QUINCE. «Porque tú puedes ver»

No. Nunca más.

Cuando Covenant hubo traspasado la cresta de la colina, camino de Andelain, Linden Avery estaba sentada entre las piedras muertas y trataba de recobrar su sentido de quién era. Estaba de muy mal humor. Se encontraba fútil y cansada de vivir, tal como se había sentido ya varias veces durante los últimos años; todos sus esfuerzos para elevarse por encima de sus padres habían sido inútiles. Si Sunder o Hollian le hubieran hablado, se habría echado a llorar. Si hubiera podido reunir la energía necesaria.

Ahora que ya había tomado su decisión y había dado un golpe en defensa de su difícil autonomía contra el extraño poder de Covenant para persuadirla, se había quedado allí con las consecuencias. No podía ignorarlas; la antigua y nunca mitigada aridez que se encontraba a su alrededor no permitía que se ignoraran. Aquellas muertas colmas que se levantaban al Sur y al Oeste de ella, contrastaban con las de Andelain, como si hubiera escogido la muerte, habiéndosele ofrecido la vida.

Y estaba aislada con su zozobra. Sunder y Hollian habían hallado compañerismo en su mutuo rechazo a las colinas. Sus vidas habían sido tan fundamentalmente forjadas por el Sol Ban que no podían siquiera cuestionar lo que Andelain significaba. Tal vez no podían percibir que aquellos árboles y aquel césped tenían salud. O que la salud era algo bello.

Pero Linden aceptaba la actitud de los pedrarianos. Era explicable en el contexto del Sol Ban. Su distanciamiento de ellos no la desanimó.

La pérdida de Covenant era lo que la entristecía. Había tomado su decisión y él había salido de su vida como si se llevara toda su fortaleza y convicción. La luz del Sol Fértil había danzado en el Mithil mientras lo atravesaba, como un reconocimiento de eficacia contra la condena del Reino. Ella había compartido lo más íntimo de su vida y aún así la había abandonado por Andelain. Y el veneno estaba todavía en él. No se habría encontrado más sola si la hubiera despojado de todas sus razones para vivir.

Pero había tomado su decisión. Había experimentado la enfermedad de Covenant como si fuera propia, y sabía que no podía escoger otra cosa. Prefería aquella devastada región de piedra sin vida que el atractivo de Andelain porque la comprendía mejor, podía declararse en contra de ellas con más convicción. Después de sus esfuerzos para salvar a Covenant, había jurado que nunca volvería a exponerse tan completamente a algo, que jamás permitiría que la agudeza de sus sentidos nacida en el Reino amenazara su independiente identidad. Este juramento era más fácil de mantener cuando las percepciones contra las cuales cerró su corazón, eran percepciones de ruina, de roca muerta como el detritus de un cataclismo, y no de madera limpia, hierbas aromáticas y bienhechora aliantha. A su propia manera, compartía la desconfianza de Hollian. Andelain era mucho más seductora que la piedra que se extendía a su alrededor y ella sabía que no debía exponerse a ser seducida.

Perdida en su larga oscuridad, con sus ojos y oídos cerrados como si hubiera clavado los postigos y borrado las puertas, no comprendió el grito de alerta de Sunder hasta que fue demasiado tarde. De repente, hombres con porras y cuchillos salieron de su escondite y sujetaron a Sunder mientras éste luchaba para sacar su puñal y su Piedra del Sol. Linden oyó un ruido seco. Las manos de Hollian fueron inmovilizadas antes de que pudiera coger su cuchillo. Linden se puso en movimiento, pero no tuvo oportunidad de hacer nada. Un duro golpe la hizo tambalearse. Mientras se reponía, cogiendo aire, sus manos fueron atadas a su espalda.

Un momento después, unas manos brutales la arrastraron, junto con sus compañeros, fuera del río.

Por una vez, mientras ella boqueaba y se tambaleaba, no pudo mantener el control de sus defensas. Sus sentidos detectaron la violencia de aquellos hombres, experimentando su brusquedad como si se tratara de una forma de codicia arraigada. Sintió la retorcida profanación del terreno, involuntariamente supo que se le llevaban hacia el origen de aquella desolación, que aquellas gentes pertenecían a la misma fuerza que había matado aquella región. Tuvo que cerrar los ojos y atar su mente con varios nudos para sofocar su involuntaria visión de lo que estaba sucediendo.

Luego los tres fueron conducidos por una estrecha abertura del cañón hasta Fustaria Poderdepiedra.

Linden no había visto nunca antes una fustaria y la visión de ella la sublevó. Aquellas casas mal hechas y descuidadas, la astrosidad de su gente, la codicia de sangre de la Gravanélica… Aquellas cosas contrastaban con la rectitud que había aprendido a ver en gentes como Sunder y Hollian. Pero todo ello palideció cuando vio el primer brillo de aquella perniciosa Piedra del Poder. Aquel objeto anegaba de enfermedad sus ojos, le escocía en la nariz como ácido virulento; empequeñecía cualquier otro poder que hubiera visto antes; todo quedaba opaco a su lado, excepto el mismo Sol Ban. Aquella astilla de esmeralda era la causa de la ruina de aquellos alrededores, la causa de la inminente vuelta al estado salvaje de los fustarianos. Las lágrimas, la cegaron. Los espasmos le apretaban la mente igual que un deseo de vomitar. Y, sin embargo, no podía defenderse de la Gravanélica cuando anunció con júbilo que pensaba matar a sus cautivos a la mañana siguiente.

Después de aquello Linden y los pedrarianos fueron introducidos en una burda cabaña sostenida sobre unos soportes, dejándoles para que se enfrentaran con la muerte lo mejor que pudieran. Ella no pudo resistir. Había sufrido una crisis de autoprotección. Sentía continuamente la proximidad de la Piedra del Poder. Sus emanaciones eran como sanguijuelas para su corazón. La succionaban hasta dejarla exhausta. Balanceándose contra la pared para recordar que todavía existía, que aún poseía un identidad física independiente, repitió una y otra vez; nunca más. Repetía las palabras como si fueran una letanía contra el mal y decidió luchar por su conservación.

Necesitaba una respuesta por lo de Joan, lo del veneno y los Delirantes, así como por el terrible poder de aquella esmeralda. Pero la única solución que encontró fue la de encerrarse dentro de sí misma y cerrar su mente como si fuera su padre o su madre, una persona sin recursos para enfrentarse con la vida y deseosa de morir.

Al amanecer, se abrió la puerta de la cabaña. No fue la Gravanélica ni ninguno de los fustarianos quien lo hizo sino un Caballero del Clave. El Sol Fértil resaltaba el color rojo de sus vestiduras, bajo cuyo fondo sobresalía la silueta de su negro rukh. Era alto, con autoridad y absolutamente seguro de sí.

—Venid —dijo, como si la desobediencia fuera imposible—. Soy Santonin na-Mhoram-in. Estáis en mi poder.

A los gestos de Sunder y Hollian respondió con una sonrisa cortante como la cuchilla de una cimitarra.

Fuera, los fustarianos estaban llorando y rogando. La Gravanélica protestaba, pero Santonin la obligó. Llorando, le entregó su Piedra del Poder. Otro hombre le entregó la Piedra del Sol de Sunder, el lianar y los cuchillos.

Viendo la transacción, Linden sólo pudo desear que Covenant volviera pronto de Andelain y sus compañeros pudieran ser salvados. En un desafortunado instante, la sonrisa del Caballero casi le hizo confesar la existencia de Covenant; quería librarle de caer en manos de los fustarianos. Pero Sunder y Hollian estuvieron silenciosos, y su silencio recordaba que el Clave deseaba la muerte de Covenant. Usando los restos de su voluntad, consiguió ocultar todo lo que pudiera delatarle.

Después de aquello, su voluntad le fue arrebatada de un golpe. Santonin na-Mhoram igneó su rukh. La fuerza que salió de la llama tomó posesión de su alma. Ya no tenía ninguna oportunidad. A una orden suya, Linden montó el corcel de Santonin. Lo poco que quedaba de ella observó que Sunder y Hollian también obedecían. Y Santonin se los llevó de Fustaria Poderdepiedra con destino a Piedra Deleitosa.

El control del Caballero no pudo romperse. Ella no tenía nada con que oponerle resistencia. Durante días, supo que debía intentar escapar, que debía luchar. Pero le faltaba la voluntad hasta para levantar sus manos para tocarse la cara o apartar el cabello de sus ojos sin instrucciones explícitas de Santonin. Siempre que él observaba su perdida mirada, sonreía, como si su docilidad impuesta le complaciera. A veces murmuraba nombres que nada le decían a ella, como si quisiera burlarse: Windscour, Victuallin, Tayne, Andelainscion… Y sin embargo parecía estar corrompido. O al menos ella no era capaz de percibir su corrupción.

Sólo una vez su maestría falló. Poco después de la salida del Sol, en el primer día del Sol del Desierto, ocho días después de su salida de Fustaria Poderdepiedra, una silenciosa y súbita exclamación estremeció el aire, estremeció el corazón de Linden. La correa en la que se agarraba, Santonin, se rompió como una cuerda de arpa demasiado tensa.

Como si hubieran estado segando la correa para este momento, Sunder y Hollian intentaron arrebatarle el rukh. Linden logró derribar al suelo a Santonin con una llave de brazo.

Pero poco después, se encontró a ella misma vagando nuevamente dentro del campo de Santonin. Sunder y Hollian recogía los suministros del Caballero, Santonin tenía una expresión furiosa. El triángulo de su rukh brillaba como sangre y esmeralda. Pronto tomó nuevamente a sus cautivos camino de Piedra Deleitosa, como si nada hubiera pasado.

Nada había pasado. Linden no sabía nada, no comprendía nada ni podía elegir nada. El Caballero hubiera podido abusar de ella de la forma que hubiera querido, hubiera sido insensible ante su decisión de caer sobre ella un deseo. Pero no lo hizo. Parecía tener un sentido muy claro de sus propios propósitos. Sólo sus ojos podían anticipar que los propósitos no eran muy sanos.

Después de tantos días en vacío, Linden deseaba inconscientemente que ocurriera algo, aunque fuese malo, que le permitiera recuperar su identidad. Thomas Covenant había dejado de existir en sus pensamientos. Tal vez hubiera dejado de existir realmente. Quizá no había existido nunca. Nada era cierto, excepto que necesitaba las instrucciones de Santonin hasta para poner comida en su boca.

Incluso la vista de Piedra Deleitosa, la fortaleza de los na-Mhoram elevándose por encima de la alta jungla del segundo Sol Fértil, como un gran barco de piedra, dejó indiferente su espíritu. Sólo era consciente de lo que ocurría a su alrededor de una forma distanciada, como si asistiera a un espectáculo. Las puertas se abrieron para que entrara el Caballero, se cerraron detrás del corcel y aquello no significó nada para ella.

Santonin na-Mhoram-in fue recibido por dos o tres hombres iguales a él; pero le saludaban con respeto, como si tuviera una graduación superior. Ellos le hablaron. Palabras que Linden no pudo comprender. Luego mandó a los prisioneros que desmontaran.

Linden, Sunder y Hollian obedecieron, en una inmensa sala poco iluminada. Con Santonin a la cabeza, recorrieron los caminos de la gran fortaleza. Pasajes y cámaras, escaleras y bifurcaciones pasaban sin quedar fijadas en su mente. Linden se movía como un barco sin rumbo, incapaz de recibir impresión ni emoción alguna. El camino de Santonin no tenía duración ni significado.

Y, no obstante, su propósito se mantenía. Llevó a sus cautivos hasta una gran cámara que parecía una fosa practicada en el suelo de Piedra Deleitosa. Sus inclinadas paredes eran ásperas y burdas, como si una antigua galería o cueva hubiera sido cubierta de lava. Al fondo había un hombre que vestía de color de ébano y llevaba una casulla carmín. Cogió un alto cetro de hierro terminado en un triángulo abierto. Se echó su capucha hacia atrás, exponiendo facciones que también eran ásperas y burdas a la luz de la antorcha.

Su presencia cortó el último rasgo de identidad de Linden igual que una cuchilla caliente. Tras su pasividad empezó a llorar.

Era un Delirante.

—Tres locos —dijo con voz helada—. Esperaba cuatro.

Santonin y el Delirante cambiaron entre sí palabras vacías. Santonin sacó la Piedra del Poder, dándosela al Delirante. La esmeralda se reflejó en sus ojos. Una elocuente sonrisa moldeó la carne de sus labios. Cerró su puño sobre la piedra verde. Ésta les proporcionaría un manantial de nuevas fuerzas. Los sollozos de Linden murieron de inanición en la pobreza de su ser.

Luego el Caballero se apartó hacia un lado y el Delirante estudió a los cautivos. Su rostro era la plasmación de la malevolencia a los ojos de Linden. El la miró directamente, examinando los vestigios de su ser. Los midió y los escarnió.

—Tú no debes sufrir ningún daño —dijo con voz neutra, casi lamentándolo—. Así entera podrás cometer todo el mal que yo desee —sus ojos le dejaron como si ella fuera demasiado miserable para seguir observándola—. Pero esos traidores ya son otra cosa —dijo, encarándose a Sunder y Hollian—. No importa que se rompan antes de ser muertos.

Mantenía la Piedra del Poder contra su pecho. Sus vapores subían por su cara. Con las ventanas de la nariz dilatadas, olfateaba sus emanaciones como si fuera un narcótico.

—¿Dónde está Thomas Covenant?

Los pedrarianos no reaccionaron. No podían reaccionar. Linden seguía situada donde la habían dejado, como una muñeca desechada. Pero su corazón se contrajo en un súbito sentimiento de terror.

El Delirante hizo un leve gesto. Santonin musitó suavemente algo sobre su rukh. De pronto, el control que mantenían Sunder y Hollian terminó. Se tambalearon como si hubieran perdido la capacidad de dominar sus extremidades y volvieron a erguirse, temblando. Los ojos de Sunder quedaron empañados por el miedo, como si estuviera viendo la temerosa fuente y maestro de su existencia. Hollian se cubrió la cara como una niña asustada.

—¿Dónde está Thomas Covenant?

Animados por un impulso innato y no por el pensamiento, los pedrarianos hicieron un esfuerzo para tratar de moverse y huir.

El Delirante dejó que Hollian se marchara. Pero con la Piedra del Poder sacó una mano de fuerza que agarró a Sunder por el cuello. La esmeralda caliente, lo torció antes de obligarles a arrodillarse.

Separada de su compañero, Hollian se detuvo y dio la vuelta para encararse con el Delirante. Su pelo enmarañado caía a los lados de su cabeza como alas.

El Delirante ató al cuello de Sunder su verde enfermedad y volvió a preguntar:

—¿Dónde está Thomas Covenant?

Los ojos de Sunder parecían ciegos de miedo y compulsión. Pero no respondió. Apretando sus mandíbulas se mantuvo callado.

Los dedos del Delirante se apretaron.

—¡Habla!

Los músculos de la mandíbula de Sunder se tensaron como si trataran de romper sus dientes, pero mantuvo su boca cerrada y en silencio. A medida que creció la fuerza ejercida en su cuello, los músculos se tensaron más, quedando rígidos, contraponiéndose a la estrangulación y a su miedo… Parecía imposible pudiera apretar así los dientes sin romperse las ligaduras de la mandíbula. Pero no respondió. El sudor empezó a brotar de sus poros como si sus huesos convertidos en líquido, salieran por su piel. Aún aguantó.

Un fruncir de contrariedad se dibujó en la frente del Delirante.

—Tú me hablarás —murmuró—. Si es necesario te sacaré las palabras de tu propia alma —agarró fuertemente la esmeralda como si tratara de extraerle todo su poder—. ¿Dónde está Thomas Covenant?

—Muerto —los sollozos entrecortaron la voz de Hollian. Linden sintió la mentira en el centro de su abandono—. Perdido.

El Delirante no apartó la mirada de Sunder ni aflojó su presión.

—¿Cómo ha sido?

—En Andelain —respondió la eh-Estigmatizada—. Entró allí. Nosotros le esperábamos pero no volvió —para completar su mentira añadió—: Perdóname Sunder.

—¿Y el anillo blanco?

—No sé. Perdido, tal vez. El no ha vuelto.

El Delirante aún no miraba ni respondía a Hollian. Pero aflojó ligeramente su presión sobre el cuello del Gravanélico.

—Tu empeño en negarlo —dijo— me indica que Thomas Covenant vive. Si está perdido, ¿por qué queréis hacerme creer que está muerto?

Entre los restos de ella misma, Linden pidió a Sunder que apoyara la mentira, tanto por su propio bien como por el de Covenant.

Poco a poco el Gravanélico relajó sus mandíbulas. La claridad se movía detrás de la ceguera de sus ojos. Con un esfuerzo terrible a través de su anudada garganta dijo:

—Quiero hacerte sufrir de miedo.

Los labios del Delirante formaron otra sonrisa, como una promesa de asesinato. Pero, al igual que Santonin, la certeza de su propósito final le refrenaba. Luego dijo al Caballero:

—Llévalos a las celdas.

Linden no pudo detectar si había creído o no la mentira de Hollian. No podía detectar nada, excepto las intenciones del Delirante.

Con unas palabras, sumió a los pedrarianos en el mismo estado en que estaba Linden. Avanzando como si tuvieran articulaciones de madera mandadas por la voluntad del Caballero, los cautivos le siguieron, tambaleantes, y salieron de la fosa de piedra.

De nuevo atravesaron salas sin sentido alguno, cruzaron umbrales que parecían haber sido puestos en su camino, sólo para desorientarlos, y entraron en una caverna profunda con puertas de hierro alineadas a ambos lados. Pequeñas ventanas enrejadas permitían ver el interior de las celdas, pero Linden fue incapaz de distinguir cualquier rasgo de otros prisioneros. Santonin encerró a Sunder, luego a Hollian y, al final de la fila de puertas, hizo entrar a Linden en una celda.

Allí quedó, desamparada y con el alma desnuda, al lado de unas tablas cubiertas de paja, mientras él la estudiaba como si estuviera considerando el coste de sus deseos. De pronto, apagó su rukh. La voluntad de él se esfumó de la mente de Linden, dejándola demasiado vacía para mantenerse en pie. Cuando arregló el lecho de paja, percibió su risa. Luego la puerta se cerró y oyó como corría los cerrojos. Allí fue abandonada, sola en su celda, como si su importancia no excediera de aquellas tablas con la paja y las paredes blancas.

Se tendió en la paja mientras el tiempo pasaba en ella con la indiferencia del granito de Piedra Deleitosa. Era una calabaza vacía y no podía rellenarse. Temía intentarlo, temía incluso pensar en intentarlo. Había horror en su alma. No deseaba nada, excepto silencio y oscuridad, y la paz del olvido. Pero no podía lograrlo. Cogida entre la repulsión y la muerte, se acurrucó dentro de su vacuidad y esperó las contradicciones de su dilema para separarse de ellas.

Los guardias iban y venían, llevando insípida comida y agua añeja. Pero lo oía muy vagamente. Estaba sorda al sonido que marcaban los movimientos de los guardias, la llegada o salida de prisioneros. El hierro no significaba nada. No había voces. Su cerebro trataba vagamente de encontrar alguna imagen para preservar su salud mental, algún nombre o respuesta que reinvocará la identidad que había perdido. Pero había pedido todos los nombres, todas las imágenes. En la celda no había respuestas.

Luego oyó una voz, un grito como si algún prisionero se hubiera evadido. Lo oyó con estupor y se mantuvo atenta. Luchando con los calambres producidos por su largo tiempo de quietud, la rigidez del hambre y la sed, se acercó a la puerta como si estuviera lisiada.

Alguien hablaba en tono agradable y normal. La voz de alguien que no había oído nunca antes. Le complació tanto que al principio casi se le escaparon las palabras. Se pegó a la ventana, junto a la reja, cuando las palabras entraban en su oído.

Ur-Amo Thomas Covenant —decía la voz—, Incrédulo y Portador del Oro Blanco. Yo te saludo. Eres recordado entre los haruchai —el que hablaba era inflexible al prescindir de su propia necesidad—. Yo soy Brinn. ¿Vas a liberarnos?

¡Covenant! Ella habría querido gritar al pronunciar aquel nombre; pero su garganta estaba demasiado seca para emitir siquiera un susurro.

Al instante siguiente, oyó el impacto del hierro en la carne. ¡Covenant! Un cuerpo cayó al suelo. Los guardias se movían a su alrededor. Colgándose a las rejas de la ventana, estrujó su cara contra las barras tratando de ver lo que ocurría; pero nada entraba en su campo visual. Un, momento después, unos pies pisaban el suelo como si llevaran una carga, alejándose hasta salir del recinto y dejándola nuevamente desamparada bajo un silencio sepulcral.

Quería sollozar; pero incluso eso hubiera sido un progreso para ella. Se le había dado un nombre con el que llenar su vacío: Covenant. Desesperanza y esperanza. Covenant aún estaba vivo. Y estaba allí. El podía salvarla. El no sabía que necesitaba ser salvada.

Durante un tiempo, largo y lleno de angustia, se colocó contra la puerta mientras su pecho se agitaba, emitiendo secos sollozos, y su corazón se colgaba de la imagen de Thomas Covenant. Había sonreído a Joan. Era vulnerable a todo y aún parecía indomable. ¿Era posible que los guardias le hubieran matado?

Tal vez lo hicieron, tal vez no. Su nombre, por sí sólo, ya era una esperanza para ella. Y le dio algo para reunir piezas de lo que había sido. Cuando el cansancio acabó con sus sollozos, fue hacia su vasija de agua y bebió. Luego comió de aquel rancio manjar tanto como su estómago pudo soportar. Después durmió durante un rato.

El ruido del cerrojo al descorrerse la despertó. Los pestillos de su propia puerta estaban soltados. Su corazón gimió mientras salía del lecho poniéndose en pie desesperadamente. ¿Covenant…?

La puerta se abrió. El Delirante entró en la celda.

Parecía no tener facciones ni manos; por donde quiera que su vestido dejara su carne a la vista, sus potentes emanaciones de enfermedad eran expandidas con tal intensidad que ella no podía percibir su forma física. La corrupción chamuscaba el aire entre ellos, apartándola hasta el fondo, junto a la pared. Humeaba como Marid, como las malignas abejas. También como Joan. Su aliento llenó la celda de cangrena y náusea. Cuando hablaba, su voz parecía pudrirse en los oídos de Linden.

—Resulta que tus compañeros han mentido. Estoy desconcertado. Había pensado que en el Reino solo había cobardes y niños. Pero no importa. La destrucción de cobardes y niños es un pequeño placer, prefiero ver valor en mis víctimas. Afortunadamente el Incrédulo no va a intentar liberarte. Desconoce tu situación.

Linden trató de burlarle y escapar. Pero su cuerpo, torpe e inútil, estaba atrapado por la mirada del Delirante. No podía cerrar los ojos ante él. El hervía en sus nervios, metiéndose dentro de ella, requiriendo su alma para contagiarla de su mal.

—Pero incluso él —continuó el Delirante en un tono de agua estancada— no es un asunto importante. Sólo su anillo significa algo. Y no tendrá más remedio que entregarlo. Ya se ha vendido a sí mismo y no hay poder bajo el Arco del Tiempo que pueda impedir su desesperación. No, Linden Avery —dijo el Delirante sin pausa—, abandona toda esperanza respecto a Thomas Covenant. La principal tarea en la condena del Reino está sobre tus hombros.

¡No! No tenía defensa contra tanta corrupción. La noche rondaba a su alrededor, más cruel que cualquier oscuridad; la noche tan vieja como el dolor de los niños cuyos padres van a morir. ¡Nunca!

«Tú has sido especialmente escogida para esta profanación. Tú estás siendo forjada como se forja el hierro para conseguir la ruina de la Tierra —su voz violaba toda su carne—. Tú has sido escogida, Linden Avery, porque tú puedes ver. Porque tú estás abierta a todo aquello que nadie más en el Reino puede discernir, tú estás abierta a ser forjada. Con ojos, orejas y tacto, estás destinada a ser lo que el Despreciativo necesita. Haciendo falta destruir, tú serás la encargada de llevar a cabo la destrucción. Yo saborearé la ruina.

»Por tanto yo ya te he advertido. Para que conozcas el peligro y puedas evadirlo. De forma que, mientras te esfuerces en evadirlo, el Despreciativo pueda reírse con escarnio y triunfo».

¡No! No era posible. ¡Era médico! De ninguna manera podía ser forzada a destruir. Ningún poder, ninguna malevolencia podía deshacer lo que ella había escogido ser. ¡Nunca! Un chorro de palabras se desprendió de ella.

—Tú estás enfermo. Todo eso es producto de la enfermedad, no otra cosa. Tienes una dolencia que pudre tu mente. Es un problema psicológico. Una descompensación química del cerebro. No sabes lo que estás diciendo. ¡Yo no creo en el mal!

—¿No? —el Delirante parecía divertirse—. Ciertamente. Esa mentira, al menos, la debo rectificar —y avanzó hacia ella como una marea de mortandad—. Tú has cometido asesinato. ¿No hay mal en ti?

El Delirante extendió sus brazos como si quisiera abrazarla. No tenía cara ni manos. Una brillante alucinación en la manga de su vestido se alargó hacia ella y le acarició la mejilla.

El terror de aquel contacto apareció como una sombra en su alma. Un mal gélido congeló su cara, esparciendo hielo por todos sus sentidos corrió el encadenamiento de toda su instintiva repulsión. Flameó a través de su cuerpo y se volvió verdad. La verdad del Despreciativo. El mal supuraba en sus facciones, neutralizando su severidad y belleza, corrompiendo lo que ella era. El Sol Ban brillaba en su carne; desierto, pestilencia, el llanto de los árboles. Hubiera querido aullar, pero no tenía voz.

Huyó. No había otra defensa. Echó a correr dentro de sí misma. Cerró los ojos, los oídos, la boca y los nervios de su piel, sellando toda entrada a su mente. No. El horror le dio el poder de paralizarse. Nunca. Quedándose ciega, sorda y sin sensibilidad al tacto, se hundió en la oscuridad como si fuera en la muerte, el inevitable legado del nacimiento.