TRECE. El Demondim-producto

Cuando despertó, su cara le picaba como si la hierba hubiera crecido en su barba, y su espalda estaba caliente por el Sol de media mañana.

Levantó la cabeza y vio que se encontraba en la misma loma donde había encontrado a Caer-Caveral y a los Muertos. Andelain se extendía a su alrededor, desplegada como una flor hacia el Sol. Pero él observaba los árboles y el cielo de una manera abstracta; las Colinas habían perdido temporalmente su poder sobre él. Estaba demasiado lleno de cenizas para moverse.

Recordaba claramente la noche anterior. Lo recordaba todo, excepto la convicción de su realidad.

Pero la duda duró sólo un momento. Cuando se sentó y cambió su ángulo de visión, vio a Vain.

El Demondim-producto confirmaba la certeza de todo lo demás.

Se encontraba justo en el lugar donde estuvo la noche anterior, ligeramente recostado y absorto. A Covenant le chocó de nuevo la perfección física de Vain. Sus piernas eran lisas y fuertes; su carne no tenía manchas. Pudo haber sido una pieza idealizada de estatuaria.

No dio signos de haberse dado cuenta de que Covenant estaba despierto, ni de conocerlo. Sus brazos colgaban relajados, con los codos ligeramente torcidos, como si hubiera sido ideado para desarrollar una gran actividad, pero sin haber tenido ocasión de hacerlo hasta el momento. No se oía ninguna respiración en su pecho; sus ojos ni parpadeaban ni se movían.

Lentamente, Covenant recordó los otros regalos que había recibido. Eran muy oscuros para él. Pero la solidez de Vain representaba alguna forma de protección. Covenant tomó a su compañero como promesa de que los otros regalos serían igualmente importantes.

Buscando alivio a su desánimo, se levantó y miró a Vain. Consideró brevemente aquella figura oscura y luego dijo:

—Vasallodelmar dice que no hablas. ¿Es verdad?

Vain no reaccionó. Una sonrisa ambigua se dibujó en sus labios, pero ninguna expresión especial alteró la ebonita de sus ojos. Podía también estar ciego.

—Muy bien —murmuró Covenant—. Efectivamente no hablas. Espero que las otras cosas que dijo de ti sean también ciertas. No quiero comprobarlas. Voy a tratar de mandar sobre ti hasta donde pueda. Si esos ur-viles hubieran mentido… —Covenant frunció el ceño—, tratando de penetrar en el misterio de su compañero; pero ninguna intuición le ayudaba.

—Puede que Linden sea capaz de decirme algo sobre ti. —La negra mirada de Vain no se movía. Al cabo de un momento Covenant exclamó, gritando—. ¡También espero no adoptar la costumbre de hablarte! Esto es ridículo.

Sintiéndose vagamente atontado, miró al Sol para ver la dirección que debía tomar. Luego empezó a bajar la loma en viaje de regreso para reunirse con sus amigos.

El Demondim siguió unos cuantos pasos detrás de él. Se movía como si hubiera memorizado los alrededores desde hacía tiempo y ya no necesitara orientarse. A pesar de su solidez física, sus pasos no hacían ruido ni dejaba huellas en la hierba.

Covenant se encogió de hombros y emprendió el camino en dirección Suroeste a través de las colinas de Andelain.

Hacia mediodía, había comido suficiente aliantha como se hubiera consumido en una fiesta y había empezado a recobrar su alegría. Andelain hizo algo por él más importante que reconfortar su vista y sus oídos o procurarle reposo. El Amo Execrable le había privado de lo más estimulante de su anterior visita: El sentirse lleno de salud como una palpable cinosura en cada cosa verde y viviente que le bordeaba. Pero las colinas parecían conocer su pacto y formulaban su instancia para ofrecerle cuanto pudiera hacerle gozar de su estancia. El aire estaba lleno de alegres pájaros. La hierba era una almohada para sus pies, de forma que las rodillas y los muslos se sentían cómodos en sus pasos. La aliantha lo nutría hasta que todos sus músculos estuvieran rebosantes de vitalidad.

Así transformó Andelain su desolación, mezclándola en un granítico sentido de proyecto. Consideró las hazañas que tenía por delante sin miedo e hizo un solemne juramento, un juramento sin temores ni furia, el juramento de que Andelain no caería mientras le quedara aliento o pulso para defenderla.

A mitad de la tarde llegó a un arroyo donde el agua corría plácidamente sobre un lecho de fina arena, y se detuvo para darse un baño. Sabía que no podría llegar a reunirse con sus compañeros antes del anochecer y por tanto no tenía que darse prisa. Quitándose las ropas, se restregó desde la cabeza a los pies con arena hasta que se sintió limpio por primera vez en muchos días.

Vain estaba plantado junto al arroyo como si hubiera estado enraizado en aquel sitio durante toda su vida. Covenant tuvo, de pronto, un maléfico impulso. Sin avisar, lanzó al Demondim una salpicadura de agua. Las gotas se deslizaron por su obsidiánica carne, pero él no parpadeó ni mostró señal alguna de conciencia.

¡Diablos! —musitó Covenant. Un toque de preocupación oscureció su tono. Casi con rabia empezó a lavar sus ropas.

Pronto se halló nuevamente en camino, con Vain detrás.

Había planeado continuar andando hasta alcanzar el valle del Mithil y a sus compañeros. Pero aquella noche no había luna y las estrellas no daban mucha luz. En cuanto se extinguió la última iluminación de la tarde, decidió tomarse un descanso.

Durante algún tiempo tuvo dificultades para dormir. Una indeterminada ansiedad se lo impedía. Vain continuaba como una efigie de oscuridad aludiendo a los peligros. Un ur-vile, pensó Covenant disgustado. No podía confiar en un ur-vile. Ellos, los Demondim eran una de las antiguas razas del Reino; y habían servido al Amo Execrable durante milenios. Covenant había sido atacado una y otra vez por aquellas extrañas criaturas. Carentes de ojos y ávidos de sangre, habían devorado cantidad de personas cuando él estaba vacío de poder. Ahora no podía creer que los ur-viles que habían dado Vain a Vasallodelmar le hubieran dicho la verdad.

Pero el aire y la hierba de Andelain eran un elixir para su vaga angustia, y finalmente se durmió.

Ya estaba despierto y en camino cuando el Sol iniciaba su ascenso. Ahora sentía tristeza. No quería abandonar Andelain. Pero no permitió que eso le hiciera acortar el paso. Estaba preocupado por sus compañeros. Mucho antes de mediodía ya había traspasado la última línea de colinas por encima del Mithil.

Penetró en el Valle demasiado desviado hacia el Este; el viejo roble que se hallaba en el límite de Andelain estaba a media legua de distancia a su derecha. Rápidamente caminó hacia él por las crestas, tratando de ver a sus amigos.

Pero cuando se aproximó al majestuoso árbol, no pudo ver signo alguno de Linden, Sunder o Hollian.

Covenant se detuvo y escudriñó la región desierta, detrás del Mithil, tratando de divisar algún rastro de sus compañeros. Era más amplia de lo que él había creído. En sus prisas para entrar en Andelain, había prestado poca atención a la configuración de la zona. Ahora observó que la arruinada roca de vieja pizarra se extendía hasta cierta distancia a través de las colinas y, quizás a una legua hacia el Oeste en los Llanos. Nada crecía en aquella devastada región. Yacía ante él como un cadáver de piedra. Pero los bordes contrastaban por la abundante verdor del Sol Fértil. Dos períodos de fertilidad sin uno desértico entre ellos que despejara el terreno había hecho que la zona pareciese una isla muerta cercada de verde.

Pero de Linden y de los dos pedrarianos no había ni rastro.

Covenant bajó por la ladera de la colina y se lanzó al agua. Nadando por la superficie del Mithil se dirigió hacia la orilla Sur. Poco después se encontró en el lugar donde se había despedido de Linden.

Recordaba el lugar exacto. Todos los detalles coincidían al hacer memoria. Era aquí, aquí…

—¡Linden! —su grito no se impuso a la desolación de las rocas y desapareció sin eco en la jungla de sus alrededores—. ¡Linden!

No pudo encontrar ninguna evidencia de que hubieran estado allí ni de que nunca hubiera tenido compañeros.

El Sol llevaba su cerco verde como una sonrisa de desdén. Su mente quedó un momento en blanco temiendo lo peor. Las maldiciones que no podía proferir se batían con su estupefacción. Sus compañeros se habían ido. El los había dejado y en su ausencia, algo les había ocurrido. ¿Algún otro Caballero? ¡Y sin estar allí para defenderlos…! ¿Qué había hecho? Golpeándose los puños, uno contra otro, se encontró mirando los inescrutables ojos de Vain.

La visión le hizo trepidar.

—¡Estaban aquí! —exclamó como si el Demondim le hubiera contradecido. Un escalofrío recorrió su cuerpo, convirtiéndose en un frío furor. Empezó a buscar por el sector.

—Ellos no me han abandonado. Algo los ha sacado de aquí. O han sido capturados. Desde luego, no los han matado ni heridos, ya que no hay sangre.

Vio una alta pila de piedras y se subió a ella, haciendo caso omiso del vértigo. Manteniéndose precariamente sobre las piedras, miró a través del río hacia los llanos que bordeaban Andelain. Pero la maraña de la monstruosa vegetación era impenetrable; su compañeros podían estar a una distancia accesible, sin que fuera posible verlos. Estudió la desolación al Sur y al Oeste de él. Aquella tierra salvaje tenía un suelo rocoso y lo bastante caótico para esconder miles de peligros.

—¡Linden! —volvió a gritar—. ¡Sunder! ¡Hollian!

No vaciló. Descendió del montículo y volvió al lugar donde había visto a Linden por última vez. Recogió algunas piedras y formó una flecha en la roca, apuntando hacia el interior de la tierra salvaje, de forma que si sus compañeros volvían, supieran hacia donde había ido. Luego partió en la dirección de la flecha.

Vain lo siguió como una sombra que hubiera tomado cuerpo.

Covenant caminaba rápidamente, con urgencia. Su mirada inspeccionaba el terreno como cuando se controlaba visualmente las extremidades. Quería localizarlos o sería presa de un sentimiento de culpabilidad por la posibilidad de ser el responsable de la desaparición de sus amigos. Cuando conociera la naturaleza del peligro, sabría como responder. De momento no hizo ningún intento de esconderse. Sólo mantenía sus ojos alerta y se movía entre las rocas y pizarras como un hombre inclinado a su propia destrucción.

Recorrió una legua antes de detenerse y reconsiderar las direcciones a tomar. Estaba ya algo cansado por sus esfuerzos; sin embargo, Vain se mantenía cerca de él como si nunca hubiera estado en otra parte, siempre infatigable, como la piedra. Maldiciendo a Vain o a sí mismo, Covenant escogió una rampa y subió por ella, para ganar ventaja en la observación de los alrededores.

Desde lo alto, divisó los bordes de un largo cañón, quizás a media legua de él. En seguida decidió dirigirse allí, ya que era lo único que llamaba la atención en la zona.

Bajó nuevamente la rampa, pero demasiado deprisa. Al aterrizar, perdió su equilibrio y cayó frente a Vain.

Cuando se puso en pie, él y el Demondim estaban rodeados por cuatro hombres.

Eran más altos que los pedrarianos y más delgados. Llevaban unas ropas que Covenant había aprendido a asociar con los fustarianos. Pero sus vestidos estaban rasgados y una fiebre de violencia brillaba en sus ojos. Tres de ellos llevaban largas porras de piedra, y el cuarto tenía un cuchillo. Con sus armas en posición amenazadora, avanzaban juntos.

—Diablos —musitó Covenant, al tiempo que sus manos hacían un gesto inconsciente de salvaguarda—. ¡Maldita sea!

Vain miraba indiferente, como si nada ocurriera.

Sus caras mostraban malas intenciones. Covenant gruñó. ¿Es que todos los hombres del Reino querían matarle? Pero estaba demasiado furioso para retroceder. Esperando tomar por sorpresa a los fustarianos, saltó bruscamente:

—¿Dónde está Linden?

El hombre más cercano a él hizo un gesto de asentimiento.

Al instante siguiente, uno de ellos fue a la carga. Covenant se echó hacia atrás; pero los otros no atacaron. El hombre se abalanzó hacia Vain y con su porra le dio un fuerte golpe en el cráneo.

La piedra se quebró en pedazos. El hombre emitió un grito y retrocedió, agarrándose los codos.

La cabeza de Vain se movió como diciendo que sí. No acusó el golpe ni siquiera con un parpadeo. Estaba entero y absorto como siempre.

Defraudado, pidió ayuda a los otros hombres. Un momento más tarde todos se adelantaron con la vehemencia del temor.

Covenant no tenía tiempo para aturdirse. Debía cumplir su propósito y no podía verlo fracasar de esta manera. Antes de que los hombres hubieran avanzado un par de pasos, extendió los brazos y gritó:

—¡Alto! —con toda la ferocidad de su pasión.

Su grito hizo silbar el aire. Los hombres se detuvieron.

—Escuchad —dijo—. ¡No soy vuestro enemigo y no intento batirme a muerte por mi inocencia! —El hombre del cuchillo lo ondeaba amenazadoramente. Covenant señaló con el dedo su dirección—. ¡Yo os lo digo! —Estaba temblando pero la autoridad de su voz paralizó a sus atacantes.

El fustariano que había reconocido el nombre de Linden balbuceó y se reveló como el líder.

—Si te resistes —dijo tensamente— todos mis compañeros se levantarán contra ti para matarte.

Covenant añadió agriedad a su tono.

—Ni soñaría en resistirme. Vosotros tenéis a Linden y quiero ir adonde ella esté.

Encolerizado y suspicaz, el hombre trató de encontrar la mirada de Covenant, pero no pudo. Con su porra apuntó hacia el cañón.

—Allí.

—Allí —musitó Covenant—. Muy bien. Volviendo la espalda a los fustarianos empezó a andar en aquella dirección.

El líder dio una orden; y un hombre corrió para ponerse delante de Covenant. El conocía las rocas y las ruinas íntimamente; el camino que escogió era directo y bien allanado. Antes de lo que hubiera creído, Covenant fue conducido a una hendidura que cortaba la pared del cañón. El suelo de aquella hendidura descendía considerablemente antes de abrirse a su destino.

Covenant fue sorprendido por la profundidad del cañón. El lugar parecía una gola; las rocas de los bordes superiores semejaban oscuros dientes dibujados con el cielo de fondo. Imprevistos peligros parecían acechar, esperando en las sombras de las paredes. Por un momento vaciló. Pero su necesidad de encontrar a sus compañeros le empujó hacia adelante. Al virar hacia las moradas de los fustarianos, trató de captar todo lo que pudo, buscando información o esperanza.

Inicialmente le extrañó el parecido del pueblo con la gente que le había capturado. Fustaria Poderdepiedra era desaliñada; sus habitantes eran la gente más descuidada que había visto en el Reino. El suelo del cañón estaba lleno de escombros; y la gente vestía como si no tuviera ningún interés en mostrar buena apariencia ni aún en que sus ropas fueran decorosas. Muchas de las prendas que llevaban estaban sucias y rotas, a pesar de que ellos aparentaban estar bien alimentados. Las casas presentaban un aspecto similar. Las estructuras de madera eran fundamentalmente buenas. Cada una de ellas se asentaba sobre seguros soportes para protegerse de la fuerza de las aguas que corrían por el fondo del cañón durante el Sol de la Lluvia; y todas tenían armaduras de tronco gruesas como vigas. Pero la construcción de las paredes era muy deficiente, dejando aberturas en todos los lados; y muchas de las escaleras de las puertas tenían escalones rotos o pasamanos torcidos.

Covenant observaba con sorpresa y con nerviosismo creciente mientras avanzaba por aquel desorganizado claustro de chozas. ¿Cómo…? Pensó, ¿cómo puede un pueblo tan descuidado sobrevivir al Sol Ban?

Y sin embargo, en otras cosas no parecían tan descuidados. Sus ojos mostraban una rara combinación de beligerancia y pánico al mirarle a él. Le recordaban vagamente a Drool Piedracaliente, el Ente de la Cueva que había sido vengado, casi a muerte, por su ambición sobre la Piedra Illearth.

Los secuestradores de Covenant le llevaron a la casa más grande y mejor construida. Luego, el líder llamó:

—¡Gravanélica!

Al cabo de un momento, una mujer apareció y bajó por la escalerilla situándose ante Covenant y Vain. Era alta y se movía con una mezcla de autoridad y desesperación. Vestía unas ropas de color esmeralda vivo. El primer vestido brillante que Covenant había visto, y estaba entero, aunque lo llevaba desgarbadamente. Su cabellera estaba enmarañada por completo. Había estado llorando. Su rostro era oscuro y marcado por las lágrimas.

Covenant se sentía algo confuso por ver un gravanélico en una fustaria. Antiguamente, las gentes de la piedra y de la madera, cultivaban sus ciencias separadamente. Pero ya había tenido evidencia de que tales distinciones de devoción habían dejado de respetarse. Tras la derrota del Amo Execrable, los pueblos debieron haber tenido un largo período de interacción e intercambio de culturas. He aquí la razón de que Pedraria Cristal tuviera una Estigmatizada y Fustaria Poderdepiedra fuera regida por una Gravanélica.

Ella se dirigió al líder de los secuestradores.

—¿Brannil?

El hombre colocó su mano en el hombro de Covenant.

—Gravanélica —dijo en tono de acusación—, éste pronunció el nombre de la extranjera, compañera de los pedrarianos —ceñudamente prosiguió—. Es el Mediamano y lleva el anillo blanco.

La mujer miró la mano de Covenant. Cuando sus ojos volvieron a la cara, miraban de manera salvaje.

—¡Por el poder de la piedra! —exclamó— aún podremos obtener recompensa. —Su cabeza gesticuló una orden. Entonces volvió la espalda y regresó a la casa.

Covenant fue lento en responder. La apariencia de la mujer y la mención de sus amigos le aturdieron momentáneamente. Pero se alertó en seguida y gritó a la Gravanélica:

—¡Espera!

Ella se detuvo y, por encima de su hombro, dijo:

—Brannil, ¿ha mostrado algún poder contra ti?

—No, Gravanélica —respondió el hombre.

—Entonces es que no lo tiene. Si se resiste, atizadle sin piedad. Con cara malhumorada, entró en su casa y cerró la puerta.

En seguida, unas manos agarraron los brazos de Covenant y lo arrastraron hacia otra casa, lanzándole a la escalerilla. Imposibilitado de recuperar el equilibrio, cayó sobre los escalones. Inmediatamente, varios hombres le hicieron subir a la fuerza, introduciéndole en el portal con tanta violencia que tuvo que pararse el golpe con las manos en la pared del fondo.

Vain le seguía. Ninguno había tocado al Demondim. Éste subió a la choza de su propia voluntad, como si no quisiera estar separado de Covenant.

La puerta se cerró, siendo atada con un trozo de sarmiento.

—¡Maldita sea! —exclamó Covenant, sentándose en el suelo de madera y tratando de pensar. Algunas de las maderas estaban corroídas por el tiempo. Cualquiera con fuerza o con un cuchillo podía romperlas. Pero la libertad no era precisamente lo que necesitaba. Quería a Linden, quería encontrar a Sunder y a Hollian. Y no tenía cuchillo. Sus recursos de fuerza no eran para impresionar a nadie.

Por un momento pensó en recurrir a la única orden para Vain, pero luego rechazó la idea. La situación no era todavía tan desesperada. Durante algún tiempo estudió el pueblo por las aberturas que había en las paredes, observando las sombras de la tarde alargarse en el cañón. Pero no vio nada que respondiera a sus preguntas. La cabaña le oprimía. Se sentía más prisionero, más ineficaz y dominado, que en Pedraria Mithil. Un sentido de pánico latente constreñía su corazón. Se encontró cerrando sus puños y mirando a Vain como si la pasividad de éste fuera una ofensa para él.

Su cólera le hizo decidir. Comprobó, a través de la pared frontal, que los dos guardias estaban aún allí. Luego seleccionó cuidadosamente un lugar en el centro de la puerta donde la madera fuera más débil. Midió la distancia y le dio un puntapié.

La casa tembló. La madera hizo un ruido al astillarse.

Los guardias retrocedieron un paso, quedándose mirando la puerta.

Covenant repitió el golpe. Tres viejas ramas cedieron, dejando un agujero en la puerta del tamaño de su cabeza.

—¡Cuidado prisionero! —gritó un guardia—. Vas a ser aporreado.

Covenant respondió con otro golpe. Uno de los soportes interiores quedó hecho astillas.

Los guardias vacilaron, claramente indecisos al intento de abrir la puerta mientras estuviera bajo el asalto.

Lanzándose con todo su peso, Covenant golpeó nuevamente la puerta.

Uno de los guardianes se colocó al pie de la escalerilla, mientras el otro se fue corriendo a casa de la Gravanélica.

Covenant estaba furioso. Seguía dando patadas a la puerta, pero se cansaba gastando mucha fuerza. Cuando llegó la Gravanélica, dio a la madera un último golpe y paró.

A una orden de la Gravanélica un guardián subió por la escalerilla. Observando a Covenant por el agujero, desató las ligaduras, luego se apartó para evadir la puerta para el caso de que volviera a golpearla.

Pero no lo hizo. Apartó la puerta hacia el lado con su mano y se quedó enmarcado en el portal, mirando de frente a la Gravanélica.

Antes de que ella llegara a hablar, él dijo:

—Quiero hablar contigo.

—Prisionero, yo no deseo hablar contigo —respondió arrogantemente.

Covenant se decidió a supeditarla.

—No me importa un comino lo que desees. Si crees que no tengo poder, estás tristemente equivocada. ¿Por qué otra cosa el Clave quiere verme muerto? —Luego añadió—: Pregunta a tus hombres lo que pasó cuando intentaron atacar a mi compañero.

La estrechez de sus ojos revelaba que había sido ya informada de la aparente invulnerabilidad de Vain.

—Haré un trato contigo —prosiguió él, negándole tiempo para pensar—. No te temo en absoluto, pero no quiero hacerte daño. Puedo esperar hasta que decidas dejarme ir. Si respondes a algunas preguntas, dejaré de echar esta casa abajo.

Los ojos de la mujer vagaron momentáneamente y volvieron a su cara.

—Tú no tienes poder.

—Entonces, ¿de qué tienes miedo?

Ella dudó. El pudo ver que tenía ganas de volverse, pero la ira de Covenant minaba su confianza. Aparentemente, su confianza había sufrido ya algún castigo por alguna otra causa. Después de un momento, ella murmuró tensamente:

—Pregunta.

En seguida, Covenant dijo:

—Tú tienes a tres prisioneros. Una mujer llamada Linden Avery y dos pedrarianos. ¿Dónde están?

La Gravanélica no buscó su mirada. De alguna forma, la pregunta era la causa de su preocupación.

—Se han ido.

—¿Ido? —Una sacudida de terror llegó a su corazón—. ¿Qué quieres decir?

Ella no respondió.

¿Los matasteis?

—¡No! —Su mirada era la de un ave de rapiña a la que acaban de robar su caza—. ¡Estábamos en nuestro derecho! ¡Los pedrarianos eran enemigos! Su sangre fue confiscada por derecho de captura. Ellos poseían Piedra del Sol y lianar, también confiscados. Y la sangre de su compañera fue también confiscada. El amigo de unos enemigos es también un enemigo.

«Pero fuimos privados de nuestro derecho. —Un corrupto lloriqueo hería su voz—. Los tres cayeron en nuestro poder el primer día del Sol Fértil. Y esa misma noche vino Santonin na-Mhoram-in con su corcel. —Su maligna angustia sonaba más fuerte que un grito—. En nombre del Clave, fuimos privados de lo que nos pertenecía. Tus compañeros no son nada, Mediamano. Los entregué al Cabalgador sin ningún remordimiento. Ahora viajan a Piedra Deleitosa y ruego para que su sangre se pudra dentro de sus cuerpos.

¿Piedra Deleitosa? Covenant gruñó. ¡Maldita sea! La fuerza le fallaba en sus rodillas; tuvo que cogerse en el marco de la puerta para mantenerse derecho.

Pero la Gravanélica estaba ocupada en su propio sufrimiento. Por tanto no se dio cuenta.

—Sí. Y que se pudra también el Clave. El Clave y todos los que sirven a los na-Mhoram. Por Santonin fuimos también despojados del poder de vivir. ¡La Piedra del Poder! —Sus dientes crujieron—. ¡Cuando yo descubra quien traicionó nuestra posesión de la Piedra del Poder para dársela a Santonin na-Mhoram-in, voy a arrancarle el corazón, aún latiendo, para estrujarlo con mis propias manos!

Bruscamente plantó la mirada a Covenant, como una lanza.

—Espero que ese anillo blanco sea algo tan valioso como dicen los Caballeros. Eso será nuestra recompensa. Con tu anillo voy a tratar la devolución de nuestra Piedra del Poder. Sí, y mucho más. Por tanto, puedes disponerte a morir, Mediamano. Al amanecer, te arrancaré la vida. Va a ser un gran placer.

Miedo y sentimiento de fracaso rondaban en torno a Covenant, ensordeciéndole a la amenaza de la Gravanélica, chocando sus protestas en su garganta. Nada podía preocuparle tanto en aquel momento como el peligro que corrían sus compañeros. Por haber insistido en ir a Andelain…

La Gravanélica dio la vuelta sobre su talón y se marchó. Tuvo que esforzarse para gritarle:

—¿Cuándo salieron?

Ella no contestó; pero uno de los guardias dijo cautamente:

—A la salida del segundo Sol Fértil.

—¡Demonios! ¡Casi dos días! ¡En un corcel! Mientras los guardias le empujaban nuevamente adentro de la choza y volvían a atar la puerta, Covenant estaba pensando estúpidamente. Nunca podré alcanzarles.

Un mar de desolación se le echó encima. Estaba aquí, encarcelado, mientras cada grado del Sol y cada latido de tiempo llevaba a sus compañeros a la muerte segura. Sunder había dicho que la Tierra era una prisión para a-Jeroth de los Siete Infiernos, pero eso no era verdad; era una prisión para él solo. Thomas Covenant, el Incapaz. Si Fustaria Poderdepiedra le soltara en aquel mismo momento, no le sería posible salvar a sus amigos.

Y los fustarianos no le soltarían; este pensamiento penetraba poco a poco en su desolación. Intentaban matarle. Al amanecer. Para hacer uso de su sangre. Relajó sus puños y levantó la cabeza. Mirando por las aberturas de las paredes vio que el cañón había ya entrado en sombra. La puesta del Sol se acercaba. También la noche, como la suerte de un leproso. Una loca angustia le inducía a lanzarse contra aquella puerta debilitada. Pero la futilidad de aquella acción le hizo desistir. En su fiebre para escapar y para redimir lo que les había hecho a sus compañeros, se quedó mirando su anillo de boda.

Acurrucado allí, contra la pared y en la creciente oscuridad, consideró todo lo que conocía o recordaba acerca de la magia indomeñable. Recordó todo lo que había hecho levantar fuego blanco. Pero no vio ninguna esperanza. A Linden le había dicho la verdad: En toda su experiencia pasada, siempre, la ejerción del poder de magia indomeñable se había producido por la proximidad de algún otro poder que actuara como detonador. Su confrontación final con el Amo Execrable habría terminado en fracaso y profanación si la propia arma del Despreciativo, la Piedra Illearth no hubiera sido tan poderosa y no hubiera lanzado su potente respuesta del oro blanco.

Sin embargo, Linden le había dicho que, en su delirio, en Pedraria Cristal, su anillo había emitido luz incluso antes de que el Caballero hubiera activado su propio poder. Siguió dándole vueltas a esta idea. El Amo Superior Mhoram le había dicho una vez Tú eres el oro blanco. Tal vez la necesidad de un detonador surgió en él mismo, en su resistencia no resuelta, más bien que en la misma magia indomeñable. Si eso fuera verdad…

Covenant se sentó en una postura más cómoda y puso en orden todo aquel torbellino de ideas con fuerza de voluntad. Deliberadamente empezó a buscar en su memoria, sus pasiones, su necesidad, de la llave que había abierto la magia indomeñable en su batalla contra el Amo Execrable.

Recordó lo completa que era su abyección, la extremidad de su peligro. Recordó vividamente la crueldad con que el Despreciativo le había acorralado, al borde de obligarle a rendir su anillo. Recordó el gozo con el que el Amo Execrable había visionado el Reino como sumidero de leprosidad.

Y recordó el despertar de su rabia por los leprosos, por las víctimas y la miseria. Aquella pasión, clara y pura más allá de cualquier furia que jamás hubiera sentido, le había llevado a la paradoja, el lugar del poder entre imposibilidades conflictivas; era imposible creer que el Reino era Real; imposible negar las necesidades del Reino. Ancorado en la misma contradicción, fortalecida por la cólera, se había enfrentado al Amo Execrable y había vencido.

Lo recordó todo y lo revivió tan intensamente que su corazón hervía. Y de tal intensidad trató de hacer un mando para la magia indomeñable; un mando de fuego.

El anillo permanecía inerte en el segundo dedo de su media mano. Apenas era visible con aquella escasa luz.

La desesperación revolvió sus tripas; pero la reprendió y volvió a probar. Agarró su propósito con ambas manos como un estrangulador. Detonador, pensó. Proximidad. Llevando un recuerdo como un entalle de flama en su mente, se puso en pie y confrontó la única fuente externa de poder disponible. Balanceando su media mano formando un arco, golpeó a Vain en el estómago.

La sacudida le dolió; chispas rojas como carbúnculos explosionando, cruzaron por su cerebro. Pero nada pasó. Vain ni siquiera le miraba. Si el Demondim contenía poder, lo llevaba escondido en algún sitio que Covenant no podía llegar a él.

—¡Maldita sea! —exclamó Covenant, apretándose su dolorida mano y sacudiéndola con inútil ira—. ¿No lo comprendes? ¡Van a matarme!

Vain no se movió. Sus negras facciones ya habían desaparecido en la oscuridad.

—¡Maldito! —con un esfuerzo que casi le hizo llorar, Covenant desechó la idea de seguir sacudiendo sus manos contra Vain—. Esos ur-viles posiblemente le mintieron a Vasallodelmar. Probablemente vas a estar aquí, viendo tranquilamente como me cortan el cuello.

Pero el sarcasmo no solucionaba nada. Sus compañeros se encontraban en aquel peligro porque él les había dejado indefensos. Y Vasallodelmar había muerto en el cataclismo desencadenado por el esfuerzo de Covenant contra la Piedra Illearth. Vasallodelmar, que había hecho más para atemperar la maldad del Despreciativo que cualquier magia indomeñable, resultó muerto porque Covenant era demasiado débil e incapaz de encontrar otra respuesta. Se sentó al suelo, abrumado por viejas culpas, y siguió repitiendo su última esperanza hasta que el agotamiento lo arrastró hacia el sueño.

Se despertó dos veces, con el pulso como un martillo y el corazón en llamas por los sueños de Linden llorando por él. La segunda vez ya no quiso dormir más. No creía poder soportar una vez más aquella pesadilla. Paseando alrededor de Vain, se mantuvo en vigilia entre sus incertidumbres hasta el amanecer.

Gradualmente, el cielo oriental empezó a iluminarse. Las paredes del cañón se iban quitando la noche, dejándola atrás, como depósitos de oscuridad. Covenant oyó gente moviéndose en el exterior de la cabaña y se abrazó a sí mismo.

Unas pisadas subieron por la escalerilla; unas manos manipularon en las ataduras.

Cuando la puerta estuvo suelta, se abalanzó contra ella con su espalda y de un golpe derribó al guardia, echándolo al fondo de la escalerilla. En seguida saltó al suelo, tratando de huir.

Pero había juzgado mal la altura del soporte de la barraca y cayó de mala manera sobre un grupo de hombres que se hallaban más allá de la escalerilla. Algo le golpeó detrás de la cabeza, produciéndole vértigo y produciéndole, al mismo tiempo, la pérdida de control de sus extremidades.

Los hombres le levantaron, agarrándole por los brazos y el cabello.

—Eres afortunado. La Gravanélica te quiere completamente despierto —dijo uno de ellos—. De no ser así le enseñaría a tú cráneo la dureza de mi porra.

Las piernas de Covenant se entumecieron; el cañón parecía sufrir de nistagma. Los fustarianos le arrastraron como si se tratara de una colección de huesos desarticulados.

Lo llevaron al extremo Norte del cañón, a unos quince o dieciséis pasos de la última casa se detuvieron.

Una hendidura vertical partía la piedra bajo sus pies. Acuñado en ella se encontraba un grueso poste de madera, de una altura casi doble a su estatura.

El gimió de manera enfermiza y trató de resistirse. Pero era inútil.

Aquellos hombres le dieron la vuelta para que estuviera de cara al pueblo. Luego ataron sus brazos por detrás del poste. Hizo un débil esfuerzo para darles patadas; pero pronto ataron también sus tobillos.

Cuando hubieron terminado, se fueron sin pronunciar una palabra.

Al tiempo que su vértigo desaparecía y sus músculos empezaban a recobrarse, le entraron náuseas; pero su estómago estaba demasiado vacío para soltar nada.

Las casas eran virtualmente invisibles, perdidas en la oscuridad del cañón. Pero después de un momento se dio cuenta de que el poste había sido colocado de forma cuidadosamente estudiada. La pared Este, por encima de él, estaba cortada por una profunda abertura; a través de la cual entraba una pincelada de luz del amanecer. El iba a ser lo primero del pueblo en recibir los rayos solares.

Pasaron algunos momentos. La luz solar descendía como la hoja de un hacha hacia su cabeza.

Aunque iba protegido por sus zapatos, el miedo le corroía los huesos. Su pulso parecía latir detrás de sus pupilas.

La luz llegó a su cabello, su frente, su cara… Mientras los fustarianos estaban aún en el crepúsculo, él experimentó la salida del Sol como una anunciación. El Sol llevaba una corona de bruma ligeramente amarronada. Una oleada de árido calor pasó por su cuerpo.

—¡Demonios del Infierno! —exclamó.

Cuando el Sol directo cubrió toda su cara, cegándole a los fustarianos, una lluvia de guijarros empezó a caer sobre él. Varias personas le lanzaban pequeñas piedras.

Covenant mantuvo los ojos cerrados, aguantando los golpes lo mejor que pudo.

Cuando la lluvia de piedras cesó, abrió nuevamente los ojos, viendo a la Gravanélica aproximándose, recién salida de la oscuridad.

Tenía un largo cuchillo de hierro, de un solo filo y sin mango. El negro metal parecía funesto en sus manos. Su semblante no había perdido su mísera expresión; pero también llevaba una corrupta exaltación que él no podía distinguir de la locura.

A unos veinte pasos detrás de la Gravanélica se hallaba Vain. Los fustarianos lo habían atado con fuertes sarmientos, tratando de inmovilizarle; pero él parecía no prestar ninguna atención a las ataduras. Se mantenía él mismo fuera de alcance, como si hubiera venido a presenciar la muerte de Covenant.

Pero Covenant no tenía tiempo de pensar en Vain. La Gravanélica pedía su atención.

—Ahora —dijo con voz áspera—, la recompensa. Yo segaré tu vida y tu sangre será utilizada para que los fustarianos tengamos agua. —Y mirando hacia el estrecho cañadizo, añadió—: Y con tu anillo blanco volveremos a obtener del Clave nuestra Piedra del Poder.

Echando mano de una última posibilidad de esperanza, Covenant preguntó:

—¿Dónde está tu orcrest?

—¿Orcrest? —devolvió suspicazmente.

—Tu Piedra del Sol.

—Ah, —respiró—, Piedra del Sol. La Rede habla de esas cosas. —Su cara mostraba repugnancia—. La Piedra del Sol está permitida, pero fuimos privados de nuestra Piedra del Poder. ¡No es justo! —Sus ojos se fijaban en Covenant como si quisiera adelantarse al sabor de la sangre—. No tenemos Piedra del Sol, Mediamano.

¿No hay Piedra del Sol? —Covenant maldijo en sus interiores. Con ella pensaba ignear su anillo. Pero la Gravanélica no tenía Piedra del Sol. No había Piedra del Sol. El Sol del Desierto le quemaba como el brillante y caliente flujo que le trajo al Reino. Invisibles alas de buitre batían el aire por encima de su cabeza como latidos de corazón insano. A través de aquel ruido, casi no podía ni hacer oír su voz.

—¿Cómo puedes…? Yo creí que todos los Gravanélicos necesitaban una Piedra del Sol. —Sabía que esto no era verdad, pero quería hacerla hablar para entretenerla. El ya había sido herido una vez. Seguramente otro golpe similar terminaría con él—. Entonces, ¿cómo puedes utilizar el Sol Ban?

—Es difícil —admitió. Pero su mirada hambrienta no parpadeó. Debo hacer uso de la Rede. ¡La Rede!— Bruscamente, escupió al agujero donde descansaban los pies de Covenant. —Durante generaciones, Fustaria Poderdepiedra no ha tenido necesidad de estos conocimientos. De Gravanélico a Gravanélico, la Piedra del Poder se ha ido traspasando y con ella hemos creado ¡vida! Sin ella, debemos sobrevivir como podemos.

El Sol mandaba un sudor que, sorteando la barba de Covenant, se deslizaba hasta la mitad de su espalda. Sus ataduras le cortaban la circulación en los brazos, proyectando dolor a sus hombros. Tenía que tragar varias veces para despejar su garganta.

—¿Qué es eso de la Piedra del Poder?

La pregunta le llegó al alma. El vio en seguida que no podía rehuir hablarle de la Piedra del Poder. Una expresión de amor o lujuria apareció en su cara. Bajó su cuchillo; sus ojos dejaron de fijarse en él.

—La Piedra del Poder —respiró ardientemente—. Ah, la Piedra del Poder —sus pechos se tensaron bajo su vestidura azul como si recordara un éxtasis—. Es poder, gloria, salud y confort. Una piedra de carísima esmeralda, alumbrada con potencia y fina más allá del toque de cualquier piedra. ¡Todo el poder está concentrado en esa pequeña hada! Pues la Piedra del Poder no es más grande que la palma de mi mano. Es llana y de cantos afilados como una rodaja cortada de una piedra más grande. Es algo admirable, que no tiene precio.

Ella prosiguió, incapaz de detener el ímpetu de su obsesión. Pero Covenant perdió sus palabras en una chispa de intuitivo horror. Súbitamente, tuvo la certeza de que el talismán que ella describía era un fragmento de la Piedra Illearth.

Esta convicción se encendió en su interior como un espantoso relámpago. Ello explicaba tantas cosas: El ruinoso estado del suelo en aquella región; la vida fácil de los fustarianos; la gratuita violencia de la gente; la obsesión de la Gravanélica. La Piedra Illearth era la misma esencia de la corrupción, un veneno tan maléfico que él había estado dispuesto a sacrificar la vida de Vasallodelmar y la suya propia con tal de extirpar aquel mal del Reino. En un momento de consternación, pensó que tal vez él habría fallado en la destrucción de la piedra, que la misma Piedra Illearth posiblemente había sido la causa del Sol Ban.

Pero luego se le ocurrió otra explicación. En cierta ocasión el Despreciativo había dado a cada Delirante un fragmento de la Piedra. Uno de estos Delirantes había marchado para librar batalla contra los Amos, y había sido encontrado aquí, al Suroeste de Andelain, donde fue detenido varios días. Tal vez en aquel conflicto, se hubiera perdido un pedazo de la piedra del Delirante entre las colinas y hubiera permanecido aquí ejerciendo su espontánea desecación, hasta que algún infeliz Fustariano tropezara con ella.

Pero esto ahora no venía al caso. Un Caballero se había llevado la Piedra del Poder. A Piedra Deleitosa. De pronto Covenant supo que tenía que vivir y llegar a Piedra Deleitosa. Para completar la destrucción de la Piedra Illearth. Para que sus anteriores sufrimientos y la muerte de Vasallodelmar no hubieran sido estériles.

La Gravanélica estaba sollozando.

—¡Pueden pudrirse! ¡Que sean condenados con tormento eterno para despojarme de lo único que teníamos! ¡Les maldigo desde el fondo de mi corazón y desde el caos de mi suplicio! —luego levantó el cuchillo por encima de su propia cabeza. El brillo de la hoja al Sol del Desierto era maligno y amenazante. Había dejado de prestar atención a Covenant; su mirada estaba invertida hacia su interior, en una salvaje visión del Clave—. ¡Os mataré a todos!

El grito de Covenant desgarró su propia garganta. Ante el horror y la desesperación, gritó:

—Nekhrimah, ¡Vain! Sálvame.

La Gravanélica no escuchó su llamada. Con toda la fuerza de su cuerpo, llevó el cuchillo al pecho de Covenant.

Pero Vain se movilizó. Mientras la cuchilla bajaba, encogió sus brazos, librándose de las ligaduras.

Estaba demasiado lejos. Demasiado tarde.

Desde una distancia de veinte pasos, cerró su puño.

Los brazos de la Gravanélica se congelaron antes de pinchar. La punta del cuchillo, justamente tocó el centro de la camisa de Covenant, pero no pudo completar el golpe.

Con una mirada de salvaje asombro, Covenant contempló a Vain atacando a la Gravanélica. Con el revés de su mano, la golpeó, cayéndose ésta al suelo. La sangre empezó a brotar de su boca y ella se encrispó; pero luego se quedó inmóvil.

Vain la dejó. Dio un golpe al poste y la madera saltó en pedazos. Covenant se cayó; pero Vain lo levantó.

Covenant no se permitió ningún tiempo para pensar. Librándose de astillas y sarmientos, cogió el cuchillo y se lo puso en su cinturón. Notaba sus brazos enfurecidos con el retorno de la circulación. Su corazón trabajaba al máximo. Pero se esforzó en caminar hacia adelante. Sabía que si no seguía moviéndose, la reacción podía provocarle un colapso. Empezó a caminar entre los paralizados fustarianos, de vuelta al pueblo entró en la primera casa grande que encontró.

Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad. Luego se dirigió al interior de la estancia. Las cosas que vio colgadas en las paredes: un saco de sarmiento tejido, conteniendo pan, una bolsa de cuero conteniendo alguna clase de líquido. El ya había cogido estos artículos antes de darse cuenta de que había una mujer sentada en uno de los rincones. Estaba quieta y acurrucada para proteger al bebé que chupaba de su pecho.

El abrió la bolsa y bebió del líquido. Tenía un sabor empalagoso, pero limpió su garganta. Bruscamente, se dirigió a la mujer:

—¿Qué es?

En una voz débil la mujer respondió:

Metheglin.

—Bien —dijo, y se dirigió a la puerta. Luego se detuvo para decirle en voz rasposa—: Escúchame bien. Este mundo va a cambiar. No precisamente aquí. No porque hayáis perdido vuestra sangrienta Piedra del Poder. El Reino entero va a ser diferente. Vais a tener que aprender a vivir como seres humanos. Sin esa enferma matanza.

Al abandonar la casa, el bebé empezó a llorar.