La madre de la niña
Finalmente, Linden empezó a sentir dolor en el brazo. Su sangre se volvió ácida; un lento goteo de corrosión bajaban de su hombro a través de los nervios hasta el codo. El antebrazo y la mano aún permanecían entumecidos y pesados como carne muerta; pero ahora sabía que podían volver a la normalidad. Cada centímetro sensible de la parte alta de su brazo estaba ardiendo.
Aquel dolor exigía atención, conciencia, como si fuera un flagelo. Repetidamente sus viejos y negros recuerdos se extendían como una niebla para oscurecer el paisaje de su mente, y repetidamente la herida la retiraba. De todas •formas, tú nunca me has querido. Cuando miró al exterior desde su camarote hacia la mañana gris que caía en fragmentos sobre el agitado mar, sus ojos se nublaron y se movieron como si estuviera ofuscada por una total frustración. Su mano derecha descansaba en su regazo. Ella la frotaba constantemente con la izquierda, tratando de introducir algún sentido en sus inertes dedos. ¡Ceer!, musitaba para sí misma. El pensamiento de lo que había hecho la hacía estremecer.
Estaba sentada en su camarote tal como lo había estado desde que Encorvado la dejó, él había intentado consolarla con murmuraciones y bromas; pero al no conseguirlo, la había dejado sola consigo misma. Poco después del amanecer, un amanecer pálido, oscurecido por las nubes, había vuelto con una fuente de comida; pero ella no le habló. Era demasiado consciente de que Encorvado estaba sustituyendo a Cail. El juicio de los haruchai colgaba sobre ella como si sus crímenes fueran inexpiables.
Ella comprendía a Cail. El no sabía cómo perdonar. Y a Linden le parecía justo, porque ella tampoco sabía.
El dolor se extendió hacia sus bíceps. Quizás debía haberse quitado la ropa y lavarla, pero la sangre de Ceer estaba presente. Y ella lo merecía. Jamás podía desprenderse de aquella carga como Covenant no podía hacerlo de su leprosidad. Sufriendo la tortura de su culpa y desesperación, Covenant se había mantenido apartado de ella como si creyera que no merecía ser objeto de su preocupación; y ella había perdido la oportunidad de tener contacto con él. Un solo contacto podría haber sido suficiente. La imagen que ella había encontrado en su interior cuando se abrió a él para rescatarlo de la situación en que lo habían dejado los elohim, era de un gran dolor para el cual no tenía medicinas ni calmantes; una imagen tan querida y angustiada como el amor mismo. Pero seguramente Cail ya le habría narrado lo ocurrido y cualquier sentimiento que ella le inspirara se habría convertido en odio. No sabía cómo iba a soportarlo.
Pero tenía que soportarlo. Había pasado huyendo la mayor parte de su vida. Su dolor parecía expandirse hasta llenar el camarote. Nunca olvidaría la sangre que brotaba rítmicamente, fatalmente, a través de las vendas de la rodilla de Ceer. Se levantó; los pantalones rozaban sus muslos. Le habían irritado ya la piel. La mano y el codo insensibles colgaban de su hombro como si debieran extirparse. Torpemente, avanzó hacia la puerta, la abrió y salió para hacer frente a su ordalía.
La ascensión a la cubierta de popa fue penosa. Había estado más de un día sin comer nada. Los esfuerzos de la noche anterior la habían agotado. Y el Gema de la Estrella Polar no navegaba de manera estable. Las olas eran grandes y el dromond las surcaba como si la pérdida de su palo mayor le hiciera cojear. Pero a través del ruido del viento y el mar, pudo oír voces gritando en acalorada discusión. Aquel conflicto la atrajo como una llama a la polilla.
Las ráfagas de viento la asaltaron cuando salió al aire libre en su camino hacia la cubierta de popa. El sol apenas se adivinaba entre la masa gris que cubría el mar, que presagiaba lluvia en algún lugar; pero no allí, no cerca de la costa de Bhrathairealm y el Gran Desierto.
La costa ya no era visible. El barco gigante navegaba en ángulo hacia el noroeste entre la espuma y las hendiduras de las olas; y las lonas dejaban oír sus maldiciones, luchando con unos vientos en los que no se podían confiar. Al recorrer la cubierta con la vista, Linden comprobó que Encorvado había podido reparar la banda del barco y el agujero de la edificación que había albergado al comedor, dejando el dromond nuevamente apto para navegar. Asimismo había contribuido a convertir los restos del salón del lado de estribor en una habitación para la cocina. Desolada como estaba, sintió un impulso de gratitud hacia el gigante deformado. A su manera, era un curador.
Pero no entraba en sus posibilidades el remediar la inseguridad con que el Gema de la Estrella Polar navegaba sin su palo mayor.
Que Quitamanos hubiera podido burlar a los barcos de guerra de los Bhrathair, era asombroso. El barco gigante se había convertido en algo semejante a la mano derecha de Covenant; incompleta e insensible.
Covenant estaba cerca del centro de la cubierta de popa como si aquel fuera el lugar que le correspondía, como si tuviera ese derecho. A un lado se encontraban la Primera y Encorvado; en el otro Brinn y Cail. Todos guardaron silencio al acercarse Linden. Sus caras se volvieron hacia ella y, al ver sus expresiones, ella se dio cuenta de que era la causa de la discusión.
En la camisa de Covenant aún estaban las manchas de sangre de los hustin que ella le había producido en el antepatio del Primer Circinado.
A su espalda, la voz de Honninscrave se elevaba a intervalos desde la cubierta de mando, para dar órdenes a la tripulación. Como ya el comedor no bloqueaba la vista, pudo comprobar que Buscadolores se había reincorporado a su puesto, en la proa. Pero Vain permanecía en el lugar donde sus pies habían tocado por primera vez la cubierta cuando subió a bordo.
No se veía por ninguna parte a Soñadordelmar. Linden sintió su ausencia. Seguramente, él habría estado dispuesto a tomar su defensa en la discusión.
Avanzó temerosamente. La dura expresión de su rostro era deliberada porque temía echarse a llorar. El viento impulsaba su largo y sucio cabello contra sus mejillas. En otras circunstancias, aquella suciedad le habría resultado insoportable. Tenía un concepto médico de la higiene; y buena parte de ella siempre había estado atenta a la limpieza de sus cabellos. Pero ahora aceptaba su lastimosa presencia con el mismo espíritu con que mostraba las oscuras manchas de sus pantalones. Esto también era justo.
De pronto Encorvado empezó a hablar.
—Escogida —dijo en tono febril—, Covenant Giganteamigo nos ha descrito su encuentro con Kasreyn del Giro. Esta historia contiene muchas preguntas que el Designado podría contestar si quisiera, o si fuera persuadido convenientemente para que lo hiciera. El percibe algún gran peligro en…
Brinn interrumpió al gigante. Su voz carecía de inflexiones, como de costumbre, pero pronunciaba las palabras con la precisión de un látigo.
—Y Cail ha hablado al ur-Amo sobre la muerte de Ceer. Le ha relatado la manera en que tú quisiste adelantar su final.
Una oleada de sangre sonrojó el rostro de Linden. Su brazo se movió como si estuviera a punto de hacer alguna solicitud. Pero su mano colgaba sin vida al final de su antebrazo muerto.
—Escogida. —La garganta de la Primera estaba tensa como si las palabras fueran armas que agarrara con firmeza—. No hay necesidad de que atestigües en nuestra discordia. Es evidente para todos nosotros que estás penosamente sobrecargada y agotada. ¿No quieres volver a tu camarote para tomar alimentos y descansar?
Brinn permanecía callado mientras ella hablaba. Pero cuando hubo terminado la contradijo directamente:
—Hay que aclarar las cosas. Ella es la mano de Corrupción entre nosotros, e intentó matar a Ceer cuando estaba mortalmente herido por una lanza que iba dirigida a ella. —La carencia de apasionamiento de su voz era tan mordaz como un sarcasmo—. Que responda, si es que puede.
—¡Basta! —exclamó Encorvado. Sus grotescas facciones mostraban más ira de la que nunca Linden había visto en él—. Tú juzgas muy deprisa, haruchai. Oíste como todos nosotros las palabras del elohim. —Luego dirigiéndose a Covenant, dijo—: Ella fue silenciada como lo fuiste tú en la Elohimfest. Y al tomar esa aflicción sobre sí misma compró nuestras vidas desde las profundidades de la Fortaleza de Arena. Entonces, ¿por qué debe ser culpada por sus actos?
Covenant estaba mirando a Linden como si fuera sordo a los intercambios de opiniones que se producían a su alrededor. Pero las comisuras de su boca reaccionaban a cada palabra moviéndose casi imperceptiblemente. Su barba y su ardiente mirada le daban un extraño parecido con el anciano que una vez le dijo: Sé fiel. Pero su piel tenía el color del veneno; y bajo la superficie yacía su lepra como una definitiva convicción o locura, irrevocable y compulsiva. El estaba seguro de aquellas cosas… y de nada más, tanto de sí mismo como de ella.
¿No eres tú maldad?
Temía excusarse ante él, en un ataque de debilidad; decirle que retirara aquellas terribles palabras aunque no había sido él quien las había pronunciado. Pero Brinn estaba lanzando acusaciones sobre ella, y no podía ignorarlo.
—No, gigante —replicó el haruchai a Encorvado—. El error es tuyo. Piensa bien. Mientras el ur-Amo Thomas Covenant estuvo silenciado por los elohim, no hizo nada. Nunca mostró conocimiento ni voluntad. Entonces ¿por qué ella era capaz de actuar?
Encorvado empezó a replicar. Brinn le interrumpió.
—¿Y no se nos han dicho las palabras que Gibbon-Delirante le dirigió? ¿No dijo: Tú has sido especialmente escogida para esta profanación? Y a partir de entonces ¿no han lanzado todos sus actos desgracias sobre nosotros? —Nuevamente Encorvado trató de protestar; pero el haruchai se lo impidió—. Cuando el ur-Amo cayó bajo el dominio del Delirante, su irresolución —pronunció aquella palabra mordazmente— puso en peligro tanto a él como al Gema de la Estrella Polar. Cuando los elohim pretendieron despojarlo de nuestra protección, ella nos prohibió intervenir en contra, abandonándolo al perverso intento de aquella gente. Aunque tenía garantizado el derecho a intervenir, ella rehusó usar de él para sustraerlo de aquel daño.
«Entonces, gigante, —Brinn prosiguió con su letanía de acusaciones—, no eligió ayudar al ur-Amo. No nos permitió asaltar a Kasreyn en defensa de Hergrom cuando el Kemper estaba solo en nuestras manos. Nos obligó a entrar nuevamente en la Fortaleza de Arena a pesar de que el Designado urgía nuestra huida. Su ayuda no se puso en práctica hasta que Hergrom había sido asesinado y Ceer herido, hasta que todos estuvimos aprisionados en el calabozo de Kasreyn y ya no contábamos con la posibilidad de otra ayuda.
«Escúchame, —sus palabras se dirigían a la Primera, palabras tan duras como piedras—. Entre nuestra gente, los viejos historiadores hablan a menudo de los Guardianes de Sangre, que sirvieron a los antiguos Amos del Reino; y de Kevin Pierdetierra, que llegó al Ritual de Profanación. En aquel lastimoso acto, los antiguos Amos encontraron su fin, ya que no estaban hechos para la Profanación. Y también a los Guardianes debió llegarles el final, pues ¿no habían hecho su voto para defender a los Amos o morir? Sin embargo, ellos perduraron, porque Kevin Pierdetierra había hecho que se marcharan antes de iniciar el Ritual. Ellos obedecieron sin saber lo que había en su corazón.
»Y aquella obediencia introdujo la desconfianza entre los Guardianes de Sangre y con la desconfianza se abrió la puerta a Corrupción. Él error de los Guardianes de Sangre consistió en no juzgar a Kevin Pierdetierra, o en no juzgarlo debidamente. Por tanto Corrupción logró ejercer influencia sobre los antiguos Amos y los Guardianes de Sangre. Y los nuevos Amos hubieran caído también, de no haber aceptado el Ur-Amo sobre sí mismo la responsabilidad del Reino.
»Y ahora te digo que nosotros no vamos a caer nuevamente en ese error. La pureza de cualquier servicio radica en aquellos que lo realizan. No en aquéllos para quienes se realiza. Y no nos corromperemos confiando en algo que es falso.
»¿Me oyes, gigante? —concluyó—. No dejaremos de juzgar allí donde el juicio sea necesario, y hemos juzgado a esa Linden Avery. Es desleal. Desleal al ur-Amo, a nosotros y al Reino. Trató de matar a Ceer en su último momento. Es la mano de Corrupción entre nosotros. Hay que hacerle justicia».
Al oír esto, Covenant se acobardó visiblemente. La Primera miró directamente a Brinn. Encorvado nuevamente abrió la boca para replicar. Pero Linden se concentraba solamente en Covenant. No estaba sorprendida por la demanda de Brinn. Fuera del muro de arena, su aparente indiferencia hacia la muerte de Hergrom había encubierto una cólera tan exagerada como su compromiso. El silencio de Covenant la afectó como si se tratara de un rechazo final. No la miraba. Desde el comienzo había dudado de ella. Ella quería ir a él, golpearlo con sus puños hasta obtener alguna respuesta. ¿Es esto lo que piensas de mí? Pero apenas podía mover el brazo a la altura del hombro, aún no podía ni flexionar el codo.
Un ruido de lonas llenaba el silencio. Ráfagas de viento pegaban la blusa al cuerpo de Linden. El rostro de la Primera permanecía impasible. Pero daba la impresión de tomar en cuenta el cuadro que Brinn había pintado. Linden se sintió zozobrar. Toda aquella gente la estaba empujando hacia la oscuridad que acechaba igual que un Delirante en el fondo de su corazón.
Después de un momento, la Primera dijo:
—El mando de la Búsqueda es mío. Aunque vosotros no sois gigantes y no dependéis de mí, habéis aceptado nuestra compañía y amistad, y vais a aceptar mi palabra en este asunto. —Su declaración no era una amenaza. Era un aviso tan evidente como el hierro de su espada—. ¿Qué castigo queréis para ella?
Sin vacilar, Brinn respondió:
—Que pronuncie el nombre de un esperpento.
Por un instante, el aire pareció quedarse completamente quieto, como si todos los vientos del mundo se hubieran horrorizado de la dureza de la sentencia de Brinn. La cubierta parecía inclinarse bajo los pies de Linden; la cabeza le daba vueltas. ¿Pronunciar…?
¿Eso es lo que pensáis de mí?
Poco a poco las palabras penetraron en su desolación. La Primera estaba hablando en una voz grave y con sorprendida angustia.
—Escogida, ¿es que no tienes ninguna respuesta?
Linden luchó para controlarse. Covenant no decía ninguna palabra en su defensa. Ella estaba allí esperando que se pronunciara, tal como hacían los gigantes y los haruchai. Su mano entumecida dio un ligero golpe al lado de su pierna, pero el esfuerzo fue fútil. Aún no tenía sensibilidad.
Tensamente dijo:
—No.
La Primera empezó a hablar. La cara de Encorvado parecía a punto de ahogar un grito. Linden hizo que ambos permanecieran en silencio.
—Ellos no tienen ningún derecho.
La boca de Brinn se movió. Ella se encaró a él.
—Tú no tienes ningún derecho.
Entonces todas las voces de la cubierta de popa fueron acalladas. Los gigantes que se hallaban en la arboladura la escuchaban a través del enfurecido mar y de los obenques agitados por el viento. El rostro de Brinn estaba directamente enfrentado al de ella. Deliberadamente ella se forzó a mirar la confusión que reflejaba en los ojos de Covenant.
—¿Te has preguntado alguna vez por qué Kevin Pierdetierra escogió el Ritual de Profanación? —Estaba temblando hasta la médula de sus huesos—. Debió ser un hombre admirable, o al menos poderoso —pronunció aquella palabra como si le produjera náuseas—. Si la Guardia de Sangre estaba dispuesta a renunciar a la vida, e incluso al sueño, para servirle… ¿qué falló?
Covenant trató de intervenir, pero ella no le dejó.
«Yo te lo voy a decir. La maldita Guardia de Sangre falló. Lo peor no fue que Kevin estuviera disminuido, que no pudiera salvar el Reino por sí mismo. También tenía que conservarlos a ellos, para que permanecieran allí como un dios todopoderoso sirviéndole mientras él perdía todo lo que amaba. —Sus palabras parecían un sarcasmo; pero no eran un sarcasmo. Eran su última resistencia contra el oscuro lugar al que la estaban empujando. De todas formas tú nunca me has querido—. ¡Jesús mío! Sin duda se volvió loco de desesperación. ¿Cómo podía mantener el más mínimo respeto hacia sí mismo con gente como aquella a su alrededor? Debió pensar que no le quedaba otra alternativa excepto destruir todas las cosas que no eran dignas de ellos.
Percibió un impacto en la expresión de Covenant. Rechazo en la de Brinn. Temblando prosiguió:
«Ahora estás haciendo algo semejante. —Dirigía su feroz plegaria directamente al corazón de Covenant—. Has conseguido todo el poder del mundo y eres tan puro cuando lo usas… Pones tanta dedicación en lo que haces… —Dedicación que de alguna forma hacía que sus propias acciones parecieran negativas y cobardes—. Llevas a tales extremos a quienes están a tu alrededor… Y yo no tengo la posibilidad de ponerme a tu altura. No es mí…
Pero aquí se detuvo. A pesar de su miseria, no quería culparlo por lo que ella había hecho. El tomaría aquella carga, y no lo merecía. Amargada ante el contraste entre sus fines y los de ella, concluyó inflexiblemente:
—No tienes ningún derecho.
Covenant no respondió. Ya no la estaba mirando. Su vista buscaba la piedra que ella tenía bajo sus pies en un gesto de vergüenza o defensa.
Pero Brinn no mantuvo el silencio.
—Linden Avery. —El timbre de su tono era tan plano como su cara—. ¿De verdad consideras que la Guardia de Sangre fue la causa de la desesperación de Kevin Pierdetierra?
Ella no respondió. Estaba pendiente de Covenant y no tenía lugar para nadie más.
Algo estalló en él bruscamente. Hizo vibrar sus puños en el aire como un grito; y la magia indomeñable formó un arco de plata a través del silencio. Casi al momento, la llama se desvaneció. Pero sus puños no se abrieron.
—Linden. —Su voz parecía encontrar un obstáculo en la garganta—. ¿Qué te ha ocurrido en el brazo?
Esto la tomó por sorpresa. Los gigantes lo miraron. Las cejas de Cail se tensaron en un gesto de rechazo. Pero aquella breve llama de poder los mantuvo reunidos. Al instante, el cariz del conflicto cambió. Ya no era una discusión entre el haruchai y Linden. Ahora era entre Covenant y ella. Entre Covenant y cualquiera que se atreviera a contradecirlo. Y ella sintió que debía contestarle. Había perdido cualquier defensa posible contra su exigencia.
Pero aún su profunda aversión por lo que había hecho dio a sus palabras un tono ácido.
—Cail me golpeó. Para evitar que matase a Ceer.
Al oír esto, la respiración de Covenant siseó a través de sus dientes como un doloroso titubeo.
Brinn asintió. Si la acusación de Linden le había molestado, no lo demostró.
Por un momento Covenant trató de comprender. Luego dijo:
—Bien, es suficiente.
El haruchai no retrocedió en su demanda.
—Ur-Amo. Debe haber castigo.
—No —respondió Covenant como si no hubiera ninguna otra respuesta—. Ella es médico. Ella salva vidas. ¿Crees que no está sufriendo?
—Yo no sé nada de eso —replicó Brinn—. Yo sólo sé que atentó contra la vida de Cail.
Inesperadamente, Covenant gritó:
—¡No me importa! —Arrojó su vehemencia contra Brinn como si la hubiera arrancado materialmente de sí mismo—. ¡Ella me salvó! ¡Ella nos ha salvado a todos! ¿Crees tú que fue fácil? No voy a volverle la espalda a ella porque hizo algo que yo no comprendo.
—Ur-Amo —insistió Brinn.
—¡No! —La cólera de Covenant acarreaba tantas implicaciones de poder que hacía temblar la cubierta bajo los pies de Linden—. ¡Ya has ido demasiado lejos! —Su pecho se dilataba por el esfuerzo que hacía para controlarse—. En Andelain, entre los Muertos, Elena me habló de ella. Y dijo: «Cuídala, querido, para que al final pueda curarnos a todos». Elena —insistió—. El Ama Superior. Ella me quería, y por eso murió. Pero eso no importa. No voy a continuar por este camino. —Su voz vibraba bajo el esfuerzo que hacía para contenerse—. Puede que tú no confíes en ella. —Su medio puño insinuaba posibilidades de fuego a su alrededor—. Puede que ni siquiera confíes en mí. —No pudo contenerse y gritó—: ¡Pero por Dios, vas a dejarla en paz!
Brinn no respondió. Sus ojos planos parpadearon como si estuvieran cuestionando la salud mental de Covenant.
Instantáneamente, apareció una luz a punto de ser llama que bordeó la silueta del Incrédulo. Las marcas en su antebrazo brillaban como los colmillos que las habían producido. Su grito fue una conmoción de fuerza que hizo vibrar la atmósfera.
—¿Me oyes?
Brinn y Cail retrocedieron un paso como si el poder de Covenant les produjera miedo. Luego, juntos, se inclinaron hacia él en un saludo, como decenas de haruchai se habían inclinado cuando él regresó de la Laguna Brillante con el krill de Loric y su libertad en las manos.
—Ur-Amo —dijo Brinn en reconocimiento—. Te escuchamos.
Jadeando entre dientes, Covenant, apagó el fuego.
Al momento siguiente, Buscadolores apareció a su lado. La cara del Designado expresaba ansiedad y exasperación; y habló como si hubiera estado tratando de llamar la atención de Covenant durante algún tiempo.
—Portador del Anillo. Ellos te oyen. Todo aquel que habita la Tierra, te oye. Sólo tú careces de oídos. ¿No te he dicho una y otra vez que no debes levantar esa magia indomeñable? Eres un peligro para todos aquellos a los que crees amar.
Covenant se volvió hacia el elohim. Con el dedo índice de su media mano le tocó como si quisiera marcar el lugar donde iba a golpearlo.
—Si no vas a contestar preguntas —remarcó—, no me hables. Si tu pueblo hubiera tenido algún maldito escrúpulo, nada de esto hubiera ocurrido.
Por un momento, Buscadolores captó la ira de Covenant con su mirada amarilla. Luego, preguntó suavemente:
—¿Es que no preservamos tu alma?
No esperaba respuesta. Volviéndose con la dignidad de un viejo sentimiento, se dirigió al lugar de la proa que había escogido.
Covenant miró nuevamente a Linden. La urgencia hervía en él con más fuerza que nunca; y esto la forzó a mirarlo más directamente. Aquello no tenía nada que ver con Buscadolores o con el haruchai. Con sorpresa, ella se dio cuenta en aquel momento de que él nunca había considerado la posibilidad de permitir que ella fuera castigada. Estaba altamente afligido por lo sucedido a Ceer y Hergrom, casi loco de poder y veneno, asustado por lo que ella había hecho. Pero nunca había pensado castigarla.
Covenant no le dio tiempo para más consideraciones.
—Ven conmigo. —Dijo.
Su orden era tan absoluta como el haruchai. Se dirigió hacia el nuevo punto donde se unían las cubiertas de popa y proa. Pareció escoger aquel lugar para evitar que los oyeran… O para no ser un peligro para los mástiles y las velas.
Las poco agraciadas facciones de Encorvado expresaban alivio y aprensión en diferentes partes de su cara. La Primera levantó una mano hacia el sudor de zozobra que cubría su frente, y su mirada evitó a Linden como si eludiera comentar cualquier cosa que Giganteamigo hiciera o quisiera. A Linden le daba miedo seguirlo. Sabía instintivamente que aquella era su última oportunidad de rehusar, su última oportunidad de preservar las negaciones sobre las que había construido su vida. Pero la tensión de Covenant llegó hasta ella a través de la gris superficie sin sol de la cubierta de popa. Con nerviosismo, torturando sus muslos en cada paso, fue hacia él.
Por un momento, él no la miró. Se mantenía de espaldas a ella como si no pudiera soportar la visión de aquello en que se había convertido. Pero luego sus hombros se movieron y sus manos se unieron formando un nudo como el agarro de un estrangulador, y se volvió de cara a Linden. Su voz esparcía ácido cuando dijo:
—Ahora vas a explicarme por qué lo hiciste.
Ella no quería responder. La respuesta estaba en ella. Yacía en las raíces de su fase negra, lo sentía como el tormento que se clavaba en los nervios de su codo. Y esto la aterró totalmente. Ella nunca había admitido aquel crimen ante otros, ni nunca había otorgado a nadie el derecho a juzgarla. Lo que él sabía acerca de ella ya era bastante malo. Si hubiera podido usar su mano derecha, se habría cubierto la cara para bloquear la dura penetración y adivinación de su mirada. En un esfuerzo para resguardarse, gritó:
—Soy médico. No me gusta ver como muere la gente. Si no puedo salvarlos…
—No. —Hebras de magia indomeñable endurecían su tono—. Ese tipo de razonamiento no tiene valor para mí. Esto es demasiado importante.
Ella no quería responder. Pero lo hizo. Todos los sucesos y necesidades de la noche anterior se mezclaban en su pregunta y requerían ser contestados. La sangre de Ceer estaba en sus pantalones como la manifestación externa de otras manchas, de otras muertes. Sus manos habían estado cubiertas de sangre durante tanto tiempo que su tinte ya se había filtrado en su alma. Su padre la había marcado para la muerte. Y ella había probado que tenía razón.
Al principio, las palabras salían con lentitud. Pero luego adquirieron la fuerza de una posesión. Pronto estuvo completamente dominada por ellas. Se colocaron unas sobre otras hasta que se convirtieron en un chorro. Necesitaba pronunciarlas. Y durante todo el tiempo, Covenant la observaba con náusea en su rostro, como si todo lo que él había sentido por ella fuera enfermando lentamente dentro de él.
—Fue el silencio, —empezó diciendo Linden. Palabras débiles como los casi insignificantes golpes de martillo que podían eventualmente romper el granito—. La distancia. —Los elohim la habían puesto dentro de él como una cuña, rompiendo todo contacto necesario de sensación y conciencia, acción e impacto—. La distancia estaba en mí. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía lo que ocurría a mi alrededor. Pero parecía incapaz de tomar una decisión. Yo no sabía cómo, ni incluso por qué, aún respiraba.
Rehuía la mirada de Covenant. La noche anterior había vuelto a ella, oscureciendo el día y dejándola sin luz y sola en la devastación en que había convertido su vida.
«Estábamos tratando de escapar de la Fortaleza de Arena, y yo intentaba al mismo tiempo salir de mi silencio. Tenía que empezar desde el principio. Tenía que recordar cómo era la vida en aquella vieja casa que tenía un desván, los campos y la luz del sol, y mis padres buscando ya la forma de morir. Luego mi padre se cortó las muñecas. Después de aquello, parecía no haber diferencias entre lo que estábamos haciendo y lo que yo recordaba. Estar en el muro de arena era exactamente lo mismo que estar con mi padre».
Y la hiel de su madre había agriado la sangre en sus venas. Al perder a su marido, siendo tan egoístamente abandonada por él, la mujer había perdido aparentemente su capacidad de resistencia. Había sido forzada a vender su casa por el derrumbamiento financiero de su marido y por las facturas del hospital de Linden; y aquello le había afectado como una derrota fundamental. No había disminuido su fervor por su iglesia. Por el contrario, le había transferido gran parte de su dependencia. Aunque sus cheques de la asistencia social hubieran podido cubrir sus necesidades suficientemente, ella había conseguido el apartamento de un miembro de la iglesia, a cambio de trabajos domésticos y otros trabajos que ella efectuaba con tremenda autocompasión. Los servicios y actos sociales de la iglesia eran utilizados por ella como oportunidades para obtener cualquier ayuda concebible. Pero su amargura se había convertido ya en algo inaguantable.
Por un proceso casi tan milagroso como una resurrección, había transformado a su marido en un santo que había sido llevado a la muerte por la cruel e inexplicable carga de una hija que exigía amor pero no lo daba. Esto le ayudó a figurarse que también ella era una santa y a considerar como virtud el resentimiento emocional que sentía contra su hija. Y aún no era suficiente. Nada era suficiente. Virtualmente, cada penique que recibía lo gastaba en comida. Comía como si su hambre física fuera el símbolo y demostración de su agravio espiritual, de la desnutrición de su alma. A veces Linden no hubiera ido adecuadamente vestida sin la caridad de la iglesia que ella había aprendido a abominar, vindicando así los sentimientos de su madre hacia ella. Increpada y afirmada por el hecho de que su hija no vistiera más que ropas de segunda mano, la madre elevaba su propia ineficacia a la altura de la santidad.
La historia quemaba en boca de Linden; una amarga oscuridad que parecía brotar del mismo centro de su corazón. Sus ojos ya habían empezado a enrojecerse con el anticipo de las lágrimas, pero ahora estaba decidida a pagar la totalidad del precio. Era lo justo.
«Supongo que yo lo merecía. Yo no era precisamente fácil de contentar. Cuando salí del hospital, había cambiado por dentro. Era como si quisiera demostrar al mundo que mi padre estaba en lo cierto, que nunca lo había querido. Ni a él ni a nadie. Por alguna cosa, empecé a odiar a aquella iglesia. La razón que me di a mi misma fue que de no haber sido mi madre tan beata, hubiese estado en casa aquel día en que mi padre se suicidó. Pero ella no habría podido ayudarle a él. Ni podía ayudarme a mí. La verdadera razón era que la iglesia la apartó de mí y yo era una niña y la necesitaba.
»Por tanto empecé a actuar como si no necesitara a nadie. Ni a ella ni a Dios. Ella probablemente me necesitaba a mí tan imperiosamente como yo a ella, pero mi padre se había suicidado como si hubiera querido castigarme a mí personalmente, y yo no podía ver nada acerca de las necesidades de mi madre. Creo que yo tenía miedo de que si me permitía quererla, o al menos actuar como si la quisiera, también ella se suicidaría.
»Debí volverla loca. Nadie tenía que haberse sorprendido cuando contrajo el cáncer.
Linden quería abrazarse a sí misma, confortarse de alguna forma de la angustia visceral que le producían sus recuerdos. Pero la mano derecha y el antebrazo le fallaron. Recuerdos de enfermedad atormentaron su carne. Se esforzó en encontrar el tono alejado y severo con que le había hablado a Covenant de su padre; pero la enfermedad se le mostraba demasiado vividamente para lograrlo. Una especie de sofocación parecía surgir en la profundidad de sus pulmones.
«Pudo haber sido tratado. Extirpado quirúrgicamente, si se hubiese detectado a tiempo. Pero el doctor no la tomaba en serio. Era un saco de gemidos. El síndrome de la viudedad. Después, cambió de idea, y la llevó al hospital para que fuera operada. Pero el melanoma ya se había metastificado. Ya no había nada que hacer con ella, excepto dejarla allí hasta que muriera.
Jadeó involuntariamente cuando recordó que el mes anterior a su muerte, reviviendo la forma en que su madre boqueaba en los espesos fluidos que la invadían produciéndole una lenta estrangulación. Estaba en el lecho del hospital como si las únicas partes de ella que permanecían vivas fueran la respiración y la voz. Pesados pliegues de carne se hundían contra el colchón como si hubieran sido separados de los huesos. Sus miembros yacían pasivos e inútiles. Pero cada aspiración de aire era una sibilante y tortuosa invocación de la muerte. Y su voz seguía recriminando los pecados de su hija. No trataba de captar a su hija para la iglesia. Había llegado a necesitar aquella negación, a depender de ella. Su protesta en contra era su única contestación al terror. ¿De qué otra forma podía estar segura de que clamaba por el amor de Dios?
«Era verano. —El recuerdo se posesionó de Linden. No era consciente de lo que ocurría en el barco gigante, de las nubes que cubrían el cielo como una mortaja—. Yo no asistía a la escuela. No había ningún otro lugar donde yo pudiera ir. Y ella era mi madre. —Las palabras no podían comunicar la aflicción de una muchacha de quince años—. Ella era todo lo que me quedaba. La gente de la iglesia se ocupaba de mí por la noche; pero durante el día no tenía nada más que hacer. Me pasé un mes con ella. Oyéndola lamentarse y quejarse como si todo fuera culpa mía.
»Los médicos y las enfermeras no le hacían caso. Le daban medicamentos y oxígeno, y la lavaban dos veces al día. Pero después de todo esto, ya no sabían qué más hacer con ella. No se permitían dedicarle más cuidados. Yo estaba siempre a solas con ella, escuchando sus acusaciones. Era su manera de rogar. Las enfermeras debieron pensar que quería ayudar, o que aquel trabajo no podían realizarlo ellas, y me lo pasaron a mí. Me dieron cajas y cajas de gasa, diciéndome que la secara cuando fuera necesario. El sudor. Y la baba que saliera de su boca, ya que no tenía suficiente fuerza para toser. Tenía que estar sentada a su lado. Bajo todo aquel peso, ella era sólo un esqueleto. Y su respiración… El fluido corrompía sus pulmones. Aquello me ponía enferma. —Un hedor como el vaho gangrenoso del viejo cuya vida había salvado en Haven Farm—. Las enfermeras me llevaban comida, pero yo la tiraba en el retrete.
Sé fiel.
«Ella ya no quería mirarme, y yo no podía lograr que me mirara. Cuando trataba de hacerlo, o apartaba los ojos o los cerraba, y empezaba a decir:
—Oh, Dios, por favor, déjame morir.
Al cabo de un mes la niña tomó aquella frágil vida en sus propias manos. La aflicción y la culpabilidad la habían cubierto más completamente que toda la sangre de Ceer, la habían manchado más íntimamente, ultrajado de manera más fundamental. Había necesitado fortaleza para emprender cualquier clase de acción, para crear cualquier forma de defensa. Y porque su mente consciente carecía de fuerza, el ansia oscura inherente a ella desde la muerte de su padre creció en su interior. De todas formas tú nunca me has querido. Creció a partir del suelo de madera del desván, vomitando el aborrecimiento de toda su vida por su amplia y burlona boca. La boca de su padre, que debería haberse abierto al dolor o al amor. Mientras contemplaba a su madre, las tinieblas habían aparecido como una visión de pesadilla, con una forma determinada, precisa e incuestionable, no en la mente de Linden, sino en sus manos, para que su cuerpo supiera lo que quería hacer mientras su cerebro sólo fuera apto para observar y llorar; sin posibilidad de prevenir, controlar, ni incluso elegir. Había estado llorando con violencia, pero sin sonido. No se atrevía a emitir ningún sollozo que pudiera ser oído por las enfermeras, que la traicionara. Apenas había visto lo que estaba haciendo cuando sacó los tubos de oxígeno de la nariz de su madre. Dentro de ella, las tinieblas habían empezado a escarnecerla. Reían codiciosamente ante la perspectiva de sustento. La muerte era poder. Poder. La fuerza para obligar a las gargantas de aquellos que la habían acusado a tragarse sus acusaciones. ¿No eres tú maldad? Derramando las lágrimas que la habían acompañado toda su vida y nunca la dejarían, nunca serían olvidadas, empezó a introducir trozos de gasa, uno a uno, en la boca de su madre.
«Al menos aquello la obligó a mirarme. —Covenant era un borrón ante su vista; pero sintió que él la contemplaba como si estuviera siendo desgarrado por sus palabras—. Trató de detenerme, pero no tenía el suficiente vigor. No podía siquiera levantar su propio peso para detenerme.
»Luego todo terminó. Y no tuve que respirar más aquel aliento. —Ya no temblaba. Algo dentro de ella había partido—. Cuando estuve segura, proseguí como si hubiera planeado exactamente todo lo que estaba haciendo. Quité las gasas de su boca y las tiré al inodoro. Luego volví a colocarle los tubos de oxígeno en la nariz. Y, finalmente, llamé a las enfermeras para decirles que creía que mi madre había dejado de respirar.
La cubierta se inclinó tanto bajo sus pies, que estuvo a punto de derribarla. Pero luego el Gema de la Estrella Polar se estabilizó, haciéndola que recobrara el equilibrio. Sentía sus ojos tan ardientes como el fuego que se extendía desde su hombro derecho, mordiendo sus nervios hasta sumergirlos en la insensibilidad que yacía bajo su codo. Ahora las emanaciones de Covenant eran tan notorias que no podía dejar de percibirlas. El la miraba con dolorido reconocimiento, como si él y el barco gigante hubieran sido desarbolados a la vez. A través de sus lágrimas vio que incluso su leprosidad y su veneno eran preciosos para ella. Eran los defectos, las necesidades que le hacían a él honesto y deseable. El quería gritar algo a ella, o contra ella. No sabía qué. Pero todavía no había terminado.
«Le di lo que quería. Yo le di exactamente lo que quería.
»Y eso era maldad.
El inició una protesta como si sintiera más angustia de la que ella se había permitido sentir. Linden le cortó:
«Esta es la razón de que yo no quisiera creer en la maldad. No deseaba verme desde ese ángulo. Y rehusaba conocer tus secretos para no tener que contarte los míos.
»Pero esta es la verdad. Yo le quité la vida. Yo le quité la oportunidad de que encontrara su propia respuesta. La oportunidad de que hubiera ocurrido un milagro. Le arrebaté su humanidad. —Nunca había dado por terminado aquello. No había expiación en el mundo para lo que había hecho—. Por mi culpa, la última cosa que sintió en su vida fue terror».
—No. —Covenant había estado tratando de detenerla—. Linden. No. No te culpes hasta ese punto. —Estaba agotado. Cada línea de su silueta era una súplica a ella a través de la piedra de la cubierta—. Eras sólo una niña. No sabías qué hacer. No fuiste sola. Todos llevamos dentro al Amo Execrable. —Era la llamada de un leproso para los heridos y los solitarios—. Y tú me salvaste. Tú nos salvaste a todos.
Ella movió la cabeza.
—Yo tomé posesión de ti. Tú te salvaste solo. —El había permitido a los elohim vaciar su mente y su voluntad hasta que sólo quedó la adjecta e insoportable letanía de su enfermedad. Había aceptado aquella carga en nombre de su compromiso con el Reino, de su determinación a combatir al Despreciativo. Y ella se había rendido enteramente, despertando los peores horrores de su pasado, para mostrárselos. Pero no veía ninguna virtud en ello. Había hecho tanto como cualquier otro para conducir a Covenant a su difícil situación. Y había ayudado a crear las condiciones que la habían forzado a violarlo—. Toda mi vida… —sus manos temblaban— he tenido a las tinieblas bajo control. De una forma o de otra. Pero tuve que abandonarlo todo para adentrarme en ti lo que fuera necesario. Y no me quedó nada para Ceer. —Severamente concluyó—, debiste permitir que Brinn me castigara.
—No. —Su negación fue un ardiente susurro que pareció saltar al espacio que había entre ellos, como una chispa de poder. La cabeza de Linden se apartó bruscamente hacia atrás. Le vio con toda claridad, mirándola como si su sinceridad significara más para él que cualquier muerte. Desde las profundidades de su propio auto-juicio, afirmó—: No me importa lo de tu madre. No me importa que me poseyeras. Tenías una buena razón. Y ésta no es toda la historia. Has salvado la Búsqueda. Tú eres la única mujer que conozco que no siente miedo de mí. —Sus brazos hicieron un movimiento que fue como un abrazo frustrado desde el principio por la inseguridad y la vergüenza—. ¿No comprendes que te quiero?
¿Amor? La boca de Linden trató de formar la palabra, sin conseguirlo. Con aquella declaración, él lo cambiaba todo. En un instante, su mundo pareció volverse distinto de lo que era. Adelantándose, lo miró de frente. El estaba pálido de agotamiento, dolido por la presión de su condena. El viejo corte de cuchillo marcaba el centro de su manchada camisa como el golpe de fatalidad. Pero su pasión resonaba en la dimensión interna de su oído; y de súbito ella se encontró viva y temblando. El no había intentado apartarla. Los esfuerzos que hacía para alejarse no estaban dirigidos contra ella, sino contra sí mismo. El estaba lleno de veneno y lepra; pero ella admitía aquellas cosas, las aceptaba. Antes de que él pudiera retroceder, ella lo rodeó con su brazo izquierdo y levantó el derecho tan alto como pudo para sujetarlo.
Durante un momento, luchó contra sí mismo, manteniéndose rígido e inflexible en su abrazo. Pero luego se rindió. Sus brazos se cerraron alrededor de ella y su boca bajó hacia la de Linden como si él estuviera derrumbándose.