Presagio negro
Linden trataba de verlo todo mientras el dromond se separaba poco a poco del muelle, para virar luego hacia alta mar. Yéndose de un lado para otro, vio a los gigantes desplegar las velas como si su labor fuera hecha más por magia que por esfuerzo. Bajo sus pies, la cubierta empezó a inclinarse; pero el mar estaba en buenas condiciones y el gran peso del barco gigante lo hacía estable. No sentía ninguna molestia. Su mirada repetidamente coincidía con la de Covenant y su estado de ánimo la alegraba. La expresión de Covenant estaba libre de sombras e incluso su barba parecía erizarse ante las posibilidades del porvenir. Después de un momento se dio cuenta de que estaba murmurando algo que se mezclaba con la brisa:
«La piedra y el mar son profundos en la vida,
dos símbolos inalterables del Mundo:
Permanencia en el reposo y permanencia en el movimiento;
participantes en el poder que queda».
Resonaban en su memoria como un acto de homenaje.
Cuando Linden cambió de posición para mirar hacia atrás, hacia Coercri, la brisa agitó sus cabellos, tapando su cara. Con un gesto de sus manos, trató de restablecer el orden y despejar su cara; y este simple hecho le produjo el mayor placer sentido desde hacía mucho tiempo. La sal impregnaba el aire, acentuando el brillo de la luz del sol de forma que la Aflicción parecía un lugar renacido, nuevo. Pensó que tal vez habían renacido allí más cosas de las que se hubiese atrevido a esperar.
Luego Encorvado empezó a cantar. Se hallaba a cierta distancia, pero su voz corría a través del dromond, alzándose enérgicamente desde su tórax deformado, por encima del ruido de las olas y de las velas. Su canto era una sencilla canción, adornada con inesperados efectos armónicos que le daban los otros gigantes al unirse a su canto.
«Venid mar y ola,
camino abierto de los que viajan
y portal del Mundo.
Todos los caminos conducen al Hogar.
»Venid viento e impulso,
aliento del cielo y vida de la vela.
Con cabos y lonas desplegados,
nuestros corazones aguantarán cualquier galerna.
»Venid viaje y búsqueda,
descubrimiento de la Tierra,
misterios desvelados;
vagando sin límite ni freno.
»Que el viaje y el riesgo
salven a la vida de quebranto y miseria.
Somos los huéspedes del océano,
enamorados de la grandeza del Mundo».
Los gigantes cantaban alegremente, y sus voces eran un contrapunto al balanceo de los mástiles. Su canción era acompañada de un staccato cuando el viento golpeaba las lonas. El Gema de la Estrella Polar parecía ser impulsado por la música, además de por el viento. Y Coercri se alejaba en el horizonte con sorprendente rapidez, y el sol se hallaba ya en el mediodía. Honninscrave y su tripulación intercambiaban palabras y gestos despreocupados y ociosos, pero sus ojos bajo el baluarte de sus cejas no perdían detalle. Siguiendo sus órdenes, el resto de las velas fueron izadas. Linden pudo sentir una vibración corriendo como un temblor a través de la piedra. En manos de los gigantes, incluso el granito se convertía en algo vivo y gracioso.
Al cabo de poco sus sensaciones adquirieron tal intensidad que no pudo mantenerse quieta. Instintivamente se dirigió a explorar el barco.
En seguida, Cail se colocó a su espalda. Cuando cruzaba la cubierta de proa, él la sorprendió al preguntarle si quería ver su camarote. Ella se detuvo asombrada. La impasible pared que era el semblante de Cail no daba la menor pista de los procedimientos que le habían permitido adquirir tan rápidamente tal conocimiento del dromond. Su corta túnica dejaba sus morenas piernas siempre libres y dispuestas; pero su pregunta le hizo parecer no solamente preparado sino también sagaz. No obstante, aclaró sus dudas explicándole que él y Hergrom habían hablado ya con la segunda de a bordo, la cual les había dado a conocer, al menos de una forma esquemática, la estructura del barco.
Por un momento, Linden se paró a considerar la continua previsión del haruchai. Pero luego pensó que Cail le había ofrecido exactamente lo que ella quería: un lugar para estar sola, un lugar privado para acostumbrarse a las sensaciones del barco gigante, y la ocasión para clarificar las nuevas cosas que le estaban sucediendo. La hospitalidad de los gigantes ¿llegaría hasta ofrecerle un baño de agua caliente? Imágenes de lujo llenaron su cabeza. ¿Cuánto tiempo hacía que no había tomado un baño caliente? ¿Cuánto desde que se había sentido completamente limpia? Asintió a Cail y le siguió en dirección a la popa del dromond.
A la mitad del barco había una estructura techada que separaba las cubiertas de proa y de popa, de un lado a otro. Cuando Cail la condujo a la cámara después de cruzar una puerta con un travesaño antitormentas tan alto como sus rodillas, se encontró en un largo comedor con una cocina en un lado y una pared de armarios en el otro. El recinto no tenía ventanas, pero estaba provisto de linternas que lo hacían claro y agradable. La luz iluminaba el trozo del palo mayor que pasaba por el centro del salón como un árbol que emergiera por el tejado. El palo estaba empotrado bajo cubierta con un sistema que le pareció digno de ser examinado más detenidamente. Pero Cail continuó andando, como si ya conociera todos los secretos, hasta salir a la cubierta de popa. Ella lo siguió.
Juntos cruzaron la popa del barco gigante. En su camino, respondió al saludo que Honninscrave le dirigió desde el puente; luego atravesaron otra puerta que se hallaba debajo de la cubierta de mando donde estaba el capitán. La entrada daba acceso a una escalera de piedra que descendía. Había sido hecha para gigantes, pero pudo bajarla fácilmente. Y sólo tenían que descender un nivel. Llegaron a un pasillo iluminado con más linternas en el que había muchas puertas, que daban a los camarotes, según las explicaciones de Cail. Habían sido reservados para ella, Vain, Ceer y él mismo. Covenant, Brinn y Hergrom serían acomodados de manera similar en la parte de babor.
Al entrar en el camarote, vio que sus dimensiones, adecuadas para un gigante, eran grandiosas para ella. Una gran litera colgaba de una pared. Dos sólidas sillas y una mesa ocupaban la mayor parte del suelo. Aquel mobiliario era demasiado grande para ella: los asientos llegaban a su cintura y para alcanzar la litera tendría necesidad de subirse a la mesa. Pero, por el momento, estas dificultades no le preocuparon demasiado. La cámara era clara y la luz del sol entraba por una portilla abierta. Además ofrecía intimidad. Se sintió satisfecha. Pero momentos después de que Cail hubiera abandonado la cámara en busca de comida y agua para el baño, que ella le había pedido, una tensión que había estado latente bajo su piel reclamó su atención. Al librarse de la presencia de Cail, algo se desveló dentro de ella. Una mano oscura escondida en algún lugar de las profundidades del dromond extendía un dedo hacia su corazón. Al sentirlo, todo su alivio y su gozo por la novedad se erosionó, deshaciéndose como un castillo de arena bajo las olas. Un viejo y casi olvidado temor empezó a renacer dentro de ella.
Olía a sus padres y a Gibbon.
Después de todo, ¿qué había cambiado para ella? ¿Qué derecho o razón tenía para estar donde estaba? Seguía siendo la misma: una mujer conducida más por la necesidad de escapar de la muerte que de aferrarse a la vida. No sabía cómo cambiar. Y el na-Mhoram le había negado explícitamente su esperanza. El le había dicho: Tú estás siendo forjada como es forjado el hierro para conseguir la ruina de la Tierra. Porque tú estás abierta a aquello que nadie más en el Reino puede discernir. Tú estás dispuesta a ser forjada. Nunca se liberaría de su crueldad, de la gélida maldad con la que había profanado su carne… ni de la manera en que ella había respondido. El mensaje de su maldición volvía ahora como si se alzara desde la quilla del Gema de la Estrella Polar. Como si la salud del dromond ocultara una úlcera maligna que se alimentaba de los gigantes y su barco.
La negrura había contorsionado mucha parte de su vida. La negrura era su progenitura; su padre y su madre. Y ahora estaba allí. Estaba dentro de ella, y además la inhalaba como si el aire también estuviera impregnado. Una sombra que nunca pudo nombrar ni resistir parecía acechar en su entorno haciendo que su camarote se pareciera a la celda de la prisión de Piedra Deleitosa, a pesar de que era una habitación bañada por el sol del barco de los gigantes.
Durante un rato luchó contra la opresión, esforzándose para determinar por qué extraños caminos le había llegado aquello desde el exterior. Pero su pasado era demasiado duro y blindaba su sagacidad. Mucho antes de que Cail volviera, salió del camarote para regresar al aire libre. Se apoyó en la barandilla con manos temblorosas, tragó saliva repetidamente, pesadamente, al sentir un viejo temor que subía por su garganta como una repetición del toque de Gibbon.
Pero poco a poco la oscuridad decreció. No podía encontrar ninguna razón que lo justificara; aunque instintivamente sintió que había logrado alejarse de la causa que le producía aquella sensación. Tratando de aumentar la distancia, se dirigió hacia la escalera más próxima que conducía al puente. Ceer había aparecido a su lado para protegerla mientras Cail cumplía su encargo. Casi no pudo refrenar el impulso de apoyarse en él, para proteger su fragilidad en la rectitud de Ceer. Pero odiaba la flaqueza. Esforzándose en superarla, reunió el valor necesario para subir la escalera sola. En el puente encontró a Honninscrave, la Primera, Covenant, Brinn y una mujer gigante que manejaba el timón. La rueda del timón era de piedra y también mucho más alta que Linden, pero la timonel la manejaba con tanta facilidad como si hubiera sido de madera. Honninscrave saludó a la Escogida y la Primera hizo un gesto de bienvenida con la cabeza; sin embargo, Linden se dio cuenta inmediatamente de que había interrumpido una discusión. Covenant la miró como si quisiera pedirle su opinión, pero luego la observó más atentamente. Antes de que ella pudiera hablar, él dijo:
—Linden, ¿qué ocurre?
Arrugó la frente, avergonzada y violenta por la transparencia de sus emociones. Evidentemente ella no había sufrido ningún cambio importante. Pero todavía no podía decirle a él la verdad; no allí, bajo el cielo y ante los gigantes. Trató de eludir su pregunta con un encogimiento de hombros, tratando de suavizar el gesto de su cara. Pero la atención de Covenant no disminuyó. En un tono muy meditado, Linden dijo:
—Estaba pensando en Gibbon. —Con los ojos le estaba pidiendo que olvidara el asunto—. Sería mejor que pensara en otras cosas.
Covenant pareció tranquilizarse. Tenía la apariencia de un hombre que estuviera dispuesto a hacer casi cualquier cosa por ella. Aclarando su garganta, dijo:
—Estábamos hablando de Vain. No se ha movido desde que subió a bordo. Y en el lugar que está constituye un estorbo, interfiere con los aparejos. La tripulación le ha pedido que se aparte; pero ya puedes suponer el caso que les ha hecho.
Ella lo sabía. Una y otra vez había visto al Demondim en su postura acostumbrada: relajado, con los brazos doblados ligeramente, y los ojos enfocados a la nada, tan inmóvil como un obelisco.
—Han tratado de apartarlo. Tres de ellos. No han logrado moverlo lo más mínimo. —Covenant sacudió la cabeza ante la idea de que alguien pudiera ser tan fuerte y tener el suficiente peso para no claudicar ante tres gigantes. Luego concluyó—: Estábamos tratando de decidir qué podemos hacer con él. Honninscrave quiere usar una polea con aparejo.
Linden dio un suspiro de alivio en su interior. Aquella sombra se había alejado otro paso ante su oportunidad de ser útil.
—No servirá de nada —respondió. La misión de Vain era un misterio para ella, pero había visto lo suficiente en su interior para asegurar que podía volverse más pesado y menos manejable que el mismo granito del barco—. Si él no quiere moverse, no habrá nada que lo logre.
Covenant asintió como si ella hubiera confirmado lo que él ya suponía.
La Primera musitó algo entre dientes. Con un encogimiento de hombros, Honninscrave ordenó a la tripulación que trabajara alrededor del Demondim.
A Linden le gustaba estar en aquella compañía. Su sentimiento de opresión era sensiblemente más débil ahora. La inmensa salud de los gigantes parecía protegerla. Y la consideración de Covenant la reconfortaba. Podía respirar como si sus pulmones no se vieran obstruidos por los recuerdos de la muerte. Se sentó en uno de los palos y trató de ponerse a tono con el barco gigante.
Pronto Cail llegó para ocupar el lugar de Ceer. Su expresión no denotaban ningún reproche por el encargo inútil que le había encomendado. Linden agradeció su actitud. Sintió la presencia de una gran capacidad de juicio detrás de la impasividad del haruchai. No quería que alguna vez se volviera en contra de ella. Casi sin querer, su mirada volvió a Covenant. Pero la atención de éste estaba en cualquier otra parte. El Gema de la Estrella Polar y su tripulación lo tenían nuevamente ocupado. Estaba tan encantado con el dromond, tan contento por el compañerismo de los gigantes que cualquier otra cosa quedaba en segundo término. Para iniciar una conversación, hizo preguntas a Honninscrave y a la Primera, escuchando luego sus respuestas con el interés de un hombre que no hubiera encontrado ningún otro remedio a su soledad.
Siguiendo su ejemplo, Linden también escuchó y observó.
Honninscrave habló largamente, con entusiasmo, sobre la vida y los trabajos en su barco. La tripulación estaba dividida en tres turnos de guardia bajo el mando del capitán, el maestro de anclas y la tercera de a bordo, la sobrecargo. Sin embargo, al igual que los oficiales, el resto de los gigantes no parecían descansar cuando no estaban de servicio. Su devoción no les permitiría abandonar sus cuidados al Gema de la Estrella Polar y, por tanto, ocupaban su tiempo en hacer los más diversos trabajos en el barco. Pero cuando Honninscrave empezó a describir aquellas tareas y sus objetivos, Linden se perdió. La tripulación usaban sonoros nombres para cada verga y cada vela. Cada parte del barco y cada accesorio tenía su denominación particular, y ella no podía absorber tal cantidad de nombres que no le eran familiares. Algunos se le quedaban, como «Gratoamanecer» (la vela Gavia), «Mirador de Horizonte» (la torreta del palo mayor), «Ladrón del Corazón del Barco» (la rueda del timón). Pero no sabía lo suficiente de barcos y navegación para recordar el resto.
Este problema se veía agravado por el hecho de que Honninscrave raramente daba instrucciones a su guardia con órdenes directas. Lo más frecuente era que comentara el estado de las velas, del viento o del mar, confiando la acción a manos de cualquier gigante que estuviera cerca del lugar. Como resultado, el gobierno del barco parecía casi espontáneo, más una reacción al cambio de vientos que el resultado de la inteligente dirección de Honninscrave, o tal vez una teurgia llevada a efecto por las vividas y complejas vibraciones de la arboladura. Esto seducía a Linden, pero no la estimulaba a retener la cantidad de nombres que usaba el capitán.
Más tarde, quedó vagamente sorprendido al ver a Ceer y Hergrom en los obenques del palo de mesana. Se movían entre las cuerdas, ayudando a los gigantes, y aprendiendo de ellos, con una celeridad casi cómica. Cuando preguntó a Cail qué era lo que estaban haciendo, éste respondió que se estaba cumpliendo un viejo sueño de los haruchai. Durante todos los siglos en que los Sinhogar y los Guardianes de Sangre se habían tratado, antes y después del Ritual de Profanación, ningún haruchai había puesto nunca los pies en un barco gigante. Ceer y Hergrom estaban disfrutando del cumplimiento de un deseo que mantuvieron pendiente sus antecesores durante más de tres mil años.
La breve explicación de Cail la conmovió como un destello de belleza insospechada y oculta. La continuidad de su pueblo trascendía más allá de todas las fronteras. Durante las anteriores visitas de Covenant al Reino, los Guardianes de Sangre habían ya estado protegiendo al Concejo de los Amos, sin dormir ni morir durante dos mil años, obligados por su extravagante Voto de servicio. Y ahora, milenios después, Cail y su pueblo aún conservaban los recuerdos y cometidos de aquellos Guardianes de Sangre.
Pero las implicaciones de tal constancia, devolvieron finalmente a Linden a su propia realidad. Al caer la tarde, la lobreguez volvió. Sus sentidos se agudizaban a tono con el barco gigante. Podía percibir los movimientos y el alboroto de los gigantes que pasaban por las cubiertas, debajo de donde ella se encontraba; con un esfuerzo, podía incluso estimar el número de personas que había en el comedor. Esto debía hacerle las cosas más fáciles. Todo lo que conscientemente sentía estaba lleno de esfuerzo limpio y buen humor. Y aun así, su oscuridad interior se extendía lentamente.
De nuevo, se sintió perturbada por la sensación de que aquello obedecía a una causa externa, procedía de alguna fuente de maldad oculta en el mismo barco gigante. Y no podía desvincular aquella sensación de su propia respuesta personal. Habían pasado demasiados años de su vida con aquella opresión para pensar seriamente que podía ser imputada en su totalidad a algo que estaba fuera de ella misma. Gibbon no había creado aquella tenebrosidad. Solamente le había dado un destello de su significado. Pero este conocimiento no la hacía más soportable.
Cuando se oyó la llamada para la cena, dominó su depresión para atenderla. Covenant no vaciló. Y ella se dispuso a seguirlo como lo seguiría hasta el final del Mundo, si fuera necesario para aprender de él aquel coraje que lo mantenía activo en contra de su desgracia. Bajo la superficie, la lepra estaba dormida y el veneno del Amo Execrable esperaba la oportunidad de trabajar en el intento de su profanación. Y sin embargo se mostraba como si controlara su situación; incluso como si la dominara. No sufría de aquel miedo terrible que la había paralizado ante la visión de Joan poseída, el monstruoso Marid o el horror del Delirante Gibbon, y por esta razón estaba absolutamente decidida acompañarlo hasta que hubiera encontrado su respuesta. Corrió a su lado y entró con él en el comedor.
No obstante, a medida que la noche se cerraba sobre las cubiertas, su ansiedad creció. La puesta del sol la dejó como indefensa ante un peligro escondido. El comedor estaba lleno de gigantes cuyos apetitos irradiaban vitalidad. Pero ella apenas podía tragar nada a través de su tensa garganta, pese a que no había comido desde la mañana. Sirvieron estofado caliente, pasteles rellenos de miel y frutos secos, pero su angustia hacía que todo aquello le produjera una vaga sensación de náusea.
Tras la cena, Honninscrave mandó arriar parte de las velas para la noche; y con ello llegó el tiempo de la charla. Los gigantes se reunieron en la cubierta de popa, junto a los obenques del palo de mesana, de forma que la Primera y Covenant pudieran hablarles desde la cubierta de mando. El amor de los gigantes por las historias era total, un amor que les hacía parecer chiquillos. Covenant se dirigió a la popa para hablar con ellos, aunque esto también era algo que ya sabía como afrontar. Pero Linden había alcanzado ya el límite de su resistencia. Por encima de los mástiles, las estrellas parecían desconsoladas ante su inmensa soledad. Los ruidos del barco, el crujido de los aparejos, la incertidumbre de las velas cuando el viento cambiaba, la protesta de las olas al surco del dromond, parecían una resonancia anticipada de cólera o dolor. Y ella había escuchado ya aquellas historias: las historias de la creación de la Tierra, la desesperación de Kevin Pierdetierra y la Victoria de Covenant. Ya no podía aguantar más.
Decidió volver a su camarote. Allí abajo, en la oscuridad, estaría mejor que arriba, al aire libre.
Vio que durante su ausencia, el mobiliario original había sido sustituido por unas sillas y una mesa más acordes con su talla; además habían colocado una escalerilla junto a la litera para facilitar su acceso. Pero tales cortesías no eran un consuelo para ella. Aún la opresión se le filtraba desde la piedra del dromond, incluso después de haber abierto la portilla, dejando entrar el viento y el ruido de las olas bajo el peso del barco. El ambiente del camarote seguía siendo incómodo. Cuando tuvo el valor de apagar la linterna, la oscuridad se concentró en su interior, sugiriendo malignidad.
—Me estoy volviendo loca.
A pesar de su textura especial, el granito que la rodeaba empezó a parecerse a las paredes de su celda en Piedra Deleitosa, descuidadas e inflexibles. Recuerdos de sus padres aparecieron en los extremos de su cerebro. Un crimen cometido. Iba a volverse loca. La sangre estaba tan apegada a sus manos como cualquiera que Covenant pudiera derramar a las de él. Podía oír a los gigantes cantando arriba, aunque el ruido del mar no le permitía entender sus palabras. Pero sofocó el impulso de huir del camarote, de volver a la engañosa seguridad de la reunión. En su lugar siguió un débil olor a diamantina hasta que encontró un frasco del fuerte licor gigantino encima de la mesa. Luego dudó. La diamantina era un curativo efectivo, tal como sabía por su experiencia personal, pero también era altamente soporífico. Dudó unos instantes porque tenía miedo del sueño, miedo de que el dormir representara otra huida de algo que necesitaba desesperadamente afrontar y dominar. Pero había sufrido esta clase de depresiones con frecuencia en el pasado, y las había soportado hasta echarse a llorar como un niño perdido. ¿Y qué había logrado con eso? Calculando el efecto de la diamantina, tomó dos pequeños sorbos. Luego subió a la litera, se cubrió con una manta y trató de relajarse. Antes de que lograra desatar sus músculos, el balanceo del dromond la hizo adormecerse. Durante un tiempo el cajón de su inconsciencia estuvo felizmente vacío. Surcó largas y lentas olas de sueño en un viaje indeterminado, sin sufrir daño alguno. Pero gradualmente la noche se convirtió en la noche de los bosques, detrás de Haven Farm, y ante ella había un fuego de invocación al Amo Execrable. Joan estaba allí, poseída por una crueldad tan manifiesta que aturdía el alma de Linden. Luego Covenant acudió junto a Joan y Linden se liberó y empezó a correr ladera abajo para salvarlo. Siempre corriendo cuesta abajo para salvarlo, sin ser capaz de darle alcance, sin ser capaz de detener la violencia que impulsó aquel cuchillo contra su pecho. Lo pinchó vilmente como un malvado y temible colmillo. Entonces brotó sangre de su herida, en mayor cantidad de la que nunca había visto. ¡Era imposible que aquel cuerpo contuviera tanta sangre! Salía de él como si procediera de un gran número de personas muertas de aquel solo golpe.
No podía detenerla. Sus manos eran demasiado pequeñas para taponar la herida. Había dejado su maletín médico en el coche. Desesperadamente cortó su propio camisón para tratar de detener la hemorragia, quedándose desnuda e indefensa; pero la tela fue instantáneamente empapada de sangre. Todo era inútil. La sangre la salpicaba mientras se esforzaba en salvar su vida, sin lograrlo. A pesar de toda su destreza y esfuerzo, no podía detener aquella corriente roja. El fuego se burlaba de ella. La herida crecía.
En unos momentos se hizo tan grande como el pecho de Covenant. Su violencia comía los tejidos como un ácido. Sus manos aún agarraban el fútil trozo de su camisón, tratando estúpidamente de ejercer presión para cerrar aquel manantial, que siguió expandiendo sangre hasta que sus brazos se cubrieron hasta los codos. La sangre se derramaba sobre ella como el icor del Mundo. Se encontró colgada del borde con los brazos extendidos en la roja cavidad como si estuviera buceando hacia la muerte. Y la herida seguía creciendo. Pronto excedería en tamaño a la piedra sobre la cual Covenant había caído, sería mayor que aquella depresión del bosque.
Luego, de golpe, percibió que aquella herida era algo más que un corte de cuchillo en el pecho de él: era una estaca clavada en el mismo corazón del Reino. El agujero se había convertido en una fosa; el borde era la ladera de una colina empapada, y la sangre que se derramaba sobre ella era la vida de la Tierra. La Tierra estaba desangrándose. Antes de que pudiera gritar, fue arrastrada a través del cuerpo asesinado de la Tierra. No tenía medios para salvarse a sí misma.
La turbulencia empezó a atacarla metódicamente. El caliente fluido le secaba la garganta, impedía su voz. Estaba desamparada y perdida. Su propia carne ya no podía resistir ni oponerse a tal atrocidad. Mejor hubiera sido que nunca hubiera tratado de ayudar a Covenant, que nunca hubiera intentado taponar su herida. Aquello no hubiese ocurrido nunca si ella hubiera aceptado su propia parálisis y le hubiera dejado morir.
Pero la sacudida de sus hombros y las palmadas en su cara insistían en que no tenía alternativa. El ritmo se hizo gradualmente más perceptible; la iba sacando de los efectos de la diamantina. Cuando abrió los ojos, la luz de la luna entraba por el portillón e iluminaba el rostro de Cail. Estaba subido en la escalerilla para poder llegar a ella y despertarla. Su garganta estaba seca y en el camarote aún resonaban sus chillidos.
—¡Cail! —gritó—. ¡Oh, Dios mío!
—Has tenido un mal sueño. —Su voz era tan llana como su rostro—. Los gigantes dicen que su diamantina no actúa de esa forma.
—No. —Ella se esforzó para sentarse, al mismo tiempo que intentaba recuperar el dominio de sí misma. Las imágenes de la pesadilla todavía se proyectaban en su mente; pero tras ellas, el estado de ánimo con que se había acostado, tenía un nuevo significado—. Avisa a Covenant.
—El ur-Amo está descansando —respondió reposadamente.
Impulsada por la urgencia, Linden se precipitó al borde de la litera, forzando a Cail a sujetarla y bajarla al suelo.
—Avísale.
Antes de que el haruchai pudiera responder, ella corrió hacia la puerta.
En el pasillo iluminado por linternas, casi chocó con Soñadordelmar. El gigante mudo se dirigía al camarote de Linden tras de haber oído sus gritos. Por un instante, se detuvo súbitamente ante la similitud de su pesadilla con la visión que le había hecho a él perder la voz, una visión tan poderosa que había obligado a su pueblo a organizar una búsqueda de la herida que amenazaba a la Tierra. Pero no tenía tiempo. ¡El barco estaba en peligro! Se alejó de él, corriendo.
Al salir al aire libre, se encontró bajo la sombra del puente ya que la luna estaba descendiendo en el horizonte.
Por encima de ella se proyectaba la silueta de varios gigantes. Trepando por la otra escalerilla se encontró con la sobrecargo, otro gigante que operaba el timón y dos o tres compañeros. Su pecho se esforzaba en controlar su temor al pedir:
—Llamad a la Primera.
La sobrecargo, una mujer llamada Cabo Furiavientos, tenía una silueta ancha, casi obesa, que le daba una apariencia de impasibilidad; pero no perdió el tiempo en preguntas ni vacilaciones. Con un movimiento de cabeza a uno de sus compañeros, dijo simplemente:
—Despertad a la Primera. Y al Capitán.
Los miembros de la tripulación obedecieron al instante. Cuando Linden recuperó su ritmo respiratorio, se dio cuenta de que Cail estaba a su lado. No le preguntó si había llamado a Covenant. La pálida cicatriz que marcaba su brazo izquierdo desde el nombro hasta el codo, era la herida que le había producido la espuela de un corcel que iba a atacarla a ella. Había que desechar cualquier duda acerca de él.
Poco después Covenant subió por las escaleras con Brinn a su espalda. Apareció desgreñado y pálido a la luz de la Luna. Pero su voz sonó tensa.
—¿Linden…?
Ella gesticuló ante él, en silencio. Cerró los puños para retenerse a sí misma. Luego se volvió a Cail; pero antes de que Covenant pudiera formular la pregunta, llegó Honninscrave con la barba levantada en un gesto de desafío contra cualquier peligro que amenazara a su barco. La Primera iba detrás de él.
Linden se enfrentó a todos, anticipándose a cualquier cosa que pudieran preguntarle. Su voz temblaba.
—Hay un Delirante en este barco.
Sus palabras aturdieron a la noche. Todo se quedó en silencio. Luego Covenant preguntó:
—¿Estás segura?
Su pregunta parecía haber sido hecha sin palabras.
La Primera intervino de inmediato con voz arrolladora:
—¿Qué es un «Delirante»? —Su metálico tono era como una espada en alto.
Una de las velas produjo un ruido cuando el viento cambió ligeramente.
La cubierta se inclinó. La sobrecargo mandó ajustar las lonas. El Gema de la Estrella Polar se enderezó. Linden balanceaba su cuerpo contrapesándolo con sus piernas y, tratando de controlar el mareo que afectaba a su estómago, se concentró en Covenant.
—Desde luego, estoy segura. —No podía reprimir su temblor—. Puedo sentirlo. —El mensaje de sus nervios era tan real como los relámpagos que se estaban produciendo—. Al principio, no sabía qué era. Me había sentido así antes. Antes de venir aquí. —Estaba aturdida por las implicaciones de lo que iba a decir, por la similitud entre sus viejas depresiones y el sentimiento que le producía la presencia del Delirante. Pero se dispuso a continuar—. Pero estaba buscando algo equivocado. Está en este barco. Escondido. Por eso no lo comprendí. —A medida que su garganta se tensaba, su voz se agudizaba hasta el grito—. Está en este barco.
Covenant se acercó a ella y la cogió por los hombros como si quisiera protegerla de un ataque de histeria.
—¿Dónde está?
Honninscrave cortó la pregunta de Covenant.
—¿Qué es? Soy el Capitán del Gema de la Estrella Polar y debo conocer el peligro.
Linden ignoró a Honninscrave. Estaba concentrada en Covenant, tratando de reunir fuerzas.
—No puedo decirlo. —Y para proteger a Covenant, el Delirante Gibbon le había dicho a ella: Estás siendo forjada. Ella. No Covenant. Pero cada ataque contra ella había sido una ficción—. En algún lugar de abajo.
Al momento, él echó a correr hacia las escaleras. Por encima de su hombro gritó:
—Venid. Ayudadme a encontrarlo.
—¿Estás loco? —En el grito de ella había sorpresa y decepción—. ¿Por qué crees que está aquí?
El se detuvo y la miró de nuevo. Pero su semblante estaba en la sombra no a la luz de la luna. Linden sólo pudo ver las ondas de vehemencia que irradiaban sus huesos. El había aceptado su poder y estaba dispuesto a usarlo.
—Linden Avery —dijo seriamente la Primera—. No sabemos nada de ese Delirante. Debéis decirme qué es.
La voz de Linden se dirigió a Covenant en tono de súplica, pidiéndole que no se expusiera a tal peligro.
—¿No les has hablado de la Aflicción? ¿Acerca del Gigante-Delirante que mató a aquellos…? —Su garganta se cerró, silenciándola contra su voluntad.
—No. —Covenant volvía a estar a su lado y de su respuesta emanaba cierta amabilidad—. Encorvado contó esa historia. En Coercri yo hablé de un Gigante-Delirante, pero yo nunca lo describí.
Entonces se volvió a la Primera y a Honninscrave.
—Yo os hablé del Amo Execrable, el Despreciativo; pero no vi la necesidad de hablaros acerca de los Delirantes. Son sus tres servidores más fieles. No tienen cuerpos propios; por tanto trabajan a base de tomar los cuerpos de otros. —Su tono hacía recordar a Joan… y a otras personas que Linden no conocía—. Los viejos Amos solían decir que no había gigante o haruchai que pudiera ser dominado por un Delirante. Pero Turiya Herem tenía un fragmento de la piedra Illearth. Ello le dio poder suficiente para poseer al gigante. Fue el que vimos en Coercri, asesinando a los Sinhogar.
—Muy bien —asintió la Primera—. Esto, al menos, ya lo sabemos. Pero ¿por qué se halla entre nosotros ese ser maligno? ¿Es que pretende impedir nuestra pesquisa? ¿Cómo puede esperar tal cosa cuando casi todos nosotros somos gigantes y haruchai? —Su voz se agudizó—. ¿Quiere decir que puede poseerte a ti? ¿O a la Escogida?
Antes de que Linden pudiera pronunciarse, Covenant dijo:
—Algo así. —Luego la miró de nuevo—. Estás en lo cierto. No iré yo a buscarlo. Pero ha de ser encontrado. Debemos deshacernos de él de alguna forma. —La fuerza de su voluntad estaba enfocada hacia ella—. Tú eres la única que puede encontrarlo. ¿Dónde está?
Su respuesta fue difícil debido a sus esfuerzos para dejar de temblar.
—En algún lugar de abajo —repitió Linden.
La Primera miró a Honninscrave. El protestó respetuosamente.
—Escogida, los espacios bajo cubierta son múltiples y enredados. Una búsqueda eficaz requerirá mucho tiempo. Y nosotros no tenemos tus ojos. Y si ese Delirante no tiene carne ¿cómo lo vamos a descubrir?
Linden quería gritar. Gibbon la había tocado. Su maldición había hallado cobijo en cada rincón de su cuerpo. Nunca lograría estar limpia. ¿Cómo iba a poder soportar una repetición de aquel toque?
Pero la pregunta de Honninscrave era lógica; y a pesar de su cólera, hizo un esfuerzo para contestarla. El barco estaba amenazado. Covenant estaba amenazado. Y allí al menos ella tenía la oportunidad de demostrar que podía ser un peligro para el Amo Execrable y sus maquinaciones, aunque también lo era para sus amigos. Sus fracasos con Joan, con Marid y con Gibbon la habían enseñado a dudar de sí misma. Pero no habría llegado tan lejos sólo para repetir la rendición de sus padres. Llena de tensión, respondió:
—Yo no iré abajo. Pero trataré de localizar su escondite.
Covenant soltó el aire que había retenido inconscientemente en sus pulmones como si la decisión de Linden fuera una victoria.
La Primera y Honninscrave no vacilaron un instante. Dejando la cubierta de mando a la sobrecargo, bajaron las escaleras, tras ordenar a un gigante que se les adelantara para despertar al resto de la tripulación. Linden y Covenant los siguieron lentamente. Brinn y Cail, Ceer y Hergrom, formaban un cordón de protección a su alrededor mientras marchaban para reunirse con los gigantes que iban saliendo de las distintas puertas después de abandonar sus literas situadas debajo de la cubierta de proa. En poco tiempo, todo miembro de la tripulación que pudiera ser relevado del cuidado del dromond estaba presente y listo para actuar.
Encorvado y Soñadordelmar también estaban allí, pero la Primera reprimió la natural charlatanería de su esposo, y Soñadordelmar mostró un aspecto resignado.
Escuetamente y pretendiendo refrenar su hostilidad gigantina hacia el asesino de los Sinhogar, Honninscrave detalló la situación a los tripulantes, explicándoles lo que debía hacerse. Cuando terminó, la Primera añadió:
—Parece ser que este peligro va dirigido contra Covenant Giganteamigo y la Escogida. Deben ser protegidos a toda costa. No olvidéis que es el redentor de nuestros congéneres perdidos y tiene un poder que no debe caer sobre ese Delirante. Y ella es una curadora de gran talento y perspicacia, cuya misión en esta Búsqueda está todavía por revelar. Protegedlos y liberad a la Búsqueda de ese ser maligno.
Pudo haber dicho más cosas. Ella era una espadachina y su deseo de desenfundar su espada en nombre de los Sinhogar estaba claro en su voz. Pero Encorvado se interpuso.
—Es suficiente. ¿No somos gigantes? No necesitamos que nos arenguen para defender a nuestros camaradas.
—Entonces, apresuraros —respondió—. El rastreo del Gema de la Estrella Polar no es una tarea sin importancia.
Honninscrave organizó en seguida a los gigantes en grupos de dos y los mandó a lo más profundo del barco. Luego se volvió a Linden:
—Ahora, Escogida. —La orden salía de él con firmeza, como si hubiera sido hecho para actuar en emergencias—. Guíanos.
Linden había estado tratando de encontrar alguna forma de localizar al Delirante, pero no halló otro método que el de desplazarse por el barco, tratando de rastrear la presencia del intruso. Tan autoritariamente como pudo, dijo:
—Olvidaos de todo lo que hay bajo el puente de mando. Mi camarote está allí. Si estuviera tan cerca, ya lo hubiera localizado.
A través de una de las escotillas abiertas, el maestro de anclas transmitía esta información a los buscadores que se encontraban abajo.
Cuando la luna se puso detrás del Gema de la Estrella Polar, Linden Avery empezó a caminar por la cubierta de popa.
En su paseo entre las barandillas, luchaba por vencer su instintiva resistencia, esforzándose en abrirse al ámbito del Delirante. Incluso a través de sus zapatos, sus sentidos estaban abiertos a la piedra del dromond. El mismo granito proyectaba en ella a los gigantes rastreando por debajo, hasta que descendieron más allá de su campo de percepción. Pero el mal permanecía escondido, vago y fatal.
Pronto los músculos de sus pantorrillas empezaron a entumecerse. Sus nervios vacilaban a cada paso. Gibbon había enseñado a cada pulgada de su cuerpo como temer a los Delirantes. Pero no se detuvo. Después de ponerse la luna no tardó mucho el amanecer, aunque el tiempo se le hizo largo a Linden. Y cuando salió el sol, estaba a mitad de camino de la cubierta de popa, casi al nivel del palo mayor. Temblaba por el esfuerzo y no podía determinar si había pasado o no sobre el lugar donde se hallaba el Delirante. Ceer le ofreció un vaso de agua, hizo una pausa y lo aceptó. Pero luego siguió, apretando los puños para intensificar su concentración.
Covenant se había sentado sobre un rollo de cuerda tan grande como una cama, a un lado de la cubierta, junto a la entrada del comedor. Brinn y Hergrom estaban cerca de él. Observaba a Linden con gesto preocupado, revelando su frustración e impotencia, su desesperación ante la incapacidad de sus sentidos.
Temiendo debilitarse y ser engañada otra vez, otra vez, Linden aceleró el paso.
Antes de llegar al final de la popa, un súbito espasmo en sus piernas la derribó sobre la cubierta. Cail y Ceer la levantaron inmediatamente.
—Aquí —dijo. Un fuego de repulsión quemó sus tobillos hasta los muslos. No podía estirar las piernas—. Aquí debajo, en algún lugar.
El maestro de anclas lanzó el aviso a los buscadores que investigaban el lugar.
Honninscrave la estudió con perplejidad.
—Parece un extraño escondite —murmuró. De la cubierta hasta la quilla, debajo de ti, sólo hay depósitos de grano, bodegas de alimento y depósitos de agua. Y todos están llenos. Quitamanos— dijo, refiriéndose al maestro de anclas —recogió agua pura, maíz silvestre y mucha fruta buena en los alrededores del Gran Pantano.
Linden no podía mirarle. Estaba pensando en los alrededores del Gran Pantano, donde toda la polución del Llano de Sarán desembocaba al mar.
Castañeando los dientes, sintió que la negrura se reunía debajo de ella como un cúmulonimbo. Durante un tiempo yació fragmentada en las profundidades del barco, como piezas de maldad. Luego se agruparon. Zumbando un ultraje a través del granito, comenzaron a reunirse. El sol entraba en sus ojos con recuerdos de abejas, forzándola a esconder la cabeza, a replegarse en sí misma. En algún lugar por encima de ella, unas velas flojas golpeaban suavemente. El Gema de la Estrella Polar se detenía por el asalto del Delirante.
Empezó a subir.
De pronto, gritos de rabia y sorpresa resonaron bajo cubierta. Luchando por respirar, ella gritó:
—¡Ya viene!
Al instante siguiente, un tumulto de gris oscuro fluyó por la puerta del comedor.
Ratas.
Grandes ratas: roedores con amenazadores colmillos amarillentos y ojos furiosos. Centenares de ellas. El Delirante estaba dentro de todas y cada una. Su salvaje ataque llenaba el ambiente de dientes.
Se dirigieron directamente a Covenant.
El se quedó erguido, pero tambaleándose. Al mismo tiempo, Brinn y Hergrom se colocaron entre él y el ataque. Ceer corrió en su ayuda.
Saltando como gatos, los roedores atacaron a los haruchai. Los defensores de Covenant parecían desvanecerse bajo aquella ola gris.
En seguida, Honninscrave y Soñadordelmar cargaron contra las ratas. Sus pies tamboreaban la cubierta al patearlas. La sangre se esparcía en todas direcciones.
Más gigantes salieron en su persecución, uniéndose a la contienda. Brinn y Ceer aparecieron entre el barullo seguidos por Hergrom. Con manos y pies aplastaban y pateaban, matando ratas más deprisa de lo que los ojos de Linden podían captar.
De pronto ella sintió la intensidad del poder de Covenant encendiéndose dentro de él. Pero sus defensores estaban demasiado cerca y no podía desatar su magia indomeñable.
Por un momento, ella pensó que se libraría de las ratas. Los haruchai eran salvajemente rápidos en eliminarlas; los gigantes por su parte hacían una verdadera carnicería. El aire se convirtió en un aullido que sólo ella podía oír. La furia del Delirante. En su temor por Covenant, ella pensó que acudía a su defensa. Pero no se había movido; no podía moverse. La simple proximidad del Delirante la inmovilizaba, aprisionaba su voluntad, afirmaba todo aquello que ella siempre había negado. Y la contradicción la sostenía. Sólo su visión se desvió cuando Covenant tropezó y cayó, agarrando frenéticamente su pierna derecha.
Luego, volvió a ponerse en pie, y se mantuvo erguido con una rata retorciéndose mientras la sujetaba con ambas manos. La llama blanca la destripó antes de que pudiera echarla por la borda. La repulsión retorció su cara.
Parecía no darse cuenta de la mancha de sangre que tenía en los pantalones.
En la confusión de la batalla, nadie se dio cuenta de que los vientos habían cesado.