El mar de hielo
Las primeras ráfagas golpearon en ángulo al barco gigante, escorándolo pesadamente a babor. Pero la verdadera fuerza del viento le empujaba de popa, y el Gema de la Estrella Polar se enderezó con una sacudida al hincharse y crujir las velas cuando la presión trató de rasgarlas. El dromond se estabilizó en el viscoso océano hasta tal punto que, por un momento, pareció incapaz de moverse. Los palos más altos gemían. Bruscamente, Gratoamanecer se rajó de arriba a abajo, y el viento aulló al atravesar la rotura.
Pero entonces el Gema de la Estrella Polar consiguió afianzarse, avanzó un poco y la presión aflojó. Cuando las nubes estuvieron sobre él, el barco gigante ya se había estabilizado y comenzó a desplazarse velozmente.
En los primeros momentos, Honninscrave y la timonel tuvieron que usar toda su pericia para evitar la colisión con los icebergs más próximos. En aquellas condiciones climáticas, el menor roce hubiera hecho reventar los graníticos flancos del dromond como si estuvieran hechos de madera seca. Pero pronto lograron sobrepasarlos. El Gema de la Estrella Polar se acercaba al confín del Muerdealmas. El viento continuaba intensificándose, pero la amenaza inmediata ya había desaparecido. El dromond había sido construido para resistir en condiciones difíciles.
Covenant se mantenía ajeno al barco y al viento; estaba luchando por la vida de Linden. Tejenieblas la había llevado a la cocina, donde los cocineros se esforzaban por recuperar el calor de los fogones; pero cuando el gigante la depositó en el jergón, Covenant prescindió de él. Encorvado siguió a Cail al interior ofreciendo su ayuda. Covenant lo ignoró. Maldiciendo en voz baja con metódica vehemencia, le frotó las muñecas y las mejillas, aguardando a que los cocineros calentaran un poco de agua.
Estaba demasiado pálida. El movimiento de su pecho era tan tenue que apenas podía percibirlo. Su piel parecía de cera. Daba la impresión de que podía desprenderse si él la frotaba con cierta fuerza. Masajeó los antebrazos y hombros de Linden, los lados de su cuello, con la desesperación palpitanto en sus sienes. Entre juramentos, reiteró su demanda de agua.
—Ya va —murmuró Salsamarina, a quien su propia impaciencia la hacía parecer colérica—. Los fogones están fríos. No puedo hacer un milagro para avivarlos.
—Ella no es una giganta —respondió Covenant sin apartar su atención de Linden—, no hace falta que el agua hierva.
Encorvado se agachó junto a la cabeza de Linden, mostrando a Covenant una redoma de cuero.
—Aquí hay diamantina.
Aunque Covenant no se detuvo, desplazó sus esfuerzos hacia las caderas y piernas, haciéndole sitio a Encorvado.
Colocando la enorme palma de su mano debajo de la cabeza, el gigante la hizo incorporarse. Cuidadosamente, acercó el recipiente a sus labios.
El líquido se derramaba por las comisuras de la boca. Consternado, Covenant se dio cuenta de que no tragaba. Aunque su pecho se abombaba como si inhalase, ningún reflejo de rechazo indicaba que estuviese respirando el potente licor.
Ante esto, su mente adquirió la blancura de su fuego. La histeria del poder y el veneno pasó a través de sus músculos, afilada plata recamada con imágenes de medianoche y crimen. Apartó a Encorvado como si el gigante no fuese más que un niño.
Pero no se atrevió a tocar a Linden con tal incandescencia. Sin sentido de la salud que lo guiase, era probable que la matara antes de conseguir que el calor penetrase en ella. Conteniéndose, la puso de costado, golpeándola entre los omóplatos una vez, dos veces, esperando así desalojar el líquido de sus pulmones. Luego volvió a presionarla contra la espalda, inclinando su cabeza tal como había aprendido, bloqueó la nariz y acercando su boca a la de ella comenzó a soplar por su garganta.
Casi de inmediato, el esfuerzo y la contención le provocaron mareos. Ignoraba cómo hallar el punto de tranquilidad y de fuerza en el centro de aquel espantoso remolino. No tenía otro poder para salvarle la vida que ése del que no podía hacer uso.
—Giganteamigo —la voz de Brasadefogón llegaba desde muy lejos—, ya está aquí el caldero capaz de mantenerla viva.
Covenant alzó la cabeza. Por un instante, miró sin comprender al cocinero.
—¡Llénalo! —dijo ásperamente, y volvió a afianzar su boca sobre la de Linden.
Un sordo torrente de agua se derramó en la enorme marmita de piedra. El viento gemía por entre los huecos de los calabrotes, haciendo ulular los obenques. La cocina comenzó a dar vueltas en torno a Covenant. Al alzar la cabeza, inhalar. Al bajarla, exhalar. De un momento a otro, no sabía exactamente en que movimiento, iba a estallar o a caer inconsciente.
Entonces Salsamarina dijo:
—Ya está.
Encorvado tocó en el hombro a Covenant. Ahuecando los brazos bajo Linden, Covenant intentó desagarrotar sus músculos y permanecer erecto.
El Gema de la Estrella Polar ascendió sobre la cresta de la ola, zambulléndose luego en su seno. Incapaz de mantenerse en equilibrio, estuvo a punto de chocar de bruces contra la pared.
Unas manos lo sujetaron. Tejenieblas lo sostuvo mientras Encorvado separaba a Linden de su abrazo.
Sintió de manera irrefrenable el vértigo del fuego. Desprendiéndose de Tejenieblas siguió a Encorvado hasta el fogón en el que se asentaba el oblongo caldero. El suelo parecía guiñarle perversamente, pero continuó avanzando.
La barbilla le llegaba a la altura del fogón. No pudo ver a Linden, excepto la parte superior de su cabeza, cuando se situó frente al caldero. Pero no necesitaba seguir viéndola. Presionando la frente contra la base del recipiente, extendió los brazos cuanto pudo para rodearlo. Aunque el centro del fogón ya se encontraba en llamas, aquel calor tardaría bastante en extenderse por la piedra y el agua. Cerrando los ojos al demoníaco torbellino de su vértigo, dejó que la magia indomeñable descendiera por sus brazos.
Si lograba hacer aquello de manera controlada podría dominar su poder lo suficiente como para evitar la destrucción de la cocina. Linden se había estabilizado. Se ciñó al caldero fervorosamente, procuró cerrar su mente para que nada penetrara en ella, y dejó fluir el fuego.
Durante un tiempo sólo fue consciente de su poder, comunicándole a la piedra calor, sin romperla, sin convertir en cascotes el frágil granito. Luego, bruscamente, se dio cuenta de que oía la tos de Linden. Alzó la mirada. No podía verla, se la ocultaban los costados del caldero y la espesa y humeante nube que salía de él. Pero estaba tosiendo, aclarándose los pulmones con más fuerza a cada espasmo. Un momento después, una de sus manos surgió de entre el vapor para aferrarse al borde del recipiente.
—Ya basta —estaba diciendo Encorvado—. Giganteamigo, ya basta. Más calor le resultaría perjudicial.
Covenant asintió en silencio. Con un gran esfuerzo, desistió de su poder.
Al principio retrocedió, asaltado por el vértigo y el miedo que había estado procurando mantener a raya. Pero Encorvado lo sujetó por el brazo para que permaneciera en pie. Cuando cesó el remolino, pudo ver a Salsamarina secando las salpicaduras de agua que mojaban a Linden. Ésta aún parecía tan pálida y frágil como un niño maltratado, pero tenía los ojos abiertos y sus miembros reaccionaban ante la gente que la rodeaba. Cuando Tejenieblas la apartó del fogón, se abrazó instintivamente a su cuello mientras éste la envolvía en una manta. Luego Cail le ofreció la redoma de diamantina de Encorvado. Temblando todavía fuertemente, se la llevó a los labios. Poco a poco, dos tenues manchas de color se marcaron en sus mejillas.
Covenant se volvió, escondiendo su cara en el malformado pecho de Encorvado hasta que logró absorber su alivio.
Durante los breves momentos que tardó la diamantina en difundirse por su interior, Linden permaneció lúcida. Aunque estaba tan débil que apenas podía mantener el equilibrio, se alejó de los brazos de Tejenieblas. Envolviéndose en la manta, se despojó de sus empapadas ropas. Luego buscó con la mirada los ojos de Covenant.
Él la mantuvo lo más firmemente que le fue posible.
—¿Por qué…? —preguntó ella, con voz ronca y temblorosa—. ¿Por qué no pudimos ayudarles?
—Era una trampa del Muerdealmas. —La pregunta hizo que sus ojos se empañaran. Aún tenía el corazón destrozado por lo que había visto—. Eran ilusiones. Si rehusábamos ayudarles nos condenábamos a causa de los remordimientos que sentiríamos después. Y si les ayudábamos nos condenábamos igualmente, trayendo una de aquellas cosas a bordo. —Muerdealmas, pensó mientras trataba de aclarar su visión, era un nombre en verdad apropiado—. La única salida era romper el sortilegio.
Ella asintió sin fuerzas. Se estaba desvaneciendo en el abrazo de la diamantina.
—Era como estar viendo a mis padres. —Cerró los ojos—. Si hubieran sido tan valerosos como yo hubiera querido… —Su voz se diluía en el silencio—. Si me hubiera permitido a mí misma amarlos…
Luego sus rodillas se doblaron. Tejenieblas la echó con cuidado en la colchoneta, tapándola con más mantas. Pero ella ya estaba dormida.
Poco a poco, la cocina fue recobrando su acostumbrada calidez. Salsamarina y Brasadefogón trabajaban como titanes para proveer de comida caliente a la castigada tripulación. Cuando Honninscrave fue teniendo mayor confianza en la resistencia del dromond contra la galerna, empezó a enviar a los gigantes en pequeños grupos para que se alimentasen y descansaran. Unos tras otros iban entrando a la cocina. Lo hacían con nieve en el pelo y cansancio en los ojos. Y la marca del mismo recuerdo en sus rostros. Pero el sabor de las viandas y las bromas y camaradería de los cocineros los solazaban; cuando retornaban a sus trabajos lo hacían con más alegría y valor. Habían sobrevivido al Muerdealmas.
Covenant permaneció mucho rato en la cocina, vigilando a Linden. Tenía un sueño tan profundo que desconfió instintivamente de él. Sintió el temor de que volviera a ella la sebosa palidez de la congelación. Parecía tan diminuta, frágil y deseable yaciendo allí cerca de los pies de los gigantes. Pero su silueta cubierta por las mantas le trajo también otros recuerdos, y se encontró oscilando entre el cálido alivio y la desolación. Era la única mujer que había conocido capaz de comprender su enfermedad y, a pesar de ello, aceptarle. Hasta el momento, su inquebrantable lealtad hacia él y hacia el Reino había sido más fuerte que la desesperación de Covenant. Ansiaba rodearla con sus brazos, estrecharla contra sí. Pero no tenía derecho. Y en aquel reparador descanso ella no necesitaba su asistencia. Buscando escapar del dolor por lo que había perdido, se ciñó fuertemente el manto y salió al helado viento.
Inmediatamente, se encontró en el torbellino de una nevada tan espesa como la niebla. Le daba de lleno en el rostro. El hielo crujía bajo sus botas. Cuando parpadeó para liberar sus ojos, distinguió puntos luminosos en torno a las cubiertas y arriba en las jarcias. La nieve velaba tan completamente el día que los gigantes se veían obligados a utilizar linternas. La imagen le deprimió. ¿Cómo podía Honninscrave gobernar el barco, enfilarlo ciegamente en aquel mar, cuando su tripulación era incapaz de tender las velas sin tales luces?
Pero no había otra opción para el capitán. Mientras durase la tormenta, el dromond tan sólo podía apretar las mandíbulas y resistir.
El asunto no estaba en manos de Covenant. Arrostrando el temporal de nieve y las heladas cubiertas con la ayuda de Cail, fue a buscar a la Primera.
Al encontrarla en el camarote que compartía con Encorvado, descubrió que no sabía qué decir. Estaba abrillantando su espada, y en los movimientos que hacía al frotarla había una nota de consciente fatalidad que sugería que tampoco tenía en sus manos la supervivencia del Gema de la Estrella Polar. Aunque rompiera el hechizo del Muerdealmas, nada podía hacer ahora. Durante un minuto interminable, intercambiaron una mirada de determinación y desamparo. Luego él salió.
La nevada proseguía. Cubría los cielos y el viento la enviaba como un azote, oscureciendo el día como si se hallara envuelto en cenizas.
La temperatura se suavizó levemente; y la fiereza de las ráfagas disminuyó de algún modo. Pero en contraste, la mar se volvió más tempestuosa. Y ya no seguían el impulso de la galerna. Otras fuerzas intentaban soltarles de la presa del temporal, forzando al Gema de la Estrella Polar a luchar para no perder aquella veta de la corriente. Honninscrave procuraba variar la ruta tanto como podía para acomodarse a las corrientes, pero el viento no le permitía muchas maniobras. En consecuencia, el pesado navío avanzaba con una marcha salvaje, con un peligroso bajar y subir, con espantosas pausas en las crestas de las olas donde el dromond quedaba momentáneamente fuera de control, y la consiguiente zambullida sumergiendo la popa hasta la barandilla en las negras aguas. Sólo la seguridad con que se comportaban los gigantes convenció a Covenant de que el Gema de la Estrella Polar no estaba a punto de irse a pique.
Poco antes del crepúsculo la nieve remitió, dejando pasar brevemente una luz sucia y amarillenta que lamió el agitado océano. Inmediatamente, Honninscrave envió vigías a lo alto para que avistasen el horizonte antes de que se desvaneciese la luz. Informaron de que no había tierra a la vista. Luego, una noche cubierta de nubes se abatió sobre el barco gigante, y el Gema de la Estrella Polar siguió navegando en un pozo de insondable oscuridad.
En la cocina, Covenant aguantó la tormenta con la espalda incrustada entre una pared y el lateral de un fogón, la mirada fija en Linden. Ajena a los vaivenes del navío, dormía en tal paz que le recordó el Reino antes de que el Sol Ban fuese desencadenado. Una tierra que jamás debió ser violada por el derramamiento de sangre y el odio, un lugar que sólo merecía lo mejor. Pero existían hombres y mujeres, aunque pocos, que habían combatido y combatirían por su curación. Y Linden se hallaba entre ellos. Pero en la confrontación con su propio Sol Ban interno no tenía a nadie que no fuese ella.
La noche se extendía sobre el Gema de la Estrella Polar. Tras comer algo y beber un poco de diamantina diluida, Covenant procuró descansar. Echado en el catre, dejó que las olas lo balancearan de lado a lado y se esforzó en imaginar que estaba siendo mecido. Poco a poco, se fue quedando dormido hasta caer en un profundo sueño.
Mas casi de inmediato comenzó a agitarse. Se hallaba otra vez en la Fortaleza de Arena, en la Cúspide del Kemper, inmovilizado con correas para la tortura. Había sobrevivido sin daño al fuego y al cuchillo, mas ahora le arrojaban a sí mismo, empujándole ávidamente contra el despiadado muro de su suerte. No obstante, fue salvado por Hergroom; y ahora Hergroom estaba muerto. No había nadie para salvarlo del impacto que todo lo rompía, saturando el aire con el estruendo de una montaña al desmoronarse.
Despertó bañado en sudor, y el ruido continuaba. El Gema de la Estrella Polar se estaba haciendo pedazos. La conmoción restallaba por todo el casco. Se fue de bruces contra la pared. Un caos de lozas y utensilios llenaba la cocina. Trató de recobrarse, pero la oscilación de la nave se lo impidió. Los crujidos de la piedra contestaban al viento; y el sonido de los mástiles y las vergas al rajarse por la tensión. El dromond debía haber colisionado con algo.
Al momento siguiente, el Gema de la Estrella Polar se detuvo bruscamente. Covenant rodó sobre los fragmentos que se diseminaban por todo el suelo. Hiriéndose rodillas y manos con los pedazos, se puso en pie tambaleándose. Entonces una tremenda sacudida se descargó contra la proa del barco, y el suelo tembló como si la nave gigante fuese a descender a las profundidades. La puerta trasera de la cocina se desprendió del marco. Hasta que el Gema de la Estrella Polar no recuperó un precario equilibrio, Covenant hubo de sujetarse a Cail dejando que el haruchai le sostuviera.
El dromond pareció estabilizarse. El viento traía ecos de crujidos. En el exterior de la cocina, un frenesí de gritos envolvía la atmósfera; pero sobre todo aquello se elevó el estentóreo bramido de Honninscrave:
—¡Encorvado!
Entonces Brasadefogón se revolvió en una esquina, y Salsamarina apartó los restos de un anaquel que se había roto contra su espalda. Y Covenant entró en acción. Su primer pensamiento fue para Linden, pero una fugaz mirada le mostró que estaba a salvo: envuelta aún en el sopor de la diamantina, yacía en su catre abrazada protectoramente por Tejenieblas. Al captar la mirada de Covenant, éste hizo un gesto para tranquilizarlo. Sin vacilar, Covenant salió por la destrozada puerta, afrontando el afilado colmillo del viento.
No podía ver nada: la noche era tan negra como Vain. Parecían haberse apagado todos los faroles. El punto de luz que pudo localizar cercano al timón no le mostró más que un lugar desierto. Pero gritos imperativos y de desesperación llegaban desde la proa. Apoyándose en el hombro de Cail para no resbalar en el hielo, Covenant avanzó trabajosamente en aquella dirección.
Al principio se guió por los bramidos de Honninscrave y las férreas órdenes de la Primera. Luego empezaron a encenderse faroles cuando los gigantes pidieron luz para abrirse paso entre los escombros que se amontonaban en la cubierta de proa.
En un prodigioso enredo de velas desgarradas y engranajes, poleas y maromas, se distinguían varios graníticos y gruesos mástiles, dos de las vergas más altas y una sección del palo de trinquete. El enorme tronco del mástil había sido roto por la mitad. Una de las vergas derribadas se encontraba intacta, pero la otra yacía en tres trozos desiguales. A cada paso, los gigantes tenían que apartar con los pies las lascas de granito.
Cuatro tripulantes se hallaban desplomados en medio de aquellos restos.
Era tan débil la luz de los faroles y producía tantas sombras, que Covenant era incapaz de percibir si alguno de ellos vivía aún.
La Primera empuñaba su espada. Manejándola tan hábilmente como si fuese una daga, iba cortando obenques y velas para llegar al más próximo de los gigantes caídos. Furiavientos y algunos más se empeñaban en similar tarea con sus cuchillos.
Quitamanos se aventuró a entrar en los escombros. Honninscrave le ordenó volver para que organizase el trabajo en las bombas. Covenant sentía que el dromond estaba hundiéndose peligrosamente, pero no tenía tiempo para asustarse. A través del estruendo le gritó a Cail:
—¡Ve a buscar a Linden!
—Ha bebido mucha diamantina —replicó el haruchai—. No será fácil despertarla.
Su tono era impersonal.
—¡No me importa! —estalló Covenant—. ¡Vamos a necesitarla!
Dando la vuelta, se lanzó en busca de la Primera.
Se encontraba arrodillada junto a una forma inerte. Al llegar Covenant se incorporó. En sus ojos se reflejaban los faroles. La oscuridad cubría su espada como sangre.
—¡Vámonos! —anunció con voz áspera—. Nada podemos hacer aquí.
La espada tajaba entre el amasijo de lonas con una especie de gemido.
Covenant contempló a la giganta que acababa de abandonar. La tripulante era una joven a la que recordaba, una intrépida navegante alegre y determinada a estar siempre en primera línea de cualquier riesgo o tarea. Apenas pudo reconocer la mitad de su rostro; la otra mitad había sido aplastada por el mástil.
Por un instante, las tinieblas descendieron sobre él. Falto de luz, se debatía en medio del desastre sin lograr liberarse. Mas luego sintió que el veneno le subía como bilis a la garganta, que gusanos ígneos reptaban por su antebrazo, y la conmoción le ayudó a recobrarse. Había estado a punto de activar su indomeñable poder. Maldiciendo y tropezando, siguió a la Primera.
Un pertinaz quejido reveló que Furiavientos había encontrado a otro de los gigantes abatidos. Covenant se esforzó en ir más deprisa, como si de su velocidad dependiera el hallar vivo al otro tripulante. Pero la Primera ya había dejado tras de sí un tercer cadáver, un hombre con la garganta atravesada por una lasca de granito de la longitud de un brazo. Con rabia contenida, Covenant se afanó en avanzar.
Furiavientos y la Primera se reunieron ante el último gigante seguidas muy de cerca por Honninscrave y Covenant.
El rostro de aquella giganta le resultaba menos familiar. Nunca se había fijado especialmente en ella. Pero eso no tenía la menor importancia. Tan sólo le preocupaba que estuviera viva.
Respiraba en convulsas arcadas. Un negro fluido le corría por las comisuras de la boca, formando un charco bajo su cabeza. La enorme masa de un mástil sin quebrar descansaba sobre su pecho, oprimiéndola contra la dura cubierta. Tenía los dos antebrazos rotos.
La Primera envainó la espada. Fue junto a Furiavientos para tratar de desplazar el mástil. Pero era demasiado pesado para sus fuerzas. Y sus extremos estaban sujetos: uno bajo otra verga derribada y la otra punta cubierta por una montaña de lonas y cabrestantes.
Furiavientos seguía afanándose como si no supiera admitir la derrota. Pero la Primera se irguió, y su voz resonó por toda la cubierta solicitando ayuda.
Los gigantes iban ya hacía allí. Varios giraron encaminándose hacia el mástil, luchando por librarlo del peso de la verga; otros trataron de abrirse camino entre el caos de la otra punta con sus cuchillos.
Casi no había tiempo. El peso estaba extrayendo la vida a la giganta; escapaba por sus labios en boqueadas cada vez más breves. El dolor distorsionaba sus facciones.
¡No!, balbuceó Covenant en respuesta. No. Impeliéndose hacia el lugar, gritó entre el clamor:
—¡Apartaos! ¡Voy a liberarla de lo que la aplasta!
No aguardó a ver si lo obedecían. Rodeando con sus brazos el tronco del mástil tanto como pudo, suscitó el fuego blanco para romper la piedra.
Con un salvaje alarido, Honninscrave arrancó violentamente a Covenant del palo, empujándolo hacia un lado.
—¡Honninscrave…! —iba a empezar la Primera.
—¡Necesito entero ese mástil! —rugió el capitán. La barba le temblaba de furia y agravio en toda la extensión de la mandíbula—. ¡El Gema de la Estrella Polar no sobrevivirá en ningún mar con sólo un mástil! —La situación de la nave le consumía—. ¡Si Encorvado puede de algún modo reparar esta verga, podremos izar las velas! ¡Pero no puede rehacer el barco entero!
Por un instante, la Primera y él se midieron encolerizados. Covenant tuvo que luchar por dominarse.
Entonces se produjo un chirrido y luego el golpe sordo del granito contra la cubierta, cuando cuatro o cinco gigantes consiguieron deshacerse de la verga que apresaba el extremo del mástil.
Inmediatamente, la Primera y Honninscrave se pusieron manos a la obra. Junto con Furiavientos y varios gigantes, aplicaron todas sus fuerzas al mástil.
La enorme viga de piedra se alzó en sus brazos como una vulgar madera.
En cuanto el peso ya no la oprimió, la aplastada tripulante dejó escapar un gemido y perdió el conocimiento.
Furiavientos se agachó a su lado. Sujetándola con una mano bajo la barbilla y la otra bajo la nuca para minimizar el riesgo de daños ulteriores si la columna estaba rota, la sobrecargo sacó a su compañera de debajo del palo arrastrándola hacia un espacio libre en mitad del destrozo.
Covenant las contempló presa del estupor, como si hubiera sido parado en el umbral mismo de un acto de profanación.
Sin pérdida de tiempo, Furiavientos examinó a la herida. Pero la escasa luz de los faroles la hacía parecer insegura, impedida por la vacilación y la incertidumbre. Era la médico del dromond y sabía tratar cualquier herida que pudiese observar, pero no tenía manera de curar ni siquiera de evaluar aquel gran daño interno. Y mientras vacilaba, la mujer se les iba de las manos.
Covenant intentó pronunciar el nombre de Linden. Mas simultáneamente, un grupo de gigantes penetró entre los escombros portando faroles. Tejenieblas y Cail iban con ellos. Tejenieblas llevaba a Linden.
Yacía en sus brazos como si aún continuase dormida, como si el efecto que sobre ella ejercía la diamantina no pudiera ser perturbado por urgencia alguna.
Pero cuando la dejó sobre cubierta, parpadeó con los ojos bien abiertos. Con gesto somnoliento se pasó los dedos por el cabello, apartándolo del rostro. Las sombras velaban sus ojos; daba la impresión de que se movía en sueños. Abrió la boca en un bostezo. No parecía darse cuenta del dolor que estaba a sus pies.
Entonces cayó abruptamente al lado de la agonizante como si las rodillas le hubieran fallado. Agachó la cabeza y el pelo volvió a cubrir su rostro.
Tensa por su inútil impaciencia, la Primera apretaba los puños contra sus caderas. Furiavientos clavaba la mirada en los faroles. Honninscrave se dio la vuelta, como si no pudiese soportar la escena, y empezó a susurrar órdenes. Su tono hizo que la tripulación le obedeciera con presteza.
Linden permanecía inclinada sobre la giganta como si estuviera rezando. El ruido de la tripulación entre las ruinas, los crujidos del granito del dromond, el sonido amortiguado del hielo, impedían oír lo que estaba diciendo. Luego, su voz se alzó con más claridad.
—… Pero la médula espinal no está afectada. Si se entablilla su espalda, sujetándola con correas, los huesos se soldarán.
Furiavientos asintió con hosquedad, ceñuda, como si supiera que aún quedaba algo por decir.
Inmediatamente después, un estremecimiento sacudió a Linden. Alzó la cabeza en un espasmo.
—Su corazón está sangrando. Tiene una costilla rota que… —Miró ciegamente a la oscuridad.
Entre dientes, la Primera suspiró:
—Socórrela, Escogida. Ella no debe morir. Otros tres han perdido esta noche la vida. No debe haber un cuarto.
Linden no alteró su mirada. Su voz sonaba plúmbea, como si estuviese nuevamente cayendo en el sueño.
—¿Cómo? Puedo abrirla, pero perdería demasiada sangre. Y no tengo ninguna sutura.
—Escogida. —La Primera se arrodilló frente a Linden tomándola por los hombros—. Yo no sé nada de esas «suturas». Tus conocimientos me sobrepasan considerablemente. Sólo sé que morirá si no le ayudas ahora mismo.
Por toda respuesta, Linden miró distraídamente hacia la cubierta, como una mujer que hubiese perdido el interés.
—¡Linden! —gritó al fin Covenant—. Inténtalo.
Ella lo miró fijamente, y pudo apreciar destellos de luz que parecían motas visuales que cruzaran por el oscuro fondo de sus ojos.
—Ven —le dijo débilmente—. Ven aquí.
Tenía los músculos agarrotados por el cansancio reprimido, pero se obligó a obedecerla. Junto a la moribunda, miró directamente a Linden.
—¿Qué es…?
Su expresión la contuvo. El aspecto somnoliento de sus rasgos. Sin mediar palabra, sujetó su media mano por el puño y extendió el brazo como una vara sobre la hemorragia de la giganta.
Antes de que pudiera reaccionar, ella frunció el ceño astutamente, y el estertor de la violación atravesó su mente.
De repente, el fuego se desencadenó de su anillo. La magia indomeñable hacía retroceder a la noche, iluminando toda la cubierta de proa con su incandescencia.
Él dio un paso atrás más por la sorpresa que por el dolor; el sometimiento de que había sido objeto no le lastimaba. Pero sí el que no le hubieran dado opción. Sin previo aviso, todos sus prejuicios fueron orillados. Todo había sido alterado. Anteriormente, en la caverna del Árbol Único, ella había empleado su poder para sí pero Covenant apenas se atrevió a calcular las implicaciones. Ahora su percepción había alcanzado una agudeza tal que podía manejar el anillo sin preocuparse de la voluntad del portador. Y aquello era una violación. Mhoram le había dicho: Tú eres el oro blanco. La magia indomeñable se había convertido en una parte básica de su identidad, y nadie más tenía el derecho a usarla ni a controlarla.
Pero aún así no sabía cómo resistirse. Su concentración en cuanto estaba haciendo era impenetrable. Ya le había aplicado incandescencia al pecho de la giganta como si pretendiera fundirle el corazón.
Todos los sonidos habían desaparecido de la nave, consumidos por las llamas. La Primera y Furiavientos tenían que protegerse los ojos contra el resplandor, mientras contemplaban a la Escogida con mudo asombro. Los labios de Linden parecían emitir un murmullo, pero ninguna palabra. Tenía la mirada profundamente inmersa en las llamaradas. Covenant se sentía agonizar.
Por un instante, la giganta se retorció de dolor contra sus muslos. Luego inspiró profunda y entrecortadamente, y sangre que descendía por un extremo de su boca cesó de manar. Pudo hinchar el pecho con menor dificultad. Al poco, entreabrió los ojos y se adivinó en su mirada la consciencia de estar siendo curada.
Linden dejó caer la muñeca de Covenant. Inmediatamente se desvaneció el fuego. Las tinieblas volvieron a cerrarse sobre el dromond. Durante algunos momentos hasta los faroles parecían haberse apagado. Al echarse hacia atrás, Covenant cayó contra una pila de arruinados cabrestantes. Su rostro era oscuro entre las tinieblas. Apenas oyó lo que decía la Primera.
—¡Piedra y Mar! —repetía ésta, una y otra vez, incapaz de expresar su asombro de otro modo.
Covenant se hallaba completamente cegado. Aunque sus ojos se fueron acostumbrando con rapidez a distinguir figuras y formas a la tenue luz de los faroles; pero aquello era sólo vista, no visión, y no tenía poder ni capacidad curativa alguna.
Delante de él, Linden yacía apoyada en el torso de la giganta a quien había salvado la vida. Y había vuelto a dormirse.
Desde su posición en la proa del dromond, Buscadolores la escrutaba como aguardando que se iniciase una transformación en cualquier momento.
Parpadeando convulsamente, Covenant pugnó por sobreponerse a su confusión. Luego divisó a Encorvado junto a la Primera. Los faroles daban un ojeroso aspecto al deformado rostro del gigante. Sus ojos parecían enrojecidos. Respiraba con dificultad, casi a punto de quedar exhausto. Pero su voz fue tranquila al decir:
—Ya ha ocurrido. El Gema de la Estrella Polar no podrá navegar con su acostumbrada ligereza hasta que no sea reparado por los especialistas de Hogar. Pero he tapado las brechas. No nos hundiremos.
—¿Navegar? —gruñó Honninscrave tras su barba—. ¿Has visto cómo está el trinquete? El Gema de la Estrella Polar no navegará jamás. Ignoro cómo gobernarlo en tales condiciones.
La Primera dijo algo que Covenant no pudo oír. Cail se acercó a él ofreciéndole una mano para ayudarle a incorporarse. Pero no reaccionó. Se estaba desarraigando de sí mismo.
Linden tenía más derecho a su anillo que él.
Cuando el frío le caló hasta el punto de impedirle temblar, recorrió de vuelta su camino hasta la caldeada atmósfera de la cocina. Allí se quedó sentado con la espalda contra la pared, mirando a la nada, invadido por el estupor, incapaz de captar lo que contemplaba. No veía otra cosa que el adusto e inexorable semblante de su destino.
En el exterior, los gigantes se ocupaban de las necesidades de la nave. Durante un buen rato, el sordo ruido de las bombas se elevaba de las cubiertas inferiores. Las velas del palo de mesana habían sido sujetadas a las vergas a fin de protegerlas de cualquier resurgir del ahora debilitado Ululante. El granítico palo trinquete y sus vergas habían sido sacados de los escombros y puestos a un lado. Todo lo aprovechable de las derruidas jarcias y arboladura fue rescatado. Salsamarina y Brasadefogón salían continuamente de la cocina transportando grandes cubas de caldo para sostener a los gigantes mientras trabajaban.
Pero nada que la tripulación pudiese hacer alteraba el hecho esencial: el dromond se hallaba inutilizado y bloqueado. Al llegar el amanecer, Covenant salió, demacrado y espectral, a observar la situación del barco gigante, sintiéndose desalentado al comprobar la magnitud del desastre. La edificación situada en medio del barco no había sufrido desperfectos: el palo de mesana alzaba sus brazos igual que un majestuoso árbol hacia los azules del cielo y los jirones de nubes. Pero en la proa, el Gema de la Estrella Polar estaba muy dañado. A poco más de un metro por encima del botalón, derruido casi por completo tras el choque, el trinquete acababa bruscamente en un muñón.
Aunque Covenant no tenía un gran conocimiento de las artes de navegación, reconocía que Honninscrave se hallaba en lo cierto: sin velas a proa que equilibrasen las de popa, el Gema de la Estrella Polar nunca sería capaz de moverse.
Consternado, se volvió para descubrir con qué había colisionado el navío.
Al principio le pareció incomprensible. El Gema de la Estrella Polar estaba rodeado, hasta donde alcanzaba la vista, por un páramo helado. Algunos bloques de hielo se incrustaban contra los costados del dromond, pero el resto se hallaba intacto. En la glacial superficie no se distinguía canal alguno que pudiera haber recorrido el barco para llegar hasta allí.
Pero al protegerse con la mano los ojos y mirar hacia el sur, distinguió una estrecha franja de grisáceas aguas que atravesaba el hielo. Y forzando la mirada hasta que llegaron a dolerle las sienes, pudo trazar una línea entre la popa del dromond y el mar abierto. El hielo era más delgado allí, pero se estaba espesando en los bordes del surco que el Gema de la Estrella Polar había excavado.
El barco gigante estaba atrapado, había encallado allí y tenía pocos recursos. Ni con los tres mástiles intactos y viento favorable hubiera podido moverse. Se quedaría en aquel lugar hasta que la primavera fuese a rescatarlo. Si es que la primavera visitaba aquella parte del mundo alguna vez.
¡Maldición!
La tesitura de la nave le punzó como las ráfagas de hielo que llegaban. En el Reino, el Clave estaba alimentando el Fuego Bánico con sangre inocente para nutrir al Sol Ban. No quedaba nadie para oponerse a los estragos y rapiñas del na-Mhoram, con excepción de Sunder, Hollian y quizá un puñado de haruchai, si aún quedaba vivo alguno de ellos. La búsqueda del Árbol Único había fracasado, haciendo desaparecer la única esperanza de Covenant. ¡Y ahora…!
Tened piedad de mí.
Mas era un leproso, y jamás había misericordia para los leprosos. Estaba totalmente anonadado. Había llegado a un extremo en el que todos sus actos se convertían en equivocaciones. Incluso su inquebrantable determinación de no separarse del anillo, de soportar en solitario la carga del destino, era errónea. Pero no podía admitir la alternativa. La sola idea arrancaba un silente aullido del pozo de su alma.
Tenía que actuar, encontrar algún medio de reafirmarse. El silencio y la pasividad no eran viables por más tiempo. Hasta la desesperación le obligaba. Tenía que actuar. Linden había demostrado que el elohim estaba en lo cierto. Con su anillo era capaz de sanar. Pero no podía olvidar la terrible sensación que le produjo utilizar el fuego para calentar el agua del caldero. ¡Tenia que actuar! No podía renunciar a hacerlo.
El anillo era todo lo que le quedaba.
Se había convertido en la mayor de las amenazas para cualquier cosa que él amara. Pero aquello no era suficiente para mantenerlo pasivo. Orilló deliberadamente las razones de Linden, su deseo de verlo hacer lo que ella pensaba que haría si estuviese en su lugar, su anhelo por combatir al Amo Execrable valiéndose de él, y optó por sus propias razones.
Quería demostrarse a sí mismo, a sus compañeros y al Despreciativo, si era necesario, que él tenía el derecho.
Sin desviar la mirada del hielo, se dirigió a Cail:
—Di a Honninscrave que deseo hablar con él. Quiero hablar con todos, con la Primera, Linden, Encorvado. En su camarote.
Cuando el haruchai desapareció, Covenant se arrebujó en la escasa protección del manto y se dispuso a esperar.
Pensar en lo que pretendía realizar aceleraba su pulso como el veneno.
El cielo presentaba un color índigo, el primer azul que veía desde hacía días. El rutilante páramo reflejaba el sol. Pero el hielo no era tan liso como el brillo solar lo hacía parecer. En la superficie se destacaban montañas y cordilleras, terraplenes cubiertos de helados montículos y depresiones sin principio ni fin. Aquella extensión gélida era un yermo, un desierto de hielo que a Covenant le parecía la materialización metafórica de su propia existencia. Mucho tiempo atrás, en otro invierno, había atravesado interminables campos de nieve y desesperación para luchar contra el Despreciativo… y había vencido. Pero ahora estaba seguro de que nunca volvería a vencer de aquella manera.
Se encogió de hombros. ¿Y qué? Ya encontraría algún otro modo; aunque el intentarlo le hiciera enloquecer. La locura sólo era una forma menos predecible y escrupulosa de poder. Y no creía que ni Buscadolores ni el Amo Execrable le hubiesen revelado toda la verdad.
Aún así no se rendiría a los escrúpulos ni al extravío. La lepra lo había entrenado para sobrevivir y afirmarse contra un imposible futuro. Y Vasallodelmar le había dicho en una ocasión: El servicio hace más fácil servir. Las esperanzas proceden de la fuerza y el valor de aquello a lo que se sirve, no de quien sirve.
Cuando regreso Cail, Covenant se sintió ya dispuesto. Lenta y cuidadosamente dio la espalda al océano, abriéndose camino por entre los escombros que cubrían el granito hasta uno de los accesos al interior del barco.
Abajo, la puerta del camarote de Honninscrave se encontraba abierta; en el umbral estaba Tejenieblas, cuyo rostro mostraba una apesadumbrada expresión. Covenant dedujo que el gigante se había responsabilizado más de lo que creyó en un principio al ofrecerse para sustituir a Cail en el cuidado de Linden. ¿Cómo habría podido imaginar que esa dedicación requiriese que se desentendiera de las necesidades del dromond y las faenas de la tripulación? Aquello le hacía parecer inseguro.
Pero Covenant no tenía consuelo alguno que ofrecer al gigante y la puerta estaba abierta. Frunciendo el ceño ante el reconocimiento del dolor habían de soportar quienes lo rodeaban, entró en la cabina del capitán dejando fuera a Cail.
El camarote de Honninscrave era austero. El mobiliario estaba constituido por varias sillas apropiadas para gigantes, un enorme arcón, una amplia cama, una gran mesa atestada de cartas e instrumentos de navegación y dos faroles que pendían de soportes de piedra. Honninscrave se encontraba al otro extremo de la mesa, como si la llegada de Covenant le hubiera interrumpido en mitad de una explicación. Quitamanos estaba sentado en el borde de la cama, con una expresión más melancólica que nunca. Muy cerca de éste la sobrecargo apoyaba los hombros contra la pared, conservando la inexpresividad de sus toscos rasgos. La Primera y Encorvado ocupaban dos de las sillas. Ella mantenía muy recta la espalda, la hoja envainada sobre los muslos, como si rehusara admitir lo cansada que estaba; pero a su esposo lo doblaba la fatiga, lo que enfatizaba la deformación de su columna vertebral.
En un rincón del camarote, Linden estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el suelo. El sueño enturbiaba sus ojos; cuando los levantó al entrar Covenant, pareció que tenía dificultades para verlo. En compañía de los gigantes resultaba diminuta y fuera de lugar. Pero el color de su piel y la regularidad y firmeza de su respiración mostraban que había recuperado la salud.
La tensión reinaba en la atmósfera del camarote, como si Covenant hubiese entrado en mitad de una discusión. Ninguno de los gigantes, a excepción de Encorvado y Quitamanos, le había mirado. Mas cuando dirigió su impronunciada pregunta hacia Encorvado, el marido de la Primera agachó la cabeza y no contestó. Y las líneas marcadas por la vieja tristeza en el rostro de Quitamanos eran demasiado profundas para ser desafiadas.
La tensión que invadía a Covenant hacía imposible en él la amabilidad. Con voz áspera y brusca inquirió:
—¿Qué creéis que debemos hacer?
Linden frunció el ceño como si aquel tono la hiriese. O quizá había adivinado ya la intención que lo dirigía. Sin alzar la cabeza, respondió:
—De eso estábamos hablando.
La explicación lo tranquilizó en parte. Había llegado tan lejos por la senda de su destino que instintivamente esperaba ver dirigida contra él cualquier emoción hostil, dolorosa o simplemente difícil. Pero insistió en la cuestión.
—¿Qué elección tenemos?
Ante aquello, se endurecieron los músculos de la mandíbula de Honninscrave. Quitamanos se frotó las mejillas con las palmas de las manos, como tratando de ahuyentar la consternación. La Primera dejó escapar un profundo suspiro entre los dientes. Pero ninguno contestó.
Covenant llenó sus pulmones de aire, cerrando rabiosamente los puños ante el frío irracional que lo embargaba.
—Si nadie tiene una idea mejor, voy a hacer que salgamos del hielo que nos aprisiona.
En ese momento todas las miradas se clavaron en él, y un espasmo de temor recorrió el camarote. El rostro de Honninscrave mostró un temeroso asombro. El sueño abandonó los ojos de Linden. La Primera se puso en pie. Con acerado rigor le interpeló:
—¿Arriesgarás la Tierra sin un propósito?
—¿Acaso piensas que ya te has contenido lo bastante? —añadió Linden inmediatamente. También ella se había incorporado como si se propusiera detener el extravío de Covenant—. ¿O es que estás buscando una excusa para desencadenar el poder?
—¡Maldita sea! —exclamó Covenant. ¿Ya había logrado Buscadolores que cuantos iban a bordo del dromond desconfiasen de él?—. ¡Dadme otra alternativa —la avidez requemaba su antebrazo cubierto de cicatrices— si esa no os gusta! ¿Creéis que me gusta a mí esta solución tan peligrosa?
Su estallido hizo que apareciera un gesto de disgusto en el rostro de la Primera. Linden bajó los ojos. Durante unos momentos, sólo la trabajosa respiración de Encorvado puntuó el silencio. Luego su esposa dijo suavemente:
—Perdona, Giganteamigo. No quise ofenderte. Pero tenemos otra salida. —Se volvió, y su mirada se hundió en Honninscrave como la punta de una espada—. Te toca hablar ahora, capitán.
Honninscrave la miró. Sin embargo, era la Primera de la Búsqueda, y ningún gigante hubiese rehusado obedecerla cuando empleaba aquel tono. Asintió lentamente, pronunciando cada palabra como si tallase piedra. Mas al contestar, sus manos se movían nerviosamente entre las cartas e instrumentos de la mesa, contradiciendo su actitud.
—No conozco a ciencia cierta nuestra situación. Apenas si he podido realizar alguna observación desde que se disiparon las nubes de la tormenta. Y este mar ha sido muy poco frecuentado por nuestro pueblo. Las cartas de navegación y los conocimientos que sobre él poseemos son poco fiables. —La Primera pareció impacientarse ante aquella disgresión, pero él no se detuvo—. Cuando el conocimiento es insuficiente, cualquier elección resulta azarosa.
»No obstante, parece que nos hallamos en este momento a unas cuatro o cinco leguas al nordeste de la costa que tú llamas Línea del Mar, enclave de los sinhogar, lugar donde se encuentra nuestra destruida ciudad y cementerio, Coercri, la Aflicción.
Articuló el nombre con un tono especial, como si prefiriese oírlo en una cantinela. Después bosquejó la alternativa que la Primera tenía en mente: Covenant y los principales de la Búsqueda abandonarían el Gema de la Estrella Polar cruzando la nieve hasta encontrar tierra, tras lo cual seguirían la costa hacia Línea del Mar.
—O bien —empezó a decir Linden cautelosamente, estudiando a Covenant al hablar—, podríamos olvidarnos de Línea del Mar y dirigirnos a Piedra Deleitosa. Desconozco el territorio, pero creo que es evidente que llegaríamos antes si no nos desviamos.
—Sí, pero entonces —Honninscrave se permitió aquella disgustada o afligida queja— este litoral permanecerá fuera de nuestros mapas. Y el hielo quedará intacto impidiéndonos el acceso a la costa. Y este invierno habrá de perdurar, porque nos hallamos en un punto muy al sur como para haber encontrado tanto hielo en el curso natural de los mares y, en consecuencia, no podemos saber cuándo va a fundirse. —Para no gritar, pronunció las palabras como si las estuviera grabando en la roca—. Y acaso la parte norte del Reino no ofrezca dificultades insalvables para viajar. En ese caso —continuó, aspirando aire que dejó escapar entre los dientes—, en ese caso, yo digo que no podemos dudar acerca del camino a seguir.
Su angustia se agudizaba en el confinamiento del camarote. Pero la Primera no cedió.
—Te estamos escuchando —le dijo severamente—. La elección es muy comprometida. Termina tu versión del problema, capitán.
Honninscrave no pudo mirarla.
—Ah, versión —rechinó—. Esta versión del problema no es mía. Mi hermano ha muerto, y el dromond que amaba yace encallado en el hielo y mutilado. Ésta no es mi versión del problema. —Pero la autoridad de la Primera lo contuvo. Aferrando un mapa en cada mano como si se tratasen de armas demasiado ligeras e insuficientes, se dirigió a Covenant.
—Te has ofrecido para taladrar el hielo. Está bien. A mi hermano Cable Soñadordelmar, que ofrendó su vida, le negaste el fuego que lo libraría. Pero en nombre de tu loco deseo de combatir te atreverás con una extensión de hielo. Bien. Pero yo te advierto que el Gema de la Estrella Polar no puede navegar. En su estado actual, no. Y aunque tardes poco en hacer esas dudosas reparaciones que el poder te permite, aunque gastes poco de ese tiempo que tan preciado te resulta y logres abrir un canal hasta el mar, nuestra apurada situación no cambiaría, porque el dromond no puede resistir las persistentes presiones del oleaje. Con viento favorable acaso consiguiéramos llegar a Línea del Mar. Pero la tormenta más suave nos tendría a su merced. En muy pocos días nos alejaría de nuestra meta más de lo que ahora estamos. El Gema de la Estrella Polar —las palabras salieron de su boca con infinito esfuerzo— ya no es apropiado para transportar la Búsqueda.
—Pero… —empezó Covenant, y luego se detuvo. Se sintió confuso por un instante. El pesar de Honninscrave escondía una cólera que no podía manifestar y que Covenant no alcanzaba a comprender. ¿Por qué eran tan amargas las palabras del capitán?
Pero de repente las implicaciones del discurso de Honninscrave asaltaron a Covenant como un impacto, y su mente se tambaleó bajo su onda. El Gema de la Estrella Polar era incapaz de navegar. Y la Primera deseaba que la Búsqueda abandonase el barco gigante y se dirigiera a pie hasta el Reino. Se encontró enfrentándose a ella con el corazón atenazado por un gélido puño. La consternación era cuanto le separaba de la ira.
—Casi cuarenta gigantes. —El pueblo de Vasallodelmar, emparentado con los sinhogar—. Estás hablando de dejarlos morir aquí.
Era una espadachina, adiestrada en el combate y en las elecciones difíciles. La dureza con que devolvió la mirada a Covenant tenía apariencias de indiferencia y superioridad. Pero las sombras que danzaban tras sus ojos eran como espectros.
—Sí. —La voz de Honninscrave rasgó el aire—. Deberán ser abandonados hasta que les llegue la muerte. O habrán de acompañarnos, y entonces el abandonado sería únicamente el Gema de la Estrella Polar. Y a partir de ese día ninguno de nosotros tendrá la posibilidad de volver a posar su mirada sobre el viejo puerto y los riscos de Hogar. Carecemos de medios para construir un nuevo dromond. Y nuestro pueblo ignora dónde nos hallamos.
Aunque habló con suavidad, cada una de sus palabras dejó una marca en el cerebro de Covenant.
Aquello era intolerable. Él no era marinero y podía soportar el abandono del barco gigante. ¡Pero dejar tras de sí a cuarenta gigantes sin la menor esperanza, o dejarlos sin amparo en el Reino tal como les ocurriera a los sinhogar!
La Primera no se inmutó; conocía su deber y no lo eludiría. Covenant se apartó de ella y se encaró con Honninscrave desde el otro extremo de la mesa. La distancia hacía parecer al capitán disminuido y triste, inaccesible a cualquier clase de consuelo. Mas Covenant no iba a aceptar aquella solución.
—Si dejásemos a los tripulantes aquí, en el barco —mantuvo su mirada fija en el gigante hasta que éste se la devolvió—, ¿qué necesitarían para tener una mínima posibilidad?
Honninscrave alzó la cabeza sorprendido. Por un momento, su boca esbozó un gesto de incredulidad que hendió la barba, casi como si creyese que sus oídos lo engañaban. Pero luego se recobró con una sacudida.
—Tenemos muchas provisiones. —Sus ojos se aferraron a los de Covenant con un ruego: No me contradigas en esto—. Pero el barco está en una situación difícil. Harían falta cuantas reparaciones pudiera efectuar Encorvado. Se necesitará tiempo.
Tiempo, reflexionó Covenant. Ya llevaba fuera del Reino más de sesenta días, y habían pasado casi noventa desde que salió de Piedra Deleitosa. ¿A cuánta gente habría asesinado el Clave? Pero la única alternativa sería dejar a Encorvado atrás, en la nave. Y seguramente se negaría. Acaso la Primera misma rehusase. Rígidamente, Covenant preguntó:
—¿Cuánto tiempo?
—Dos días —replicó Honninscrave—, o quizá tres. Se necesitará una gran cantidad de alquitrán. Y el trabajo en sí será difícil y arduo.
¡Maldita sea!, pensó Covenant. Tres días. Pero no iba a echarse atrás. Era un leproso, conocía la locura de asegurarse el futuro vendiendo el presente. Con gesto adusto se volvió a Encorvado.
La fatiga parecía exagerar la deformidad del gigante. Su espalda se doblaba como si el peso de la cabeza y los brazos la obligara a hacerlo. Pero sus ojos brillaban y su expresión había cambiado. Miró a Covenant como si supiera lo que estaba a punto de decir, y lo aprobara.
Covenant se sintió debilitado por su fracaso. La razón principal que le había llevado allí era el fuego; pero no había podido ofrecer a sus compañeros más que una paciencia que no poseía.
—Tratad de hacerlo en uno. —Murmuró. Luego abandonó la cabina para no tener que presenciar las reacciones de los gigantes.
La voz de Encorvado le siguió.
—¡Piedra y Mar! —rió éste entre dientes—. Es poca cosa. ¿Para qué necesito un día entero?
Mirando al vacío, Covenant apresuró el paso.
Pero cuando llegó a la escalera que conducía a la cubierta de popa, Linden lo detuvo. Sujetó su brazo como si algo hubiese cambiado entre ellos. En la intensa gravedad de su semblante no aparecían trazas de su antigua severidad, y tenía los ojos húmedos. La suave boca que él había besado con tanto anhelo parecía esbozar una súplica.
Pero no se había perdonado aún a sí mismo, y tras un momento, ella dejó caer la mano. Su mirada pareció de algún modo batirse en retirada. Al hablar, ella dio la impresión de no saber cuales eran las palabras que necesitaba.
—Sigues sorprendiéndome —dijo—. Nunca sé qué puedo esperar de ti. Cuando creía que estabas demasiado lejos para ser alcanzado, haces algo así. Algo semejante a lo que hiciste por Sunder y Hollian. —Se detuvo abruptamente, silenciada por la consciencia de que estaba hablando inadecuadamente.
Covenant quiso gritar. No podía soportar el lacerante modo en que la deseaba. Había destruido totalmente la sinceridad que debiera haber entre ellos. Y ella era médico. Tenía más derecho al anillo que él. El aborrecimiento que sentía por sí mismo aumentó.
—¿Realmente crees que estoy deseando desencadenar el poder? ¿Es eso lo que opinas de mí?
Linden se estremeció al oír aquello. Su expresión se contrajo como un sollozo fustrado.
—No —murmuró—. No. Solamente procuraba llamarte la atención. —Entonces su mirada le asaltó de nuevo—. Pero me asustaste. Si hubieras podido verte…
—Si hubiera podido verme —contestó con aspereza para no estrecharla entre sus brazos—, probablemente hubiera vomitado.
Se apartó de ella bruscamente y subió la escalera.
Pero cuando llegó al aire libre y al frío de la cubierta de popa, tuvo que cruzar los brazos sobre el pecho para refrenar el golpe.
Mientras tomaba el desayuno en la cocina, procurando absorber un poco del calor de los fogones, podía oír los ruidos producidos por quienes trabajaban en el exterior. Especialmente, las voces de Quitamanos y Furiavientos que daban órdenes. El primero supervisaba las reparaciones de la cubierta de proa; ella dirigía la ruptura del hielo y los cantos rituales para el entierro de los tres tripulantes que habían muerto. Pero poco después, Encorvado se hizo oír sobre el ruido de las pisadas, los chasquidos de las poleas y el tenso silbido y el sordo golpeteo de los cables medio, congelados. Cuando Covenant reunió el poco valor que le quedaba, salió a observar.
Durante la noche, los miembros de la tripulación habían aclarado y organizado el caos. Ahora se hallaban ocupados reparando el truncado palo trinquete. Encorvado trabajaba sobre una gran tina pétrea llena de su alquitrán especial, pero con la voz y la mirada seguía el tendido de cuerdas que los marineros realizaban entre la verga intacta y el mutilado cabo del mástil. Con la excepción de las preguntas e instrucciones necesarias, los gigantes se hallaban singularmente silenciosos y apocados. El Ululante los había dominado durante largo tiempo, y desde el encuentro con el Muerdealmas no habían descansado en absoluto. El futuro se les ofrecía ahora tan frágil y arduo como hielo. Ni siquiera los gigantes podían soportar semejante tensión indefinidamente.
No obstante, Covenant jamás había visto faenar a Encorvado. Agradecido por cualquier distracción, observó con asombro a Encorvado mientras el esposo de la Primera completaba sus preparativos. Consignándole a otro gigante la tina, alzó sobre sus hombros una plancha de piedra fijadora mediante un eslinga, y yendo luego a los cables, comenzó a ascender lentamente por el trinquete.
Bajo él, la tripulación dispuso la tina de alquitrán en una cesta que izaron tanto como pudieron mediante una polea fijada en lo alto de un mástil. Cuando Encorvado llegó hasta ella, sostenido por un cable que pasaba bajo sus brazos a la vez que rodeaba el mástil, dos gigantes acercaron hacia él el recipiente. Su respiración se hacía vapor en el frío.
Comenzó a trabajar de inmediato. Sacó con un cucharón el alquitrán y lo extendió por la desigual corona del mástil. Aunque parecía viscoso, lo manejaba con destreza, cubriendo las grietas y extendiéndolo por todos lados hasta que consiguió convertir en liso el quebrado extremo de la piedra. Después recuperó el fragmento de piedra fijadora, y desechando un extremo, lo acopló al mástil.
Casi al instante, el alquitrán se petrificó haciéndose indistinguible del granito del mástil.
Murmurando satisfecho, bajó a cubierta junio con el recipiente.
Quitamanos mandó a varios gigantes que treparan por la verga para soltar cuanto había estado enjarciado a ésta. Simultáneamente, otros tripulantes comenzaron a atar maromas rodeando el extremo intacto del mástil y preparando nuevas jarcias.
Encorvado los ignoró, concentrando su atención en la parte del palo que yacía sobre la cubierta. Aunque se había roto en varios trozos, uno de ellos era tan largo como todo el resto alineado. Con alquitrán y piedra fijadora convirtió los dos extremos de aquella sección en lisos remates para el nuevo coronamiento del trinquete.
Covenant no podía esperar a ver cómo concluía todo aquello. La necesidad de hacer algo lo desasosegaba. Tras un rato, se dio cuenta de que no había visto a Furiavientos desde que salió a cubierta. Después de entregar los muertos al océano, se marchó a ocuparse en otro trabajo. Para hacer algo, y calentarse un poco, se envolvió aún más en la capa y fue a buscar a la sobrecargo.
La encontró en sus habituales dominios, un laberinto de bodegas, toneles y almacenes bajo cubierta, en el centro del navío. El dromond transportaba una sorprendente cantidad de madera para usarla indistintamente como leña para los fogones y como materia prima para las reparaciones o sustituciones que no podían efectuarse con piedra estando en el mar. Furiavientos y otros tres gigantes trabajaban en una estancia cuadrangular que se usaba como taller del barco.
Estaban haciendo dos grandes trineos.
Eran objetos toscos de altas barandillas y basto tablaje. Pero parecían sólidos. Y cada uno de ellos era lo bastante grande como para transportar a un gigante.
Dos de los tripulantes encolaban y pegaban las maderas, mientras Furiavientos y el otro gigante se afanaban en la tarea más dificultosa de tallar los esquíes. Con limas, cuchillos y azuelas iban arrancando la corteza de travesaños tan gruesos como un muslo de Covenant y luego iban dando forma lentamente a la madera para que pudiese transportar peso con facilidad sobre el hielo y la nieve. El suelo estaba ya cubierto de cortezas y astillas, y el aire empapado de olor a resina fresca, pero aún faltaba bastante para la terminación del trabajo.
En respuesta a la pregunta de Covenant, Furiavientos dijo que, para alcanzar Piedra Deleitosa, Covenant y sus compañeros necesitarían más provisiones de las que podrían acarrear sobre sus espaldas. Y los trineos también transportarían a Covenant y a Linden cuando el terreno permitiese a los gigantes mantener una marcha que los humanos no podrían igualar.
Una vez más, Covenant se sintió tristemente avergonzado por la previsión de aquellos que procuraban servirle. Él no había sido capaz de pensar más allá del momento en que abandonaría el Gerna de la Estrella Polar. Pero los gigantes se habían preocupado por algo más que el espantoso tema de la supervivencia de su nave. Habría muerto hacía mucho tiempo si otras personas no se hubiesen cuidado de él de aquella forma.
El camino de regreso a las cubiertas superiores pasaba junto al camarote del capitán. La puerta estaba cerrada, pero oyó en el interior la voz de la Primera, encrespada por la irritación. Instaba encarecidamente a Honninscrave a quedarse en el dromond.
El silencio con el que el capitán le respondía resultaba elocuente. Avergonzado por escuchar a escondidas. Covenant se apresuró para ver qué progresos habían conseguido Encorvado y Quitamanos.
Al llegar a la cubierta de proa, vio que el sol se hallaba sobre el hueco en que debía haberse encontrado el palo mayor, y que los indeterminados planes del gigante iban cobrando forma. Covenant casi podía adivinar su intención. Encorvado había concluido con la columna de piedra sobre la cubierta; junto a Quitamanos observaba cómo la izaba la tripulación en la única verga intacta hasta la altura del mástil. Conseguida la posición deseada, la hicieron descansar sobre él asegurándola con vueltas y más vueltas de cable. Se alzaba sobre el extremo del mástil a unos dos tercios de su altura. Al extremo superior le había sido adosado la polea de un gran aparejo.
Covenant observó con desconfianza la amarradura y el mástil.
—¿Aguantará eso?
Encorvado se encogió de hombros como si los brazos le pesaran una enormidad. Su voz sonó enronquecida por el agotamiento.
—Si no lo hace, la tarea llevará más de un día. Puedo reparar la verga. Pero el mástil que tendríamos que erguir habría quedado roto en pequeños pedazos que yo tendría que unir y enarbolar por completo otra vez. —Suspiró sin mirar a Covenant—. Ruega porque éste aguante. No me hace ninguna gracia la perspectiva de un trabajo como ése.
Cayó en un cansado silencio.
El aparejo fue enganchado a uno de los lisos extremos de la sección del mástil reparada por Encorvado, y ocho o diez gigantes lo alzaron situándola debajo de la verga para que la línea quedase lo más recta posible y minimizar así la tensión lateral sobre el palo. Con un crujido en las poleas, el aparejo se tensó.
Covenant contuvo la respiración sin darse cuenta. Aquella verga parecía demasiado endeble para sostener el peso del mástil. Las cuerdas se fueron tensando y su carga se fue elevando; nada se rompió.
Cuando la verga llegó a pender rectamente del mástil, rozó contra éste. Mientras los gigantes tiraban lentamente de la sirga del aparejo, la columna de granito continuó elevándose.
Su extremo llegó al nivel de la cabeza de Covenant, y Encorvado suspiró.
—¡Aguanta! —dijo.
Los que tiraban de la sirga quedaron inmóviles. El aparejo gimió; la columna de granito se asentó suavemente al atirantarse las cuerdas. Pero tampoco ahora se rompió nada.
Con las manos llenas de alquitrán, el deforme gigante fue hacia el fuste de la columna y cubrió suavemente el extremo con una capa espesa y uniforme. Luego se dirigió al otro. Una cuerda colgaba muy cerca de él. Cuando se hubo limpiado cuidadosamente las manos, la asió dejando que los gigantes lo auparan.
Sujetándose otra vez con una vuelta de cuerda que rodeaba el mástil y su espalda, fue ascendiendo poco a poco. Allí, solo, en lo alto del mástil, parecía extrañamente vulnerable, y sin embargo había ascendido prácticamente a pulso. Finalmente se balanceó en el borde del palo.
Durante un prolongado instante permaneció inmóvil, y Covenant se sorprendió jadeando como si pretendiera respirar por el gigante, comunicarle fuerzas. La Primera había llegado a la cubierta de proa y mantenía la mirada puesta en su esposo. Si el mástil caía, solamente un milagro podría salvarlo de ser arrollado por el peso del granito y el aparejo.
Entonces hizo una indicación a los gigantes. Quitamanos musitó una orden y los tripulantes continuaron izando la verga.
La inclinación del mástil era ahora notable. Covenant apenas si podía creer que siguiera intacto.
Grado a grado se iba izando el fuste. Muy pronto su liso remate sobresalió por encima de la cabeza de Encorvado. Luego su extremo inferior quedó a la altura de su pecho.
Parecía falto de energía para soportar su propio peso; pero se sostenía de algún modo, y alargaba los brazos para evitar que el fuste se desplazase sobre el coronamiento del mástil, arrancándole la capa de alquitrán o pegándose torcido. Los gigantes atirantaron aún más las cuerdas, enarbolándolo un pie más; luego Quitamanos mandó que se detuvieran. Con cuidado, Encorvado inclinó su ángulo, alineando la piedra con el mástil.
Les urgió entrecortadamente. Con enorme cuidado, los gigantes comenzaron a hacer descender el fuste. Él iba guiando tal descenso.
Los uniformes remates se encontraron. Inmediatamente, dispuso una franja de piedra fijadora en el preciso lugar, y la línea que separaba el granito del granito se desvaneció como si nunca hubiera existido. La Primera dejó escapar un suspiro de alivio entre dientes. Un vivo grito de entusiasmo escapó de los gigantes cuando dejaron ir el aparejo.
Él mástil aguantaba. No era tan alto como el palo de mesana, pero sí soportaría ahora una segunda verga. Y con dos velas a proa, el dromond tendría el equilibrio que necesitaba para sobrevivir.
La labor aún no estaba terminada; la verga tenía que ser sujetada al nuevo palo mayor. Pero aún quedaba casi toda la tarde, y las reparaciones indispensables se hallaban expeditas ahora. Dos gigantes se encaramaron para ayudar a Encorvado a bajar del mástil, uniéndose luego a sus jubilosos camaradas. La Primera lo recibió con tan anhelante abrazo que parecía iba a quebrarle la columna vertebral. Una redoma con diamantina surgió de algún lado y fue a parar a sus manos. Tomó un largo trago, y otra aclamación surgió a su alrededor.
Debilitado por el alivio, Covenant los contemplaba, dejando que la alegría por la seguridad y el éxito de Encorvado lo embargase.
Luego, éste emergió del tropel de gigantes. Se tambaleaba por el cansancio y la reciente diamantina, pero se dirigió voluntariosamente hacia Covenant. Hizo al Incrédulo una marcada reverencia que a punto estuvo de costarle el equilibrio.
—Me voy a descansar ahora —dijo—. Pero antes de que anochezca fijaré la verga. Con eso terminará cuanto yo puedo hacer por el Gema de la Estrella Polar. —Las hundidas ojeras y el temblor de su cuerpo constituían lacerantes recordatorios de que había evitado el hundimiento del dromond al comenzar aquella jornada de trabajo.
Pero aún no había terminado. Suavizó la voz al añadir:
—Giganteamigo, te agradezco que me hayas concedido esta oportunidad de servir al barco gigante.
Brillando por el resplandor solar y los reflejos que el hielo arrojaba, dio la vuelta y se marchó. Riéndose entre dientes de la profusión de murmullos y alabanzas de los marineros, se abrazó a la Primera abandonando la cubierta como un embriagado héroe. Pese a la deformidad de su cuerpo parecía tan alto como cualquier gigante.
Su visión hizo que Covenant sintiera una quemazón en los ojos. El agradecimiento lo había liberado de tensiones. Encorvado había demostrado que su miedo y cólera eran innecesarios. Cuando Quitamanos y la tripulación retornaron al trabajo, encordando un nuevo aparejo para poder izar la verga y sujetarla al palo de mesana, Covenant se marchó a buscar a Linden. Deseaba mostrarle el logro de los gigantes. Y disculparse por su anterior brusquedad.
La halló casi de inmediato. En la cocina, durmiendo en el catre como una niña abandonada. En el sueño fruncía el ceño con la grave concentración de una chiquilla, pero no parecía dispuesta a despertarse. Aún se estaba recuperando de la experiencia y el frío del Muerdealmas. Dejó que durmiese.
El calor de la cocina le recordó su propio frío y cansancio. Se tendió en su jergón, intentando descansar un rato para luego regresar con los gigantes. Pero en cuanto cerró los ojos, la fatiga lo embargó.
Luego, en un período de duermevela, creyó oír unos cánticos. Al principio eran alegres y orgullosos, y versaban sobre mares exigentes a los que se resistían, del consuelo de arribar a Hogar. Pero posteriormente las melodías se fueron tornando en lamentaciones, canciones de despedida, de barcos que se perdían y familias que se desgajaban; por ellas discurría algo como el crepitar de las llamas, el suplicio de la caamora, augurios del destino. Covenant se había sometido a la caamora en una ocasión, sobre las rocas de Coercri. Pero aquellas llamaradas no fueron lo bastante malignas para alcanzarlo: la noche de la aflicción de los sinhogar socorrió a todos excepto a sí mismo. Ahora, volviendo a hundirse en el sueño, pensó que acaso era necesario un incendio de mayor entidad, una conflagración más penetrante y destructiva. Y sabía dónde hallar ese fuego. Durmió como aquel que teme encararse con lo que ha de venir.
Mas cuando al fin despertó, tal idea se había desvanecido.
El bullir de Salsamarina y de Brasadefogón en sus menesteres sugería que un nuevo día había llegado. Se incorporó todavía confuso por el sueño, y al mirar al camastro de Linden lo descubrió vacío. Ni ella ni Tejenieblas se hallaban en la cocina. Aunque Cail sí estaba a su lado, tan imperturbable como si la impaciencia le fuera desconocida.
Al mirarle Covenant, el haruchai le anunció:
—Te has despertado oportunamente, ur-Amo. La noche ya terminó. Los que habrán de permanecen junto a ti están dispuestos para la partida.
Una sacudida atravesó a Covenant. Dispuestos, pensó. Aquellos que le rodeaban hacían cuanto era posible en su nombre, pero él jamás estaba dispuesto. Irguiéndose, aceptó el cuenco de gachas que Brasadefogón le ofreció, comiendo tanto como su impaciencia le permitió. Luego cruzó la puerta que Cail mantenía abierta ante él y se adentró en la mañana.
De nuevo los reflejos del hielo y el sol cegaron sus ojos, pero pugnó por aclarárselos. Tras echar un vistazo al nuevo palo mayor, cruzó la helada cubierta de popa hacia la barandilla de babor, en la que los gigantes se apiñaban.
Le recibieron con saludos. La tripulación le hizo sitio. Al momento, se halló al borde de la cubierta, junto a Linden y Tejenieblas, la Primera, Encorvado y Honninscrave.
Tanto Linden como Encorvado parecían más vigorosos que el día anterior, aunque evitaron mirar a Covenant como si desconfiasen de él. La Primera escudriñaba el oeste con mirada de águila. Sin embargo, Honninscrave parecía terriblemente desconsolado, como si hubiera pasado una prolongada noche perseguido por sus conflictivos deberes.
Covenant miró sobre la borda y vio que los trineos de Furiavientos ya habían sido bajados al hielo. Ambos estaban muy cargados, pero los costales y fardos con provisiones habían sido dispuestos de tal modo que se pudiera acomodar al menos a un pasajero en cada trineo.
Al notar la presencia de Covenant, la Primera se volvió hacia Quitamanos, Furiavientos y el resto de los gigantes:
—De nuevo nos llega el momento de la despedida. —Su voz sonaba crispada en el aire glacial—. El riesgo será enorme, porque ya no está al frente de la Búsqueda la Visión de la Tierra de Cable Soñadordelmar. Sin embargo seguimos persiguiendo el fin que juramos, y por tal razón no temo. Somos mortales, y el semblante del fracaso nos espanta. Pero no tenemos la obligación de triunfar. Cuanto se nos exige es que sepamos soportar gallardamente cada tormenta y aguardar lo que haya de venir. En ningún mar del mundo existe nadie mejor para un empeño semejante que los que permaneceréis en el Gema de la Estrella Polar. ¿Cómo puedo temer entonces?
»Tan sólo he de encomendaros esto: cuando se produzca el deshielo, venid tras nosotros. Navegad por el litoral que conocéis hasta Línea del Mar y la esforzada Coercri, la Aflicción. Si no consiguiéramos reunimos allí ni lográsemos enviar mensajes, la Búsqueda recaería en vosotros. Haced lo que debáis y no tengáis miedo. Mientras un corazón valeroso quede para defender la Tierra, el mal no podrá imponerse por completo».
Al detenerse miró de soslayo a Encorvado, como sorprendida por sus propias palabras. En respuesta, éste le dirigió una mirada de pura admiración. En los ojos de Quitamanos se reflejaban destellos de la pericia y astucia con que salvó al Gema de la Estrella Polar de los barcos de guerra de los bhrathair. Furiavientos sopesaba con indiferencia el futuro, como considerando que no podría desalentarla. Exhaustos y en peligro como se hallaban, los miembros de la tripulación erguían sus cabezas dejando que su orgullo se manifestase. Súbitamente, Covenant no supo si soportaría abandonarlos.
Pero era su obligación. La Primera comenzó a descender por la escala seguida de Encorvado, y Covenant tuvo que ir detrás. Ellos no eran los responsables de la amenaza que se cernía sobre la Tierra, sus existencias estaban tan comprometidas como las de los otros. Hizo un gesto a Cail para que lo sujetara al bajar. Luego se inclinó sobre la borda, colocó los entumecidos pies en los peldaños, y descendió luchando con el vértigo y el agarrotamiento de sus músculos.
El hielo parecía tan inerte como las plantas de sus pies; y a la sombra del barco gigante, la brisa era tan cortante como lo había sido en pleno océano. No obstante, consiguió atravesar la traicionera superficie hasta uno de los trineos. Linden fue tras él, su pelo ondeando como el estandarte de su voluntad. Luego Tejenieblas, empeñado aún en cuidar de la Escogida.
Honninscrave bajó el último. No fue capaz de evitar el darle a Furiavientos y Quitamanos una profusión de innecesarias instrucciones finales. Mas después de un momentáneo silencio, que era como un gemido sofocado, dejó atrás el barco uniéndose a los compañeros.
Varios gigantes se apartaron con rapidez del camino de Vain cuando éste se aproximó a la barandilla. Saltó por la borda aterrizando grácilmente sobre el hielo, y de inmediato reasumió su inmovilidad característica, con las negras órbitas de sus ojos fijas en el vacío.
Un sombra atravesó el aire: Buscadolores cobró forma humana junto a Vain, como si el Demondim y él se correspondiesen.
En obediencia a las instrucciones que murmuró la Primera, Covenant saltó a uno de los trineos, sentándose entre las provisiones. Linden se acomodó en el otro. Honninscrave y Tejenieblas recogieron las riendas, enjaezándose ellos mismos los arneses. La Primera y Encorvado se pusieron a la cabeza. Cail se situó entre los trineos. Vain y Buscadolores cerraban la marcha.
Los esquíes hendieron el hielo del camino que Covenant y sus compañeros escogieron hacia la esperanza.
Habían transcurrido sesenta y tres días desde que se despidieron de Sunder, Hollian y Línea del Mar. Se hallaban a trescientas sesenta leguas de Piedra Deleitosa.