El padre de la niña
Durante la noche se inició una borrasca como reacción contra la calma anterior. Las ráfagas dirigieron el aromona hasta que pareció que tomaba directamente el camino hacia el este como una orca cansada. Pero esta impresión era falsa. Los mástiles estaban vivos con lonas, cabos y gigantes, y el Gema de la Estrella Polar se movió a través de las olas como una veloz ballena.
Durante cuatro días una sucesión de pequeñas tormentas azotaron la región, permitiendo a los tripulantes del barco muy poco descanso. Pero Linden apenas notaba las alteraciones del tiempo, hubiera viento, lluvia o calma. Inconscientemente se iba acostumbrando a la música de fondo de la arboladura, al ritmo de la proa en el mar, a las vibraciones de la piedra y al balanceo de las linternas y los catres. A intervalos inesperados, los gigantes le daban muestras de agradecimiento por lo que había hecho, y su efusión arrancaba lágrimas de sus ojos; pero su pensamiento estaba en otra parte. La escasa recuperación que había logrado en cortos períodos de sueño y comidas esporádicas, la estaba gastando en la observación de Thomas Covenant. Ahora sabía que iba a vivir. Aunque no había dado signos de conciencia, la diamantina estaba vivida en él; antiveneno, febrífugo y roborante en una sola cosa. Dentro del primer día, la hinchazón se había reducido en su lado derecho y en su brazo, dejando una marca de profundo jaspeado negro y amarillo, pero sin ningún signo de permanencia del mal. Sin embargo, no había despertado. Y ella no trató de meterse dentro de él, ni para obtener información ni para forzarlo a volver en sí. Temía que la enfermedad estuviera aún trabajando en su mente, exigiendo su peaje a la salud mental que todavía pudiera poseer; pero no estaba segura. Si su mente se estaba curando al mismo tiempo que su cuerpo, no tenía razón ni excusa para violar su intimidad. Y si por el contrario la corrosión permanecía en su mente llevándolo a la locura, necesitaría mucha más fuerza de la que poseía en aquel momento para sobrevivir a la confrontación.
El veneno estaba todavía en él. Porque ella lo había conducido hasta el borde de la autodestrucción. E incluso entonces lo había expuesto aún más por el bien de otros. Pero también ella lo había sacado de aquella situación. De alguna manera, a través de su delirio y muerte aparente, la había reconocido… y confiado en ella. Era suficiente. No obstante la continuada vulnerabilidad a que lo sometía su sopor era más de lo que ella podía soportar; por tanto se fue para atender al gigante herido.
Su nombre era Tejenieblas, y su fortaleza le pareció asombrosa. Su propio agotamiento por la falta de descanso, su tensión interna y el ardor de sus enrojecidos ojos a causa del aire salado, hacían que le pareciera más saludable de lo que era ella misma. En el segundo día de la borrasca sus constantes ya se habían estabilizado hasta el punto que ella pudo intentar la colocación de sus costillas fracturadas. Guiando a Furiavientos y Soñadordelmar mientras estos aplicaban tracción al torso de Tejenieblas, ella separó los huesos de sus pulmones para alinearlos debidamente de forma que pudieran soldarse sin producirle ninguna deformidad. El soportó el dolor con una feroz expresión en su cara y un frasco de diamantina; y cuando al final se quedó inconsciente Linden pudo escuchar que su respiración era más fácil.
La sobrecargo cumplimentó el éxito de la operación con un asentimiento, como si no hubiera esperado otra cosa de la Escogida, pero Cable Soñadordelmar la levantó y le dio un fuerte abrazo que casi mostraba envidia. La flexión de sus músculos de roble le hablaron a ella del gran deseo de curar que anidaba en el hermano del capitán, aumentado por la situación de la Tierra y por su propia desgracia. La cicatriz de su cara parecía palidecer y agrandarse bajo sus ojos.
En reconocimiento y simpatía, ella le devolvió su abrazo. Luego abandonó la cámara de descanso donde se hallaba Tejenieblas y regresó al lado de Covenant.
Avanzada la noche del tercer día de borrasca, empezó a despertarse.
Estaba demasiado débil para levantar la cabeza o hablar. Estaba demasiado débil para comprender dónde estaba, quién era ella o qué le había sucedido. Pero su mirada estaba libre de fiebre a pesar de la somnolencia que mostraba. El veneno había vuelto a su estado latente.
Sosteniéndole la cabeza, procuró que ingiriera la mayor cantidad posible de la comida y bebida que Cail había llevado para ella un poco antes. Inmediatamente después se sumió en un sueño más natural.
Por primera vez en muchos días, Linden entró en su propio camarote. Se había mantenido fuera de él como si todavía estuviera lleno de pesadillas; pero ahora sabía que la oscuridad había cesado, al menos temporalmente. Tendiendo su extenuación en la litera, se dispuso a descansar.
Durante el día siguiente, Covenant se despertó a intervalos, sin recobrar plenamente la consciencia. Cada vez que habría los ojos y trataba de levantar la cabeza, ella lo alimentaba. Después volvía casi inmediatamente a sus sueños. Pero apenas necesitaba su sentido de la salud para saber que se estaba fortaleciendo a base de sueño y alimento. Y esto le produjo un extraño alivio. Sentía que estaba vinculada a él simbióticamente, que las fuerzas de percepción y vulnerabilidad que había abierto no podían volverse a cerrar. Su recuperación la afectaba de muy distintas formas, más de las que podría nombrar.
Esto coartaba su perpetuo deseo de independencia, frustraba su estricta determinación de vivir sin depender de nadie, excepto de sí misma. Si alguna vez se hubiera permitido ser tan accesible a las necesidades y pasiones de cualquier otro ¿cómo podría haber sobrevivido al legado de sus padres? Y aún, paradójicamente, no deseaba verse libre de aquel hombre conflictivo. Los nudos que tenía dentro se aflojaron al ver que se estaba curando.
Al día siguiente, por la mañana temprano, volvió a alimentarlo. Cuando se durmió nuevamente, ella ascendió a la cubierta de popa y vio que la borrasca se había disipado. Un viento estable conducía al Gema de la Estrella polar suavemente a través de los mares. Sobre su cabeza las velas se curvaban como alas sobre el fondo azul del cielo, sin obstáculos.
Honninscrave la saludó desde el puente con un grito impregnado de orgullo. Luego le preguntó por Covenant. Su respuesta fue breve, casi dura, no porque la pregunta la turbara sino porque no sabía cómo manejar la insólita susceptibilidad de su respuesta. Algo dentro de ella quería reír de alegría en la brisa, en el claro brillo del sol y en el movimiento de las olas. El dromond contaba debajo de ella. Y sin embargo, inesperadamente sintió que estaba al borde de las lágrimas. Sus absurdas contradicciones la confundían. Ya no estaba segura de quién era.
Paseando por la cubierta de popa vio a Encorvado cerca del lugar donde Covenant había estado durante su crisis. Vain todavía permanecía en las inmediaciones. No se había movido desde la recuperación de Covenant, y Encorvado lo ignoraba. El deformado gigante llevaba una pesada losa de piedra sobre el hombro. En la mano del lado contrario portaba un caldero de piedra. Inducida en parte por la curiosidad y en parte por una creciente necesidad de hablar, Linden fue a ver lo que estaba haciendo. El parecía preocupado.
—Ah, Escogida —dijo como saludo, mientras se aproximaba; pero su mirada estaba distraída y su concentración se mostraba en sus cejas—. Me pillas en mi trabajo. —A pesar de su preocupación, le dedicó una sonrisa—. Sin duda habrás observado los trabajos que se realizan en el Gema de la Estrella Polar y habrás visto que cada gigante sirve a las necesidades del barco. Y también habrás notado que yo soy la excepción. Encorvado no sube a las velas, no maneja el timón, no trabaja en la cubierta ni toca ningún cabo. ¿Cuál es pues su trabajo entre esa brava compañía?
Su tono apuntaba al humor; pero su atención estaba en otra parte. Dejando en el suelo la piedra y el caldero, examinó las huellas de magia indomeñable que había en la cubierta; luego los daños causados en el tejado del comedor. Para llegar al tejado ascendió por una escalerilla que alguien había colocado allí con anterioridad.
—Bien —prosiguió mientras estudiaba el granito dañado—. Es fácil darse cuenta de que no soy apto para tales labores. Mi constitución no es apta para dirigir el timón. Me muevo sin celeridad por la cubierta o en la arboladura. En la cocina… —rió abiertamente—, mi estatura apenas llega a la altura de los hornillos y los estantes. Un gigante como yo no fue previsto por los que construyeron el Gema de la Estrella Polar. Y en lo que se refiere a operar con las velas y los cabos… —Con un asentimiento ante el estado del techo, o a sus pensamientos, volvió al caldero—. Ese no es mi trabajo.
Cogiendo el recipiente de piedra, removió el contenido con una mano y luego sacó una masa oscura que parecía alquitrán medio endurecido.
—Escogida —continuó mientras trabajaba la masa con ambas manos—, yo empleo este alquitrán. Este es mi trabajo que pocos gigantes y ninguno que no lo sea puede realizar sin peligro, ya que sin carne de gigante y arte de gigante, cualquier mano se volvía piedra. ¡Mira! —exclamó como si su trabajo le divirtiera.
Subido en la escalerilla empezó a moldear su masa como si fuera arcilla sobre la pared roía, junto al tejado. Con destreza la colocó hasta llenar la grieta siguiendo con exactitud la línea de la pared. Luego descendió. Sus poderosos dedos rompieron un trozo de la losa de piedra del tamaño de su mano. Sus ojos brillaban. Riéndose entre dientes, volvió al tejado. Con un gesto exagerado, como si se tratara de entretener a un gran público, colocó aquel trozo de piedra sobre la masa. En seguida retiró la mano.
Ante el asombro de Linden, el trozo de piedra parecía haber cristalizado el alquitrán. Casi instantáneamente, la masa se transformó en piedra. En el tiempo de dos latidos de corazón, el alquitrán se fundió con la pared, quedando restaurada en su totalidad como si nunca hubiera sido dañada. No podía verse ninguna señal que distinguiera la piedra nueva de la vieja.
La expresión de la cara de Linden arrancó una alegre carcajada de Encorvado.
—Tú observa e instrúyete —dijo, riéndose felizmente—. Este cuerpo curvado y malformado no es una buena muestra del espíritu que hay dentro. —En una peligrosa baladronada, extendió los brazos—. ¡Soy Encorvado el Valeroso! —gritó—. ¡Mírame y muérete de envidia!
Su alegría fue contestada por los gigantes que estaban por allí. Compartían su satisfacción y rieron de su cómica postura. Pero luego la voz de la Primera sonó entre las bufonadas y las risas.
—Seguro que eres valeroso —dijo; y por un instante, Linden confundió el significado de su tono. Parecía recriminar a Encorvado por su vanidad, pero una rápida mirada corrigió aquella impresión. Los ojos de la Primera brillaban con una mezcla de placer y oscuros recuerdos—. Y si no te bajas de esa percha —prosiguió—, te convertirás en Encorvado el Caído.
Nuevas risas se levantaron de la tripulación. Simulando perder el equilibrio, Encorvado descendió por la escalerilla. En su cara se reflejaba un deseo casi incontenible de bailar.
Pronto los gigantes volvieron a sus tareas y la Primera se retiró. Encorvado continuó su trabajo con más ímpetu. Reparó el techo en pequeñas secciones para que la masa no se desprendiera antes de que pudiera fijarla. Cuando terminó, el tejado estaba tan impecable como la pared. Luego dedicó su atención a las marcas de fuego que había a lo largo de la cubierta. Las reparó llenándolas de alquitrán, alisándolo luego y rematándolo con trozos de piedra. Aunque trabajaba deprisa lo hacía con tanta precisión como un cirujano.
Sentada, apoyándose en la pared exterior del comedor, Linden le observaba. Al principio, sus logros le parecieron maravillosos; pero gradualmente su impresión adquirió otro matiz. El gigante era como Covenant, dotado de poder, extrañamente capaz de curarse. Y Covenant era la pregunta a la cual no había hallado respuesta.
De una manera casi perversa, aquella pregunta parecía ser la misma que tanto la había atormentado. ¿Por qué estaba ella allí? ¿Por qué Gibbon le había dicho: Estás siendo forjada como es forjado el hierro para lograr la ruina de la Tierra, y luego le había inflingido aquel castigo para convencerla de que decía la verdad? Sintió como si hubiera estado toda la vida tratando de responder a esta pregunta sin lograrlo.
—Ah, Escogida. —Encorvado había terminado su trabajo. Se enfrentó a ella con los brazos en jarras y reflejos de su incertidumbre en los ojos—. Desde que te vi por primera vez en el maldito Llano de Sarán, no he sido testigo de ninguna iluminación en tu espíritu. Corres de la oscuridad a la oscuridad sin que nunca llegue el amanecer. ¿No estás contenta con la recuperación de Covenant Giganteamigo y con la de Tejenieblas, salvamentos que nadie más hubiera podido conseguir? —Sacudió la cabeza y arrugó la frente. Luego bruscamente fue a sentarse junto a la pared, cerca de ella—. Mi pueblo tiene un proverbio. ¿Quién no lo tiene en este sabio y contemplativo mundo? —La miraba con cara seria si bien los extremos de su boca se elevaban—. Se dice entre nosotros: «Una puerta sellada no deja pasar la luz». ¿Es que no vas a hablarme? Ninguna mano puede abrir esa puerta excepto la tuya.
Linden suspiró. Su oferta la había conmovido. Pero estaba tan llena de cosas que no sabía decidir cuáles de ellas debía escoger.
—Dime que hay una razón —dijo tras pensar un momento.
—¿Una razón? —se extrañó él.
—Algunas veces… —Linden buscaba la manera de expresarlo—. El es la razón de que yo esté aquí. O fui arrastrada detrás de él por accidente, o se supone que debo hacer algo por él, —y recordando al viejo de Haven Farm movió la cabeza como asintiendo, al mismo tiempo que añadía—: No sé, no tiene sentido para mí, pero algunas veces cuando estoy allí sentada observándole, la posibilidad de que muera me aterra. Tiene tantas cosas que yo necesito. Sin él, yo no tengo razones aquí. Nunca pensé que pudiera encontrarme… —Linden se pasó la mano por la cara, luego la dejó caer, permitiendo deliberadamente que Encorvado viera tanto de ella como le fuera posible—, encontrarme tan desgraciada sin él.
«Pero es más que eso. —Su garganta se cerró a lo que estaba pensando. ¡No quiero que muera!—. No sé cómo ayudarle. De verdad, no lo sé. Tiene razón en lo del Amo Execrable y el peligro que representa para el Reino. Alguien tiene que hacer lo que él está haciendo. Para que el Mundo entero no se convierta en un campo de juego para Delirantes. Yo lo comprendo. Pero ¿qué puedo hacer yo? No conozco este mundo como él lo conoce. Yo nunca he visto las cosas que le hicieron enamorarse del Reino hace muchos años. Nunca he visto el Reino sano.
»He tratado de ayudar. Dios me libre, he tratado incluso de aceptar las cosas que puedo ver cuando nadie más las ve y por todo ello creo que me estoy volviendo loca. Pero no sé cómo compartir su compromiso. No tengo el poder de hacer algo. —Poder, sí. Durante toda su vida había querido poder. Pero su deseo de él había nacido en la oscuridad, uniéndose allí más íntimamente que cualquier matrimonio entre corazón y voluntad—. Excepto tratar de mantenerlo vivo y esperar que no llegue a cansarse de arrastrarme tras de sí. No creo que en mi vida haya hecho nunca nada excepto negar. Yo no me convertí en médico porque quisiera que la gente estuviese sana y viva. Lo hice porque odio a la muerte».
Ella pudo haber continuado. Allí, a la luz del sol, con la piedra caliente debajo de ella y la brisa en su pelo, la gentileza de Encorvado a su vera, pudo haber arriesgado sus secretos. Pero cuando hizo una pausa, el gigante habló en el silencio.
—Escogida, te escucho. En ti hay duda, temor y preocupación. Pero esas cosas pasan también por otro nombre que tú no pronuncias. —Cambió de posición tratando de enderezarse tanto como su espalda torcida se lo permitía—. Soy un gigante y deseo contarte una historia.
Ella no respondió. Estaba pensando que nadie le había hablado con la simpatía de Encorvado.
Por un momento, él empezó diciendo:
—Seguramente habrá llegado a tus oídos que soy el esposo de la Primera de la Búsqueda, a quien yo llamo Martilla Pintaluz. —Ella asintió—. Esta es una historia digna de ser contada.
«Escogida, —empezó—, primero debes comprender que los gigantes somos un pueblo de escasa reproducción. Es raro entre nosotros que alguna familia llegue a tener tres hijos. Por tanto, nuestros hijos son preciosos para nosotros; siempre son un tesoro para todos los gigantes, incluso uno como yo mismo, que nací enfermo y malformado como un augurio de la Visión de la Tierra que iba a llegar. Pero también somos un pueblo de larga vida. Nuestros hijos son todavía niños cuando han llegado a una edad como la tuya. Por tanto nuestras familias pueden tener una esperanza de vida que se puede medir más fácilmente por décadas que por años. Así los lazos entre padres e hijos, generación tras generación, son a la vez íntimos y duraderos, tan vitales entre nosotros como un matrimonio.
»Esto debes tenerlo en cuenta para comprender que mi Pintaluz ha sido dos veces afligida.
Colocaba sus palabras cuidadosamente en la luz del sol como si fueran delicadas y valiosas.
«La primera pérdida fue muy triste. La vida de Ola de Espumadelmar, su madre, acabó en el parto, lo cual ya es en sí mismo un triste suceso, puesto que siendo nuestro pueblo tan poco procreador somos fuertes y tal pérdida es muy rara. Por tanto, ya desde el principio, mi Pintaluz no tuvo el amor de la madre, que todos hemos tenido. Así que creció en un ambiente de mayor rigidez, rigidez que algunos tacharon de excesiva, y que se debió a su padre Cara de Puñofurioso. Cara de Puñofurioso era por entonces el capitán de un barco gigante, llamado con orgullo “Danzarín de las Olas” y su anhelo de la sal le llevó a menudo lejos de su hija, que creció tan frágil y dulce que cualquiera que la conocía se quedaba prendado de ella. Y también era el vivo recuerdo de Espumadelmar, su esposa. Por tanto, en cuanto pudo, se la llevó con él ya de muy joven en todos los viajes y creció con la cubierta levantándose bajo sus pies y la sal prendida en su cabello como gemas.
»En aquel tiempo —Encorvado dedicó una breve mirada a Linden y luego la devolvió a las lejanías del cielo y de su historia— yo trabajaba en el Danzarín de las Olas. Así que Pintaluz llegó a ser para mí tan conocida que su cara era la luz de mis ojos y su sonrisa la risa de mi garganta. Sin embargo, ella no me hacía mucho caso. ¿No era todavía una niña? ¿Qué significado podía tener para ella un lisiado de poca edad? Vivía en el gozo de su padre y el amor del barco, y a mí sólo me consideraba como un gigante entre muchos otros, más claramente vinculados a su padre. Con ello me contentaba. Era mi suerte. Una mujer, y más exactamente, una niña, mira a un lisiado con lástima y amabilidad, o quizá incluso con amistad, pero no con deseo.
»Luego llegó el día, tal como suele ocurrir al final con todos los barcos, en que el Danzarín de las Olas entró con mala fortuna en el Muerdealmas.
»Digo mala fortuna, Linden Avery, porque así creo que fue. El Muerdealmas es un mar peligroso e impreciso. No hay carta de navegación que lo describa con seguridad. Pero Puñofurioso obró por su cuenta, ignorando las cartas. Y la aventura nos llevó por el camino equivocado, creciendo la confusión al mismo tiempo que crecía su propia furia.
»Era la época de temporales en el Muerdealmas. Y el agua era tejida por vientos cruzados, soplando contra el Danzarín de las Olas en todas direcciones. No había vela que pudiera servir, y el dromond fue arrastrado hacia el sur, a una zona de arrecifes y peligros conocida como los Dientes del Muerdealmas.
»Sin ayuda ni esperanza, fuimos empujados hacia los Dientes. A medida que nos aproximábamos a esa región, Puñofurioso en su desesperación mandó plegar las velas. Pero solamente tres pudieron serlo. Y solamente la Gratoamanecer aguantó. Las otras volaron a trozos de sus mástiles. Pero aún la Gratoamanecer nos salvó, por más que Puñofurioso no la hubiera creído; porque se sentía cogido en la red de su destino y no veía posibilidades en ninguna de las alternativas; sólo el desastre.
»Dando vueltas entre los vientos fuimos a parar a los Dientes del Muerdealmas.
La narración de Encorvado transportaba a Linden a aquellos lugares. Parecía sentir como se levantaba una tormenta detrás de la luz del sol, acumulándose precisamente fuera de la vista como un revés imprevisto.
«Fuimos afortunados en nuestro camino. Afortunados porque la vela aguantó. Y afortunados porque no llegamos al centro de los Dientes. En aquel lugar, con tantos arrecifes, seguramente el Danzarín de las Olas se hubiera quedado reducido a grava. Pero chocamos con el primer escollo, quedando inmovilizados. Mientras tanto el Muerdealmas nos vapuleaba con todas sus fuerzas.
»En aquel momento, la vela cogió otro viento de distinta dirección. Su fuerza nos levantó del escollo lanzándonos a la corriente favorable antes de que la vela se rompiera. De esta forma pudimos salir del peligro de los Dientes, Sin embargo, habíamos sufrido serios daños. Por la inclinación del dromond supimos que el escollo había abierto una brecha en nuestro casco. Un barco de piedra en estas condiciones no es apto para flotar. Temamos bombas. Pero no eran suficientes.
»Puñofurioso me gritó órdenes, pero casi no pude oírlas y no tenía idea de cuáles eran sus intenciones. ¿Qué necesidad tenía yo de órdenes en aquellas circunstancias? La piedra del Danzarín de las Olas se había agrietado y la restauración de la piedra era mi trabajo. Deteniéndome sólo el tiempo necesario para recoger el alquitrán y la piedra selladura, me fui abajo.
Su tono parecía más concentrado y vivido ahora, refiriéndose al objeto más que al detalle de su historia.
»Fui hacia la rotura pero no pude acercarme mucho. Aunque el agujero no era mayor que mi pecho, la fuerza del agua podía más que yo, y fui lanzado violentamente por la furia del Muerdealmas. Era imposible mantenerse cerca del agujero. Y mucho menos aplicar el alquitrán. El mar dentro del Danzarín de las Olas había alcanzado ya mi cintura. Y no me seducía una muerte así bajo las cubiertas, cerca de los Dientes del Muerdealmas sin ganar nada a cambio.
»Pero cuando más allá de toda razón o esperanza me esforcé a enfrentarme con la rotura, comprendí la importancia de las órdenes de Puñofurioso. Ante mi asombro, la entrada de agua se detuvo. Y en su lugar, vi el cuerpo de Cara de Puñofurioso cubriendo el agujero. Llevado de su extrema furia y valor, se había echado al agua, buceando hasta encontrar la rotura. Y con su propia carne me dio la oportunidad de trabajar.
«Oportunidad que yo aproveché. Con terrible presteza llené la cavidad con alquitrán, aplicando luego la piedra, pensando desesperadamente en mi responsabilidad de tapar el hueco antes de que Puñofurioso tuviera necesidad de respirar. Si iba lo suficientemente rápido aún podría tomar aire a tiempo.
El corte de su voz llevó la mirada de Linden hacia él. Revivía realmente su historia. Sus puños estaban cerrados.
—¡Loco! —se dijo a sí mismo.
Pero un momento después respiró profundamente, y apoyó su espalda en la pared del comedor.
—Sin embargo, aun siendo un loco, hice lo que era preciso hacer por el dromond y por mis compañeros. Con alquitrán y piedra selladura reparé el desperfecto. Y al hacerlo incrusté a Puñofurioso en el Danzarín de las Olas. Mi masilla tocó su pecho al aplicar la piedra, y quedó pegado a ella.
Encorvado suspiró.
«Los gigantes bucearon para rescatarle. Pero no pudieron arrancarlo del granito. Murió en sus manos. Y cuando finalmente el Danzarín de las Olas se hizo al mar libre, al mejorar el tiempo, permitiendo a los buceadores trabajar con más facilidad, los peces se lo habían llevado todo, excepto los huesos incrustados.
Con un esfuerzo, se volvió hacia Linden, permitiéndole ver la aflicción reflejada en su mirada.
«No te ocultaré la gran inculpación que sentí por la muerte de Cara de Puñofurioso, pero tú me sobrepasas y has salvado a Tejenieblas y aún no has perdido a Giganteamigo. Durante un tiempo que se prolongó hasta más allá del fin de aquel viaje, no podía mirar a la cara de Pintaluz. —Gradualmente su expresión se suavizó—. Y sin embargo un extraño fruto creció de la semilla del fin de su padre, y de mi participación en aquella pérdida. Después de su desolación, gané un lugar en sus ojos, pues ¿no habíamos salvado entre su padre y yo a muchísimos gigantes a los cuales ella amaba? Ella me vio, no como yo me veía a mí mismo, no como a un lisiado a quien había que echarle la culpa, sino más bien como a un hombre que había dado un sentido a la muerte de su padre. Y en sus ojos aprendí a dejar de lado mi sentimiento de culpabilidad.
»A1 perder a su padre, había perdido también su afición a navegar. Por tanto, dejó el mar. Pero todavía existía en ella un anhelo nacido del golpe que había sufrido en lo más hondo de su corazón. Cuando el espíritu no ha muerto, una gran pérdida enseña a hombres y mujeres a desear grandes cosas, tanto para ellos mismos como para otros. Y el espíritu no había muerto, aunque probablemente se había oscurecido y templado. Por tanto ella permaneció entre nuestro pueblo como el hierro permanece entre la piedra. —Ahora estudiaba las reacciones de Linden, como si no estuviera seguro de su aptitud para escuchar lo que él estaba diciendo—. Su anhelo derivó hacia el dominio de la espada. —Su tono era serio pero no desdibujaba la sonrisa en sus ojos—. Y de mí».
Linden sintió que no podía prestarle su atención completa. Quizá, en realidad, no le había escuchado o no captaba las razones que él pudiera tener para contarle aquella historia. Pero lo que había oído le asestó un profundo golpe. El suicidio de Puñofurioso contrastaba penosamente con su propia experiencia y marcaba las diferencias entre ella y la Primera: dos hijas que habían heredado muerte en formas divergentes.
Además, la voluntad de Encorvado de mirar honesta y abiertamente al pasado situaba el subterfugio de la historia de Linden en un lugar vergonzoso. Ella también tenía recuerdos de desesperación y locura. Pero él revivía los suyos y salía de todos ellos con más gracia de la que Linden podía concebir…
Encorvado esperaba que hablara, pero ella no podía. Era demasiado duro. Todas las cosas que necesitaba la empujaban a levantarse y dirigirse casi involuntariamente al camarote de Covenant.
No tenía una idea clara de lo que pensaba hacer. Pero Covenant había salvado a Joan del Amo Execrable. La había salvado a ella misma, de Marid, de Sivit na-Mhoram-wist, del Delirante Gibbon, de la fiebre del Sol Ban y del Acechador del Sarán. Y todavía parecía incapaz de salvarse a sí mismo. Necesitaba una explicación de él. Algo que pudiera aminorar su angustia.
O tal vez, una oportunidad para explicarse ella misma. Sus fracasos estuvieron a punto de matarlo. Necesitaba que él la comprendiera. Descendió al primer nivel y se dirigió, por debajo de la cubierta, hacia el camarote de Covenant. Pero antes de que llegara, la puerta se abrió y salió Brinn. La saludó con la cabeza. El lado de su cuello mostraba los vestigios de la curada quemadura que había recibido de Covenant.
—El ur-Amo desea hablar contigo —le dijo.
Habló como si su rectitud natural y su retorcida incertidumbre fueran enteramente independientes una de otra.
Para que no la viera titubear, entró directamente al camarote. Pero allí se detuvo, abatida por el destemplado estado de nervios que le producía su angustia. Covenant se hallaba en la litera; su debilidad estaba escrita en la palidez de su frente, en su blanda reclinación. Pero pudo percibir a la primera ojeada que el color de su piel habría mejorado. Su pulso y su respiración se mantenían estables. La luz del sol que entraba por el portillón abierto se reflejaba lúcidamente en sus ojos. Se estaba recuperando bien. En un día o dos podría levantarse de la cama.
El gris de su cabello parecía más acentuado, dándole aspecto de vejez. Pero el incontrolado crecimiento de su barba no podía esconder las cinceladas líneas de su boca ni la tensión de sus hundidas mejillas. Durante un momento se miraron, luego el flujo de su desaliento la indujo a apartar la vista. Quería acercarse a la litera, tomarle el pulso y examinar su brazo y su espinilla, su temperatura, tocarle como médico, si no podía llegar a él de otra forma. Sin embargo su abatimiento la mantuvo quieta.
—He estado hablando con Brinn, —dijo Covenant bruscamente. Su voz era ronca y débil, y conllevaba un poco de odio, deseos y duda—. Los haruchai no son muy buenos conversadores, pero le he sacado todo lo que he podido.
En seguida sintió que crecía la rigidez en su cuerpo como si esperara un ataque.
—¿Te ha contado que por poco te dejo morir?
Ella leyó su respuesta en las profundas líneas de alrededor de sus ojos. Quería detenerse allí, pero la presión que crecía en ella era demasiado fuerte. ¿Qué le habría contado Brinn sobre ella? No sabía cómo salvarse de lo que venía. Secamente prosiguió: —¿Te ha contado que pude ayudarte cuando fuiste mordido por primera vez? ¿Antes de que el veneno entrara realmente en tu cuerpo, y que no lo hice?— El trató de interrumpirla, pero ella siguió hablando. —¿Te ha contado que la única razón de que cambiara de idea fue porque la Primera iba a cortarte el brazo? ¿Te ha contado…— su voz se endureció aún más —que traté de poseerte? ¿Y que eso fue lo que te forzó a tu propia defensa, ya que nosotros no podíamos llegar a ti? ¿Y que por esta razón llamaron al Nicor?— Una furia inesperada raspó su garganta. —Si yo no me hubiera comportado así, Tejenieblas no había resultado herido. ¿Te ha contado también eso?
La cara de Covenant estaba distorsionada por un gesto que podía ser de ira o de simpatía. Cuando ella cesó de hablar, él tuvo que tragar antes de poder intervenir.
—Desde luego, me lo ha contado. El no lo aprobó. Los haruchai no sienten mucha simpatía por las emociones humanas normales tales como el temor y la duda. El cree que todo debió ser sacrificado ante mí. —Por un momento sus ojos se apartaron como si sintiera dolor—. Bannor solía provocar mi furia. Era tan absoluto en todo… —Pero luego volvió a mirarla—. Estoy muy contento de que ayudaras a Tejenieblas. No quiero que nadie más muera por mí.
Ante su respuesta, la cólera de Linden se volvió contra él. Era exactamente la que quería de él, pero su constante empeño en asumir la responsabilidad e inculpación por todo lo que ocurría a su alrededor la enfureció. Parecía negarle a ella el simple derecho a juzgar sus propios actos. Al menos al haruchai podía comprenderlo.
Pero no había ido allí a gritarle. En cierto sentido, lo que la ponía furiosa era precisamente la gran importancia que tenía para ella. Arremetía contra él porque significaba mucho en su vida. Y eso la asustaba.
Pero Covenant no parecía ser consciente de su permanencia en el camarote. Su mirada estaba fija en la piedra del techo y luchaba con su propio concepto de lo que le había ocurrido. Cuando habló, su voz estaba impregnada de pesadumbre.
—Esto está empeorando.
Sus brazos estaban sobre su pecho como para proteger la cicatriz de la vieja herida de cuchillo.
—El Execrable hace todo lo que puede para que utilice el poder. —Continuó—. Y uno de sus medios es ese veneno. Las consecuencias físicas son secundarias. Lo principal es de tipo espiritual. Cada vez me pongo a delirar, ese veneno elimina mi control. La parte de mí que resiste se vuelve peligrosa. Esta es la razón… la razón de todo, la razón de que el Delirante nos pusiera en dificultades en Pedraria Mithil. La razón de que hayamos sido atacados una y otra vez. Y la razón de que Gibbon se arriesgara a enseñarme la verdad en aquella videncia. Parte de la verdad.
Súbitamente se dio la vuelta en la litera y levantó su brazo derecho.
—Mira. —Cuando cerró el puño, salió fuego blanco de sus nudillos. Luego le dio un brillo que casi deslumbró a Linden. Al fin lo dejó apagar. Jadeando se relajó en la litera—. Ya no necesito una razón —dijo temblando—. Puedo hacer esto con más facilidad que levantarme de la cama. Soy una bomba de relojería. El me está haciendo más peligroso de lo que él mismo es. Probablemente mataré a todo aquel con quien tenga oportunidad de luchar. Ya casi lo hice esta vez. La próxima… o después de la próxima…
Su exigencia era vivida en él, pero aun así no la miró. Parecía tener miedo de que al mirarla, el peligro la alcanzara también a ella.
«Esto es lo que me ocurre. Lo mismo que arruinó a Kevin, rompió el Voto de la Escolta de Sangre y ejecutó a los Sinhogar. Me estoy convirtiendo en lo que más odio. De seguir así os mataré a todos. Pero no puedo detenerme. ¿No lo comprendes? Yo no tengo tus ojos. No puedo ver lo que necesito para luchar contra el veneno. Solamente puedo ver lo físico, mis muñecas, o mi pecho… pero eso es diferente. Mis nervios todavía están lo suficiente vivos para permitírmelo. Pero no tengo el sentido de la salud.
»Esa es probablemente la acción real del Sol Ban: deformar la Energía de la Tierra para que yo no pueda curarme y no me sea posible ver lo que tú ves. Una visión que aquí ya todos han perdido. Tú la tienes porque vienes de fuera. No fuiste formada por el Sol Ban. Y yo también la tendría si no fuera…
Omitió lo que había estado a punto de decir. Pero la tensión brotaba de él como una ansiedad, y no podía evitar que su desgracia la involucrara a ella. Su mirada estaba fija, empañada por la sangre, atrapada; sus ojos eran pozos de comprensión. Y la profundidad de su miedo se agarraba a la garganta de Linden, de manera que no hubiera podido hablar aunque hubiera sabido cómo reconfortarlo.
»Por ello debo encontrar el Árbol Único. Debo encontrarlo antes de que me vuelva demasiado destructivo para seguir viviendo. El Bastón de la Ley es mi única esperanza. —La fatalidad marcaba su tono. El también tenía sus propias pesadillas, sueños tan horribles e inmedicables como los de ella—. Si no lo encontramos a tiempo, este veneno se apoderará de todo y no quedará ninguno de nosotros para cuidar de lo que ocurre en el Reino, y mucho menos para luchar».
Ella le miró, pensando en las implicaciones de lo que estaba diciendo. En el pasado él siempre había hablado de la necesidad del Bastón de la Ley para el Reino, o para ella, para devolverla a su propia vida. Ella no había captado el verdadero alcance de su exigencia personal. Detrás de todos sus compromisos, estaba luchando para encontrar la forma de salvarse a sí mismo. Esta fue la razón de que el movimiento del barco cuando los gigantes atraparon al Nicor le hubiera afectado. Había restaurado su más fundamental esperanza: el Árbol Único. Hacía posible la restitución por el daño que había causado al destruir el viejo bastón; y escapar del proceso del veneno. No era extraño que estuviera tan alterado. Ella no sabía como podía aguantarlo.
Pero Covenant debió interpretar mal el silencio de ella. Devolvió su mirada al techo. Cuando habló de nuevo su voz tenía un tono amargo.
«Por eso estás aquí. —Ella retrocedió como si la hubiera golpeado. Pero él no se dio cuenta—. Aquel anciano, el que encontraste en Haven Farm. Tú creíste que habías salvado su vida.
Aquello era verdad. Y él había hablado. Pero ella nunca le había contado a Covenant todo lo que el anciano le había dicho.
»El te escogió por tus ojos. Y porque eres médico. Tú eres la única que puedes descubrir incluso lo que me está ocurriendo a mí; pero no te esfuerces en ello. Y el Execrable… Si Gibbon estaba diciendo la verdad, y no trataba simplemente de intimidarte, el Execrable te escogió porque cree que puede hacerte caer. Cree que puedes ser dominada. Por ello Gibbon te dio aquel toque y por ello Marid te atacó a ti en primer lugar. Para prepararte. Para que no me ayudaras o no hicieras lo correcto, aunque trataras de hacerlo. El sabe lo vulnerable que soy. Cuánto he necesitado…
Bruscamente su voz se agudizó en pura protesta.
«¡Porque tú no tienes miedo de mí! Si lo tuvieras no estarías aquí y nada de esto te habría ocurrido. Todo sería distinto.
»¡Por toda la sangre del Infierno, Linden! —Súbitamente, estaba gritando con toda la escasa fuerza de su convalecencia—. ¡Tú eres la única persona en el Mundo que no me mira como a una especie de criminal! ¡Maldita sea! He pagado sangre para tratar de liberarte de todo lo que pude. ¡Maté a veintiuna personas para rescatarte de Piedra Deleitosa! Pero no puedo comprenderte. ¿Qué diablos…?».
Su pasión rompió el silencio de Linden. Ella le interrumpió como si estuviera furiosa con él, pero su ira iba en otra dirección.
—Yo no quiero que me liberes de nada. Yo quiero razones. Tú me dices por qué estoy aquí, pero lo que dices no significa nada. No tiene nada que ver conmigo. Sí, yo soy una médico de fuera del Reino, y ¿qué? También lo es Berenford. Pero esto no le ha ocurrido a él. Necesito una razón mejor que esa. ¿Por qué yo?
Por un instante, la miró entre los reflejos de la luz del sol. Pero sus palabras parecían penetrar en él muy lentamente, forzándole hacia atrás, músculo por músculo, hasta que volvió a estar completamente tendido en la litera. Parecía agitado. Ella creía que si no le había dicho que saliera del camarote era porque le faltaba la fuerza suficiente. Pero luego la sorprendió de la misma forma en que tantas veces la había sorprendido en el pasado. Después de todo ella aún no sabía cómo trabajaba su mente.
—Desde luego, tienes razón —murmuró, meditando—. Nadie puede librar de nada a los demás. He alcanzado tanto poder… que siempre olvido que no sirve para lo que quiero. Nunca es bastante. Sólo es una forma de impotencia más compleja. Debería conocerlo mejor. He estado antes en esta clase de viaje.
«No puedo decirte por qué esto te ha ocurrido precisamente a ti. —Parecía demasiado cansado para levantar la cabeza—. Conozco algo de las necesidades que lleva a la gente a situaciones como ésta. Pero yo no conozco tus necesidades. No te conozco a ti. Tú fuiste escogida para esto en razón de lo que eres, pero desde el comienzo tú no me has dicho nada. Mi vida depende de ti, y yo no tengo realmente ninguna idea sobre aquello de que dependo.
»Linden. —Apeló a ella sin mirarla, como si temiera que su mirada pudiera hacerla salir del camarote—. Por favor. Deja de defenderte. Tú no tienes que luchar contra mí. Podrías hacerme comprender. —Deliberadamente cerró los ojos contra el riesgo que estaba corriendo—. Si decides hacerlo».
Nuevamente quiso rehusar. El hábito de huir estaba muy arraigado en ella. Pero esa misma razón la había llevado hasta él. Sus necesidades eran demasiado evidentes para ser denegadas.
Y sin embargo, la pregunta era tan íntima que no podía afrontarla directamente. Tal vez, si no hubiera escuchado la historia de Encorvado, ni siquiera habría sido capaz de afrontarla. Pero su ejemplo la había preparado en cierta forma para correr esta suerte. El había tenido el coraje de revelar su propio pasado. Y la historia en sí misma, la historia del padre de la Primera…
—Algunas veces —dijo, con dificultad— tengo depresiones. —Había una silla cerca de ella; pero se mantuvo de pie, rígida—. Las he tenido siempre desde que era niña, desde que murió mi padre, cuando yo tenía ocho años. Son como… no sé como describirlas. Son como si me estuviera ahogando y no viera nada a que agarrarme. Como si pudiera estar llorando siempre sin que nadie me oyera. —Impotencia—. Como si la única cosa que pudiera ayudarme fuera morir y acabar con todo.
«Es lo que empecé a sentir cuando abandonamos Coercri. Se inició de la misma forma de siempre y nunca sé por que viene cuando lo hace o por que se va cuando me abandona. Pero esta vez fue diferente. Parecía igual pero era diferente. O puede que sea verdad lo que dijiste cuando estábamos en la Atalaya de Kevin. Que aquí las cosas que tenemos dentro se exteriorizan, de forma que las encontramos como si tuvieran vida independiente. Lo que sentía era aquel Delirante.
»Por tanto puede que haya una razón de que esté aquí. —Ahora no podía detenerse aunque un desagradable temblor le recorría el cuerpo—. Puede que haya alguna conexión entre lo que yo soy y lo que el Execrable quiere. —Casi sintió náuseas al recordar el toque de Gibbon, pero cerró su garganta para controlarlas—. Puede que ésa sea la razón de que esté tan asustada. He pasado mucho tiempo tratando de convencerme de que no es verdad, pero es algo demasiado profundo.
»Mi padre… —aquí casi desfalleció. Nunca había expuesto tanto de ella misma ante nadie; pero, por primera vez, el anhelo de ser curada se sobrepuso a su vieja repulsión—. Tenía aproximadamente tu edad cuando murió. Incluso se parecía un poco a ti. —Y al viejo cuya vida había salvado en Haven Farm—. Sin la barba. Pero no era como tú. Era patético.
El súbito vitriolo de sus palabras la detuvo momentáneamente. Aquello era lo que siempre había querido creer, para poder rechazarlo. Pero ni siquiera era cierto. A pesar de su abyecta vida, su padre había sido lo suficiente potente para urdir su ser. En su litera, Covenant parecía resistir la tentación de observarla; pero él quiso ahorrarle la conciencia de su mirada.
El impacto de la emoción enfureció su tono cuando prosiguió:
«Vivíamos a una milla de distancia de una pequeña ciudad muerta como la tuya. En una de esas tambaleantes casas de madera. No había sido pintada desde que mis padres la ocuparon y ya empezaba a hundirse.
»Mi padre criaba cabras. Dios sabe de dónde sacaba el dinero para comprar cabras y poder criarlas. Cada trabajo que probaba era peor que el anterior. Su soberbia idea de ser independiente le llevó a vender aspiradoras de puerta a puerta. Cuando esto falló, trató de vender enciclopedias. Luego fueron purificadores de agua. ¡Purificadores de agua! En treinta millas a la redonda, cada casa tenía su propio pozo y el agua ya estaba buena. Y cada vez que fracasaba en un nuevo trabajo parecía empequeñecerse. Hundiéndose poco a poco. El pensaba que era un rudo individualista. Que iba a la suya. Que no se inclinaba ante nadie. ¡Cristo Divino! Probablemente andaba de rodillas pidiendo dinero para empezar la cría de aquellas cabras.
»Tenía ideas acerca de la clase de la leche y el queso, métodos de crianza, carne. Pero desde luego no tenía más conocimientos acerca de criar cabras de los que tenía yo. Simplemente las dejaba pastar alrededor de la casa. Pronto vivimos entre el polvo en cincuenta metros a la redonda.
»La reacción de mi madre fue la de comerse todo lo que caía en sus manos, ir a la Iglesia tres veces por semana y castigarme cuando me ensuciaba el vestido.
«Cuando cumplí ocho años, las cabras terminaron con nuestra propiedad y empezaron a pastar en una tierra que pertenecía a otros. Naturalmente mi padre no veía nada malo en ello. Pero los propietarios sí. El día que mi padre debía comparecer en el juzgado para defenderse, cosa que supe yo más tarde, todavía no le había dicho a mi madre que se hallaba en problemas. Por tanto ella cogió el coche y se fue a la Iglesia, y él no tuvo ningún medio para ir a la capital del Condado, a menos que fuera andando, lo cual era impensable, puesto que se encontraba a treinta y dos kilómetros de distancia.
«Estábamos en verano y por tanto yo no asistía a la escuela. Estaba fuera jugando. Y como es natural, me ensucié el vestido, poniéndome luego nerviosa. Mi madre tardaría todavía algunas horas en volver; pero a esa edad no tenía mucho sentido del tiempo. Yo quería ir a algún lugar donde sentirme segura y me subí al desván. En el camino jugué durante mucho tiempo a un juego que consistía en subir las escaleras sin hacerlas crujir. Aquello era lo que en parte hacía seguro el desván. Nadie podía oírme subir allí.
La escena era tan vivida para ella como si hubiera sido grabada al ácido. Pero la contemplaba como espectadora, con la severidad que durante tantos años había estado nutriendo. Ella no quería ser aquella niña pequeña, ni sentir aquellas emociones. Sus ojos eran mármoles calientes en sus cuencas. Su voz se había vuelto precisa como un instrumento de disección. Ni siquiera el esfuerzo creciente de su inclinada espalda hacía que se moviera. Estuvo tan quieta como pudo, instintivamente negándose a sí misma.
«Cuando abrí la puerta, mi padre estaba allí. Estaba sentado en una mecedora medio rota y había algo rojo esparcido a su alrededor. Yo no comprendí que era sangre hasta que la vi brotar de los cortes de sus muñecas. El olor me dio ganas de vomitar.
Ahora la mirada de Covenant estaba fija en ella. Sus ojos brillaban de espanto; pero ella no le prestó atención. Su atención se centraba en sus esfuerzos para sobrevivir a lo que estaba diciendo.
«El me miró. Durante un minuto no pareció saber quién era yo. O tal vez no se había imaginado que aquello pudiera importarme. Pero luego se arrastró fuera de la silla y empezó a pronunciar palabras. Yo no podía entenderlo. Pero más tarde imaginé lo que dijo. Temía que lo detuviera, que telefoneara, que pidiera ayuda de alguna forma. Aunque sólo tenía ocho años. Por ello cerró la puerta, dejándome encerrada con él. Luego tiró la llave por la ventana.
«Hasta entonces ni siquiera me había dado cuenta de que hubiera una llave. Debió haber estado en la cerradura desde siempre, pero nunca me había dado cuenta de ello. De haberlo sabido me habría encerrado yo misma muchas veces, para sentirme más segura.
»De todas formas, yo estuve allí observando como moría. Lo que estaba sucediendo tardó un rato en penetrar en mí. Pero cuando finalmente lo comprendí, me puse furiosa. —Furiosa, efectivamente. Esta era una palabra suave para su dolor. Detrás del rígido autodominio de Linden había una niña pequeña cuyo corazón había sido cortado en tiras—. Grité y lloré todo cuanto pude, pero eso no ayudaba. Mi madre estaba todavía en la iglesia y no teníamos vecinos lo suficiente cercanos para que pudieran oírme. Y todavía enloquecía más a mi padre. Mi llanto lo ponía peor. Si alguna vez pudo haber alguna posibilidad de que cambiara de idea, yo la aborté. Eso fue quizá lo que realmente le hizo enloquecer hasta tal punto. Hubo un momento en que mostró tanta fuerza como para levantarse y golpearme. Me llenó de sangre.
»Por tanto luego traté de rogarle. De ser su hijita. Rogarle que no me dejara. Le dije que me dejara morir en su lugar. Incluso llegué a desearlo. A los ocho años se tiene mucha imaginación. Pero aquello tampoco funcionó. Después de todo yo era otra carga que le ayudaba a hundirse. De no haber tenido una esposa y una hija de quien preocuparse no habría fracasado todas aquellas veces. —Su sarcasmo era áspero como una raspa. Durante años se había esforzado en negar que sus emociones tuvieran tal fuerza—. Sus ojos eran vidriosos. Estaba desesperada. Traté de enfurecerme con él. Le dije que ya no le querría más si moría. De alguna forma esto lo comprendió. La última cosa que le oí decir fue: “De todas formas tú nunca me has querido”.
Y luego llegó el golpe. El golpe que la había fijado para siempre en aquel horrible espectáculo. No había palabras en el mundo para describirlo.
De las agrietadas maderas del suelo y de las deterioradas paredes había empezado a brotar un flujo de oscuridad. Aquello no estaba allí: ella todavía era capaz de verlo todo. Pero apareció dentro de su mente como si hubiera sido invocado por la autocompasión de su padre, como si mientras estaba allí muñéndose hubiera trascendido a sí mismo, se hubiera elevado por pura abyección a la altura del poder, y hubiera invocado la negra malicia de pesadillas para acompañar su muerte. Ella estaba hundiéndose en la viciosa medianoche de su condenación y ninguna ayuda podría rescatarla.
Y mientras ella se hundía, la cara de su padre había cambiado ante sus ojos. Su boca se había abierto como para gritar, pero no fue para eso, fue para reír. El triunfante júbilo del rencor, silencioso y completo. Su boca había retenido su mirada, dejándola atónita. Era la horrenda caverna desde donde se expandía la oscuridad que la aterraba. De todas formas tú nunca me has querido. Nunca me has querido. Nunca me has querido. Una oscuridad indistinguible ahora de la viciosa malevolencia del toque del Delirante Gibbon. Tal vez había sucedido todo en su mente; un producto de juventud y desesperación. Daba igual. Aquello le había hecho patente su impotencia y nunca se libraría de ella.
Involuntariamente vio la cara de Covenant, que tenía una expresión horrorizada. Aquello no le convenía. Debilitaba sus defensas. La boca de Linden estaba llena del amargo sabor de la rabia. Ya no podía mantener la voz firme. Pero no podía pararse.
«Un largo rato después aquello, murió. Y un largo rato después de aquello, mi madre llegó a casa. Por entonces, yo estaba demasiado ida para saber algo. Pasaron horas antes de que nos echara en falta y descubriera que el desván estaba cerrado con llave. Luego tuvo que llamar a los vecinos para que le ayudaran a abrir la puerta. Durante ese tiempo estuve consciente. Recuerdo cada minuto. Pero no había nada que yo pudiera hacer. Me quedé tendida en el suelo, hasta que echaron la puerta abajo y me llevaran al hospital.
»Pasé allí dos semanas. Y aquel fue el único tiempo en que me encontré segura, que yo pueda recordar.
Luego, de súbito, el temblor de sus articulaciones se hizo tan fuerte que no pudo permanecer de pie. La mirada de Covenant era una muda expresión de simpatía. Ella cogió la silla y se sentó. Sus manos no dejaban de moverse. Luego las aprisionó entre sus rodillas mientras concluía su historia.
«Mi madre me culpó por todo. Tuvo que vender las cabras y la casa al hombre que se había querellado contra mi padre. Y de esta forma pudo pagar el funeral y la factura del hospital. Cuando tenía una de sus orgías sentimentales, incluso me acusaba de haber matado a su querido esposo. Pero la mayor parte del tiempo lo pasaba culpándome de ser causa de aquella situación. Ella tenía que seguir sus bienandanzas. Dios sabe que nunca quiso aceptar un empleo que pudiera impedir sus visitas a la Iglesia. Y tuvimos que vivir en un inmundo y pequeño apartamento de la ciudad. De alguna forma fue culpa mía. Comparada con ella, una niña de ocho años bajo un shock era un verdadero adulto».
La larga historia de su vida pudo haber continuado brotando de su boca, soltando algunos de los ultrajes que aún mantenía vivos. Pero Covenant la detuvo. En una voz impregnada de dolor o de pena le dijo cuidadosamente:
—Y tú nunca los perdonaste. Nunca perdonaste a ninguno de los dos.
Sus palabras la quemaron. ¿Era aquello todo lo que había deducido de su desgraciada historia, del hecho de que hubiera decidido contársela? En un momento estuvo de pie junto a la litera exclamando:
—¡Estás en lo cierto! ¡Nunca los he perdonado! Ellos me llevaron a ser otro suicida sangriento. —Al ser un servidor del Despreciativo—. He pasado toda mi vida tratando de probar que estaban equivocados
Los músculos de la cara de Covenant se contraían alrededor de sus ojos, su mirada sangraba ante ella, pero no vacilaba. Las cinceladas líneas de su boca, la delgadez de sus mejillas, le recordaron que él estaba familiarizado con la atracción del suicidio. Y que era un padre que había sido desposeído de su hijo y de su esposa por la única falta de contraer una enfermedad que no le fue posible prevenir. Sin embargo vivía. Luchaba por la vida. Varias veces lo había visto doblar su espalda en acciones y actitudes que eran dictadas por el odio. Y él no se había comprometido con ella, a pesar de todo lo que había contado.
—¿Es ése el motivo de que creas que la gente no debe contar sus secretos? ¿Por qué no querías que yo te contara lo de Lena? ¿Temías que pudiera tratarse de algo que no querías escuchar?
Ella sentía deseos de llorar como una niña loca; pero no pudo. Nuevamente estaba revestida de su sentido de la salud. Ella no podía cerrar los ojos a la calidad de su consideración. Ningún hombre la había mirado antes de aquella manera.
Sintiéndose sacudida, volvió de nuevo a la silla y se desplomó contra aquel soporte de piedra.
—Linden. —El empezó tan gentilmente como su ronquera se lo permitió. Pero ella le cortó en seguida.
—No. —Se sintió de súbito decepcionada. El nunca comprendería. O quizá había comprendido demasiado bien—. No es esa la razón. Yo no los he perdonado y me trae sin cuidado que se sepa. Eso me ha mantenido viva cuando no tenía otra cosa. Pero no confío en esta clase de confesiones. —Su boca se torció—. El saber lo de Lena no significa nada para mí. Tú eras diferente entonces. Pagaste por lo que hiciste. Eso no cambia nada en lo que a mí respecta. Pero sí para ti. Cada vez que te acusas de violación la haces nuevamente real. La llevas al presente. Vuelves a ser culpable de todo.
«Lo mismo me ocurre a mí cuando hablo de mis padres. Aunque sólo tenía ocho años entonces y me he pasado veintidós tratando de convertirme en alguien distinto».
En respuesta, Covenant, se agarró al borde de la litera, tirando de su debilidad para estar un poco más cerca de ella. Mirándola de frente como en un desafío, respondió:
—Lo entiendes al revés. Te estás torturando a ti misma. Te estás castigando por algo que no estuvo en tu mano cambiar. Y como que no puedes perdonarte a ti misma, rehúsas perdonarlos a ellos.
Los ojos de ella saltaron al encuentro de los suyos; había una relación entre ambos de protesta y de reconocimiento que no le permitió una réplica mordaz.
—¿Vas a hacer tú lo mismo que Kevin? ¿Torturarte porque no puedes solucionar cada uno de los problemas del Mundo? ¿Matar a tu padre mentalmente porque no puedes soportar el dolor de verte desvalida? ¿Destruir lo que amas porque no puedes salvarlo?
—No. Sí. No lo sé. —Sus palabras habían penetrado en ella demasiado profundamente. Aunque él no tenía el sentido de la salud, todavía era capaz de llegar a ella, de mover su corazón. Las raíces del llanto vertido por su padre parecían crecer en su interior; y Covenant las hacía retorcerse—. Yo no lo quiero. No puedo quererlo. Si lo hiciera, me sería difícil seguir viviendo.
Luego Linden quiso huir, ir a algún lugar para proteger su integridad. Pero no lo hizo. Ya había huido demasiadas veces. Mirándolo porque no tenía respuesta a su complejidad, tomó un frasco de diamantina de la mesa, se lo alargó y le pidió que bebiera hasta que hubiera consumido lo bastante para hacerle dormir. Después se cubrió la cara con las manos y se escondió dentro de sí misma. El sueño suavizó la tensa expresión de Covenant, incrementando el parecido que tenía con su padre. Estaba en lo cierto; ella no podía perdonarse a sí misma. Pero no le había contado el porqué. La oscuridad todavía la envolvía y no había confesado lo que había hecho con ella.