vida.
Aunque los waynhim no habían dejado de luchar ni por un solo instante, ya casi la mitad de su labor había quedado inutilizada. Los arghuleh se revitalizaban unos a otros en menos tiempo del que ellos necesitaban para causar bajas.
Más y más arghuleh iban quedando en libertad para atacar de otros modos.
Incapaces de rendir la cuña con sus redes, comenzaron a levantar una muralla de hielo circundándola como si pretendieran cercarla hasta que su empuje cediera por puro agotamiento.
Covenant lo contemplaba horrorizado. A los waynhim les había cogido totalmente de improviso aquel contraataque. Hamako blandía la hoja diseminando desesperación a su alrededor. Por tres veces llegó a abatir a un arghule fragmentándolo en pedazos más pequeños que su puño, y cada vez una red reunió los restos, y restaurándola, volvió a enviar la bestia hacia él. Presa del furor, se lanzó al asalto de la propia red, pero al hacerlo perdió el contacto con la cuña. De inmediato la cimitarra se tornó un simple hueso, que se astilló al golpear. Él mismo hubiese caído si unas manos no se hubieran alargado para alcanzarle y devolverle a su posición en la cuña.
Y nada podía hacer Covenant. Los gigantes le suplicaban que les diese alguna orden. La Primera gritaba imprecaciones que no podía escuchar. Porque no había nada que él pudiese hacer.
Excepto desencadenar la magia indomeñable.
El veneno retumbaba en sus sienes. La magia indomeñable, plateada e inextinguible. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada punzada de ansiedad y aviso le resultaba tan estridente y frenética como el grito de Linden: ¡Vas a destruir el Arco del Tiempo! ¡Eso es lo que el Execrable desea! La profanación inundaba cada latido, cada gemido de su corazón. No podía invocar tal poder y pretender controlarlo.
Pero Hamako iba a ser asesinado. Eso era tan diáfano como el declinar de la luz de sol sobre la extensión blanca. Los waynhim serían inmolados como tanta gente en el Reino para alimentar la avidez del mal. Aquel mismo hombre y los waynhim habían rescatado a Covenant del delirio en una ocasión, mostrándole que aún quedaba belleza en el mundo. El invierno de su destrucción no tendría final.
A causa del veneno. Las cicatrices todavía ardían, tan destellantes como los ojos del Amo Execrable, en la carne de su antebrazo derecho, impeliéndolo al poder. El Sol Ban había pervertido la Ley, engendrado abominaciones, pero Covenant podía hacer que el Tiempo mismo desembocase en el caos.
A poca distancia de él, la cuña había dejado de batallar a la ofensiva. Ahora se debatía sólo por la supervivencia. Varios waynhim habían caído presos en redes de hielo que eran incapaces de romper. Muchos más caerían en cuanto los arghuleh alzaran su cerco. Hamako seguía en pie, pero carecía de arma y de medios para dirigir el empuje de la cuña. Fue expulsado al centro de la formación y un waynhim ocupó su lugar esparciendo con todas sus fuerzas el fluido que su pequeña espada podía canalizar.
—¡Giganteamigo! —bramó la Primera— ¡Covenant!
La cuña estaba a punto de ser aniquilada, y los gigantes no se atrevían a actuar por temor a interponerse en la dirección de las llamas de Covenant.
A causa del veneno… una rabia enfermiza retumbaba como el ansia contra los huesos de su antebrazo. Le había sido conferido tanto poder que se veía reducido a la impotencia. Su desesperación demandaba sangre.
Subiéndose la manga, se aferró la muñeca derecha con la mano izquierda para incrementar la tensión de aquélla, y entonces golpeó con el antebrazo cubierto de cicatrices sobre uno de los más afilados bordes de la roca. La carne se desgarró. La roca quedó tintada de un rojo que salpicó sobre la nieve soldificándose con el hielo. La ignoró. El Clave le había seccionado las muñecas para obtener poder para la Videncia que lo había guiado y confundido. Deliberadamente se destrozaba el antebrazo, procurando que el dolor le supusiera una alternativa al veneno, luchando por desprender su alma de la presa de aquellos colmillos.
Entonces Linden le golpeó, haciéndole retroceder. Con declarada premura y preocupación, le asió apretando sus manos contra la túnica, zarandeándolo como si fuera un niño, increpándolo.
—¡Escúchame! —estalló como si supiese que apenas podía oírla, que tan sólo podía ver la sangre derramada sobre la roca—. ¡Es como el Kemper, como Kasreyn! —Le sacudía tratando que fijara en ella la mirada—. ¡Como su hijo! ¡Los arghuleh tienen detrás a alguien como su hijo!
Ante aquello, la lucidez volvió con tal fuerza a Covenant que casi le hizo caer.
El croyel.
Antes de completar el pensamiento se había liberado de la presa de Linden y corría hacia los gigantes.
¡El croyel!, el súcubo brotado de los oscuros lugares de la Tierra que Kasreyn llevara colgado a su espalda y con el que había pactado sus artes y la inacabable duración de su vida. Y allí fuera se ocultaba tras un arghule con la apariencia de una bestia de hielo sobre las espaldas de otra. Aquella criatura había hecho un pacto con el croyel para obtener el poder de reunir a su especie y llevar el invierno allí donde le placiera.
Buscadolores debía haberlo sabido. Tenía que haber comprendido contra qué fuerza se enfrentaban los waynhim. Sin embargo, no había dicho ni una palabra.
Pero Covenant no tenía tiempo para perderlo con la mendacidad del elohim. Acercándose a la Primera, gritó:
—¡Diles que vuelvan! ¡Haz que se retiren! ¡No pueden vencer de este modo! —Le sangraba el brazo—. ¡Tenemos que revelarles la presencia del croyel!
Reaccionó como si hubiera recibido un latigazo. Girando en redondo, pronunció una orden para convocar junto a ella a los gigantes, y todos a la par irrumpieron en la contienda.
Covenant los vio marchar entre el espanto y la esperanza. Furiosa aún con él, Linden llegó a su lado. Sujetando con fuerza su muñeca derecha, le obligó a doblar el codo apretándoselo para contener la hemorragia. Luego le escrutó en silencio.
A base de ímpetu, peso y músculo los cuatro gigantes se iban abriendo paso entre los arghuleh. La Primera blandía su espada como si de un mazo se tratara, aventurando el metal entre las gélidas bestias. Honninscrave y Tejenieblas se batían con bravura de titanes. Encorvado iba tras ellos haciendo cuanto podía por guardar sus espaldas. Mientras combatían iban repitiendo la llamada de Covenant en el extraño dialecto de los waynhim.
La cuña reaccionó inmediatamente. De repente todos los waynhim giraron hacia la izquierda, y esa esquina de la formación se convirtió ahora en el vértice maestro. Llevándose a Hamako consigo, se internaron por la brecha que los gigantes entreabrieran en el ataque.
Los arghuleh fueron tardos en comprender lo que ocurría. Casi la mitad de la cuña se hallaba fuera del conflicto cuando las bestias de hielo se dieron la vuelta para intentar impedir la retirada.
Encorvado había caído bajo dos arghuleh. Honninscrave y Tejenieblas se lanzaron en su ayuda como auténticos mazos, sacándolo del atolladero. Sobre la Primera cayó una red. El líder de la cuña la hizo pedazos. Los gigantes y los waynhim pugnaban por llegar hasta Covenant frenéticamente.
Pero no eran lo bastante rápidos como para ganarle terreno a los arghuleh. En cuestión de segundos serían tragados nuevamente.
Sin embargo, los waynhim habían comprendido a los gigantes. En un instante la cuña se escindió, dejando ir a Hamako y al núcleo de sus compañeros en dirección a Covenant. De inmediato el rhysh volvió a cerrar filas y atacó nuevamente.
Ayudados por los gigantes, los de la cuña hicieron retroceder a los arghuleh mientras Hamako y sus camaradas se apresuraban hacia Covenant y Linden.
Éste comenzó a gritarle al pedrariano antes de que se le acercase, pero Hamako se detuvo poco más allá, acallando a Covenant con un gesto.
—Ya has cumplido con tu parte, portador del anillo —jadeó mientras los suyos lo rodeaban—. El nombre del croyel es conocido entre los waynhim. —Tuvo que alzar la voz, porque las criaturas cantaban ahora una nueva invocación, una invocación que Covenant había oído con anterioridad—. Tan sólo nos faltaba saber que la fuerza a la que nos enfrentábamos era de hecho croyel. Está claro lo que se debe hacer.
Como para subrayar la advertencia, Hamako extrajo de su cinturón una daga de piedra.
Covenant se estremeció al comprender; estaba familiarizado con aquel cuchillo. O con uno similar. Seguía la invocación. Trató de gritar: ¡No! Pero la protesta no surgió de su boca. Acaso Hamako tuviera razón. Acaso únicamente una medida tan desesperada podía salvar ya al sitiado rhysh.
Con un resuelto movimiento, el pedrariano se hizo una prolongada incisión en las venas del dorso de la mano.
El corte no sangraba. De inmediato le pasó el cuchillo un waynhim. Éste rajó rápidamente la palma de su propia mano en toda su longitud, pasándole luego la daga a su vecino. Sujetando la mano de Hamako, el waynhim puso en contacto una incisión con la otra. Ambos permanecieron así, uniendo sus sangres, mientras la invocación se elevó de tono.
Cuando el waynhim se retiró, los ojos de Hamako se hallaban abrillantados por la energía, por el poder.
De esta misma forma el rhysh otorgó a Covenant el vigor necesario para recorrer sin descansar la extensión entera de las Llanuras Centrales en pos de Linden, Sunder y Hollian. Pero aquella gran proeza se llevó a cabo mediante la vitalidad de ocho waynhim tan sólo; y a Covenant le fue difícil controlar tanto poder. Ahora eran veinte las criaturas que rodeaban a Hamako.
El segundo ya había realizado su ofrenda.
Uno tras otro, los componentes de aquel pueblo que lo había adoptado fueron rasgándose para verter su sangre en la de él. Y cada nueva toma incrementaba de tal manera sus energías que amenazaban con hacer estallar su mortal envoltura.
Era algo excesivo. ¿Cómo podía esperar ningún ser humano encerrar tan gran poder dentro de un recipiente de tejidos y músculos normales? Covenant temía que Hamako no pudiese sobrevivir.
Luego recordó el pesar y la determinación febriles que había visto en sus ojos, y comprendió que al pedrariano no le importaba demasiado la vida.
Diez waynhim le habían ya hecho su donación. La piel de Hamako comenzaba a humear como yesca en el gélido aire. Pero no retrocedió, ni sus compañeros tampoco se detuvieron.
A sus espaldas, el combate iba mal. Como la atención de Covenant había estado fija en Hamako, no se había dado cuenta de que los arghuleh habían logrado escindir la cuña. La formación se hallaba ahora partida en dos, cada parte pugnando por volver a unirse y concentrar sus fuerzas, ambas incapaces de irrumpir a través del hielo para hacerlo. Muchos waynhim habían caído, y más estaban cayendo. El hielo atrapaba a los gigantes tan férreamente que apenas si podían moverse. Luchaban heroicamente, pero no podía rivalizar con las bestias que volvían a levantarse después de muertas. Pronto los embargaría la fatiga, y podrían darse irremisiblemente por perdidos.
—¡Ve! —alentó Covenant a Cail. Cristales de hielo ensangrentado se desprendieron del codo cuando movió el brazo—. ¡Ve a ayudarles!
Pero el haruchai no le obedeció. Pese a la antigua amistad existente entre su pueblo y el de los gigantes, en su rostro no se delataba el más mínimo atisbo de preocupación. Había jurado servir a Covenant, no a la Primera; Brinn lo había colocado en ese puesto.
—¡Por las llamas del infierno! —rugió Covenant.
Pero su cólera iba dirigida contra sí mismo. Podía desgarrarse la carne hasta los huesos, pero era impotente pura hallar una salida a la trampa que el Amo Execrable le había tendido.
Ya eran quince los waynhim que habían dado su sangre a Hamako. Dieciséis. El pedrariano irradiaba tal fulgor ahora que parecía llamar involuntariamente al fuego del anillo de Covenant. Su esfuerzo para lograr dominarse era tan enorme que le hacía perder la visión y el equilibrio. Jirones de medianoche se arremolinaban a su alrededor. No pudo ver terminada la ofrenda de los waynhim ni cómo Hamako conseguía soportarla.
Pero cuando tal poder se alejó dirigiéndose a los arghuleh se esforzó por enderezarse y, librándose de la sujeción de Cail, lanzó su mirada tras el pedrariano como un grito.
Medio desnudo bajo el tenue resplandor del sol y el tremendo frío, Hamako fulguraba como una cinosura destellando al cruzar entre las bestias de hielo. La pura intensidad que irradiaba su silueta fundía a cuantos atacantes se le acercaban como si se tratase de un horno. Consiguió despejar una franja de lado a lado, consiguiendo una zona libre en torno a los gigantes, facilitando una brecha para que los waynhim rehicieran su cuña; y tras él se alzaron densas nubes de vapor que cubrieron el campo de batalla, y al mismo Hamako, tornándolo todo incierto.
Entonces Linden gritó:
—¡Allí!
Todo el vapor se disipó, tan repentinamente que el hielo pareció convertirse en aire sin transición, y la escena del combate fue tan real como la desolación. Veintenas de arghuleh seguían aún arrojándose como locos contra la cuña, pero habían cesado de utilizar el hielo en apoyo mutuo. Y algunos atacaban a sus compañeros despedazándose entre sí como si hubieran olvidado el propósito que los unía hasta un momento antes.
Dejando atrás el caos, Hamako había logrado llegar hasta el líder de los arghuleh. Encaramándose sobre la inmensa espalda de la extrañamente redoblada bestia, había logrado aferrarse a ella y derramaba su poder directamente sobre la criatura y su croyel.
Ni la fiera trataba de derribarlo o alcanzarlo con sus fauces o sus extremidades, ni él la golpeaba. El combate era simple: el fuego contra el hielo, incandescencia contra frigidez. Hamako resplandecía como un fragmento de sol, el arghule irradiaba su paralizante poder. Sin moverse, se asestaban mutuamente aquello en lo que se habían convertido, y el llano entero ardía ante la pujanza de aquel desafío.
La tensión de tan quintaesencial fuerza era excesiva para la resistencia de la carne mortal de Hamako. En medio de una agónica desesperación, comenzó a fundirse como un árbol bajo el desértico avatar del Sol Ban. Las piernas cedieron, la piel de sus miembros se derramaba, sus rasgos se borraban. Un grito deformó su boca.
Pero mientras le siguiera latiendo el corazón y continuara con vida, seguiría indomable y con su propósito. El foco del calor que emitía no vacilaba ni un instante. Cuantas pérdidas había sufrido, cuantos amores le fueron arrebatados se agolpaban allí; y rehusó aceptar la derrota.
Pese al estrago que deshacía su carne, alzó los brazos, brindándolos como varas anegadas al ancho cielo.
Y la redoblada criatura que estaba bajo él, se fundió también. El arghule y el croyel se derritieron tornándose agua y barro hasta que sus muertes fueron inseparables de la suya propia… un oscuro charco que se iba congelando poco a poco sobre el páramo sin fin.
Con un casi audible chasquido, el frío se rompió. La mayoría de los arghuleh continuaron tratando de matarse entre sí hasta que el rhysh los alejó. Pero el poder que les sustentara se había desvanecido.
Linden sollozaba abiertamente, pese a que durante toda su existencia se había exigido soportar en silencio la aflicción.
—¿Por qué? —se quejó entre lágrimas—. ¿Por qué le dejaron hacerlo?
Covenant sabía el motivo. Porque Hamako había sido desposeído por dos veces, cuando ningún hombre, mujer o waynhim hubiera podido soportar una pérdida así más de una vez.
Cuando un sol purpureo y lúgubre se puso tras el borde occidental de la escarpadura, Covenant cerró los ojos, apretó su sangrante brazo contra su propio pecho y escuchó el lamento de los waynhim alzándose en el crepúsculo.