El refugio del leproso
Honninscrave abandonó con lentitud el camarote, como quien responde a un hábito, inconsciente de la urgencia del reclamo. Tal vez había dejado de entender cuanto ocurría a su alrededor. Pero respondió a la llamada de su nave.
Cuando el capitán llegó a la escalera, Cail cerró la puerta tras él. El haruchai parecía saber por instinto que Covenant no seguiría a Honninscrave.
¡Nicor!, pensó Covenant, y la opresión llegó a su corazón. Las temibles bestias marinas similares a serpientes de las que se decía eran descendientes del Gusano del Fin del Mundo. El Gema de la Estrella Polar había atravesado una zona llena de ellas cerca de la Isla del Árbol Único. Entonces se mostraron indiferentes al dromond. Pero ahora, ¿qué podía ocurrir cuando la Isla había desaparecido y el Gusano se encontraba inquieto?
¿Y qué le cabía hacer a un navío de piedra contra un crecido número de aquellas prodigiosas criaturas? ¿Qué podía hacer Honninscrave?
No obstante, el Incrédulo no abandonó la hamaca. Siguió contemplando sin moverse el oscuro techo. Había sido derrotado y sometido. No se atrevía a correr el riesgo de enfrentarse con la amenaza del barco gigante. Si no hubiese intervenido Linden en Árbol Único, se habría convertido ya en otro Kevin, ejecutando un Ritual de Profanación que hubiera superado cualquier otra maldad. El albur del Nicor palidecía ante el peligro que suponía él mismo.
Procuró retirarse a su interior deliberadamente. No deseaba saber cuanto ocurriese fuera de su camarote. ¿Cómo podría soportar tal conocimiento? Había dicho: Estoy enfermo de culpa; pero tales protestas carecían de significado. Su propia sangre se encontraba corrompida por el veneno y la culpabilidad. Tan sólo los que carecían de poder poseían la verdadera inocencia, y él no carecía de poder. Ni siquiera era honesto. El egoísmo de su amor había permitido que ocurriese todo aquello.
Aún así, estaban en peligro las vidas de sus amigos, y no podía retraerse a cuanto amenazara al dromond. El Gema de la Estrella Polar se deslizaba descuidadamente por las aguas como si hubiese perdido el rumbo. Un período de gritos y carreras siguió a la salida de Honninscrave, pero el barco gigante se hallaba ahora en silencio. Con los sentidos de Linden hubiese podido adivinar lo que ocurría, incluso a través de la piedra; pero se hallaba ciego e inerme, aislado de la raíz espiritual del mundo. Con las manos entumecidas aferró los bordes de la hamaca.
El tiempo pasaba. Él era un cobarde, y sus temores pululaban tétricamente, rodeándole, como si brotasen de las sombras que se cernían sobre su cabeza. Se aferraba a imágenes de ruina, manteniendo su inmovilidad entre maldiciones. Pero el rostro de Honninscrave seguía ante él: la barba como una dolorosa continuación de las mejillas, las tupidas cejas rendidas bajo la desdicha, las manos tensas. El amigo de Covenant. Como Vasallodelmar. Mi hermano encontró su final en el horror. Era insoportable tener que negarse a tales ruegos. Y ahora Nicor…
Incluso un derrotado puede sentir el sufrimiento. Bruscamente, se obligó a incorporarse. Su voz fue un gruñido convulso y atemorizado.
—¡Cail! —gritó.
De inmediato la puerta se abrió, y Cail entró en el camarote.
La cicatriz de una herida punzante marcaba su brazo izquierdo desde el hombro al codo como un signo externo de su fidelidad; pero su aspecto era tan impasible como siempre.
—¿Ur-Amo? —preguntó simplemente. Mantenía su tono desapasionado a pesar de que era el último haruchai al servicio de Covenant.
Éste reprimió un gruñido.
—¿Qué demonios está ocurriendo ahí fuera?
En respuesta, los ojos de Cail se desplazaron levemente. Pero su voz no denotó inflexión alguna.
—No lo sé.
Hasta la noche anterior, cuando Brinn abandono la Búsqueda para ocupar el puesto del ak-Haru Kenaustin Ardenol, Cail jamás se había hallado solo en su voluntario compromiso; la interconexión mental de su gente le mantenía al tanto de cuanto ocurría a su alrededor. Pero ahora no tenía a nadie. El que Brinn derrotase al antiguo Guardián del Árbol Único le supuso un gran triunfo personal, y para los haruchai como pueblo, pero había dejado a Cail en un aislamiento difícilmente asimilable para quien hubiese experimentado aquella inteligencia en común. Aquel contundente No lo sé hizo callar a Covenant como una confesión de debilidad.
—Cail… —empezó a decir. No quería dejar al haruchai en aquella soledad. Pero Brinn había anunciado: Cail aceptará mi puesto sirviéndote hasta que la palabra del Guardián de Sangre Bannor se haya cumplido. Ninguna súplica o protesta apartaría a Cail del sendero que Brinn le había trazado. Covenant recordaba a Bannor casi demasiado vívidamente como para suponer que los haruchai se juzgarían jamás según una escala que no fuera la suya.
Pero su aflicción no cejaba. Ni siquiera los leprosos o los asesinos eran inmunes al dolor. Sobreponiéndose a lo que atenazaba su garganta, dijo:
—Quiero mis antiguas ropas. Están en el camarote de ella.
Cail asintió como si no viese nada extraño en la petición. Al marcharse, cerró la puerta sin hacer ruido.
Covenant volvió a tumbarse con las mandíbulas apretadas. No quería aquellas ropas, no deseaba volver a la existencia de ansiedad y desconsuelo que llevara antes de hallar el amor de Linden. Mas ¿de qué otra manera podía abandonar el camarote? Aquella aborrecida y necesaria vestimenta era toda la dignidad que le quedaba. Cualquier otro atavío sería una falsedad.
Sin embargo, cuando Cail regresó no lo hizo solo. Encorvado le precedió al entrar en el camarote; Covenant olvidó de inmediato las ropas que portaba Cail. La deformidad que arqueaba la columna de Encorvado, jorobando su espalda y combando su pecho, le daba una estatura desusadamente baja para un gigante: la cabeza no le llegaba al nivel de la hamaca. Pero el apasionamiento de su expresivo rostro le confería talla. Ardía de excitación al acercarse a saludar a Covenant.
—¿No he dicho siempre que es realmente una Escogida? —comenzó sin más preámbulos—. ¡Jamás lo puse en duda, Giganteamigo! Acaso no sea más que un prodigio entre muchos, ya que ciertamente nuestro viaje ha abundado en éstos. Pero no creo que éste pueda superarse. ¡Piedra y Mar, giganteamigo! Ella me ha enseñado a tener esperanzas de nuevo.
Por toda respuesta Covenant le miró fijamente, aguijoneado por una creciente aprensión. ¿Cuál era el nuevo papel que Linden había desempeñado, sin que él le hubiese podido revelar la verdad todavía?
La mirada de Encorvado se suavizó. —Pero no lo comprendes, ¿cómo podrías hacerlo, si no has visto el mar lleno de Nicor bajo las estrellas, ni has oído cantar a la Escogida para apaciguarlos?
Covenant continuó sin decir palabra. No las tenía para aquella compleja mezcla de orgullo, alivio y amarga pérdida. La mujer que amaba había salvado al barco gigante. Y él, que una vez derrotara al Despreciativo en un combate frente a frente… él ya nada significaba.
Al observar el rostro de Covenant, Encorvado suspiró para sí. De un modo más calmado, prosiguió:
—Fue un acto digno de ser relatado extensamente, pero lo abreviaré. Ya sabes que los gigantes podemos convocar a Nicor en ocasiones. En una de ellas se hizo por ti, cuando la recaída en el veneno del Delirante acabó dominándote. —Covenant no recordaba la escena. En aquella ocasión, había estado cerca de la muerte en su locura. Pero lo sabía porque se lo contaron—. Sin embargo, no podemos comunicarnos con Nicor. Se encuentran más allá de nuestro don de lenguas. Los sonidos que los llaman los aprendimos de nuestros antepasados en los mares. Nosotros los repetimos sin conocer su significado. Y un barco gigante que penetra en un mar de Nicor encolerizados difícilmente necesitará convocarlos.
En su boca se dibujó una leve sonrisa, pero prosiguió: —Fue Linden Avery, la Escogida, quien descubrió cómo dirigirse a ellos en aras de nuestra supervivencia. Al necesitar unos brazos fuertes para su propósito, llamó a la sobrecargo Furiavientos y juntas bajaron hasta la quilla misma del dromond. A través de la piedra pudo leer la cólera de Nicor, y darle respuesta. Tamborileó con las manos un ritmo que Furiavientos redobló martillando sobre el casco.
De improviso resurgió el entusiasmo del gigante.
—¡Y la escucharon! —exclamó admirado—. Los Nicor se alejaron dando un rodeo y llevados hacia el sur por su furia. ¡Desistieron de atacarnos! —Sus manos sacudían el borde de la hamaca como para hacerse escuchar por Covenant—. Aún queda esperanza en el mundo. Mientras resistamos, y la Escogida y Giganteamigo permanezcan entre nosotros, ¡queda esperanza!
Pero el ruego de Encorvado era demasiado directo. Covenant retrocedió ante aquello. Había hecho mal a demasiada gente y ya no esperaba nada de sí, para sí mismo. Una parte de él ansiaba protestar con todas sus fuerzas. ¿Acaso era aquello lo que finalmente tendría que hacer? ¿Cederle a Linden el anillo y el sentido de su vida, cuando ella jamás vio el Reino sin el Sol Ban ni sabía cómo amarlo?
—Cuéntale esto a Honninscrave. Acaso le proporcione alguna esperanza —murmuró débilmente.
El semblante de Encorvado se ensombreció, pero no desvió la mirada.
—El capitán ha referido tu negativa. No sé lo que está bien o mal en estos asuntos, pero mi corazón me dice que hiciste lo que debías, y eso es lo importante. No creas que no me aflige el final de Soñadordelmar, o el dolor del capitán. Sin embargo, tu poder implica un enorme riesgo. ¿Quién puede decir cómo responderían los Nicor ante un fuego así, aunque hayan pasado de largo? En este momento, nadie puede juzgar tu decisión. A tu manera, has hecho bien.
La sincera comprensión de Encorvado, abrasó los ojos de Covenant. Tenía la lacerante certeza de que no había hecho bien. No debía haberse negado ante un sufrimiento como el de Honninscrave, jamás debió negarse. Pero el pánico y la desesperación seguían allí, bloqueándolo todo. No pudo encontrarse con la mirada de Encorvado.
—¡Ah, Giganteamigo! —suspiró por fin éste—. También tú estás afligido más allá de cuanto pueda soportarse. No sé darte consuelo. —Repentinamente se inclinó para dejar una redoma de cuero sobre la hamaca—. Ya que no has hallado alivio en mi historia de la Escogida, ¿por qué al menos no bebes diamantina y le concedes un descanso a tu cuerpo? Ya se relatarán tus historias. No seas tan severo contigo mismo.
Aquellas palabras despertaron sus recuerdos de la difunta Atiaran en Andelain. La madre de la mujer a quien había violado e hizo enloquecer, le dijo con rigurosa compasión: Al castigarte, te haces merecedor del castigo. Eso es aversión. Pero Covenant no deseaba acordarse de Atiaran. No encontrarás consuelo… Retrospectivamente, imaginó a Linden en las profundidades del dromond, con la supervivencia de la Búsqueda en sus manos. No podía oír el ritmo en que se afanaba, pero veía su rostro. Enmarcado por el trigueño cabello, la concentración agudizaba sus facciones, creando un pliegue entre sus cejas, las comisuras de la boca delatando las consecuencias de la severidad… en cada hueso y cada arruga veía su hermosura.
Humillado por lo que ella había hecho para salvar el barco, se llevó la redoma a los labios y bebió.
Cuando despertó, el resplandor del atardecer inundaba el camarote, y el acre sabor de la diamantina perduraba en su boca. El barco gigante se estaba moviendo de nuevo. No recordaba haber soñado. El descanso no le había dejado más que una sensación de aturdimiento, la insensibilidad de la lepra llevada a su lógico extremo. Anhelaba volverse al otro lado para no despertar jamás.
Pero al mirar turbiamente la estancia horadada por el sol, se dio cuenta de que Linden se hallaba sentada en una de las sillas situadas junto a la mesa.
Tenía la cabeza reclinada y las manos abiertas en el regazo, como si llevase aguardando largo tiempo. Su cabello brillaba bajo aquella luz, dándole la apariencia de una mujer que hubiese emergido intacta de una ordalía, quizá purificada, pero no reducida. Gimiendo para sí, recordó lo que el anciano de Haven Farm le advirtió a ella: También hay amor en el mundo. Y en Andelain la difunta Elena, su propia hija, le rogó: Cuida de ella, querido, para que al final pueda curarnos a todos. Aquella imagen hizo que su pecho se contrajese. También la había perdido. No le quedaba nada.
Entonces pareció sentir su mirada. Clavó en él los ojos, apartando el pelo de su rostro con un movimiento mecánico, y pudo darse cuenta de que no había quedado intacta. Tenía los ojos claramente hundidos por la fatiga, las mejillas pálidas, y las líneas gemelas que discurrían desde su delicada nariz hasta los lados de su boca parecían dejadas allí por las lágrimas, o por el tiempo. Una silenciosa protesta creció en su interior. ¿Lleva sentada junto a él desde que pasaron los Nicor, cuando necesitaba tanto descansar?
Un momento después, vio que se había puesto de pie y lo miraba. Una arruga de cólera o ansiedad se había marcado entre sus cejas. Sondeándole con su sentido de la salud, se acercó más a la hamaca. Lo que vio hizo que su boca se endureciera.
—¿Es cierto? —le interrogó—. ¿Has decidido desistir?
Por toda respuesta, Covenant se encogió. ¿Tan obvia era su derrota?
En seguida, una expresión de remordimiento apareció en su rostro. Bajó la mirada y esbozó un gesto involuntario con las manos, como si éstas actuaran impelidas por el recuerdo de un fracaso.
—No quise decir eso —explicó—. No es eso lo que he venido a decirte. Ni siquiera estaba segura de si debía venir después de todo. Estabas tan afectado… quería darte más tiempo.
Luego volvió nuevamente el rostro hacia él, y Covenant supo que su propósito se reafirmaba. Estaba allí porque tenía sus propias ideas, sobre la esperanza y en lo tocante a él.
—La Primera iba a venir y pensé que yo debía hacerlo en su lugar —le escudriñó como buscando la manera de hacerle abandonar el solitario lecho—. Quiere saber adonde nos dirigimos.
¿Adonde…? Covenant parpadeó con desconsuelo. Linden no había orillado la pregunta: simplemente la había hecho suya. ¿Adonde? Un espasmo de miedo le oprimió el corazón. Su destino se resumía en aquella fatal palabra. ¿Adonde podía ir? Estaba vencido. Todo su poder se había vuelto contra él. No le quedaba ningún lugar a donde ir… ni nada le quedaba por hacer. Temió durante un momento derrumbarse ante ella, despojado incluso de la escueta dignidad de su retiro.
—Tenemos que poner rumbo a alguna parte —seguía diciendo Linden—. El Sol Ban continúa todavía allí. El Amo Execrable también. Hemos perdido el Árbol Único pero ninguna otra cosa ha cambiado. No podemos navegar en círculo el resto de nuestra existencia.
Probablemente le suplicaba, tratando de hacerle comprender algo que para ella resultaba ya evidente.
Mas no le hizo caso. Casi sin transición su pena se convirtió en resentimiento. Ella se estaba comportando cruelmente, se diera cuenta o no. Él ya había traicionado todas las cosas que amaba con sus equivocaciones, fracasos y mentiras. ¿Cuánta responsabilidad más pretendía que asumiera?
—Me enteré de que nos salvastes de los Nicor. No te hago falta —le dijo amargamente.
Aquel tono la hizo estremecerse de dolor.
—¡No digas eso! —respondió con presteza.
La comprensión de lo que le estaba ocurriendo a él dilataba sus ojos. Podía adivinar cada desgarradura de su atormentado espíritu.
—Yo te necesito.
Ante aquello su desesperación derivó hacia la histeria. Aquello sonaba como el júbilo del Despreciativo, riendo triunfante. Acaso había caído tan bajo que ahora él era el Despreciativo, el perfecto instrumento o avatar de la voluntad del Amo Execrable. Pero la protesta de Linden hizo que retrocediera ante el abismo. Hizo que súbitamente se transformara en algo vivido para él, demasiado vivido para ser tratado de esa forma. Era su amor y ya le había causado daño.
Durante algunos segundos, la caída en la que había estado a punto de precipitarse permaneció como un vértigo. Todos los objetos del camarote resultaban imprecisos, como si estuvieran excesivamente iluminados bajo la luz solar. Necesitaba oscuridad y sombras entre las que ocultarse de las innumerables cosas que le excedían. Sin embargo Linden aún seguía allí, como el punto central en torno al cual su cabeza giraba. Tanto si hablaba como si permanecía callada, constituía la única demanda que no podía rehusar. Pero aún no se encontraba preparado para revelarle la verdad que le ocultara. Su reacción podía ser la culminación de su quebranto. Instintivamente, tanteó buscando apoyo, algún punto de cólera o culpabilidad al que poder aferrarse. Entrecerrando los ojos ante el resplandor del sol, preguntó con voz apagada:
—¿Qué harán con Soñadordelmar?
Ante aquello Linden se relajó, aliviada, como si la crisis se hubiera evitado.
—Honninscrave deseaba incinerarle si hubiera sido posible —respondió con voz débil; dolientes recuerdos parecían desgastar las palabras al ser pronunciadas—. Pero la Primera ordenó a los gigantes que lo sepultaran en el océano. Durante un momento creí que Honninscrave arremetería contra ella. Mas luego algo en su interior se quebró. No algo físico, pero capté el crujido —por su tono cabía adivinar que había vivido aquella separación como una ruptura en su propio corazón.
«Agachó la cabeza como si ya no supiese como soportar el tormento. Después regresó a la timonera. De vuelta a su trabajo —se encogió de hombros apenada—. A no ser por sus ojos, su apariencia habría sido la acostumbrada. Pero rehusó ayudarles a entregar Soñadordelmar al océano.
Mientras la escuchaba, los ojos de él se nublaron. No podía distinguirla con claridad bajo aquella luminosidad. Soñadordelmar debió ser incinerado, libertado del horror mediante una caamora de fuego blanco. Pero la sola idea laceraba ominosamente la carne de Covenant. Se había convertido en lo que más aborrecía, a causa de una mentira. Debió imaginar lo que iba a sucederle. Pero por su egoísta amor le ocultó la verdad. No podía mirarla a la cara.
—¿Por qué tuviste que hacer aquello? —inquirió entre dientes.
—¿Hacer qué?
Su sentido de la salud impedía su presciencia. ¿Cómo podía saber de qué estaba hablando?
—Te arrojaste entre las llamas. —Le resultaba arduo explicarse bajo el peso de la culpa y la autorrecriminación. Ella no había sido la causante. Nadie tenía derecho a inculparla—. Te envié para que intentases salvar mi vida. No sabía qué más podía hacer. Todo parecía indicar que era ya demasiado tarde para cualquier otra cosa, el Gusano estaba a punto de despertar y yo al borde de la destrucción… —La angustia le atenazaba la garganta. En aquel momento fue incapaz de confesar: No sabía cómo salvarte de otro modo. Tragó saliva espasmodicamente y prosiguió—. Por eso intenté que te fueses. Y tú te arrojaste a las llamas. Yo estaba unido a ti. La magia nos vinculaba. Por vez primera tenía los sentidos abiertos, y cuanto vi fue que te arrojabas al fuego. ¿Por qué me obligaste a traerte nuevamente?
Ella reaccionó como si le hubiera tocado un nervio al descubierto.
—¡Porque no podía ayudarte en el estado en que te encontrabas! —empezó a gritarle repentinamente—. ¡Tu cuerpo estaba allí, pero tú no! ¡Sin ti no era más que carne agonizante! ¡Ni aunque te hubiese atendido de inmediato con transfusiones y cirugía en un hospital hubiera podido salvarte! Necesitaba estar a tu lado. ¿De qué otra manera supones que podía hacértelo comprender?
El pesar que denotaba su voz hizo que la mirase; y su visión pasó a través de él como una grieta a través de la piedra, hasta llegar a su corazón. Se erguía ante él con rostro vivido y apasionado bajo la luz, los puños cerrados, más vehemente e inflexible que cualquier mujer que jamás hubiera visto, incluso en sueños. El error no fue de ella, aunque seguramente se lo atribuía a sí misma. Por tanto, ya no podía escamotearle la verdad.
Hubo una época en que creyó que era mejor callar para protegerla, que ocultaba los hechos para no abrumarla. Ahora sabía algo más, se había reservado la verdad por la simple razón de que no quería que aquello fuese cierto. Y al hacerlo así había falsificado profundamente sus relaciones.
—Debí confesártelo, —murmuró avergonzado—. Traté de hacerlo en muchas ocasiones. Pero duele demasiado.
Ella lo miró como sintiendo entre ellos la presencia de algo terrible; pero él no desvió la mirada.
—Siempre ha sido así. Aquí nada interrumpe la continuidad física del mundo del que procedemos. Cuanto aquí ocurre es independiente. Siempre es lo mismo. Vine herido al Reino… tal vez agonizando. Como leproso. Y me curó. Mi lepra ya ha desaparecido dos veces. Pude sentir de nuevo, como si mis nervios… —Los recuerdos aceleraron su pulso, y acentuaron la angustia en la mirada de Linden—. Pero antes de que abandonase el Reino ocurría algo que me situaba en el estado en que me encontraba antes de entrar. En ocasiones trasladaron mi cuerpo. Cesaba de sangrar… o empeoraba. Pero mi condición física siempre era exactamente la que tenía antes de venir al Reino, como si nunca hubiese estado aquí. Y continuo siendo un leproso. La lepra no se cura.
»Así esta vez, el cuchillo se hundió en mí… y en cuanto llegamos al Reino me curé con la magia indomeñable. De la misma forma en que me curé los cortes que el Clave me hizo. —Le cortaron las muñecas a fin de obtener sangre para la Videncia, pero las marcas ya casi habían desaparecido—. Pero no hay ninguna diferencia. Cuanto ocurre aquí no altera lo que está ocurriendo allí. Sólo cambia el modo en que lo percibíamos.
Después de haber dicho esto, la vergüenza era demasiado grande para permitirle sostener su mirada.
—Ése es el motivo de que no te lo revelase. Al principio, muy al principio, consideré que ya tenías bastantes preocupaciones. Muy pronto descubrirías la verdad. Pero con el tiempo cambié de parecer. Entonces no quise que lo supieras. No creía tener derecho a preguntarte si amabas a un moribundo.
Mientras hablaba, la sorpresa de ella se transformó en ira. En cuanto se detuvo, le preguntó:
—¿Quieres decir que has estado planeando morirte durante todo el tiempo? —Su voz contrastó notablemente con el calmo fondo del barco y el mar—. ¿Que ni siquiera has intentado hallar un medio para sobrevivir?
—¡No! —intentó defenderse a la desesperada—. ¿Por qué crees que deseaba un nuevo Bastón de la Ley, que lo ansiaba de tal manera? Era mi única esperanza de luchar por el Reino sin arriesgar la magia indomeñable. Y enviarte de regreso. Eres médico, ¿no? Quería que me salvases. —Pero el desasosiego permanecía en su mirada, y no podía afrontarla, pretender que lo que había hecho estaba justificado. —Lo he estado intentando— se disculpó; pero ninguna disculpa era suficiente. —No te lo dije porque ansiaba amarte aunque sólo fuera durante poco tiempo. Eso es todo.
La oyó moverse; el miedo de que pudiera marcharse del camarote dándole la espalda para siempre, le desesperaba. Pero no se fue. Se retiró hacia la silla, sentándose como si algo se hubiese desgarrado en su interior. Al inclinarse hacia delante, se cubrió el rostro con las manos mientras un espasmo sacudía sus hombros. Pero no emitió sonido alguno. En el lecho de muerte de su madre había aprendido a llorar para sí. Cuando habló le temblaba la voz:
—¿Por qué he de terminar matando a quienes están a mi cuidado?
Su tristeza hería a Covenant como la despiadada acidez de su culpa. Aquello también pendía sobre su cabeza. Anhelaba bajar de la hamaca, ir hacia ella y tomarla entre sus brazos, pero había perdido ya aquel privilegio. No podía hacer otra cosa excepto ahogar su propio llanto.
—No tuviste la culpa. Tú lo intentaste. Debí habértelo confesado. Me habrías salvado si hubieses podido.
La vehemencia de la reacción le cogió por sorpresa.
—¡Basta ya! —le gritó—. ¡También yo tengo ojos para ver y juicios propios! No soy ningún corderillo inocente al que puedas proteger. —El sol destelló en su rostro—. Has estado yaciendo aquí abajo desde que regresamos a bordo como si tuvieras que cargar con la culpa de todo. Pero no la tienes tú, sino el Execrable. Te ha manejado para que lo creas así. ¿Qué es lo que intentas hacer ahora? ¿Probar que tiene razón?
—¡No lo puedo evitar! —replicó aturdido por la forma en que ella resaltaba su futilidad—. Por supuesto que tiene razón. ¿Quién crees que es? Él soy yo. No es más que una exteriorización de aquella parte de mí que sólo desprecia. La parte que…
—No. —La negación de ella hizo que se interrumpiese, aunque no había gritado. Estaba demasiado indignada para gritar, demasiado segura para admitir cualquier negativa—. Tú no eres él. No es él quien va a morir. —Pudo haber dicho: Yo soy la única que mata. Se adivinaban las palabras en cada línea de su rostro. Pero su apasionamiento la llevaba más allá de esa confesión, como si no pudiese soportarla de ninguna forma—. Todos nos equivocamos. Cuanto hiciste fue procurar luchar por lo que amas. Tú tienes una respuesta. Yo no. —En sus palabras no había autocompasión—. No he tenido ninguna desde que todo esto comenzó. Ni conozco el Reino como tú ni tengo poder alguno. Tan sólo he sido capaz de seguirte. —Apretó los puños—. ¡Si vas a morir, haz algo que perdure!
Entonces, como en una fugaz y gélida punzada, comprendió que ella no había ido allí simplemente para informar a la Primera sobre el punto de destino. Ella quiere saber adonde nos estamos dirigiendo. Su padre se había suicidado culpándola por ello; y había matado a su madre con sus propias manos; y ahora, la muerte de Covenant parecía tan cierta como la Profanación de la Tierra. Pero tales cosas solamente servían para darle el propósito que él había perdido. La había recubierto de su antigua severidad, de la misma inflexibilidad consigo misma y determinación con que le desafió desde su primer encuentro. Pero era nuevo el salvaje fuego de sus ojos. Y pudo reconocerlo. Una cólera sin respuesta provocada por el sufrimiento, capaz de afrontar cualquier coste en su anhelo de combate.
¿Has decidido renunciar?
Su demanda convertía los errores de Covenant en una extrema agonía. Podía haber gritado: ¡No me queda otra alternativa! ¡Él me ha derrotado! ¡No hay nada que yo pueda hacer!
Pero sabía más. Era un leproso y sabía más. La lepra en sí misma era una derrota, completa e incurable. Pero incluso los leprosos tenían razones para continuar viviendo. Atiaran le advirtió que era tarea de los vivos dar un significado al sacrificio de los muertos; pero ahora entendía que la verdad iba más allá: darle un significado a la propia muerte. Y a los costes que aquéllos a quienes amaba ya habían pagado.
Por la férrea insistencia de Linden se incorporó del lecho.
—¿Qué quieres? —le preguntó con voz ronca.
Su pregunta pareció reafirmarla. La amarga presión de su pérdida se suavizó de algún modo.
—Quiero que regreses al Reino. A Piedra Deleitosa —le dijo—. Y que detengas al Clave. Que acabes con el Fuego Bánico. —Él emitió un silbante suspiro ante la enorme audacia de lo que le pedía; pero ella prosiguió sin prestarle atención—. Si lo consigues, el Sol Ban se debilitará. Hasta puede que retroceda. Eso nos daría tiempo para buscar una solución mejor.
Entonces ella volvió a vacilar y Covenant se sorprendió de su debilidad. Sin mirarlo concluyó:
—Acaso el Reino no me preocupe como a ti. Me hallaba demasiado asustada para entrar en Andelain. Jamás supe como era antes. Pero reconozco la enfermedad en cuanto la veo. Aunque no hubiese sido médico, nunca habría podido olvidar la forma en que llegó a afectarme. Quiero hacer algo al respecto. No tengo nada más. Y la única manera en que puedo luchar es a través de ti.
Mientras hablaba, ecos de poder recorrían las venas de Covenant. Escuchaba lo que le decía, pero el pánico hizo que se retrajese desde el principio. ¿Detener al Clave? ¿Acabar con el Fuego Bánico?
—Tendría gracia. ¿Cómo diablos crees que puedo siquiera pensar en tales cosas sin amenazar el Arco del Tiempo? —preguntó alarmado.
Ella lo miró y en su rostro se dibujó una sonrisa, exenta de humor e inequívoca.
—Porque ahora sabes cómo dominarte. Pude sentirlo cuando hiciste retornar toda aquella magia indomeñable para apartarme. Ahora eres más peligroso que has sido nunca. Para el Execrable.
Por un instante, sostuvo la mirada que le dirigía. Pero luego bajó la vista. No. Lo que le pedía era excesivo; aún no se hallaba preparado. Apenas había pasado un día desde que arruinara su vida. ¿Cómo era posible hablar de combatir cuando el Despreciativo casi lo había derrotado? No tenía más que un poder, y la falsedad y el veneno lo habían convertido en una amenaza más grave que el Sol Ban. Lo que ella quería era una locura. No iba a participar.
Sin embargo, debía ofrecer alguna respuesta. Había soportado por él demasiadas cargas, y la amaba. Tenía el derecho de exigirle.
Por consiguiente, buscó a tientas una salida, entre la vergüenza y la amargura, algo que pudiera hacer o decir para que se pospusiera la necesidad de su decisión. Todavía sin afrontar la mirada de Linden murmuró con acritud:
—Hay demasiadas cosas que no comprendo. Necesito hablar con Buscadolores.
Pensó que aquello la desanimaría. Desde el momento en que el Designado de los elohim se unió a la Búsqueda no había obedecido a más imperativo que el de su propia sabiduría o astucia. Pero si alguien poseía los conocimientos para liberarle de su postración era aquel pueblo. Y seguramente no iría hasta allí sólo porque el Incrédulo se lo pidiese. Covenant podría ganar al menos un poco de tiempo mientras Linden trataba de persuadir a Buscadolores.
Pero ella no dudó, ni abandonó el camarote. Volviendo el rostro hacia proa, llamó áspera y decididamente al Designado, como si esperase ser obedecida.
Casi de inmediato el fulgor solar pareció condensarse junto a la pared, y Buscadolores fluyó atravesando la piedra hasta cobrar forma humana, como si hubiese estado allí esperando su llamada.
Su apariencia no había cambiado; tras su túnica color crema y el despeinado cabello plateado, en el interior de sus ojos hundidos y amarillentos, seguía siendo la encarnación de toda la miseria del mundo, la imagen de cuantas compulsiones y daños no alcanzaban a su sereno y contemplativo pueblo. Mientras ellos eran deliberadamente gráciles y ligeros, él estaba macilento y curvado por la pena. Parecía ser su antítesis y contradicción, un papel que le espantaba.
Sin embargo había cambiado de alguna manera. Antes de la crisis del Árbol Único no hubiese acudido a ninguna llamada. Pero mantenía el mismo comportamiento distante y desaprobatorio de siempre. Aunque inclinó la cabeza en señal de reconocimiento a Linden, podía apreciarse la nota de reproche en su voz.
—Te he oído. No es necesaria tanta vehemencia.
Su tono no la impresionó. Apoyando los puños en sus caderas, se dirigió a él como si no hubiera hablado.
—Esto ya ha durado bastante —dijo tensamente—. Ahora necesitamos respuestas.
Buscadolores ni siquiera miró a Covenant. En Elemesnedene, los elohim le habían tratado como si careciera de importancia personal, y ahora el Designado parecía tomar nuevamente aquella postura. Le preguntó a Linden:
—¿Tiene el portador del anillo la intención de cederlo?
Instantáneamente Covenant espetó con brusquedad:
—No.
La negativa hizo resonar en su interior ecos del antiguo delirio. Jamás entregaría el anillo. Jamás. Era cuanto le quedaba.
—Entonces —suspiró Buscadolores—, deberé responder según pueda, esperando disuadirle de su locura.
Linden miró a Covenant esperando sus preguntas. Pero él se hallaba demasiado cerca de su precipicio interior; no podía pensar claramente. Demasiada gente procuraba que entregase su anillo. Era lo único que todavía lo mantenía atado a la vida y le daba un sentido a sus decisiones. No respondió a la mirada de Linden.
Ella entornó los ojos para escudriñarle y calibrar su estado. Luego, como rechazando el deseo de consolarlo, se volvió para enfrentarse nuevamente a Buscadolores.
—¿Por qué…? —habló con dificultad, como desatando las palabras que anudaban su pecho—. Apenas sé por dónde empezar. Son tantas cosas… ¿Por qué lo hizo tu pueblo? —Repentinamente alzó la voz, dejando que rebosara la indignación que nunca había sido capaz de olvidar. —Por el amor de Dios, ¿qué es lo que creíais que estabais haciendo? Él no deseaba más que saber dónde se encontraba el Árbol Único. Pudisteis haberle respondido la verdad. Y en vez de eso lo encerrasteis en aquel silencio vuestro—. Le habían impuesto una atrofia mental. Si Linden no se hubiera arriesgado a rescatarlo, habría quedado como un cascarón vacío hasta la muerte, despojado de cualquier pensamiento o deseo. ¡Y qué precio tuvo que pagar por aquello…! Centró en él su cólera al concluir. —Tú eres responsable de esto. ¿Cómo puedes continuar viviendo contigo mismo?
La expresión de Buscadolores se tornó ceñuda. En cuanto ella dejó de hablar le replicó:
—¿Acaso crees que me dieron una alegría al designarme? ¿No está mi vida tan en peligro como las vuestras? Y mucho más, porque vosotros partiréis cuando os llegue la hora, pero yo tendré que quedarme y pagar los costes. No es mía la culpa. —Linden iba a protestar, pero la gran amargura de su tono la detuvo—. No, no te quejes de mí. Soy el Designado, y el peso de cuanto haces cae sobre mí.
»No niego que nuestra decisión fuera dura para el portador del anillo. ¿Pero es que eres incapaz de entenderlo? Tú eres la Solsapiente, y no él. Sin embargo él controla la magia indomeñable que es crucial para el Arco del Tiempo, y no tú. Ahí radica la mano del mal sobre la Tierra, y también sobre los elohim, que son el Würd de la Tierra.
»Dices que servimos a un malvado al que llamáis Amo Execrable, el Despreciativo. Es falso. Si desconfías de mi palabra, considera esto. ¿Habría enviado el Despreciativo a su sirviente, el Delirante, contra vosotros en la tormenta, teniendo ya situado a uno en vuestra compañía? No, no puedes pensar tal cosa. Sin embargo, he de declarar abiertamente que algo ensombrece los corazones de los elohim. Y ese algo es que no somos capaces de concebir un medio de salvación que te excluya.
»No habrás olvidado que entre nosotros hay muchos que no desean excluirte.
»Lo cierto es que nos parece evidente que el camino más fácil es arrebatarle el anillo. Con la magia indomeñable podríamos responder a cualquier desafío del Desprecativo. Y para seres como nosotros no sería gran esfuerzo lograr la perfección de la Tierra. Pero es justo lo que no podemos hacer. Ya había quienes entre nosotros temían la arrogancia de tal poder cuando el miedo llegó a posarse sobre nuestros corazones con su evidencia. Y algunos vieron que toda la carga de un acto así no recaería sobre vosotros solamente. Os enajenaría privándoos de sentido y de valor. Quizás el sentido y el valor de la misma Tierra quedaría también mermado.
»Por consiguiente, elegimos la manera más difícil: compartir con vosotros la tarea de la redención y el riesgo de la fatalidad. Acallamos al portador del anillo no para dañarlo, sino para defender a la Tierra de lo nefasto de un poder desgajado de la visión. Tal como aquel silencio lo preservó de la malicia de Kasreyn del Giro, también lo hubiera preservado del intento del Desprecativo en el Árbol Único. De ese modo, la elección habría recaído finalmente sobre ti. Tú misma podrías haber tomado el anillo cerrando así la brecha entre la visión y el poder. O tal vez podrías habérmelo entregado facultando así a los elohim para salvar la Tierra a su manera. Entonces no hubiéramos tenido miedo de nosotros mismos, porque un poder concedido es muy distinto de un poder arrebatado. Mas fuese cual fuese tu elección, hubiera permitido la esperanza. Para lograrla, el precio del silencio del portador del anillo y del mío, como Designado, no parecía ni excesivo ni malo.
»De eso nos has privado. En los calabozos de la Fortaleza de Arena preferiste el error al que llamas posesión a la responsabilidad de la visión, y así se perdió la esperanza que procurábamos alimentar.
»Te digo ahora que debe ser persuadido para que ceda su anillo. Si no lo hace, con toda seguridad acabará destruyendo la Tierra.
Durante unos momentos, Covenant se balanceó por el sendero de la explicación de Buscadolores. Y perdió el equilibrio. ¡Escuchar sus propios temores expresados con tal rigor, como un veredicto! No obstante al volverse hacia Linden, vio que en ella había calado aún más profundamente. Su rostro había palidecido. Sus manos esbozaban tenues y fugitivos movimientos junto a los costados. Sus labios pugnaban por formular una negativa, pero no tenía fuerzas. Enfrentada a la lógica de sus actos tal como Buscadolores la entendía, quedó horrorizada. Nuevamente la había emplazado en el centro, en la cúspide de la responsabilidad y la culpa. Y la anterior revelación de Covenant era aún demasiado reciente: no había tenido tiempo de asimilarla. Reclamó el fracaso para sí misma sin comprender hasta qué punto podía ser acusada.
La cólera que sintió por lo que se le atribuía a ella estabilizó a Covenant. Buscadolores no tenía derecho a descargar todo el peso de la Tierra sobre Linden de aquel modo.
—La cosa no es tan simple —comenzó. Todavía desconocía cuál sería el verdadero carácter de su objeción. Pero ella lo miraba suplicándole sin palabras, y no iba a permitirse titubear—. Si el Execrable había planeado todo esto desde hace tiempo, ¿por qué no pudo evitar el problema? —No era esto lo que debía preguntar, pero prosiguió esperando que le guiase hasta el punto preciso—. ¿Por qué no despertó al Gusano él mismo?
Buscadolores mantenía su mirada sobre Linden. Cuando sus dilatados ojos se la devolvieron, replicó:
—El Despreciativo no está loco. Si hubiera despertado al Gusano sin estar en posesión de la magia indomeñable, ¿crees que la destrucción del mundo no hubiese acabado también con él?
Covenant pasó por alto esta explicación y continuó buscando la pregunta que necesitaba, la grieta en los razonamientos de Buscadolores.
—Entonces, ¿por qué no lo revelaste antes? Por supuesto no podías dignarte a explicarlo antes de que ella me liberase. —Con todo el sarcasmo que pudo reunir, intentó forzar al Designado para que le dirigiera la mirada, eximiendo a Linden—. Después de lo que hizo tu pueblo, sabías que ella jamás te entregaría mi anillo si comprendía hasta qué punto lo deseabas. Pero después, antes de que llegásemos hasta el Árbol Único, ¿por qué no nos confesaste la clase de peligro en que estábamos?
El elohim suspiró; pero continuó sin soltar a Linden.
—Tal vez en eso me equivoqué —dijo con suavidad—. Pero no podía abandonar mis esperanzas de que un acceso de rabia o lucidez inspirase al portador del anillo para hacerle retroceder ante el precipicio de su intento.
Covenant no dejaba de avanzar a tientas. Sin embargo, vio que ahora Linden había comenzado a rehacerse. Movía la cabeza, luchando en su interior por hallar la manera de refutar o deshacerse de la acusación de Buscadolores. Con los labios en tensión, parecía estar mascullando maldiciones. La imagen lo alentó, haciéndole inclinarse hacia delante para dirigir su siguiente desafío al elohim.
—Eso no te justifica —dijo—. Hablaste como si el acto de silenciarme fuera la única alternativa decente que os quedaba. Pero sabes condenadamente bien que no era así. Porque había otra, pudisteis hacer algo con respecto al veneno que me convierte en un ser tan peligroso.
Entonces Buscadolores miró a Covenant. Elevó su amarillenta mirada con una fiereza que sacudió a éste.
—No nos atrevimos. —Su tranquila furia dejó trazos de fuego en el cerebro de Covenant—. La destrucción de esta época también gravita sobre mí, pero no me atrevo. ¿Acaso no somos los elohim el Würd de la Tierra? ¿No leemos la verdad en las raíces de las Laderas de la Desapacible, en el contorno de las faldas de las montañas y en las nieves que coronan las cumbres invernales? Me río del riesgo que corres tú. Mediante el veneno, el Despreciativo intenta la destrucción del Arco del Tiempo, lo que no es poca cosa. Pero eso pierde importancia ante el destino que correría la Tierra y cuanta vida hay sobre ella, si no albergaras ese veneno en tu interior. Te concibes a ti mismo como una figuración del poder, pero en la escala de los mundos no lo eres. Si el ansia del Despreciativo por la Piedra Illearth no le hubiese traicionado enalteciéndote por encima de tu talla de mortal, no hubieras podido enfrentarte a él una segunda vez. Y es más sabio ahora, habiendo reconocido su antigua frustración, que algunos llaman extravío.
»Sin el veneno, serías demasiado insignificante para amenazarle. Si no te hubiera buscado por propia conveniencia, vagarías por el mundo sin propósito, impotente ante él. Y el Sol Ban se incrementaría. Crecería devorando la tierra y el mar hasta que la mismísima Elemesnedene hubiese caído, y aún seguiría creciendo, interminablemente. Si no vieras la culpa en ti, jamás cederías el anillo. Por consiguiente, él continuaría atrapado en el Arco. Mas ninguna otra constricción limitaría su triunfo. Incluso nosotros, los elohim, quedaríamos reducidos a simples marionetas de su antojo. Mientras el Tiempo perdure, la Profanación del mundo no tendrá fin.
»Por todo esto —articuló el Designado con cuidadosa intensidad—, bendecimos la frustración o el extravío que inspiró el gambito de este veneno. Exasperado por su confinamiento en la Tierra, el Despreciativo ha arriesgado su esperanza de liberarse con el veneno que te ha hecho poderoso. También es nuestra esperanza. Por ahora, tu responsabilidad es obvia. Dado que estás ciego para cualquier otra cosa, rogamos para que esa culpa te lleve a la rendición que puede salvarnos.
Aquellas palabras traspasaron a Covenant como un disparo. Sus argumentos quedaban contestados y convertidos en algo irrelevante. Buscadolores no admitía alternativa a la sumisión excepto el Ritual de Profanación, la entera destrucción de la Tierra para librarla del poder del Amo Execrable. Era la misma tesitura en que se vio Kevin Pierdetierra pero a una escala que abrumaba a Covenant, aterrándolo hasta la médula de los huesos. Si no entregaba el anillo, ¿cómo podría resistirse a hacer algo que arruinara el mundo aunque su propósito fuera anular el eterno Sol Ban del Despreciativo?
Pero no podía entregar el anillo. La simple idea resultaba totalmente rechazable. Aquel círculo metálico significaba demasiado: contenía cada afirmación de vida y amor que él había arrancado a la crueldad de su soledad, a su destino de leproso. Era mejor la alternativa. Sí, la destrucción. O el riesgo de destrucción en algún tipo de búsqueda en pos de un resultado diferente.
El dilema le dejó en silencio. En la confrontación anterior con el Amo Execrable había encontrado y usado el calmo centro de su vértigo, un punto de serenidad y fuerza entre las contradicciones de su empeño; pero ahora no parecía existir tal centro, ni ningún lugar sobre el que pudiera afirmar tanto a la Tierra como a sí mismo. Y la necesidad de elegir era espantosa.
Pero Linden había conseguido recobrarse. Los conceptos que la herían más no eran los que desgarraba a Covenant, y él le había dado la ocasión de recobrarse. La mirada que le dirigió estaba impregnada de tensión, pero se hallaba alerta una vez más, capaz de captar su desánimo. Por un instante, la empatia se mostró en sus ojos. Luego se volvió hacia el Designado, con voz peligrosamente colérica.
—Eso sólo es una especulación. Teméis perder vuestra preciosa libertad y estáis intentando responsabilizarle de ello. Pero aún no has dicho la verdad.
Cuando Buscadolores se volvió hacia ella, Covenant vio que se encogía como si los ojos del elohim la hubiesen quemado. Mas no se detuvo.
—Si pretendes que te crearnos, hablanos de Vain.
Ante aquello, Buscadolores retrocedió.
De inmediato, ella dijo:
—Primero lo apresasteis, como si fuera una especie de afrenta contra vosotros. Y tratasteis de ocultarlo para que lo ignorásemos. Cuando escapó lo perseguisteis para matarlo. Luego, cuando él y Soñadordelmar se encontraron contigo a bordo de la nave, dijiste… —su expresión estaba concentrada en el recuerdo— dijiste dirigiéndote al último: Hagas lo que hagas, yo no sufriré por ello.
El Designado iba a replicar pero ella le ignoró.
—Luego continuaste: Unicamente aquél a quien llamáis Vain tiene la capacidad de expulsarme. Daría mi alma porque así lo hiciera. Y desde entonces, pocas veces lo has perdido de vista, excepto cuando decides huir en lugar de ayudarnos. —Era inequívocamente una mujer que había aprendido algo acerca del valor—. Desde un principio has estado más interesado en él que en nosotros. ¿Por qué no tratas de explicárnoslo para variar?
Blandió su cólera hacia el elohim; y por un momento, Covenant creyó que Buscadolores respondería. Pero entonces su consternada expresión cambió. Pese al sufrimiento, les hizo recordar la grandeza de Cántico e Infeliz cuando anunció inexorablemente:
—No hablaré del Demondim.
—Exactamente —respondió Linden con presteza—. Por supuesto que no lo harás. Si lo hicieses, podrías darnos una oportunidad para obrar por nuestra cuenta. Y no estaríamos desorientados y jugando con la muerte como tú deseas. —Su mirada era feroz, y pese a todo su poder y conocimiento, hizo que él pareciese disminuido y sojuzgado. Murmuró amargamente—. Oh, vamos. Fuera de aquí. Me das náuseas.
Encogiéndose de hombros con brusquedad, Buscadolores se dio la vuelta. Sin embargo, antes de que pudiera marcharse, Covenant intervino:
—Un momento —dijo. Se sentía perdido entre el espanto y las decisiones imposibles; pero un fragmento de lucidez había llegado hasta él, y creyó ver otra forma en la que también había sido traicionado. Lena le había dicho que era la reencarnación de Berek Mediamano. Y los Amos a los que conociera lo habían creído. ¿Dónde estaba el error?—. No pudimos conseguir una rama del Árbol Único. No hubo modo. Pero antes se había hecho. ¿Cómo lo logró Berek?
Buscadolores se detuvo junto a la pared y contestó sin volverse:
—El Gusano no se inquietó cuando se aproximó porque no se abrió paso combatiendo. Por aquella época, el Árbol Único carecía de Guardián. Él mismo fue quien hizo proteger el Árbol, emplazando allí un Guardián para que la madera vital para el mundo no pudiera ser nuevamente tocada o rota.
¿Berek? Covenant se sintió demasiado asombrado como para darse cuenta de que el elohim abandonaba el camarote. ¿Berek había puesto allí al Guardián? ¿Por qué? El Primer Amo había sido descrito como vidente y profético. ¿Tan corta visión había poseído como para suponer que nadie más tendría necesidad de tocar el Árbol Único? ¿O tenía alguna razón para asegurarse de que jamás existiera un segundo Bastón de la Ley?
Aturdido por las implicaciones, Covenant fue momentáneamente inconsciente de la manera en que Linden le observaba. Pero poco a poco, sintió su mirada fija en él. En su expresión se agudizaba el ruego que la había llevado hasta el camarote, el dictado de su necesidad. Cuando sus ojos se encontraron, ella le dijo claramente:
—Tus amigos de Andelain no creían que estuvieses condenado. Te dieron a Vain por alguna razón.
—Ellos me hablaron —contestó como si ella sacase las palabras de él—. Mhoram dijo: «Cuando hayas comprendido las necesidades del Reino, debes abandonarlo, pues lo que tú persigues no está en él. La única palabra de verdad no puede ser encontrada de otra manera. Pero quiero prevenirte: no te dejes engañar por las necesidades del Reino. Lo que tú persigues no es en realidad lo que parece ser. Y al final deberás volver al Reino».
También le había dicho: Cuando hayas llegado al límite y no te quede otro recurso, recuerda la paradoja del oro blanco. Hay esperanza en la contradicción. Pero Covenant no lo comprendía.
Linden asintió con severidad.
—Así pues, ¿qué va a ocurrir? ¿Permanecerás aquí tumbado hasta que se rompa tu corazón? ¿O te aprestarás al combate?
Turbado por el temor y la desesperanza, no podía hallar su camino. Quizás existía una respuesta, aunque él no la tenía. Pero ella deseaba algo concreto; y porque la amaba, le ofrecería lo mejor que pudiese encontrar.
—No lo sé. Pero cualquier cosa es mejor que esto. Di a la Primera que vamos a intentarlo.
Asintió de nuevo. Por un instante, la boca de Linden se movió como si tratara de darle las gracias. Luego, la presión de su propio propósito la impelió hacia la puerta.
—¿Qué harás tú? —le preguntó cuando se iba. La había apartado y no sabía cómo atraerla. No tenía derecho—. ¿Qué vas a hacer?
Ella se volvió para mirarlo, desde el umbral, con los ojos llenos de lágrimas.
—Voy a esperar. —Su voz sonó tan desesperada como el grito de un gavilán, y tan resuelta como un acto de heroísmo—. A que llegue mi turno.
Cuando se marchó, sus palabras se quedaron en el camarote iluminado por el sol como un veredicto. O una profecía.
Una vez se hubo ido, Covenant saltó de la hamaca y se vistió por completo con sus antiguas ropas.