TRES

Un sendero hacia el amor

Cuando subió a cubierta, el sol estaba declinando, y su luz teñía las agua de color carmesí, el color del desastre. Honninscrave había hecho izar todas las velas que pudieran soportar los mástiles, y el viento henchía el velamen mientras el Gema de la Estrella Polar avanzaba virando algunos grados hacia noroeste. Debería haber sido una visión alentadora. Pero el rojo peculiar del atardecer cubría de fatalidad las velas, tintando el cordaje hasta hacer que pareciera que estaba empapado en sangre. Y el viento acarreaba un percutiente escalofrío que hacía recordar al crudo frío del invierno.

Pero Honninscrave recorría a grandes zancadas la cámara del timón como si no pudiera afectarle nada que procediera del mar. El viento bamboleaba su barba, y en sus ojos se reflejaban de vez en cuando los destellos del fulgor de poniente; pero daba órdenes con la misma exactitud con que gobernaba el barco gigante, y la ronquera de su voz podía atribuirse tanto al esfuerzo de hacerse oír sobre el viento como a la tensión de los últimos dos días. Él no era Vasallodelmar después de todo. No le había sido concedida la caamora que su alma anhelaba. Pero seguía siendo un gigante, el capitán del Gema de la Estrella Polar, y se había puesto a la altura de sus responsabilidades.

Acompañado de Cail, Covenant subió hasta la timonera. Quería encontrar alguna forma de disculparse al no haber sabido responder a la necesidad del capitán. Pero al aproximarse a Honninscrave y a los dos gigantes que estaban junto a él, Quitamanos, el maestro de anclas y un marinero que se encargaba del timón, el recelo de su mirada lo detuvo. En un principio creyó que desconfiaban de él, que la amenaza que representaba les hacía temer su presencia. Pero entonces Quitamanos dijo simplemente:

—Giganteamigo.

Incluso para el superficial oído de Covenant resultó evidente que el tono del maestro de anclas reflejaba más tristeza compartida que aprensión.

En lugar de disculparse, Covenant agachó la cabeza en tácito reconocimiento de su indignidad.

Ansiaba permanecer allí, callado, hasta que hubiese reunido el suficiente respeto hacia sí mismo como para volver a tomar parte en la vida del barco gigante. Pasado un momento, Cail habló. Pese a su característica indiferencia de haruchai, sus gestos sugerían que cuanto iba a decir le incomodaba. De modo involuntario, Covenant pensó que ninguno de los haruchai que abandonaron el Reino junto a él había logrado llegar ileso al momento presente. Ignoraba hasta qué punto la inflexible extravagancia de los haruchai estaba implicada en el papel que Brinn asignara a Cail. ¿Qué promesa yacía escondida en la declaración de Brinn cuando refiriéndose a Cail dijo que se le permitía eventualmente seguir el dictado de su corazón?

Pero Cail no habló de aquello, ni se dirigió a Covenant. Sin preámbulos anunció:

—Grimmand Honninscrave, en el nombre de mi pueblo suplico tu perdón. Cuando Brinn quiso medirse con el ak-Haru Kenaustin Ardenol, quien es leyenda soberana y sueño de todos los haruchai de las montañas, no tuvo la intención de que acarrease la muerte de tu hermano Cable Soñadordelmar.

El capitán se sobresaltó: sus cavernosos ojos despidieron rojizos destellos al mirar a Cail. Pero casi de inmediato recobró su aplomo acostumbrado. Echó una ojeada al barco gigante como para comprobar si todo marchaba bien. Luego delegó el mando en Quitamanos y acompañó a Cail y a Covenant hasta la barandilla de babor.

El sol poniente le daba a su rostro un matiz de glorioso sacrificio. Observándole, Covenant pensó vagamente que el sol siempre se pone por el oeste, que un hombre que siempre mirase hacia el oeste sólo vería decadencia, el sucumbir de todas las cosas, la postrera belleza antes de que la luz y la vida se apagasen.

Después de un rato, Honninscrave elevó la voz sobre el embate de las olas contra los costados del barco.

—La Visión de la Tierra no es algo que un gigante pueda elegir. No se la escoge y, por consiguiente, no podemos evitarla ni renunciar a ella. Creemos, o creíamos —explicó con un dejo de amargura— que hay tanta vida como muerte en tales misterios. ¿Cómo podría haber entonces culpable alguno por lo que ha sucedido? —Honninscrave hablaba más para sí que para Covenant o Cail—. La Visión de la Tierra recayó sobre Cable Soñadordelmar, mi hermano, y tal suplicio resultaba evidente para todos. Pero él no podía revelar su contenido. Quizá su mudez era algo exigido por la propia visión. Quizás para él no era posible oponerse también a la vida. Nada sé de tales cosas. Tan solo que no podía revelar su compromiso, y por ello no pudo ser salvado. Ninguno de nosotros tiene la culpa. —Hablaba como si creyese lo que decía, pero el quebranto de sus ojos lo negaba.

»Su muerte no arroja otra carga sobre nosotros que la de la esperanza. —El atardecer desaparecía del oeste y de su rostro, cambiando el color de su semblante del carmesí a la palidez de la ceniza—. Debemos mantener la esperanza de hallar finalmente el modo de justificar su muerte. De justificarla —repitió débilmente— y de comprenderla. —No miraba a sus oyentes. Sus ojos eran un eco de la agonizante luz—. Me entristece ser incapaz de concebir esperanzas.

Tenía derecho a quedarse solo. Pero Covenant necesitaba una respuesta. Vasallodelmar y él habían hablado de esperanza. Esforzándose por explicarse con voz tranquila pese a la dolorosa tensión que le estremecía, preguntó:

—¿Por qué continúas entonces?

Durante largo rato, Honninscrave permaneció en medio de la creciente tiniebla, impávido, como si no hubiese oído, o no pudiera ser alcanzado. Mas luego dijo con sencillez.

—Soy un gigante. El capitán del Gema de la Estrella Polar y juré servir a la Primera de la Búsqueda. Es preferible así.

Preferible, pensó Covenant con mudo dolor. Mhoram pudo haber dicho algo semejante. Pero Buscadolores obviamente no lo creía.

No obstante Cail asintió, como si las palabras de Honninscrave fuesen las únicas que el extravagante haruchai pudiese aceptar. Después de todo, el pueblo de Cail no confiaba gran cosa en la esperanza. Se aventuraban en pos del éxito o del fracaso, y aceptaban lo que resultara.

Covenant dio la espalda al crepuscular océano abandonando la barandilla. No tenía un lugar entre tal gente. Ignoraba lo que era preferible, y no veía por ningún lado un atisbo de triunfo que hiciera soportable el fracaso. La decisión que él había tomado en nombre de Linden sólo era otra clase de mentira. Bien, ella merecía aquella pretensión de convencimiento por su parte. Pero llegando a cierto extremo, cualquier leproso necesitaba algo más que disciplina, o incluso obstinación, para seguir vivo. Y él había falseado demasiado su relación. No sabía qué hacer.

En el Gema de la Estrella Polar, los gigantes habían comenzado a encender linternas contra la noche. Alumbraban el enorme timón, las escaleras que descendían de cubierta, y las entradas a los camarotes y la cocina. Colgaban de los mástiles de proa y popa como ejemplos de bravura, que a la vez subrayasen y se mostrasen indiferentes al hueco en que debiera haber estado el palo mayor. Apenas eran pequeñas luces bajo el vasto firmamento, y no obstante prestaban su hermosura al barco gigante sobre la superficie de los abismos. Al cabo de un rato, Covenant descubrió que podía afrontar el encontrarse con Linden.

Pero al encaminarse hacia la timonera, Vain captó su atención. El Demondim se erguía fuera del alcance directo de los faroles, sobre el lugar exacto en que sus pies se posaron por vez primera sobre la piedra cuando subió a bordo en la Isla del Árbol Único. Pero su negra silueta era visible contra el grisáceo horizonte. Como siempre, permanecía indiferente a cualquier mirada, como si supiera que nada podía dañarlo.

Pero había sido dañado. Una de las abrazaderas de hierro del antiguo Bastón de la Ley rodeaba todavía el sitio en que debería haberse hallado su muñeca; no obstante, aquella mano pendía inútil del inerte brazo que, como una rama, brotaba de su codo. Covenant ignoraba el motivo por el cual Vasallodelmar le había hecho entrega de aquel producto de los oscuros e históricamente maléficos ur-viles. Mas ahora sabía que Linden había estado en lo cierto, que ninguna explicación que excluyese el secreto del Demondim era lo bastante completa para ser fiable. Cuando dejó atrás a Vain, comprendió con mayor claridad la razón por la que deseaba descubrirlo.

La encontró cerca del palo de proa, a cierta distancia de la correspondiente cubierta, sobre la que Buscadolores continuaba erecto encarando el futuro como un mascarón de proa. Junto a ella estaban la Primera, Encorvado y otro gigante. Al acercarse, Covenant reconoció a Tejenieblas, cuya vida había salvado Linden arriesgando la de Covenant en el transcurso de su última recaída en el veneno. Los tres gigantes le saludaron con la misma leve prevención que Honninscrave y Quitamanos evidenciaran, la cautela de quienes creían estar en presencia de un dolor que trascendía el suyo propio. Pero Linden pareció no darse cuenta de su aparición. Bajo la débil luz del farol, su cara presentaba un aspecto pálido e incluso ojeroso; y él pensó súbitamente que no había descansado desde que la pesquisa arribó a la Isla del Árbol Único. La energía que al principio la sostuvo había desaparecido; su aspecto era febril a causa del agotamiento. Por un instante fue tan consciente de lo cercana que se hallaba al colapso que no se dio cuenta de que también ella vestía sus antiguas ropas, la camisa de franela a cuadros, los gruesos vaqueros y el resistente calzado con los que entrara por primera vez al Reino.

Aunque ambos habían hecho la misma elección, verla le provocó una inesperada angustia. Una vez más había sido traicionado por su instinto de esperanza. De modo inconsciente había anhelado que los sobresaltos y revelaciones de días pasados no la hubiesen afectado, impeliéndola a volver su antiguo aislamiento respecto a él. ¡Estúpido!, se dijo. No podía escapar a su percepción. Abajo en su camarote, había adivinado lo que iba a hacer aún antes de que él mismo lo supiese.

La Primera le dio la bienvenida en un tono tenso, que era consecuencia de sus propias emociones, pero sus palabras mostraron que también estaba interesada en sus propósitos.

—Thomas Covenant, creo que tu elección ha sido la correcta. —Las penalidades de los pasados días y la oscuridad del crepúsculo parecían aumentar su acerada belleza. Era una espadachina, adiestrada para combatir cuanto amenazase al mundo. Mientras hablaba cogía con una mano el puño de su espada como si fuese parte vital de lo que decía—. Te llamé Giganteamigo, y me enorgullezco de haberlo hecho. Encorvado, mi esposo, suele explicar que el sentido de nuestras vidas es la esperanza. Pero yo ignoro cómo calibrar tales cosas. Solamente sé que luchar vale más que rendirse. No soy quién para juzgar tus elecciones, pero me alegra el que hayas elegido el camino de la batalla. —A la manera de un guerrero estaba intentando consolarle.

El propósito hizo mella en él, aunque le asustó, porque sugería su reiterado compromiso en algo que no podía controlar. Mas no tuvo ocasión de réplica, porque en seguida Encorvado pareció impacientarse con la declaración de su esposa. En cuanto ella terminó, dijo:

—Es cierto, y Linden Avery merece el nombre de Escogida, como he dicho ya. Pero hay asuntos en los que no saber escoger. Giganteamigo, se niega a descansar. —En su tono se advertía claramente el enojo.

Linden hizo un gesto.

—Linden, necesitas… —comenzó a decir Covenant, pero se detuvo cuando ella lo miró. Toda la oscuridad que se acumulaba en sus ojos fluyó hacia él.

—No tengo sitio a donde ir.

El total desamparo de la respuesta hizo que se estremeciese como ante un quejido. Significaba demasiadas cosas: que su antiguo mundo había quedado reducido a escombros a causa de sus últimas experiencias; que, como le ocurría a él, no soportaba regresar a su camarote, al camarote que habían compartido.

En algún lugar lejano, Encorvado explicaba:

—Le ofrecimos los camarotes de los haruchai, pero contestó que teme dormir en tales recintos. Y el Gema de la Estrella Polar no tiene otras estancias privadas.

Covenant comprendió que también aquello la desasosegara. Brinn la culpó por la muerte de Hergroom. Y ella trató de matar a Ceer.

—Dejadla sola —dijo apagadamente, tan sordo a las manifestaciones de Encorvado como a las propias—. Descansará cuando esté dispuesta.

Pero no era aquello lo que deseaba decir. Quería decir: «Perdóname, porque yo no sé como perdonarme». Pero las palabras se atascaban en su pecho. Eran impronunciables.

Porque no tenía nada más para ofrecerle, tragó saliva dificultosamente y afirmó:

—Tienes razón. Mis amigos no me creían condenado a la perdición. Vasallodelmar me dio a Vain por algún motivo. —Incluso tal declaración le resultaba difícil, pero se obligó—. ¿Qué le ocurrió a su brazo?

Ella continuó mirándolo sombríamente como si fuese la causa de su extenuación. Parecía tan perdida como una sonámbula.

—Tejenieblas no desea irse —dijo—. Quiere ocupar el puesto de Cail.

Covenant la miró, incapaz de comprender por el momento. Mas luego recordó su propia consternación cuando Brinn insistió en que lo sirviera, y su pulso se alteró.

Linden —suplicó con el desamparo y la aspereza provocadas por su incapacidad de ayudarle—, cuéntame lo del brazo de Vain.

De haberse atrevido la habría sujetado. Si hubiese tenido algún derecho.

Ella movió la cabeza, y en la sequedad de sus ojos se reflejó la luz de un farol como una súplica.

—No puedo —se quejaba casi como una niña—. Su brazo está vacío. Cuando cierro los ojos, ni siquiera lo sitúo en su lugar. Si se extrayese toda la vida del Árbol Único, tan completamente como si nunca hubiera existido, como si nunca hubiera tenido el menor significado, sería algo similar. Si estuviera realmente vivo, si fuese algo más que un producto de los ur-viles, su tormento sería inimaginable.

Se dio lentamente la vuelta como si no pudiese soportar por más tiempo su presencia. Cuando abandonó la cubierta seguida de un Tejenieblas respetuoso y obstinado, entendió que tampoco ella sabía como perdonar.

Creyó que la aflicción y la necesidad se habían hecho probablemente demasiado extremas, que tal vez se hallaba al borde del colapso. Pero la Primera y Encorvado le observaban con una gran comprensión en sus rostros. Eran sus amigos. Y los necesitaba. De algún modo pudo apoyarse en ellos.

Con posterioridad, Tejenieblas envió recado, diciendo que Linden había encontrado por fin un lugar donde dormir, acurrucada en un rincón de la cocina al calor de uno de los grandes fogones. Covenant se contentó con aquello. Pesadamente, retornó a su hamaca, aceptando correr el riesgo de las pesadillas. Soñar parecía un peligro menor.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el viento soplaba con más violencia.

Parecía un viento verdaderamente adecuado para la navegación, lo bastante fuerte para sacar al dromond de su rutina habitual y animarlo, pero no tanto como para amenazar los buenos oficios de la tripulación. Hacía estallar las crestas de las olas en espuma, provocando el embate contra la granítica proa del barco gigante, haciendo rechinar el cordaje y tensarse las velas. Con tal rapidez se deslizaban los costados de la nave, que sus grabados de moiré parecían llamas al rozar con el océano. Algunos gigantes reían en las jarcias mientras iban cambiando la posición de las velas para obtener la máxima velocidad del dromond. Si no hubiese perdido el palo mayor, el Gema de la Estrella Polar se habría convertido en una exhalación bajo aquel influjo.

Pero el cielo estaba cubierto de nubes y el día era demasiado frío para aquella época del año. Un viento del sur habría sido más cálido. Aquél procedía directamente del lugar en que se hundió la Isla, y era glacial como la caverna del Árbol Único. Si la luz del sol no lo hubiese iluminado, el mar presentaría un tono gris y viscoso. Aunque se había echado un manto sobre la ropa, Covenant contraía los hombros sin poder dejar de temblar.

Subió a la timonera tratando de tranquilizarse, y allí encontró a Cabo Furiavientos dirigiendo el dromond. Mas ella le saludó tan sólo con una inexpresiva inclinación de cabeza. Su habitualmente impasible comportamiento conllevaba un cierto estado de alerta que no había apreciado con anterioridad. Por vez primera desde que la conoció, parecía accesible al miedo. En vez de preocuparla con su turbación prefirió regresar a la cubierta de proa para buscar allí alguien con quien le fuera más fácil entablar conversación.

No es el frío de aquel lugar, pensó; es sólo viento. Pero su crudeza seguía afectándole. Aunque se ciñera estrechamente el manto, el frío le llegaba hasta los huesos.

Instintivamente se dirigió a la cocina, buscando calor. Y a Linden.

La encontró allí, sentada junto a la pared, cerca de la reconfortante actividad de los cocineros del dromond, un matrimonio llamado con toda propiedad Salsamarina y Brasadefogón. Habían pasado tanto tiempo de sus vidas atendiendo los enormes fuegos que sus caras estaban cubiertas por un perpetuo rubor. Parecían idénticos el uso al otro mientras se afanaban en sus tareas, moviéndose con un engañoso aire de confusión que ocultaba la destreza de su trabajo en equipo. Cuando salían a la cubierta, el calor que desprendían creaba una especie de aura a su alrededor, y en sus restringidos dominios irradiaban como hornos. No obstante, el frío de Covenant no se aminoró.

Linden estaba despierta, pero aún presa del sueño. Sólo había pagado parte de su deuda al cansancio. Aunque reconoció a Covenant, ante sus ojos todo quedaba enmascarado por la somnolencia. Él pensó que no debía molestarla con preguntas hasta que no estuviese totalmente descansada. Pero se encontraba demasiado aterido como para llevar a la práctica sus buenas intenciones.

—¿Qué piensas de este viento? —le preguntó, acercándose.

Ella bostezó.

—Creo —dijo, en tono distante—, que el Execrable está a punto de volver a encontrarnos.

Tras haber descansado durante todo el siguiente día, Linden fue capaz de observar el tiempo con mayor percepción. Para entonces, Covenant se hallaba invadido por una inexplicable ansiedad que lo irritaba. Sentía que había perdido el centro de su vida, que no podría evitar dispersarse en todas direcciones cuando creciera el vértigo de su miedo. No había ocurrido nada que indicase peligro en el dromond; pero la sensación de angustia permanecía en él. Con brusquedad, formuló su pregunta a Linden por segunda vez.

El prolongado descanso la había devuelto a sí misma y la mirada que le dirigió reflejaba agudeza. Parecía ver sin esfuerzo que la irritación de Covenant no iba dirigida contra ella. Le tocó fugazmente el antebrazo como prometiéndole que no lo abandonaría. Luego salió a estudiar el viento.

Tras observarlo unos momentos, declaró que no era maligno ni antinatural, ni algo que el Despreciativo provocara para sus propios fines. Era una reacción a la convulsión que había ocasionado el hundimiento de la Isla del Árbol Único. Por aquella violencia, se había alterado el equilibrio climático, extremándolo.

Era concebible que el Amo Execrable hubiese sabido que aquello ocurriría. Pero no existía evidencia de su influjo sobre el viento.

Cuando Covenant transmitió el veredicto a Honninscrave, el capitán se encogió de hombros, ocultando sus pensamientos tras la arcada de las cejas.

—No tendría importancia —murmuró como sin escucharse—, ni aunque fuese mucho peor; la única opción del Gema de la Estrella Polar es la de ir a su favor. Con el mástil partido como está, no opondría resistencia al curso del viento. No hay necesidad de hacerlo. Hasta el momento, apenas si nos hemos desviado unos pocos grados respecto de nuestro verdadero camino.

Aquello debería haber bastado a Covenant. Comparada con la de Honninscrave, su experiencia en el mar era nimia. Pero aquella angustia que atenazaba sus entrañas se negaba a ser aliviada. Al igual que Furiavientos, el capitán daba la impresión de que ocultaba algo.

En el transcurso de los dos días que siguieron, la intensidad del viento aumentó.

Soplando con incesante vehemencia en dirección noroeste, entreabría el mar como las rejas de un arado, gimiendo sobre las cubiertas del dromond como si se doliese por su propia gelidez. A pesar de la velocidad que mantenía, el Gema de la Estrella Polar no daba la sensación de estar desplazándose con rapidez: el viento empujaba las aguas hacia el norte, y la menor onda provocada por la proa desaparecía de inmediato De horizonte a horizonte, las nubes cubrían el mundo. El velamen parecía gris y quebradizo mientras tiraba de la pesada piedra.

Y aquella noche el frío aumentó considerablemente.

Cuando Covenant abandonó la hamaca temblando a la mañana siguiente, encontró restos de hielo en la palangana que Cail había dejado para su uso. Una tenue capa de escarcha cubría el moiré del granito como si se hubiese filtrado empapando las paredes. Al pasar junto a Vain buscando el calor de la cocina, vio que la negra figura del Demondim se hallaba jaspeada de escarcha que le daba apariencia de leproso.

Mas los gigantes se hallaban afanados en sus tareas igual que siempre. Impermeables al fuego, aunque no al dolor, eran también impenetrables para el frío. La mayoría se hallaba trabajando en las jarcias, bregando contra un cordaje rígido por efecto de la congelación. Durante un momento mientras sus ojos lagrimeaban, Covenant los vio imprecisamente y creyó que recogían las velas. Pero después se dio cuenta de que de ellas se desprendían una especie de nubes de vapor, y comprendió que los gigantes las sacudían para evitar que la escarcha se convirtiese en hielo sobre su superficie. El hielo podía arrancar las velas de los mástiles, inutilizando al Gema de la Estrella Polar cuando la vida del dromond dependía de seguir avanzando.

El aliento se le incrustaba en la barba al situarse frente al embate del viento. Sin la ayuda de Cail hubiera sido incapaz de abrir la puerta de la cocina, con la que forcejeaba. Astillas de hielo se desprendieron de la rendija fundiéndose en el interior cuando el haruchai rompió el precinto conseguido por el vapor de lo que se cocinaba. Precedido de una ráfaga de viento que se arremolinó violentamente al penetrar en la cocina, Covenant atravesó el umbral azotado por la tormenta, tambaleándose a causa a la conmoción que produjo la puerta al cerrarse a sus espaldas.

—¡Piedra y Mar! —exclamó Brasadefogón con el rostro enrojecido e inofensivo enojo—. ¿Es que estáis locos entrando por la popa en lugar de por la proa con esta tempestad? —Cogiendo un cazo goteante señaló airado hacia la otra puerta. Detrás de él, Salsamarina cerró con estrépito la portezuela del horno, indignada. Pero un momento más tarde, olvidada ya toda ofensa, le pasó a Covenant un jarro humeante de diamantina diluida, y Brasadefogón llenó un cuenco de caldo del inmenso caldero de piedra que atendía, y se lo dio. Con torpeza debida a la turbación, fue a sentarse al lado de Linden junto a la pared, fuera del paso de los cocineros, procurando que sus huesos volviesen a entrar en calor.

En los siguientes días, pasó allí la mayor parte del tiempo compartiendo con ella el agradable calor y el estrépito de la cocina. Pese a su insensibilidad, el frío le resultaba demasiado intenso; para ella era aún peor ya que sus sentidos estaban muy aguzados. Hizo otro intento de dormir en su camarote, pero terminó aceptando un jergón como el que ella tenía en la cocina. El viento cada día era más fuerte que el anterior, y paralelamente la atmósfera cada vez más fría. Como si fuese un cascarón, el Gema de la Estrella Polar iba siendo conducido hacia el corazón del norte invadido por el hielo. Cuando los gigantes entraban en la cocina buscando calor o alimento, sus ropas estaban rígidas por la escarcha e iban dejando charquitos en el suelo conforme se fundía. Sus cabellos y barbas también parecían congelados, y presentaban marcadas ojeras. Covenant realizaba esporádicas incursiones a la cubierta para observar el estado de la nave; pero siempre veía un mar tumultuoso y horrendo, la cerrada tormenta, los manchones de espuma congelada cubriendo las barandillas que la tripulación no podía limpiar por mantenerse ocupada en trabajos más urgentes, y retornaba a la cocina con el corazón en un puño.

En una ocasión se aventuró hacia la proa para encontrarse con Buscadolores. Al regresar, sus labios estaban doloridos por el frío y la tensión.

—Ese bastardo ni siquiera lo siente —murmuró sin dirigirse a nadie en particular, aunque Encorvado se hallaba allí con Linden, Tejenieblas, los dos cocineros y unos cuantos gigantes más—. Pasa a través de él.

No podía explicar su indignación. Simplemente, parecía injusto que al Designado no le afectase la situación del dromond.

Pero Linden no lo miró: centraba su atención en Encorvado como si quisiera preguntarle algo de importancia. De todos modos, al principio no tuvo ocasión. Encorvado estaba tomándole el pelo a Brasadefogón y a Salsamarina como un niño travieso, y riéndose con el disimulado humor de sus protestas. Poseía un alto espíritu de gigante bajo su disminuida estatura y una capacidad de regocijo superior a la de muchos de aquéllos. Sus bromas disiparon de algún modo el torvo humor de Covenant.

Al final, Encorvado logró arrancar una involuntaria carcajada de los cocineros; y tras ello se dejó caer junto a Covenant y Linden, con la frente enrojecida por el calor de los fogones. Covenant se dio cuenta de que Linden se violentaba al preguntar:

—Encorvado, ¿en qué nos estamos metiendo?

Él la miró con un gesto de sorpresa, posiblemente fingido.

—Nadie quiere hablar de eso —continuó Linden—. Le he preguntado a Furiavientos y a Quitamanos, pero lo único que contestan es que el Gema de la Estrella Polar puede continuar así indefinidamente. Hasta Tejenieblas cree ayudarme manteniendo cerrada la boca. —Tejenieblas miró atentamente al techo, aparentando no escuchar lo que decía—. Así es que te pregunto a ti. Tú jamás me has ocultado nada. —Su voz transmitía una compleja tensión—. ¿En qué nos estamos metiendo?

Fuera de la cocina, el viento producía un peculiar y penetrante sonido al atravesar los agujeros de las anclas. La escarcha crujía en los quicios de las puertas. Encorvado no quería enfrentar su mirada, pero ella la mantuvo. Gradualmente su buen humor fue desapareciendo, y el contraste le hizo parecer envejecido, erosionado por un espanto indecible. Sin saber por qué, Covenant recordó algo que Linden le relatara en los días precedentes a su llegada a Elemesnedene, la historia del papel que Encorvado había desempeñado en la muerte del padre de la Primera. Ahora tenía el aspecto de alguien acosado por el pasado.

—Ah, Escogida —suspiró— me temo que hemos sido atrapados por el Ululante, el viento que arrastra al Muerdealmas.

El Muerdealmas.

Encorvado lo consideraba un mar imprevisible, no

Solo debido a que cada barco que lo encontraba lo hacía en una parte diferente del mundo, sino porque la tripulación de cada nave que lograba escapar regresaba contando una historia diferente. Algunos navios se topaban con galernas y remolinos en el sur; otros, una calma chicha en el este; otros, tupidos e impenetrables lechos de sargazos en el oeste. Con todo y no obstante, al Muerdealmas se le conocía porque no había nave ni tripulación que hubiera salido nunca de él intactas. Y todas las naves fueron arrastradas hasta allí por un Ululante que sopló largamente sin pausa ni variación.

Linden discutió durante un rato, molesta por las contradictorias vaguedad y certeza de la explicación de Encorvado. Pero Covenant no prestaba atención a ninguno de los dos. Había encontrado ahora un nombre para su angustiosa desazón, y la idea le producía un singular consuelo. El Muerdealmas. No era un producto del Execrable. Ni podía ser esquivado. Y de ello deducía que aquel mar lograba eliminar la importancia de todos los demás peligros. Perfecto. El interior de la cocina estaba muy caldeado, pero fuera gemía un viento que únicamente los gigantes podían resistir durante cierto tiempo. Incluso el ruido que producían los cocineros lo tranquilizaba, y pasó de la turbación a una especie de somnolienta vigilia, a un atónito silencio interior que parecía ser un eco de la vacuidad que los elohim le impusieron en Elemesnedene.

El silencio constituía la única seguridad que había conocido en este mundo. Era una respuesta de leproso a la desesperación, un estado de despego y pasividad perfeccionado gracias a la parálisis de todo nervio que debiera haber alertado a un sentido. Los elohim no lo habían inventado, simplemente encarnaron en él la singular naturaleza de su sino. Insensibilizarse y morir.

Linden lo redimió una vez de aquel destino. Pero ahora había sido derrotado. No tomaba decisiones porque creyese en ellas, sino porque se esperaba que las tomase. Carecía de valor para enfrentarse al Muerdealmas.

En los días que siguieron apenas cumplió con la vulgar rutina de estar vivo. Bebió mucha diamantina para justificar su muda distancia de quienes lo acompañaban. Durmió en la cocina, dio breves paseos, correspondió a saludos e intervino en conversaciones como un hombre vivo. Pero en su interior se estaba convirtiendo en un ser inalcanzable. Después de años de disciplina y desafío, de terca lucha contra la seducción de su enfermedad, había desistido de su empeño.

El Gema de la Estrella Polar continuaba surcando en línea directa el grisáceo y grávido océano mientras el viento soplaba con violencia ártica. A excepción de unos cuantos y hollados caminos aquí y allá, el hielo invadía ahora las cubiertas, dominándolo todo como una antigua maldición. Pesaba lo bastante para poner nerviosos a los gigantes, pero no podían perder tiempo ni energías en arrancarlo. El viento contenía demasiada agua, su embate arrancaba demasiada espuma del castigado oleaje. Y la humedad empapaba las velas antes de que pudieran acabar de secarlas. Con frecuencia, se desgarraban y caían en tiras al no poder soportar tanto peso. El viento desprendía las lonas de los obenques. Una granizada barría las cubiertas. Los jirones del velamen se agitaban en las vergas como manos rotas. Entonces los gigantes se veían obligados a sustituirlas. Despojado del palo mayor, el granítico dromond necesitaba cuantas velas fueran posibles.

Día tras día, el agudo gemido de las jarcias y el crujido de la piedra se iban haciendo más intensos y angustiosos. El mar parecía hielo fluido, y el Gema de la Estrella Polar se veía obligado a un avance cada vez más dificultoso. Pero el barco gigante era obstinado. Los mástiles se inclinaban y temblaban, pero no se rompían. Apretando los dientes bajo la galerna, el Gema de la Estrella Polar seguía aguantando.

Cuando el cambio se produjo, todos se sorprendieron. El descanso había restaurado el brillo combativo en los ojos de Linden, que había estado muy inquieta durante todo aquel tiempo a causa de la exasperante presión de la tempestad y la estrechez de la cocina. Pero ni siquiera ella había visto lo que iba a suceder. Y los gigantes carecieron de conocimientos para estar prevenidos.

En un instante, el Gema de la Estrella Polar fue impulsado por el aullido del viento a través del acerbo corazón de una oscura noche de nubes. Al momento siguiente, el dromond cayó hacia delante como un caballo al que le hubieran trabado las patas delanteras; y la tormenta desapareció. Tan repentino silencio produjo en la nave el efecto de una detonación. No había otro ruido que el tintineo y crujido del hielo desprendiéndose de las inertes velas. Linden sondeó el barco de un extremo a otro con su percepción.

—Nos hemos detenido. Simplemente eso —murmuró asombrada.

Durante algunos segundos nadie se movió. Después Tejenieblas abrió resueltamente la puerta que daba a proa, haciendo saltar el hielo que la cubría. Penetró un nítido frío invernal; pero sin ser golpeado por viento alguno. Sobre el barco gigante, el aire estaba en calma.

Los gritos atravesaron la cubierta. Pese a su silencio interior, Covenant salió a la noche tras Tejenieblas y Linden.

Las nubes se habían ido; la oscuridad era tan total e hiriente como el filo de un cuchillo. Puntos de luz se dispersaron por el barco cuando la tripulación fue encendiendo más faroles. La luna se dibujaba en el horizonte oriental, lúgubre y amarillenta. Aunque estaba casi llena, no parecía arrancar reflejo alguno de la negra e impenetrable faz de las aguas. Las estrellas cubrían el firmamento por todas partes, exentas ya de augurios.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir Linden para sí misma, pero pareció incapaz de terminar la pregunta.

Honninscrave y Encorvado llegaron de los extremos opuestos del barco. Cuando la Primera se reunió con ellos, Encorvado dijo, bromeando de forma poco convincente:

—Parece que estamos aquí.

Covenant se sentía demasiado entumecido para sentir el frío. Pero Linden estaba temblando violentamente a su lado.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó ella, en voz baja.

—¿Hacer? —replicó fríamente Honninscrave. Su rostro mostraba un gesto sorprendido, vacío—. Esto es el Muerdealmas. Nos hallamos sometidos a su voluntad.

Oleadas de vapor escapaban por su boca como si el espíritu le fuera abandonando a cada palabra.

A su voluntad, pensó Covenant. Mi voluntad. La del Execrable. No había diferencia alguna. El silencio suponía seguridad. Si pudiera desechar la esperanza, quedaría totalmente insensible. De vuelta a la cocina, se acurrucó en el jergón y se durmió inmediatamente.

Mas a la siguiente mañana el frío y la quietud le despertaron. Los fogones no calentaban la estancia. A excepción de Cail, la cocina se hallaba desierta. Abandonada. Él Gema de la Estrella Polar estaba tan calmado como si el haruchai y él fuesen las únicas personas que quedasen a bordo.

Una punzada le atravesó amenazando sus defensas. Entumecido por el sueño y el frío, se irguió.

—¿A dónde… —preguntó débilmente—, a dónde han ido?

La respuesta de Cail fue categórica e implacable.

—Se han marchado a explorar el Muerdealmas.

Covenant se estremeció. No quería abandonar los límites de la cocina. Temía el retorno de aquella sensación de angustia y responsabilidad. Pero la fría mirada de Cail era insistente. Era un haruchai, emparentado con Brinn y Bannor. Sus compañeros Ceer y Hergroom habían sacrificado sus vidas. Tenía derecho a exigir. Y su forma de mirar era tan inequívoca como sus palabras:

—Ya es bastante. Ahora tienes que volver a ser tú mismo.

Covenant no deseaba ir. Pero se ajustó las arrugadas ropas, esforzándose en mantener el silencio en que se encerraba. Cuando Cail le abrió la puerta, cruzó el umbral y se vio obligado a parpadear ante la brillante y gélida mañana.

Tras tantos días oculto por las nubes, el sol hubiera bastado para cegarlo. Pero no era solamente eso. Un blanco resplandor glacial circundaba la nave. La luz le llegaba de todas partes; destellos tan penetrantes como arpones horadaban su cabeza. Las lágrimas se congelaron en sus mejillas. Al llevarse las manos a la cara para limpiárselas, trochos de piel se desprendieron con ellas de su rostro.

Pero paulatinamente su visión se aclaró. Vio que algunos gigantes tapaban las barandillas, de espaldas a él. Cuantos se encontraban a bordo se apoyaban en ellas, en la proa, mirando al exterior.

Sin movimiento alguno, tan inertes como el mar y el velamen que colgaba de las jarcias. Pero ningún silencio podía ocultar su aire expectante. Observaban el Muerdealmas. Estaban aguardando.

Entonces recobró la visión lo suficiente como para localizar la fuente de aquellos destellos.

Inmovilizado en medio de las aguas, el Gema de la Estrella Polar yacía rodeado de icebergs.

Centenares de ellos de todas las formas y tamaños. Algunos apenas eran pequeños montículos sobre el plano mar. Otros elevaban sus dentadas crestas sobre el nivel de los palos del dromond. Y todos estaban formados por el mismo impecable hielo: tan traslúcido y bruñido como el cristal, facetados como diamantes; un hielo en el que la mañana se fragmentaba, esparciendo su luz en todas direcciones.

Avanzaban. En solitario o en grupos, iban lentamente acercándose a la nave como si flotasen dirigiéndose al sur. Algunos estaban tan próximos que un gigante podría alcanzarnos de un salto. Pero ninguno tocó al dromond.

Los icebergs se desplazaban sobre aquellas profundidades abismales con una portentosa majestad, tan hechizante como el frío. La mayoría de los gigantes estaban allí clavados, como si fuesen tallas de un hielo menos límpido. Apenas respiraban mientras se aferraban con las manos a las barandillas y el fulgor incendiaba sus ojos. Covenant se acercó a Linden, que se encontraba al lado de la Primera, Encorvado y Tejenieblas. Tras el intenso color rojizo que el frío otorgaba a sus facciones podía percibirse el azul de la palidez, cual si su sangre se estuviera volviendo lechosa como escarcha; pero había cesado de temblar y parecía ajena a la gota de hielo que se formaba en sus labios cortados. El constante murmurar de Encorvado no interrumpía el trance. Como los demás, observaba el majestuoso curso del hielo esperando a que alguien lo explicase. Como si la brillante nitidez de aquel quimérico desfile no fuese más que un preludio.

Covenant descubrió que tampoco él podía apartar la mirada. Dominado por tan gran esplendor y belleza, aferró las manos a una de las traviesas de la barandilla perdiendo de inmediato la facultad de moverse. Se hallaba en calma ahora, dispuesto a esperar para siempre, si fuese necesario, con tal de oír lo que el frío iba a revelar.

La voz de Cail le llegó de muy lejos. El haruchai estaba diciendo:

ur-Amo, no es real. Escogida, escúchame. Eso no es real. Debéis apartaros. —Pero su protesta fue perdiendo fuerza gradualmente.

Se acercó a Covenant y permaneció junto a él, sin hablar.

Covenant había perdido el sentido del tiempo. Y la espera terminó. Un iceberg pasó a lo largo de la línea de espectadores, mostrándoles en uno de sus lados una chata extensión que parecía una plataforma. Y desde aquel lugar se alzaron gritos.

—¡Al fin un barco!

—¡Ayudadnos!

—¡Tened piedad!

—¡Nos han abandonado!

Le pareció oír los mismos gritos a su espalda, procedentes del lado opuesto del barco gigante. Pero aquel singular detalle no le impresionó.

Los ojos eran la única parte de él que se movía. Mientras el iceberg flotaba hacia el sur en medio de la tranquila procesión, la plataforma pasó directamente bajo los observadores. Y vio emerger figuras del diáfano hielo, figuras humanas. Tres o acaso cuatro, no podía asegurarlo. Su número era extrañamente impreciso. Pero eso no tenía importancia. Eran hombres, y su desamparo hizo que el corazón oprimiera sus costillas.

Tenían los ojos hundidos, apariencias esqueléticas y lastimosas. Sus manos, mutiladas por la congelación, estaban envueltas en tiras desgarradas a sus harapientas ropas. La demacración y la impotencia arrugaban sus facciones. Sus quebrantadas y astilladas voces estaban enronquecidas por la desesperación.

—¡Abandonados! —ululaban como una remembranza del viento.

—¡Piedad!

Pero nadie a bordo del dromond se movió.

—Hay que socorrerlos. —La voz de Linden parecía un gemido entre los helados labios—. Que alguien les arroje una cuerda.

Nadie se movió. Atenazados por el frío, despojados de voluntad, los testigos no podían hacer otra cosa que contemplar como el iceberg se alejaba lentamente con sus frenéticas víctimas. Poco a poco la corriente se llevó a aquellos hombres condenados más allá de donde podían ser oídos.

—Por el amor de Dios. —Las lágrimas formaban una resplandeciente película de hielo bajo sus ojos.

El corazón de Covenant latió de nuevo, pero no pudo reaccionar. Su propio silencio cubría el océano.

Luego se acercó otro iceberg. Descansaba como una plancha sobre la tersa superficie de las aguas. Por debajo de éstas, su masa chocó ligeramente con el barco, arrancándole un crujido al silencioso casco. Por un instante, el sol se reflejó directamente en aquella plancha, y su reflejo fue como un toque de difuntos. No obstante Covenant consiguió traspasar el resplandor con la mirada.

Inmóviles en aquella luz solar se encontraban personas a las que conocía.

Hergroom. Ceer.

Permanecían en la misma actitud de defensa que cuando procuraron resistir junto al Muro de Arena. Al principio, no vieron al barco gigante. Mas luego sí. Ceer gritó un saludo que cayó sin producir eco en las cubiertas del dromond. Separándose de Hergroom, corrió hasta el borde del hielo, ondeando los brazos en petición de auxilio.

Entonces de la luz brotó un esperpento de la arena. Blanca contra el fondo sin mácula del hielo, la bestia cargó contra Hergroom de manera asesina con los poderosos brazos extendidos.

Cail comenzó a temblar. La tensión extraía bocanadas de vapor de entre sus dientes. Mas el frío lo retenía.

Por un instante, la impasible estructura de la faz de Ceer registró la certeza de que el barco gigante no los iba a socorrer. Aquella mirada provocó un estremecimiento en el pecho de Covenant, como el de una acusación que jamás sería contestada. Luego se apresuró en defensa de Hergroom.

El esperpento de la arena cargó con fuerza avasalladora. Los crujidos se extendieron a través del hielo. Un frenesí de golpes esparció la sangre de Hergroom por todo el témpano. La fuerza de Ceer nada significaba para la bestia.

Y ninguno osó moverse. Los propios gigantes también eran de hielo ahora, tan glaciales y quebradizos como la yerma extensión marina. El llanto ocluía la garganta de Linden. Gotas de sangre se desprendieron de las palmas de las manos de Covenant cuando trató de arrancarlas de la barandilla. Pero el agarre del frío era inexorable.

Ceer. Hergroom.

Pero la placa de hielo derivó alejándose, y ninguno se movió.

Después de aquello, la espera resultó interminable por vez primera para Covenant desde que cayera bajo el sortilegio del Muerdealmas.

Al fin, otro bloque de hielo se acercó flotando al barco gigante. Era pequeño, apenas de un metro de ancho; casi no sobresalía del agua. Parecía demasiado insignificante para ser portador de un suplicio tal.

Por un momento, su visión quedó nublada por la luz. No podía distinguir nada más que el esplendente asalto de los reflejos solares. Pero luego sus ojos se aclararon.

Sobre el pequeño témpano se hallaba Cable Soñadordelmar. Miraba al dromond observando a quienes allí había. Estaba erguido, con los brazos cruzados fuertemente sobre el enorme tajo del centro de su pecho. Encima de la cicatriz, sus ojos revelaban un conocimiento terrible.

Les saludó sobriamente.

—Compañeros —dijo con voz tan calmada y penetrante como el frío—, tenéis que socorrerme. Éste es el Muerdealmas. Aquí penan todos los malditos que murieron por una causa falsa, abandonados por aquéllos a quienes procuraron servir. Sin vuestra ayuda, deberé permanecer aquí para siempre con mi angustia, ya que el hielo no me liberará. Escuchadme, vosotros a quienes amé hasta este extremo. Ya no os queda amor para mí.

¡Soñadordelmar! —gimió Linden.

Honninscrave aulló de tal modo que las heladas comisuras de su boca se desgarraron vertiendo gotas de sangre sobre la barba.

—No. Yo soy la Primera de la Búsqueda. No lo permitiré —dijo la Primera.

Pero ninguno de ellos se movió. El frío había llegado a ser infranqueable. Su triunfo se había consumado. Soñadordelmar se encontraba ya casi frente al lugar donde estaba Covenant. Muy pronto rebasaría la mitad del navío y entonces sería inalcanzable, y a los navegantes del Gema de la Estrella Polar no les quedaría más que la abominación, el remordimiento y el frío.

Aquello era más de lo que podía soportarse. Soñadordelmar había dado su vida por evitar que Covenant destruyera la Tierra. Privado por la mudez de compartir la Visión de la Tierra, había interpuesto su propia carne en el camino de la condenación del mundo, consiguiendo la salvación de quienes amaba. Y Covenant había rehusado concederle la simple decencia de la caamora. Ya era suficiente.

El dolor y la consternación movieron a Covenant. Con una maldición que astilló el silenció, retiró las manos de la barandilla. La magia indomeñable corrió por sus venas como la incandescente punzada de la aflicción; un fuego blanquecino brotó de su anillo como un incendio.

—¡Vamos a perderlo! —le gritó a los gigantes—. ¡Echadle una cuerda!

Un momento después, la Primera logró liberarse. Su acerada voz se propagó por todo el barco gigante.

—¡No! —dijo.

Abalanzándose hacia la amarra de un cercano rollo, cogió uno de los pernos.

—¡Márchate, demonio! —le gritó—. ¡No te escucharemos!

Ardiendo de furia y revulsión, arrojó el perno directamente hacia Soñadordelmar.

Los gigantes quedaron estupefactos cuando el proyectil destelló atravesándolo limpiamente.

Levantó una lasca en el borde del hielo y rebotó hacia el mar, cayendo en él con inconfundible sonido. Acto seguido, la silueta de aquél onduló. Intentó hablar de nuevo, pero ya había perdido fuerza el espejismo. El témpano desierto de alejó hacia el sur.

Mientras Covenant lo contemplaba su fuego dejó de llamear, apagado por el frío.

Un momento después, el sortilegio se rompió haciendo crujir y estallar el hielo con estruendo. Linden se llevó al rostro unas manos despellejadas, parpadeando con ojos irritados por el frío. Entre toses y juramentos, Honninscrave se retiró de la barandilla.

—¡Moveos, haraganes! —al gritar esparcía gotas de sangre—. ¡Cuidado con el viento!

El cansancio y la consternación estaban esculpidos en escarcha sobre distintas zonas del rostro de la Primera.

Trabajosamente, los otros gigantes fueron apartando la vista del mar. Algunos parecían incapaces de comprender lo que había sucedido; otros procuraban abrirse paso gradualmente hacia sus posiciones. Salsamarina y Brasadefogón se apresuraron a regresar a la cocina como si estuvieran avergonzados por su prolongada ausencia. La Primera y Furiavientos se movían entre los restantes miembros de la tripulación que aún no salían de su asombro, sacudiéndolos con violencia, procurando que se recobraran. Honninscrave se dirigió resueltamente a la timonera con grandes zancadas.

Poco más tarde, una de las velas crujió en el cabrestante, enviando una lluvia de partículas congeladas; y el primer gigante en ascender a las jarcias anunció con voz ronca:

—¡El sur!

Un oscuro manto de nubes era visible ya desde el dromond. La tormenta volvía.

Covenant se preguntó inmediatamente cómo podría navegar el Gema de la Estrella Polar a través de los icebergs con tal viento, o cómo iban a aguantar las velas endurecidas por el hielo si las ráfagas llegaban demasiado pronto y con demasiada violencia. Pero olvidó todo aquello cuando vio que Linden se desmayaba y él se hallaba demasiado lejos para alcanzarla. Tejenieblas la recogió justo a tiempo de impedir que se abriera la cabeza contra la pétrea cubierta.