Poco tiempo después, Sunder volvió. Si se dio cuenta de la tensión de Linden, que estaba de pie, pálida y violenta, dándole la espalda a Covenant, no hizo mención de ello. En tono completamente normal anunció que había encontrado un sitio donde podrían descansar tranquilamente hasta la mañana siguiente. Luego ofreció la mano a Covenant.
Covenant aceptó la ayuda, dejándose levantar. Los músculos de sus extremidades eran como cenizas; pero apoyándose en la espalda de Sunder, fue capaz de andar media legua hasta llegar a un pequeño sector de terreno rocoso. Estaba escondido entre altos matorrales, lo que les proporcionaba, al menos, cierta protección contra la posibilidad de ser descubiertos. Tendiéndose sobre la dura piedra, Covenant se dispuso a dormir durante el resto de la tarde. Tras de una cena de ussusimiel, se sorprendió a sí mismo durmiendo toda la noche.
A pesar de la dureza de su lecho, no despertó hasta poco antes de la salida del Sol. Por entonces, Sunder ya había limpiado un trozo de terreno y plantado una nueva cosecha de melones.
Cuando Covenant se levantó, Linden se quedó junto a él. Evitando su mirada, como si no pudiera tolerar la visión de sus pensamientos, su preocupación por ella, sus particulares creencias, lo examinó en silencio, encontrándole sin fiebre y apto para seguir viajando. Algo vio en él, sin embargo, que la preocupó, pero no dijo qué era ni él se lo preguntó.
Tan pronto como la nueva cosecha de Sunder hubo madurado, repuso las semillas en su reserva y llenó su saco de fruta. Luego condujo a Covenant y a Linden a través de los matorrales.
El río Mithil había doblado hacia el Noreste, y ellos se mantenían siguiendo su curso, tan cerca de él como el terreno lo permitía. Inicialmente, su progreso fue lento; atravesaron una zona de hierba terrestre que amenazó con acabar, incluso, con las fuerzas del Gravanélico. Pero más allá, entraron en un bosque de banianos por donde se caminaba mucho mejor.
El segundo día del Sol Fértil las higueras crecieron hasta una altura que Covenant jamás habría podido creer. Entre los troncos había grandes avenidas y galerías. Las prodigiosas brancas se entrecruzaban formando arcos, recordando el techo embovedado y pilares del Recinto Sagrado de Piedra Deleitosa, o la Gran Caverna bajo el Vertedero Celeste de Melenkurion. Pero el efecto no tenía nada de grandioso sino más bien ominoso. Cada tronco y cada rama parecían sufrir bajo su propio peso.
Varias veces, a Covenant le pareció oír un retumbar de cascos en la distancia, aunque no vio nada.
Al día siguiente, el grupo tuvo que enfrentarse con alguna de las consecuencias de la necrótica fecundidad del Sol. Hacia mediodía, se encontraron haciendo esfuerzos para atravesar una zona que, justo el día anterior, había sido un bosque de cedros de más de cien metros de altura. Pero ahora parecía la escena de un holocausto.
Durante la noche, los árboles habían empezado a caerse; y cada coloso que se caía, derribaba otros a su paso. Ahora todo el sector era un caos de maderos rotos. Troncos y ramas, desgarrados, esparcidos, triturados. Los tres compañeros emplearon todo el día luchando duramente para abrirse paso entre las ruinas.
Hacia la puesta del Sol, llegaron a la ladera de una colina, poblada de brezo, que silbaba en la brisa y tenía doble altura que ellos. Sunder atacó con su cuchillo los troncos del grueso de su muñeca, logrando despejar un área lo suficiente grande para descansar los tres. Pero incluso entonces no pudo descansar; estaba visiblemente ansioso. Mientras comían, Covenant no hizo comentario alguno; y Linden, encerrada en su intimidad, pareció no prestar atención al Gravanélico. Pero más tarde, Covenant le preguntó qué era lo que le preocupaba.
Con cara pensativa, Sunder respondió:
—No he encontrado piedra. La Luna está en menguante y no penetrará aquí lo suficiente para ayudarme a encontrarla. No sé cómo podré evitar correr la misma suerte que Marid.
Covenant consideró por un momento la cuestión y luego dijo:
—Te llevaré sobre mí. Si yo estoy protegido, también podrás estarlo tú.
El Gravanélico aceptó con un encogimiento de hombros. Pero aún no estaba del todo tranquilo. La sugerencia de Covenant violaba un arraigo de precaución de toda una vida. Luego Covenant añadió:
—Creo que funcionará perfectamente. ¿No tuve razón en lo de la aliantha?
Sunder respondió acomodándose para dormir. Pero cuando Covenant se despertó un instante durante la noche, vio al Gravanélico mirando hacia arriba como un hombre que se despidiera del uso de sus ojos.
Se levantaron al clarear el día. Todos se movieron entre el brezo hasta que encontraron un claro que les permitiera ver el horizonte oriental. La brisa se había hecho más fuerte, y fría desde la tarde anterior. Covenant sintió un leve escalofrío de aprensión. Tal vez él y Linden no habían sido protegidos por el calzado; tal vez eran naturalmente inmunes al Sol Ban. En tal caso…
No había tiempo para buscar alternativas. La salida del Sol era inminente. Linden cogió el saco de los melones. Covenant se agachó para que Sunder se montara en su espalda. Luego miraron hacia el Este. Covenant tenía que obligarse a mantener la respiración.
El Sol salió vestido de azul y con una áurea color zafiro. Brilló sólo unos instantes. Luego, unas nubes negras lo taparon, avanzando en dirección Oeste como la vanguardia de un ejército.
—El Sol de la Lluvia. —Con un esfuerzo, Sunder soltó sus manos de los hombros de Covenant y se deslizó al suelo—. Ahora —dijo, venciendo la contracción de su pecho— vamos, al fin, a poder viajar más deprisa. Si no podemos impedir que nos persigan, prolongaremos, al menos, nuestras vidas.
Al momento, se volvió hacia el río y empezó a desplazarse a través del brezo como si compitiera con las nubes.
Covenant miró a Linden a través del viento que se levantaba.
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió ella con impaciencia— nuestros zapatos bloquearon el Sol Ban.
Cuando él asintió con alivio, ella corrió detrás de Sunder.
El brezo se extendía a cierta distancia hacia el Oeste; luego cambiaba bruscamente en una espesura de maleza ruda y áspera con plantas altas como árboles a lo largo de la orilla del río. Las nubes estaban encima y habían empezado a caer algunas gotas, cuando Sunder se adentraba con dificultad en los matorrales altos. Mientras se movía, rompía o cortaba gruesas ramas de casi metro y medio de largo, junto con tallos de enredadera que dividió en trozos iguales. Recogió todo lo que pudo y llevó las ramas y los tallos a sus compañeros. Luego volvió en busca de más madera de la misma longitud.
Al divisar el cauce del río, sólo un pequeño espacio de cielo estaba sin nubes, en el Oeste.
Sunder se apresuró hacia la orilla del río y preparó un espacio de terreno en el que poder trabajar. Obedeciendo sus órdenes concisas, aún sin saber lo que se proponía, Covenant y Linden le ayudaron a limpiar tallos y ramas de sus hojas. Luego colocaron toda la madera junta, a lo largo, y Sunder la ató con los tallos, asegurando el conjunto. Al terminar, tenía una pieza compacta y plana de una anchura mayor de la que podía abarcar con sus brazos.
El viento empezó a mover la parte alta de los matorrales. Grandes gotas sacudían las hojas, produciendo una llovizna regular dentro de la espesura. Pero Sunder parecía haber olvidado su prisa. Se sentó e hizo cuanto pudo por sentirse cómodo.
Después de un momento, Covenant preguntó:
—¿Y ahora qué?
Sunder le miró a él y a Linden.
—¿Sabéis nadar?
Ambos asintieron.
—Entonces esperaremos la crecida del río.
Covenant parpadeó, enjugándose el agua de los ojos. ¡Demonios!, musitó, una balsa.
Era una buena idea. La corriente del Mithil les proporcionaría una marcha más rápida de la que se podía imaginar para recorrrer aquellas tierras. Y la balsa de Sunder les iba a proporcionar algo donde apoyarse para no caer rendidos. El Gravanélico había obrado con tanta prisa porque la labor de construir siquiera una pequeña balsa hubiera sido muchísimo más difícil bajo el peso de la lluvia.
Covenant hizo un gesto de aprobación para sí mismo. Sunder era un guía con más recursos de lo que había creído.
Linden se sentó cerca de la balsa y cruzó sus brazos por delante de las rodillas.
—Va a hacer frío —dijo con voz débil.
Estaba en lo cierto; la lluvia era muy fría. Pero Covenant ignoró este detalle y se fijó en el fondo del río.
Dudó de su vista. El lecho estaba lleno de vegetación cuya altura llegaba casi al nivel de sus bordes. No sabía cuánto tardaría en llegar el agua, pero cuando lo hiciere, los árboles y los matorrales lo harían extremadamente peligroso.
Mientras Sunder repartía las raciones de ussusimiel, Covenant continuaba estudiando el curso del agua. El aguacero era ahora fuerte y continuo, pegando sobre el matorral como una cascada, mientras la luz del día iba disminuyendo; pero pudo ver muy bien los primeros movimientos fangosos del río. Inicialmente, temía que el agua creciera demasiado lentamente. Pero la espesura en la que se encontraba le había hecho subestimar la fuerza de la tormenta. Los torrentes bajaban llenos y el caudal aumentaba momento a momento. La lluvia sonaba como una bestia arrasando los matorrales.
El agua empezó a correr más rápidamente. Moviendo el lodo como a serpientes en una carrera, la corriente se deslizaba entre los árboles, pegando y gorgoteando a través de los arbustos. Toda la región de los Llanos del Sur se escurría sobre aquel río. Covenant apenas había terminado de comer cuando un súbito cambio se produjo en la corriente. Sin previo aviso, el agua pareció saltar hacia arriba y hacia delante, como un predador, derribando las plantas.
Las raíces eran superficiales. La corriente las arrancó fácilmente. Pronto se encallaron en los troncos de los árboles, aguantando con desesperación entre los remolinos. Pero el agua se iba enfureciendo contra ellas, hasta que los mismos árboles empezaron a ceder.
Muy pronto, troncos arrancados de raíz y ramas llenaron el río, batiéndose inútilmente corriente abajo. El agua se agitaba con la fuerza de una avalancha. La lluvia se estrellaba en el Mithil y éste crecía y corría ávidamente, limpiándose él mismo palmo a palmo.
La corriente había llegado a la mitad de los bancos cuando Sunder se levantó. Se entretuvo un momento para verificar que todas sus posesiones estaban seguras y, acto seguido, se inclinó sobre la balsa, y sujetó firmemente a la madera su saco de melones.
Un espasmo de temor cruzó el pecho de Covenant.
—Es demasiado peligroso —gritó a través del ruido de la lluvia—. ¡Vamos a hacernos pedazos! ¡Soy un leproso!
—¡No! —replicó Sunder—. ¡Nos mantendremos sobre la corriente y avanzaremos con los árboles! ¡Si no quieres arriesgarte, tendremos que esperar! ¡El río no quedará despejado hasta mañana!
Covenant pensó en el Caballero y en los seres que había encontrado, quienes podrían detectar la presencia del oro blanco. Antes de que pudiera responder, Linden dijo:
—¡Me volveré loca si tengo que perder mi tiempo aquí sentada!
Sunder levantó la balsa por uno de sus extremos.
—¡Agarraos a la madera! ¡Si no, podemos perdernos unos de otros!
En seguida, Linden se agachó al otro extremo, introdujo sus manos entre las ramas, agarrándolas y las levantó.
Vomitando maldiciones, Covenant se colocó detrás de ella y trató de agarrarse a las ramas mojadas. La insensibilidad de sus dedos amenazaba con traicionarle; no podía estar completamente seguro de haberse cogido correctamente.
—¡Debemos movernos todos a un tiempo! —advirtió Sunder—. ¡Hacia el centro!
Covenant protestó en voz baja. Necesitaba tiempo para hacerse la acostumbrada revisión de las extremidades. El agua le parecía un abismo para su vértigo.
Un momento después, Sunder gritó:
—¡Ahora! —y se lanzó hacia la orilla.
—¡Maldita sea! —Al tiempo que Sunder y Linden iniciaban el lanzamiento, la balsa tiró bruscamente de Covenant, poniéndole en movimiento.
Sunder saltó al agua. La balsa traspasó la orilla. Covenant fue arrastrado hacia el agua con una brusca sacudida.
El impacto hizo que sus inadecuados dedos se soltaran de la balsa. El Mithil se lo llevó, corriente abajo, y se encontró a merced del río, dando vueltas y perdido en su turbulencia. Un instante de pánico hizo que su cerebro ennegreciera igual que el agua. Su cuerpo se defendía con desespero, sin saber cómo encontrar la superficie.
Luego, una mata todavía enraizada lo detuvo, dándole un fuerte golpe en la pierna. Pudo enderezarse y con la boca abierta, sin emitir ningún sonido, sacó la cabeza fuera del agua.
En el tumulto de la lluvia, estaba sordo para todo, excepto para el aire y el miedo, la corriente que impelía su cara y el gélido fuego del agua. Su mente estaba aturdida por el frío.
Pero una voz familiar le llamaba.
—¡Covenant!
La urgencia del grito de Linden lo alcanzó. Luchando con el lastre de sus zapatos, logró sacar cabeza y hombros fuera del agua para explorar, en la oscuridad, los alrededores.
Antes de sumergirse nuevamente, captó una ligera imagen de la balsa.
Estaba cerca; unos tres metros río abajo. Al volver a la superficie se dejó llevar un poco por la corriente.
Un brazo trataba de agarrarle. El se lanzó hacia adelante y rozó la muñeca de Linden con su media mano. Sus dedos entumecidos no podían cogerla, mientras el agua cubría nuevamente su cabeza.
La mano de ella buscó su antebrazo y tiró de él para levantarle y colocarle sobre la balsa. El pudo, al fin agarrarse bien en una de sus ramas y acomodarse en ella.
Su peso provocó una pérdida del control de Sunder sobre la balsa y ésta empezó a dar vueltas. Covenant tuvo la impresión de que llevaban una velocidad muy peligrosa. Las riberas eran un vago espejismo.
—¿Estás bien? —gritó Linden.
—¡Sí!
Juntos, lucharon contra aquel agua tan fría y ayudaron a Sunder a enderezar la balsa.
La lluvia los cegaba y enmudecía, mientras la corriente trataba de arrebatarles el dominio de la balsa. A veces tenían que sacar la balsa de viciosos remansos y apartar árboles de su camino. Sólo la anchura del Mithil evitaba los atascos de troncos a cada curva.
Y el agua era fría. Parecía chupar de sus músculos toda su fuerza y calor. Covenant sentía como si sus huesos se llenaran de hielo. Y le era difícil, no sólo mantenerse sobre la madera sino incluso mantener la cabeza fuera del agua.
Pero a medida que el río crecía, su superficie decrecía en turbulencia. La corriente no disminuía su velocidad; pero el incremento de caudal calmaba la violencia causada por la irregularidad de su fondo y riberas. La balsa ya era más fácil de manejar. Luego, siguiendo instrucciones de Sunder, se establecieron turnos, uno se tendía en la balsa, mientras los otros hacían de timón, en un esfuerzo para retrasar la crisis de su extenuación.
Más tarde, el agua ya era apta para beber. Todavía dejaba un poco de tierra en la boca de Covenant; pero la lluvia y la corriente hacían bajar poco a poco el lodo, dejando el Mithil más claro.
De vez en cuando, a los oídos de Covenant llegaban unos sonidos lejanos, semejantes a los producidos en una batalla. No eran truenos, ya que no iban acompañados de relámpagos. Sin embargo, destacaban sobre el ruido de la lluvia.
De súbito, un enorme astilleo llenó el aire. Una monstruosa sombra se les vino encima. En el último instante, la corriente les libró de ser aplastados por un inmenso árbol. Demasiado alto para las raíces que tenía, y sobrecargado por el peso del agua de la tormenta, el árbol rompió sus amarras y se desplomó, quedando atravesado en el río.
Ahora Covenant oía aquellos ruidos en todas partes, cerca y lejos. El Mithil atravesaba una región de árboles megalíticos; el clamor de su destrucción se percibía incesantemente.
Temía que alguno de ellos aplastara la balsa o bloqueara el río. Pero nada de esto ocurrió. Los árboles que caían al río obstaculizaban la corriente, pero no lo cerraban. Luego, el ruido de su ruina aminoró cuando el río dejó atrás aquella zona.
La lluvia continuó cayendo como si el cielo estuviese colapsado. Covenant se colocó en un extremo de la balsa utilizando el peso de sus botas para estabilizar el curso. Medio paralizados por el frío, él y sus compañeros navegaron a lo largo de un día que parecía no tener medida ni fin. Cuando la intensidad de la lluvia empezó a menguar, no podía hacerse a la idea de este hecho. Al retirarse las nubes, dejando despejado el cielo de la tarde. Covenant lo contempló como si hablara en un lenguaje que le era extraño.
Juntos, los tres compañeros se precipitaron a la orilla como peces moribundos, saliendo del agua. Pero, de alguna forma, Sunder aún sacó fuerzas para asegurar la balsa contra la crecida del río. Luego se reunió con Covenant y Linden en un monte bajo resguardado del viento y poblado por unas aliagas de tamaño desproporcionado. Los tres se tendieron en el suelo. Los últimos nubarrones negros se deslizaron hacia el Oeste y dejaron ver la puesta del Sol, magnificada con los colores naranja y rojo. Luego fue oscureciendo hasta llegar la noche.
—¡Fuego! —La voz de Linden temblaba; de hecho temblaba de pies a cabeza—. Necesitamos hacer fuego.
Covenant levantó la cabeza de entre el barro sobre el que se había acostado. Atravesado por intensas y frías vibraciones, sentía que éstas agarrotaban sus músculos. El Sol no había brillado en los Llanos durante todo el día, y la noche era clara como hielo limpísimo.
—Sí —respondió Sunder castañeando los dientes—, necesitamos hacer fuego.
Fuego. Covenant procuró vencerse. Tenía demasiado frío para sentir nada, excepto miedo. Pero la necesidad era absoluta. Y no podía hacer circular su sangre. Para anticiparse al Gravanélico, empezó a mover las manos y las rodillas, aunque tenía la impresión de que sus huesos entrechocaban.
—Yo lo haré.
Se miraron uno al otro. El silencio entre ellos estaba roto solamente por el ruido de la brisa y el esfuerzo de respirar. La expresión de Sunder indicaba que no confiaba en la fortaleza de Covenant ni quería dejar de lado su propia responsabilidad para con sus compañeros. Pero Covenant seguía repitiéndose: No vas a cortarte por mí, y no abandonó. Al cabo de un momento, Sunder le dio su orcrest.
Covenant la aceptó con su media mano temblorosa. La puso en contacto con su anillo y relumbró débilmente. Pero luego vaciló. Ni en diez años había podido desprenderse de su instintivo miedo al poder.
—Deprisa —susurró Linden.
¿Deprisa? Para disimular su temblor, se cubrió la cara con la mano izquierda. ¡Demonios! Le faltaba fuerza. El orcrest yacía inerte en su puño; no podía siquiera concentrarse en él. No sabéis lo que me estáis pidiendo.
Pero la necesidad era perentoria. Su furia empezó a crecer. Poco a poco se puso tenso, su cuerpo adquirió rigidez y se sobrepuso a los escalofríos. La ira, indistinguible del dolor o de la extenuación, se centró en el círculo de su anillo. La Piedra del Sol no tenía vida; el oro blanco no tenía vida. El les había dado su vida. No había otra explicación.
Maldiciendo en silencio, dio un puñetazo en el barro.
El orcrest se iluminó con luz blanca, mientras que se encendía la flama en su anillo, como si el metal fuera un círculo de magma plateado. En un instante, su mano entera resplandeció.
Covenant alzó su puño y brindó el fuego como promesa de venganza al Sol Ban. Luego dejó caer la Piedra del Sol. Ésta se apagó, pero su anillo continuó portando la llama. Con voz firme, llamó:
—¡Sunder!
En seguida el Gravanélico le dio una rama de aliaga. El cogió la mojada planta con su media mano; su brazo temblaba al poner en contacto la llama con la madera. Cuando la soltó ya estaba encendida.
Sunder reunió más leña; luego se arrodilló para tratar de avivar aquel débil fuego. Covenant encendió la segunda rama; luego la tercera y la cuarta. Sunder alimentaba el fuego con hojas y ramas que encontraba, soplando para que prendieran. Luego anunció:
—Es suficiente.
Con un gruñido, Covenant dejó su mente en blanco y la llama de su anillo se apagó. La noche se cerró, envolviendo la tenue luz amarilla y el humo del fuego.
Pronto empezó a sentir calor en la cara.
Encerrándose en sí mismo, trató de valorar las consecuencias de lo que había hecho y medir el impacto emocional del poder.
Poco después, el Gravanélico recuperó el saco de melones de la balsa y repartió las raciones de ussusimiel. Covenant se sentía demasiado vacío para comer; pero su cuerpo respondió sin implicar a su voluntad. Estaba sentado como una esfinge, enmarcado en espiras de vapor que salían como espectros de sus ropas mojadas, y consideraba silenciosamente la inanición de su alma.
Al terminar su comida, Linden tiró las pieles. Mirando fijamente a las llamas, dijo en tono remoto:
—No creo que pueda soportar otro día como éste.
—¿Es que podemos escoger? —La fatiga ensombrecía los ojos de Sunder. Permanecía sentado muy cerca del fuego, como si sus huesos estuvieran sedientos de calor—. El ur-Amo quiere ir a Piedra Deleitosa. Muy bien. Pero la distancia es grande. Si prescindimos de la ayuda del río, tendremos que viajar a pie. Llegar a la casa de los na-Mhoram requiere muchas vueltas de Luna. Pero me temo que no vamos a llegar. El Sol Ban es demasiado cambiante. Y además tenemos el problema de la persecución.
La postura de los hombros de Linden denotaba su aprensión. Poco después preguntó, nerviosamente:
—¿Cuánto más largo puede ser un día?
El Gravanélico suspiró.
—Nadie puede predecir lo que el Sol Ban nos tiene preparado —dijo con voz apagada—. Se dice que en las pasadas generaciones, cada nuevo sol duraba cuatro, seis o incluso siete días. Pero un sol de cuatro días no es corriente ahora. Y con mis propios ojos, he visto sólo un sol de menos de tres.
—Dos días más —musitó Linden—. Dios mío. Durante un rato, permanecieron en silencio. Luego, por tácito acuerdo, ambos se levantaron para ir a buscar más leña para el fuego. Rastreando los matorrales, recogieron una substancial cantidad de ramas y hojas. Después, Sunder se tendió en el suelo. Pero Linden permaneció sentada al lado del fuego. Lentamente, Covenant fue dándose cuenta de que ella le estaba observando.
En un tono que parecía deliberadamente falto de modulación, preguntó:
—¿Por qué te molesta utilizar tu anillo? —Sus temblores habían desaparecido, quedando sólo un vestigio de escalofrío en sus huesos. Pero sus pensamientos eran reflejos de cólera.
—Es duro.
—¿En qué sentido?
A pesar de su severidad, la expresión de Linden indicaba que quería comprender. Posiblemente necesitaba comprender. Ella leía en su largo historial de autocastigo. Era una facultativa que se atormentaba para curar a otros, como si la conexión entre ambos fuera esencial y compulsiva.
A la complejidad de su pregunta, Covenant dio la respuesta más simple que conocía. —Moral.
Por un momento, se miraron el uno al otro, tratando de definirse mutuamente. Luego, inesperadamente, el Gravanélico habló:
—Al fin, ur-Amo, has pronunciado una palabra que puedo comprender. —Su voz parecía surgir de la húmeda madera y de las llamas—. Tú temes tanto a la fortaleza como a la flaqueza, al poder y a la falta de poder. Temes tanto el verte necesitado como ver tus necesidades cubiertas. Lo mismo que yo. Soy un Gravanélico, bien familiarizado con esos temores. Un pedrariano confía al Gravanélico su vida. Pero en nombre de esta vida, de esta esperanza, el Gravanélico, debe derramar la sangre de su pueblo. Los que esperan y confían deben ser sacrificados para ver realizada su esperanza. De modo que la esperanza se convierte en sangre y muerte. Por esto he dejado mi casa —el mismo timbre de lamento en su tono libraba sus palabras de toda acusación— para servir a un hombre y a una mujer de quienes no puedo esperar nada. No hay nada entre nosotros que me obligue a quitaros la vida. O a sacrificar la mía.
Escuchando la voz de Sunder y el fuego, Covenant perdió algo de su miedo, y se despertó en él un sentido de parentesco. Aquel duro pedrariano había sufrido mucho y todavía se conservaba mucho a sí mismo. Después de un largo momento, Covenant decidió aceptar lo que Sunder había dicho. No podía pagar todo el precio él solo.
—Muy bien —dijo con un suspiro que formaba parte de la brisa nocturna—. Mañana por la noche podrás encender tú el fuego.
—Eso está bien —respondió Sunder tranquilamente.
Covenant asintió. Después cerró los ojos. Su cansancio le llevó a tenderse cerca del fuego. Quería dormir.
Pero Linden mantenía su atención.
—No es suficiente —dijo resueltamente—. Estás diciendo que quieres luchar contra el Sol Ban, pero apenas puedes encender un fuego. Hasta es posible que te asuste frotar dos maderas. Necesito una respuesta mejor que ésa.
El comprendió su punto de vista. En efecto, el Sol Ban, capaz de torturar la propia naturaleza a su antojo, no iba a ser vencido con algo tan simple como un anillo de oro blanco. De hecho, él desconfiaba del poder porque ningún poder era lo suficiente grande para satisfacer los deseos de su corazón. Sanear el Mundo. Curar la lepra. Eliminar la soledad que lo incapacitaba para el amor. Hizo un esfuerzo para que su voz no fuera demasiado brusca.
—Tendrás que encontrar una. Nadie puede hacerlo por ti.
Linden no contestó. Aquellas palabras parecieron volverla a su aislamiento. Pero estaba demasiado cansado para seguir hablando con ella. Había empezado ya a sumergirse en el sueño. Mientras ella se acomodaba para pasar la noche, el susurro del río le transportaba a través del sueño.
Despertó entumecido y helado al lado de un montón de brasas muertas. Las estrellas ya habían sido borradas; y en el amanecer, el rápido Mithil aparecía oscuro y frío, como cubierto de escarcha. No creía en la posibilidad de sobrevivir otro día en el agua.
Pero, tal como había dicho Sunder, no existía alternativa. Temblando anticipadamente, despertó a sus compañeros. Linden tenía un aspecto pálido y asustado. Sus ojos evitaban el río, como si no quisiera pensar en él. Juntos, tomaron un ligero desayuno, para colocarse luego sobre una piedra y contemplar el amanecer. Tal como esperaban, el Sol salió con un resplandor azul y unas nubes amenazadoras empezaron a amontonarse en el Este. Sunder se encogió de hombros con resignación y fue a colocar el menguado saco de melones en la balsa.
Entre los tres botaron el haz de troncos. La impresión que le produjo el agua detuvo la respiración de Covenant; pero en seguida se sobrepuso al frío, la corriente y el peso de sus botas con la tenacidad de un leproso, superando el primer choque.
Luego empezó a llover. Durante la noche, el río había estado menos violento; se había limpiado él mismo de árboles y arbustos flotantes. Pero la lluvia crecía en intensidad, así como el viento que la empujaba. Sus ráfagas hacían golpear las gotas como si fuera granizo, y su choque contra el agua producía un sonido escalofriante.
El aguacero se convirtió pronto en un tormento para ellos. Era imposible escapar del insidioso frío. De vez en cuando, Covenant veía algún relámpago a cierta distancia, contrastando la oscuridad; pero el ruido incesante de la lluvia sobre el Mithil ahogaba cualquier trueno. Pronto sus músculos se volvieron tan pesados y sus nervios tan insensibles que ya no pudo mantenerse agarrado a la balsa. Pero pudo resistir introduciendo la mano entre las ramas y enganchando el brazo hasta el codo por debajo de una de las ataduras.
Y así transcurrió el día. Al final, una línea de cielo despejado se abrió a lo largo del horizonte oriental. Gradualmente, la lluvia y el viento cesaron.
Más por suerte que por intento, llegaron a una pequeña cala de gravilla y arena en la orilla Oeste. Con el esfuerzo de arrastrar la balsa después de sacarla del agua, a Covenant le fallaron las piernas y se desplomó, de cara, sobre las piedras, como si ya no fuera a levantarse jamás.
Linden gritó:
—Madera para quemar.
Covenant podía oír las pisadas de los zapatos de Linden. También Sunder parecía estar moviéndose.
La exclamación de Linden fue como una sacudida que le hizo levantar la cabeza y elevarse sobre sus manos y rodillas. Al ver su mirada pudo adivinar cuál era el motivo de su desesperación.
No había madera para quemar. La lluvia había limpiado la gravilla de toda vegetación. Y el pequeño trozo de matorral cerca del río era impenetrable al estar bordeado por un embrollo de grandes plantas espinosas. Su agotamiento le hizo exclamar entre lágrimas:
—Y ahora ¿qué vamos a hacer?
Covenant trató de hablar pero estaba demasiado débil para emitir cualquier sonido.
El Gravanélico miró sus cansadas rodillas y exhibió una forzosa sonrisa.
—El ur-Amo ha dado su permiso. Tened coraje para aguantar. Un poco de calor nos vendrá bien.
Esforzándose para ponerse en pie, Covenant observó como Sunder se dirigía a la parte más espesa de aquel bosque de espinos.
Los músculos de sus mandíbulas se tensaban y relajaban arrítmicamente como un corazón alterado. Pero no vaciló. Introdujo su mano izquierda entre las púas de las matas más grandes y presionó su antebrazo contra el espino, cortándose la piel.
Covenant estaba demasiado abatido por la fatiga, el frío y la responsabilidad para reaccionar. Linden balbuceó, pero no pudo moverse.
Sunder se estremeció, pero se untó pacientemente las manos y la cara con la sangre que brotaba de su herida. Luego cogió su orcrest. Sosteniendo la Piedra del Sol de forma que la sangre goteara sobre ella, empezó a cantar.
Durante un largo momento, nada pasó. Covenant, temblando, pensaba que fuera de la luz del Sol, Sunder no lograría su propósito. Pero de pronto, un resplandor rojo despertó en la piedra traslúcida. Un rayo de energía, del mismo color que la sangre de Sunder, se disparó en dirección al Sol.
El Sol ya se había puesto detrás de las colinas, pero la Piedra no se veía afectada por la interposición del terreno; el rayo rojo de Sunder iba directamente hacia el Sol escondido. A cierta distancia del lugar donde se encontraban, el rayo desaparecía en la base oscura de las colinas; pero su brillante poder no se veía disminuido.
Sin dejar de cantar, Sunder levantó las manos de forma que el rayo encontrara un tallo grueso. Casi al momento, el fuego prendió en la planta.
Al conseguirlo, desvió su poder hacia las ramas vecinas, las cuales, pese a estar mojadas, ardieron rápidamente. Su fuerza era tal que en un momento las llamas prendieron unas de otras creándose una hoguera autoalimentada.
Sunder se quedó en silencio y el rayo de sangre se desvaneció. Tambaleándose, se dirigió al río para lavarse y lavar la piedra.
Covenant y Linden se acercaron a la hoguera. El crepúsculo se iba desvaneciendo a su alrededor. A sus espaldas, el Mithil sonaba como la respiración del mar. A la luz del fuego, Covenant pudo ver que los labios de Linden estaban amoratados por el frío. Su cara bañada por el rojo sanguinolento del fuego y sus ojos reflejaban las llamas como privados de cualquier otra visión. Covenant supuso que ella encontraría en algún lugar el deseo o la resolución de aguantar.
Al cabo de poco, Sunder regresó, portando su saco de ussusimiel. Linden quiso ocuparse de su brazo, pero él rehusó, murmurando:
—Soy el Gravanélico. Este trabajo no me hubiera sido encomendado si fuera lento de curar.
Seguidamente levantó el brazo y mostró a Linden como su herida ya no sangraba. Luego se sentó cerca del fuego y preparó una ración de melones para cenar.
Los tres comieron en silencio y se instalaron para pasar la noche. Covenant trataba de reunir el valor suficiente para pasar otro día bajo el Sol de la Lluvia, al mismo tiempo que adivinaba que sus compañeros hacían lo propio. Todos llevaban en secretos sus necesidades privadas, durmiéndose aislados de los demás.
El día siguiente desbordó todas las previsiones de Covenant. En cuanto las nubes sellaron las llanuras, el viento se levantó en proporciones feroces, batiendo el río entre espuma y rachas de lluvia como azotes de castigo. Rayos y Truenos se disputaban el dominio del cielo. En cada fogonazo el firmamento parecía derrumbarse estremecedoramente, estrepitoso como un alud. La balsa seguía la corriente como si fuera madera muerta, enteramente a merced del Mithil.
Covenant resistía las sacudidas agarrándose y en constante temor por los rayos, esperando que en cualquier momento la balsa fuera alcanzada, con las consecuencias naturales para él y sus compañeros. Pero este golpe mortal no llegó. Por el contrario, a últimas horas del día, un rayo les proporcionó una inesperada ayuda. A cierta distancia de ellos, río abajo, una chispa blanquiazul serpenteó hacia un terreno poblado de prodigiosos eucaliptus. Uno de los árboles ardió como una antorcha. Sunder avisó a sus compañeros. Entre todos llevaron la balsa junto a la orilla, abandonando el río y apresurándose hacia los árboles. No pudieron aproximarse a los árboles; pero cuando una rama encendida cayó cerca de ellos, usaron otra para retirarla de debajo del árbol sin exponerse al peligro. Luego con ella encendieron broza, ramas rotas y hojas de eucalipto que encontraron hasta que el fuego pudiera resistir la lluvia.
El árbol ardiente y el fuego de campaña les dieron calor como una bendición. El terreno tenía una gruesa capa de hojas, formando la cama más blanda que Covenant y sus compañeros habían tenido en muchos días. Después de haberse puesto el Sol, el árbol se desplomó, pero cayó lejos de ellos; a partir de entonces pudieron descansar sin ninguna preocupación.
Al amanecer, Sunder despertó a Covenant y a Linden para tener tiempo de desayunar antes de la salida del Sol. El Gravanélico se mostraba nervioso y apresurado, como si presintiera un cambio de Sol Ban. Después de comer, bajaron a la orilla del río, donde encontraron un pequeño trozo de roca plana donde se situaron, esperando la mañana. A través de los delgados y ennegrecidos árboles, vieron como el Sol daba su primer vistazo desde el horizonte.
Su aspecto era funesto, feroz y rojo; llevaba un aura como una corona de espinas y desprendía un calor húmedo completamente distinto de aquel otro, intenso y feroz, del Sol del Desierto. Su corona parecía insidiosa y nociva. Los ojos de Linden parpadearon al verlo. La expresión de Sunder era extraña. Con ambas manos hizo un instintivo gesto de aviso.
—Sol de Pestilencia. —Suspiró y bajó su tono—. Ah, pero hemos sido afortunados. Si este Sol hubiera caído sobre nosotros después del Sol Desértico o del Sol Fértil… —la frase murió en su garganta—. Pero ahora, después de un Sol de Lluvia… —suspiró de nuevo— somos afortunados, después de todo.
—¿Por qué? —preguntó Covenant. No comprendía la actitud de sus compañeros. Su cuerpo pedía un día claro y limpio—. ¿Qué es lo que hace este Sol?
—¿Hacer? —dijo Sunder—. ¿Qué daño no hace? Es el temor más grande y terrible del Reino. El agua se queda estancada. Todo cuanto crece se pudre y se desmenuza. Todo aquel que come o bebe algo que no haya sido mantenido en la sombra contrae una enfermedad de la que pocos sobreviven y ninguno se cura. ¡Y los insectos…!
—Está en lo cierto —dijo Linden con la boca llena de desaliento—. Oh, Dios Mío.
—Es por encontrarnos cerca del Mithil que somos afortunados. Este río no se estancará. Hasta un próximo Sol Desértico, continuará fluyendo de sus fuentes y se alimentará con la lluvia. Y también nos protegerá de otras cosas. —El reflejo rojo en la cara de Sunder le hacía parecer un animal acorralado—. Pero aún no puedo afrontar este Sol sin descorazonamiento. Mi pueblo se esconde en sus casas y ruega por un Sol de dos días. Yo también debería esconderme, pero no tengo casa y soy tan pequeño en la inmensidad del mundo y de todo el Reino que temo a este Sol de Pestilencia más que a cualquier otra cosa.
La actitud de Sunder afectó a Covenant. Como respuesta dijo:
—También eres tú la única razón de que aún estemos vivos.
—Sí.
El Gravanélico respondió como si estuviera escuchando sus propios pensamientos en lugar de a Covenant.
—¡Sí! —añadió Covenant—. Y algún día cualquier pedrariano va a descubrir que este Sol Ban no es el único camino de vida. Cuando llegue ese día, tú vas a ser la única persona en el Reino capaz de enseñarles algo.
Sunder permaneció silencioso unos minutos. Luego preguntó:
—¿Qué es lo que voy a enseñarles?
—A reconstruir el Reino. —Deliberadamente, Covenant incluyó a Linden en su pasión—. Era un lugar donde había salud y amabilidad. Si pudieras verlo, te rompería el corazón. —Su voz lanzaba oleadas de rabia y amor—. Podría volver a ser como era.
Covenant miró a sus compañeros sospechando que dudaban de sus palabras.
Linden bajó la vista; pero Sunder se volvió, encarándose con Covenant.
—Tus palabras no tienen sentido. Ningún hombre o mujer puede reconstruir el Reino. Eso está en las manos del Sol Ban, para bien o para mal. Eso es lo que puedo decirte.
Covenant empezó a protestar, irritando a Sunder.
—¡Inténtalo! —gritó el Gravanélico. Luego bajó los ojos y dijo—: No puedo soportar por más tiempo seguir en la creencia de que Nassic, mi padre, era un pobre loco.
Ató su saco de melones y se fue a fijarlo en el centro de la balsa.
—Te escucho —musitó Covenant. Sentía un inesperado deseo de violencia—. Te he oído.
Linden tocó su brazo.
—Ven —dijo, sin buscar su mirada—. Aquí va a haber peligro.
Los siguió calladamente mientras ella y Sunder botaban la balsa.
En seguida zarparon y pronto se hallaron en el centro del Mithil, a caballo de la corriente bajo un Sol rodeado de rojo, en un cielo blancuzco. El aire, ahora más cálido, hacía el agua casi agradable; y la velocidad de la corriente había disminuido durante la noche, lo que permitía un control más fácil de la balsa. Sin embargo la aureola solar preocupaba a Covenant. Sólo su vista le hacía intuir una secreta amenaza, algo malvado y ávido de sangre. Por esta razón, aquel sol templado y aquel cielo limpio parecían la preparación de una emboscada.
Sus compañeros compartían su nerviosismo. Sunder hacía avanzar la balsa cautelosamente, como si se sintiera perseguido, esperando un ataque en cualquier momento. Y el comportamiento de Linden denotaba una ansiedad más acusada que la que había mostrado desde el primer día del Sol Fértil.
Pero nada ocurrió que pudiera justificar esos vagos temores. La mañana pasó tranquilamente, ya que el agua había perdido su helor. El aire se llenaba de moscas, mosquitos, moscas de agua, etc. como motas de vehemencia dentro de aquella luz matizada de rojo; pero esto no impedía a los compañeros pararse donde vieran aliantha. Poco a poco, Covenant empezó a relajarse. Pasó mediodía antes de que se dieran cuenta de que el río se hacía más difícil.
Durante los días de lluvia, el Mithil había virado directamente hacia el Norte; y ahora, inesperadamente, se hacía más ancho y rápido. Pronto descubrió lo que estaba sucediendo: La balsa avanzaba velozmente hacia la confluencia con otro río.
La velocidad no les dejó tiempo para escoger. Sunder gritó:
—¡Agarraos!
Linden apartó los cabellos de su cara y se agarró bien. Covenant introdujo sus insensibles dedos entre las ramas de la balsa. Luego el Mithil les llevó, incontroladamente, hasta el turbulento centro de la confluencia.
La balsa llegó a sumergirse de extremo a extremo. Covenant se sintió sacudido entre el remolino y trató de contener la respiración. Pero casi al momento, la corriente arrastró la balsa hacia otra dirección. Buscando aire desesperadamente, se quitó el agua de los ojos y vio que ahora estaban viajando hacia el Noreste.
Durante más de una legua, pareció que la corriente iba a arrancarlos de la balsa en cualquier momento, pero, finalmente, la nueva corriente facilitó la maniobra entre las dos orillas. Covenant empezó a respirar tranquilo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Linden.
Covenant buscó en su memoria.
—Debe haber sido el Río Negro, que viene de la Espesura Acogotante y del Vertedero Celeste de Melenkurion. —Allí fue donde Elena había roto la Ley de la Muerte para invocar a Kevin Pierdetierra, sacándolo de su tumba, y donde había encontrado su propia muerte. En una rápida revisión de aquellos recuerdos pensó que quizá ninguno de aquellos viejos bosques había sobrevivido al Sol Ban—. Separa las llanuras del Sur y del Centro —añadió.
—Sí, —dijo el Gravanélico—, y ahora nos toca escoger. Piedra Deleitosa se encuentra hacia el Noroeste de donde estamos. El Mithil ya no acorta nuestro camino.
Covenant asintió. Pero la secuencia de sus recuerdos le traía a la memoria también otras cosas.
—Ya vamos bien —dijo—. Tampoco va a alargar la distancia. —Sabía muy bien, por experiencia, a donde le llevaría el río—. De todas formas, tampoco quiero caminar bajo este Sol.
Andelain.
Sintió un escalofrío ante un súbito rayo de esperanza y ansiedad. Si la aliantha había podido resistir el Sol Ban, ¿por qué no podría también conservarse Andelain? ¿O es que la Gema Superior y Gloria del Reino se hallaba ya en ruinas?
Este pensamiento incrementó todavía más su deseo de llegar a Piedra Deleitosa. El calculó que estaban a unas diez y ocho leguas de Pedraria Mithil. Seguro que habían ganado una fuerte ventaja a cualquier persecución inmediata. Por tanto podían afrontar aquella digresión.
Notó que Sunder le miraba de una manera extraña. El rostro del Gravanélico mostraba que no tenía ningún deseo de desafiar al Sol de Pestilencia viajando a pie. Y Linden, por su parte, parecía haber perdido todo interés por el lugar adonde el río les llevaba.
Por turnos, empezaron a concederse algún descanso tras el esfuerzo de la confluencia.
Por una vez, la atención de Covenant a su entorno estuvo suspendida por los recuerdos de Andelain. De pronto, una barahunda de color casi golpeó su cara, y le hizo volver a prestar atención al aire situado sobre su cabeza. La atmósfera se llenó de insectos de todas clases. Mariposas del tamaño de su mano extendida parpadeaban y rastreaban vagabundeando por encima del agua; grandes caballitos del diablo lloriqueaban al pasar; grandes manadas de mosquitos se arremolinaban como en un espejismo. Marcaban el ambiente con constantes zumbidos, como el rumor de una violencia distante. El sonido aquel le hacía sentir incómodo, así como los picores que empezaba a notar en su espalda.
Sunder no mostraba ninguna ansiedad en especial. Pero la agitación de Linden aumentaba por momentos. Parecía estar inexplicablemente fría; sus dientes castañeaban hasta que cerró sus mandíbulas para detenerlos. Aprensivamente vigilaba el cielo y las riberas, mirando…
El aire se hizo más irrespirable, húmedo y peligroso.
Covenant estuvo momentáneamente sordo al creciente zumbido. Pero luego lo oyó. Un ensordecedor rezongar de abejas encolerizadas. ¡Abejas!
El ruido fue como una barrena que atravesaba su cuerpo. Con horror vio un inmenso enjambre tan denso que oscurecía el Sol, levantándose de los matorrales y que se dirigía, a lo largo del río, directamente a la balsa.
—¡Cielos y Tierra! —exclamó Sunder.
Linden se agarró a Covenant.
—¡Delirante! —Sus palabras culminaron en un chillido—. ¡Oh, Dios Mío!