Por un momento, sólo hubo silencio en aquel pequeño cuarto. Sunder permanecía quieto, como si no pudiera forzar sus reacios huesos a actuar de acuerdo con la decisión tomada. En medio de la oscuridad, dijo:
—Thomas Covenant, no me traiciones.
Antes de que Covenant pudiera responder, el Gravanélico se volvió y retiró la cortina hacia un lado.
A través del dintel, Covenant vio que el centro de Pedraria estaba iluminado por el claro de luna. Bajando la voz, preguntó:
—¿Y los guardias?
—No hay ninguno aquí. —La voz de Sunder era un tenso susurro. Las vidas a suprimir se dejan al cuidado del Gravanélico. Está establecido que el que tiene que practicar el sacrificio mantenga vigilia con aquellos cuya sangre ha de ser derramada. Pedraria duerme.
Covenant se sobrepuso a su fatiga y al tono del Gravanélico.
—¿Y respecto a las afueras del pueblo…?
—Debemos evitar a los guardias.
Sunder salió de la habitación.
Linden empezó a seguir al pedrariano, pero al pasar por el lado de Covenant, se detuvo y dijo, en voz baja:
—¿Confías en él? Todavía no parece muy convencido de lo que está haciendo. Creo que lo lamenta.
—Lo sé —respondió. En el fondo de su mente, maldecía la agudeza de su observación—. No confiaría en nadie que no lamentara tomar una decisión como ésta.
Ella vaciló un momento y luego dijo:
—No creo que lamentar sea una virtud.
Luego salió, adentrándose en la noche.
El se mantuvo quieto, parpadeando en la oscuridad. Se encontraba deshecho y hambriento; y sólo al pensar en lo que tenía por delante, se le quitaban las pocas fuerzas que le quedaban. La severidad de Linden le había molestado. ¿Dónde había aprendido a condenar el simple gesto humano de lamentarse?
Pero no tenía tiempo de pensar en esas cosas. Su necesidad de escapar era absoluta. Andando torpemente, siguió a sus compañeros, fuera de la habitación.
Tras la negror que dejaba en su espalda, la Luna parecía resplandeciente. Sunder y Linden eran visibles y vulnerables frente a la pared, mientras le esperaban. Cuando se unió a ellos, el Gravanélico se volvió inmediatamente en dirección al Norte, empezando a caminar descalzo y en silencio entre las casas. Linden le hacía sombra y Covenant le seguía, con la espalda de Linden al alcance de su brazo.
Al aproximarse a las casas exteriores, Sunder se detuvo. Hizo señas a Covenant y a Linden para que permanecieran donde estaban. Cuando asintieron, Sunder retrocedió en dirección a Pedraria.
Covenant trataba de contener la respiración. A su lado, Linden mantenía los puños cerrados. Sus labios se movían sin ruido como si discutieran con el miedo. La noche era fría. La ansiedad de Covenant dejaba una huella helada al final de su espalda.
Pronto reapareció Sunder, llevando una bola del tamaño de una papaya.
—Mirkfruit —susurró—. En seguida reemprendió el camino. Igual que espectros, los tres abandonaron Pedraria Mithil. A partir de las últimas casas, Sunder tomó un camino hacia el fondo del valle. Andaba medio agachado, reduciendo su silueta al mínimo posible. Linden siguió su ejemplo. Parecía deslizarse bajo la luz de la Luna, como si hubiera nacido de pie. Pero los talones de Covenant estaban entumecidos y sus piernas cansadas. Andaba tambaleándose sobre el suelo irregular.
Bruscamente, Sunder apoyó sus manos a una roca y saltó al lecho del río.
Linden saltó detrás de él; la arena amortiguó su aterrizaje. En seguida se reunió con Sunder, en la sombra del margen.
Covenant vaciló al llegar al borde. Al mirar hacia abajo, le invadió el vértigo. Volvió la cabeza. El cauce seco se extendía serpenteando entre las montañas, a su izquierda, y hacia los llanos del Sur, a su derecha.
La última noche, el río Mithil bajaba a pleno nivel de agua.
—¡Ven! —susurró Sunder—. Van a descubrirte. Covenant saltó, pero cayó mal, quedando tumbado en la arena. En un instante, Sunder estuvo a su lado, ayudándole a levantarse. Ignorando al Gravanélico, metió sus manos en la arena buscando humedad. Pero, incluso por debajo de la superficie, la arena estaba completamente seca.
¡Imposible!
El lecho del río parecía un desierto. ¿Era que la misma Ley había perdido todo sentido?
—¡Covenant! —gritó Linden.
Sunder tiraba de sus hombros. Luchando contra un ataque de furia ciega, Covenant forzó sus piernas y fue, tambaleándose, hacia la sombra del margen. Pasó un momento antes de que se recobrara lo suficiente para mirar hacia adelante, fuera de su desolación.
Sunder señaló río abajo, hacia el negro arco del puente, unos metros más allá.
—Un guardia —dijo susurrando—. Los otros difícilmente pueden vernos, pero es difícil pasar por ahí sin ser vistos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Linden, en voz baja. El Gravanélico indicó silencio. Con el mirkfruit en la mano, avanzó por el cauce del río, manteniéndose cuidadosamente fuera de la vista, a la sombra de la ladera. Linden y Covenant le siguieron. Su avance era lento. El fondo del río era inesperadamente accidentado, con muchas piedras y hoyos, especialmente cerca de la orilla. Covenant tenía que mirar dónde pisaba. Sin embargo, su vista estaba centrada en el puente, un enorme arco negro bloqueando su camino como un gran portal. Recordó que había cruzado aquel puente con Lena, y también con Aliaran, lo que le retorció el corazón.
No vio al guardia en ninguna parte. Debía haberse escondido detrás de los muros.
Luego, llegaron al puente y siguieron su camino por debajo de su arcada. Covenant mantuvo la respiración mientras Sunder se disponía a subir por la ladera. Trepó con extremo cuidado, como si cada piedra o cada porción de tierra pudieran traicionarle. Al fin desapareció por detrás de la base del puente.
La tensión flotaba en el aire como si el plan de aquella noche pudiera hacerse pedazos de un momento a otro. Los pulmones de Covenant se atascaban, pidiendo descanso.
Oyeron un suave golpe; el impacto del mirkfruit de Sunder, seguido de un quejido y el ruido de un cuerpo cayendo a las piedras, por encima de sus cabezas.
El Gravanélico regresó rápidamente al lecho del río.
—Ahora debemos darnos prisa —dijo—, antes de que otro venga a ocupar su puesto.
Sus palabras habían sonado como si estuviera furioso. Tomando nuevamente la dirección del grupo, empezó a andar con grandes pasos, como si lo que acabara de hacer a alguien a quien conocía de toda la vida, fuera difícil de soportar.
Covenant y Linden tenían que correr para no perderlo.
La luz de la Luna daba a la noche un matiz de plata oxidada, como si la misma noche fuera un fino trabajo de orfebrería. El brillo de las estrellas parpadeaba como ejemplo de perfección, por encima de la línea de las montañas que se alzaban majestuosamente hacia los insondables cielos, a cada lado del río. Mientras sus fuerzas aún se lo permitían, Covenant tuvo el placer de volver a saborear la belleza tangible del Reino.
Pero en cuanto la Luna declinó para su puesta y los picos de las montañas empezaron a perder relieve, su ímpetu descendió. Estaba demasiado débil. Con un seco graznido, gritó a Sunder que hiciera un alto. Luego se estiró en el suelo sobre su espalda y empezó a tomar aire.
Linden se detuvo cerca de él, algo fatigada, pero todavía capaz de aguantar. Sunder se mantenía erguido e impaciente; era tenaz, además de fuerte y estaba acostumbrado a la fatiga en un mundo de difícil supervivencia. Lo poco que Covenant había visto y oído, era suficiente para darse cuenta de que la vida en Pedrada Mithil era dura y penosa. ¿Por qué otra razón, aquella gente, estaba dispuesta a sacrificar a sus propios padres? ¿O a condenar a muerte a extranjeros e inocentes? Era intolerable que el Reino que él amaba hubiera llegado a eso.
Estaba todavía reponiendo fuerzas cuando Sunder dijo:
—Aquí estamos a salvo hasta que amanezca. Al menos, mientras nuestra ausencia no se haya notado en Pedraria. Pero aquí no hacemos nada, excepto exponernos a la condena. El Caballero que está en camino hacia Pedraria Mithil puede caer sobre nosotros. No hay duda que nos buscará en cuanto le informen de nuestra fuga. Me has pedido que te guíe. Thomas Covenant, ¿dónde quieres ir?
Entre quejas, Covenant levantó la espalda del suelo, quedándose sentado.
—Lo primero es lo primero. —Había visto lo suficiente para saber que a Sunder no le gustaría la larga respuesta que tenía que dar a su pregunta. Por ello se concentró en su propósito inmediato—. Primero quiero encontrar a Marid.
—¿Marid? —protestó el Gravanélico—. ¿No te he dicho que se le ha juzgado en Pedrada Mithil? Ha sido condenado a quedarse a merced del Sol Ban. Esto ya ha sido hecho.
—Lo sé —murmuró Covenant—. Ya me lo dijiste. Pero ahora yo te digo que es inocente.
—Culpable o inocente —exclamó Sunder—, eso ya no importa. ¡Ya está hecho! Los hombres y mujeres encargados de ejecutar su condena ya volvieron antes de que yo entrara a hablar contigo.
El cansancio erosionaba el control de Covenant. Pero no podía reprimir su cólera.
—¿Qué le han hecho exactamente?
En un gesto de desesperación, Sunder lanzó una mirada a las estrellas.
—Ha sido llevado a los Llanos y atado en espera de ser sentenciado.
—¿Sabes dónde le han dejado?
—Tengo una ligera idea. Ellos hablaron de su intención antes de partir; pero yo no fui con ellos para saber el lugar exacto.
—Es suficiente. —Covenant se encontraba muy débil, pero se puso en pie y mirando al Gravanélico—. Llévanos allí.
—¡No hay tiempo! —En la cara de Sunder se veía un mar de confusiones—. Está demasiado lejos. Necesitamos encontrar protección. Al menos, debemos rogar a la salida del Sol.
—Pero, Marid es inocente. —Covenant sabía que hablaba demasiado duramente, pero no le importaba—. La única razón de que el Delirante le utilizara fuimos nosotros. Por esto no voy a permitir que sea castigado, ¡maldita sea! —Agarrándose al justillo de Sunder, insistió—. Llévanos allí. Ya hay demasiada sangre en mis manos.
En un tono bajo y forzado, como si acabara de vislumbrar alguna verdad crucial y espantosa, el Gravanélico dijo:
—Vosotros no conocéis el Sol Ban.
—Entonces explícate. ¿De qué tienes miedo?
—Vamos a sufrir la misma condena que Marid.
Detrás de Sunder, se oyó la voz de Linden.
—Quiere decir que algo terrible nos va a suceder cuando salga el Sol.
Haciendo un gran esfuerzo, Covenant soltó a Sunder. Miró a Linden y preguntó: —¿Tú qué piensas?
Por un momento, Linden guardó silencio. Luego, resueltamente dijo:
—Yo no te creí cuando dijiste que Joan estaba poseída. Pero vi a ese Delirante con mis propios ojos. Luego vi a Marid y el Delirante se había ido. —Cada palabra quedaba esculpida en la noche—. Si tú quieres quedarte con Sunder, yo buscaré a Marid por mi cuenta.
—¡Cielos y Tierra! —protestó Sunder—. ¿Es que he traicionado a mi pueblo sólo para que podáis encontrar a un hombre que no podéis salvar? ¡Si dais algún paso en falso, acabaréis implorando a las mismas piedras que os llegue la muerte!
Covenant miró, en la oscuridad, hacia donde estaba Linden, recogiendo su fortaleza. Entonces le dijo a Sunder:
—Era tu amigo.
—¡Estáis locos! —exclamó Sunder con rabia—. ¡Nassic, mi padre, estaba loco! —Cogió una piedra y la lanzó contra la ladera del río—. Yo estoy loco. —Luego se volvió a Covenant. La ira se debatía en su boca—. Bien, yo os guiaré. Pero no —su puño golpeó el aire—; no sufriré la destrucción del Sol Ban por ningún hombre o mujer, loco o sano.
Acto seguido se puso en movimiento, subiendo por la ladera y abandonando el lecho del río.
Covenant se quedó mirando a Linden. Quería darle las gracias por su apoyo, por la voluntad de arriesgar su propia vida en nombre de la inocencia de Marid. Pero ella lo adelantó, siguiendo a Sunder.
—Ver —le dijo por encima del hombro—. Debemos apresurarnos. Cualquier cosa que sea lo que él teme, estoy segura de que no va a gustarme.
El la observó cuando trepaba por la ladera. Acabaréis suplicando… Se tocó la barbilla con la mano derecha, haciendo rozar su anillo en el espeso rastrojo de su barba. Luego puso en orden sus escasos recursos y se esforzó en seguir a sus compañeros.
Al nivel del suelo, se encontró con un panorama completamente distinto. Los Llanos carecían de unos rasgos característicos. Se extendían hacia el Norte y el Oeste hasta donde le alcanzaba la vista, marcados sólo por las ondulaciones del terreno, desnudo de arbustos y de piedras. El pálido claro de luna les daba el aspecto de una esterilidad espectral, como si hubieran sufrido toda una era de sequía implacable.
Sunder se encaminó a una cantera, casi paralela a las montañas que todavía podían verse al Este. Covenant no podía seguir aquel paso. Tampoco podía comprender la prisa y el miedo de su guía. Llamó a Sunder para que fuera más despacio. El Gravanélico respondió, sin pararse:
—No hay tiempo.
—Entonces no hay razón para que nos agotemos.
Sunder vomitó unas maldiciones y siguió andando. Pero, a pesar de su frenética ansiedad, su velocidad no pasaba ahora de ser la de un paseo.
Algo más tarde, la Luna se ocultó en el horizonte. Pero la tenue luz de las estrellas alumbraba suficientemente. El terreno no era accidentado y Sunder conocía el camino. Pronto empezó a clarear. Una vaga luz gris procedente del Este empezó a macerar la noche.
El anuncio del amanecer excitó a Sunder. Mientras andaba, hacía digresiones de su camino, entre las irregularidades del terreno. Pero no podía encontrar lo que quería. Después de haber recorrido media legua, el amanecer ya era inminente. Dando muestras de nerviosismo, se dirigió a Covenant y a Linden:
—Debemos hallar piedra. Cualquier roca libre de tierra. Ha de ser antes de que salga el Sol. Buscad, si valoráis una vida sana o una muerte limpia.
Covenant se paró mecánicamente. Sus alrededores parecían inclinarse como si fueran a caer. Estaba completamente atontado por el cansancio.
—Allí, —dijo Linden, señalando a su derecha.
El siguió la dirección indicada. No podía discernir nada; pero no tenía los ojos de Linden.
Sunder se volvió hacia ella y luego corrió a investigar. Con sus manos, exploró la superficie.
—¡Piedra! —exclamó—. Puede ser suficiente. Luego, saltó encima y se quedó firme.
—Debemos quedarnos aquí, —dijo—. La piedra nos guardará del mal.
La visión de Covenant era borrosa por la fatiga, no pudiendo ver claramente al Gravanélico. La aprensión de Sunder no tenía sentido para él. Sólo faltaban escasos momentos para la salida del Sol. La luminiscencia empezaba a dar relieve al horizonte. ¿Es que tenía miedo del Sol?
Linden le formuló a Sunder la misma pregunta.
—¿Crees que el Sol nos va a hacer algún daño? Eso es absurdo. Ayer pasamos media mañana en esa prueba de silencio vuestra y lo único que sufrimos fue perjuicio de vuestra parte.
—¡Con piedra bajos los pies! —dijo el Gravanélico—. ¡Son los primeros rayos los que destruyen! Vosotros no habéis soportado los primeros rayos sin la protección de la piedra.
No tengo tiempo para eso, murmuró Covenant para sí mismo. Los ojos de su mente veían claramente a Marid. Abandonado al Sol para que muriera. Con mucha dificultad, se puso nuevamente en movimiento.
—¡Loco! —gritó Sunder—. ¡Por ti he traicionado a mi pueblo natal!
Un momento después, Linden acompañó a Covenant.
—¡Encontrad piedra! —La pasión del Gravanélico sonaba como un grito de desesperación—. ¡Me estáis destrozando! ¿Debo mataros también a vosotros?
Linden se mantuvo callada unos momentos. Luego comentó:
—El lo cree realmente.
Covenant sintió un sobresalto. Involuntariamente se detuvo. Linden y él volvieron la cabeza hacia el Este. Ambos bizquearon al primer destello del Sol naciente. Su resplandor en el cielo era rojo, pero el Sol propiamente dicho tenía una aureola marrón, como si brillara a través de una capa de polvo. Su contacto a la piel producía un calor seco.
—Nada —dijo Linden—. No siento nada especial.
El se volvió para observar a Sunder. El Gravanélico se mantenía derecho sobre la piedra. Se cubría la cara con las manos y sus hombros estaban ligeramente encogidos.
Al no saber Covenant qué más podía hacer, volvió a caminar en busca de Marid.
Linden le acompañó. El hambre se había plasmado en su rostro, dándole un aspecto enfermizo. Inclinaba la cabeza como si las injurias captadas por su oído todavía le dolieran.
Pero sus mandíbulas estaban rígidas, destacando la línea firme de su barbilla, y sus labios estaban pálidos y severos. Parecía una mujer que no conociera la forma de desfallecer. El se alegró de su determinación y siguió caminando.
La salida del Sol había alterado la vista de los Llanos. Antes eran de color de plata y tolerables; ahora se habían convertido en un cálido desierto sin vida. Nada crecía ni se movía en toda aquella extensión. La tierra estaba seca y cocida por el Sol, endurecida como el hierro. Las partículas sueltas se convertían en polvo. El paisaje entero tenía el aspecto de haber sufrido una devastación total. Esforzándose sobre su agotamiento y desolación, Covenant preguntó a Linden qué opinaba del estado del terreno.
—Está mal. —Pronunciaba las palabras como si aquel panorama fuera un insulto directo a su personalidad—. No debería estar así. Es como una úlcera. Espero verla sangrar. No debería estar así.
No debería estar así, repitió en su cerebro. El Reino se había convertido en algo roto, como Joan.
El calor dañaba sus ojos. Sintió que estaba pisando dolor y desolación. Sus entumecidos pies le fallaron y Linden lo sujetó por el brazo, intentando mantenerlo erguido. Indignado, exclamó:
—¿Qué puede causar esto?
—No podría decirlo —respondió Linden—, pero tiene algo que ver con ese anillo que hay alrededor del Sol. El Sol mismo —poco a poco, retiró sus brazos, dejándole solo—, parece sobrenatural.
—¡Por todos los diablos! —exclamó. Luego respiró fuerte—. ¿Qué habrá hecho ese bastardo?
Pero no esperaba respuesta. A pesar de su penetrante visión, Linden sabía menos que él acerca del Reino. Covenant prosiguió la búsqueda de Marid. Más allá de su propia desesperación, pensó en un hombre que yacía atado en algún lugar, a merced del Sol. Esto lo hacía todo todavía más abominable.
Obstinadamente y desafiando al cansancio, Linden y él caminaron por aquel desierto. El polvo cubría su boca con sabor a fracaso; la luz del Sol le atravesaba los párpados. A medida que su debilidad aumentaba, iba sumergiéndose en un vago vértigo. Sólo la referencia de las montañas, ahora al Este y después al Sur, le permitían mantener la dirección. Ya no sabía como aguantarse sobre sus pies. A veces, se sentía vagando sobre aquella tierra incolora, bajo el azote del Sol, como si fuera un fragmento más de aquella desolación.
Pudo haber pasado de largo su objetivo; pero Linden, de alguna manera, estaba más alerta. Le tiró de la manga para que se detuviera y llamó su atención.
—Mira.
Sus labios enmarcaban preguntas vacías. Por un momento, ella no podía comprender por qué él no le había hecho caso.
—Mira —repitió. Su voz era un árido graznido.
Se hallaban en un gran hoyo de polvo, del que se levantaban nubes a cada una de sus pisadas. Ante ellos había dos estacas abandonadas en el suelo. Se hallaban algo distanciadas una de otra, como si se hubieran colocado allí para atar los brazos de un hombre. En las estacas había lazos de cuerda.
Los lazos estaban intactos.
A un cuerpo de distancia de las estacas había dos hoyos en el suelo, hechos por las estacas clavadas y arrancadas luego.
Covenant tragó en seco.
—Marid. —La palabra abrasó su garganta.
—Se ha escapado —dijo Linden con satisfacción.
Las piernas de Covenant se doblaron. Se sentó, tosió ligeramente por el efecto del polvo que levantó.
Linden se sentó, frente a él. La proximidad de su cara le obligaba a mirarla. Su voz raspaba como si estuviera llena de arena.
—No se cómo lo habrá logrado, pero estará mejor de lo que estamos nosotros ahora. Este calor nos va a matar.
La boca de Covenant balbuceó.
—Tenía que intentarlo. Era inocente.
Torpemente, ella le enjugó unas gotas de sudor inútil que llevaba en la frente.
—Tienes un aspecto horrible —dijo.
El la observó. El polvo cubría sus labios y mejillas, quedando colectado en ambas líneas, a cada lado de la boca. Sus ojos estaban acristalados.
—Lo mismo te digo a ti.
—Luego debemos hacer algo. —Un temblor de voz traicionó su esfuerzo para ser resoluta, pero se levantó y ayudó a Covenant a ponerse en pie—. Volvámonos. Puede que Sunder nos esté buscando.
El asintió. Ya había olvidado al Gravanélico.
Pero cuando se volvieron para emprender el camino de regreso, vieron una figura acercándose a través del vislumbre trémulo del calor.
Covenant se detuvo. ¿Era un espejismo? Linden estaba cerca de él por si perdía su equilibrio. Esperaron.
La figura se fue acercando hasta que reconocieron a Sunder.
Se detuvo a veinte pasos de ellos.
En su mano derecha sostenía su puñal. Esta vez parecía estar bien familiarizado con su uso.
Covenant observó al Gravanélico, como si el cuchillo les hubiera hecho extraños uno al otro. Linden le dio un toque de alerta con el brazo.
—Thomas Covenant. —La cara de Sunder tenía el mismo aspecto que la piedra caliente—. ¿Cuál es mi nombre?
—¿Qué? —Covenant parpadeó.
—¡Pronuncia mi nombre! —gritó ferozmente el Gravanélico—. No permitas que te mate.
—¿Matarme? —Covenant hizo un esfuerzo para sacar alguna conclusión—. Sunder —gritó—, Gravanélico de Pedraria Mithil, portador de la Piedra del Sol.
Sunder le miró con cara de incomprensión.
—Linden Avery —gritó, ahora balbuceando—. ¿Cuál es el nombre de mi padre?
—Era —le corrigió ella pausadamente—. Su nombre era Nassic, hijo de Jous. Está muerto.
Sunder miró a Covenant y a Linden como si hubieran aparecido allí por algún milagro. Luego dejó caer los brazos.
—¡Cielos y Tierra! Esto no es posible. El Sol Ban… Nunca había presenciado… —Movió la cabeza con asombro—. ¡Ah! ¡Sois un misterio! ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas? ¿Es que un anillo blanco altera el orden de la vida?
—Algunas veces —respondió Covenant. Estaba tratando de seguir una secuencia fracturada de recuerdos. Todo lo que había hecho era un asalto no intencionado a las preconcepciones del Gravanélico. Quería tranquilizar a Sunder con alguna explicación. El azote del calor parecía borrar la distinción entre pasado y presente. ¿Algo relativo a sus botas? Trató de forzar unas palabras a través de sus entumecidos labios. La primera vez que estuve aquí… Las botas… Sí, eso fue. Drool Piedracaliente había podido localizarle a través de la pisada aliena de sus botas en el suelo. Al fin logró decir—: Mis botas y sus zapatos. No son de este Reino. Puede ser que sea eso lo que nos ha protegido.
Sunder acogió la sugerencia.
—Sí, puede ser. Carne es carne, sensible al Sol Ban. Pero vuestro calzado… es distinto a todo lo que he visto. Seguro que estuvisteis escudados al primer rayo de Sol. De otra forma hubierais sido alterados de manera que no podríais conocerme. —Luego, su cara se ensombreció—. Pero podíais habérmelo dicho. Yo temía… —El modo en que se cerraban sus mandíbulas describía elocuentemente la inmensidad de sus temores.
—No lo sabíamos. —Covenant quería descansar, cerrar sus ojos y olvidarse de todo—. Tuvimos suerte. —Pasó un momento antes de que reuniera la voluntad suficiente para preguntar—. ¿Y Marid?
En segunda, Sunder dejó de lado todo lo demás. Fue a ver las estacas y los agujeros del suelo. Su frente se arrugó.
—¡Locos! —exclamó—. Yo les advertí que había que evitar estas cosas. Nadie puede escapar del Sol Ban. Ahora la maldición anda suelta por los Llanos.
—¿Quieres decir… —preguntó Linden— …que no ha escapado? ¿No está a salvo?
En respuesta, el Gravanélico dijo:
—¿No os dije ya que no estábamos a tiempo? No habéis logrado nada, excepto vuestra propia postración. Ya es bastante. —Luego prosiguió, hablando fuerte—: Os he seguido hasta este final inútil. Ahora vais a acompañarme a mí.
Linden le miró.
—¿Adonde vamos a ir?
—A encontrar refugio. No podemos continuar aquí, bajo este sol.
Covenant gesticuló hacia el Este, a una región que le era familiar.
—Las Colinas.
Sunder movió la cabeza negativamente.
—Hay refugio en las Colinas. Pero para llegar allí tenemos que pasar por el control de Pedraria Ventosa. Esto significaría un sacrificio seguro para cualquier extranjero. Y también para el Gravanélico de Pedraria Mithil. Vamos a tomar la dirección Oeste, hacia el Río Mithil.
Covenant no pudo discutir. La ignorancia le impedía toda posibilidad de tomar decisiones. Sunder cogió su brazo y lo giró de espalda al Sol, ayudándole a salir del hoyo de arena.
Linden se movía a su lado. Su paso era inseguro. Parecía hallarse peligrosamente débil. Sunder estaba más fuerte; pero sus ojos habían perdido el color, como si intuyera algún desastre. Y Covenant, por su parte, apenas podía mover los pies. El Sol de media mañana, a su espalda, seguía atormentándolo. El calor le producía una fiebre viciosa en forma de olas intermitentes que parecían el eco del castigo solar que sufría aquella desolada tierra. Sus ojos estaban irritados por polvo pegado a sus párpados. Al cabo de un rato, empezó a tambalearse como si las ligaduras de sus rodillas se hubieran partido.
Luego se encontró en el suelo, sin tener idea de cómo se había caído. Sunder le ayudó a sentarse. El Gravanélico tenía la cara gris del polvo que se le había pegado. El también había empezado a sufrir.
—Thomas Covenant —dijo—, esto es fatal para ti. Necesitas agua. ¿No vas a hacer uso de tu anillo blanco?
La respiración de Covenant era débil y desigual. Miró a través de la bruma como si estuviera ciego.
—El anillo blanco —insistió Sunder—. Necesitas agua. Sin ella vas a morir.
Agua. Intentó pensar en sus posibilidades. Imposible. No lograba concentrarse. Nunca había usado la magia indomeñable excepto en una contienda. No era una panacea.
Linden y Sunder le miraban como si él fuera el responsable de sus destinos. Se equivocaban con él. De buena gana hubiera querido hacer un intento. Pero era imposible, además, por otras razones. Tortuosamente, como si se hubiera dislocado, echó su cuerpo hacia adelante, quedando sus rodillas debajo de él, y luego sus pies.
—¡Ur-Amo! —protestó el Gravanélico.
—Yo no… —musitó, tosiendo sin fuerza—. No se cómo hacerlo. —Quería hablar alto y no podía—. Soy un leproso. No puedo ver ni puedo sentir… No sé como utilizar el oro blanco. Necesitamos Energía de la Tierra. Y un Amo para activarla. No hay Energía de la Tierra. Los Amos ya no existen. —No tenía palabras suficientes para convencerles de su impotencia—. Simplemente, no puedo. —Concluyó.
Sunder gruñó. Pero sólo un momento. Luego suspiró, resignado.
—Muy bien. De todas maneras necesitamos agua. —Sacó su cuchillo—. Estoy más fuerte que tú. Tal vez pueda extraer un poco de sangre. —Con expresión de desagrado, apuntó la hoja en el mapa de cicatrices que tenía en el antebrazo.
Covenant intentó detenerle.
Linden fue más rápida, cogiéndole la muñeca.
—¡No!
El Gravanélico se libró de ella, gritando agudamente:
—Necesitamos agua.
—No de esta forma. —Covenant recordó los cortes que Nassic tenía en la mano. Instintivamente rechazaba esa clase de poder.
—¿Es que queréis morir?
—No. —Covenant se envalentó con mucha fuerza de voluntad—. Pero no estoy tan desesperado. Al menos, no todavía.
—Ni siquiera tu cuchillo está limpio —añadió Linden—. Podría producirte una infección. Habrá que hervirlo.
Sunder cerró los ojos como para rechazar todo lo que estaba oyendo.
—Os haré sobrevivir a ambos bajo este Sol. —Sus mandíbulas mascaban la voz, convirtiéndola en un seco susurro—. Ah, Padre mío, ¿qué me has hecho? ¿Es este el resultado de todo vuestro loco proceder?
—Hazlo si quieres —dijo brutalmente Covenant, tratando de evitar una rebelión—, pero al menos ten la decencia de esperar que estemos demasiado débiles para impedírtelo.
Los ojos del Gravanélico se abrieron de golpe, vomitando una maldición.
—¿Decencia lo llamáis? Estáis derramando vergüenza sobre un pueblo cuyas vidas no comprendéis. Bien, vamos a esperar el momento en que pueda salvaros decentemente.
Con el brazo tocó la espalda de Covenant para ponerlo en movimiento. Luego le ayudó a levantarse, colocó su brazo alrededor de la cintura para evitar que se cayera y empezó a caminar, casi arrastrándolo, dirección Oeste.
En un momento, Linden se colocó al otro lado de Covenant, colocándole el brazo sobre sus hombros. De esta manera, aún le fuera posible desplazarse.
Pero el Sol era cruel. Hacia media mañana, Covenant estaba arrastrando apenas una fracción de su propio peso. Ante sus ojos quemados empezaron a bailar unas motas negras. Su visión era cada vez más confusa. Trozos de noche se depositaban en el pálido terreno, más allá de la claridad, como si estuvieran esperándole.
Luego la tierra pareció levantarse ante él. Sunder hizo un alto. Linden, rendida, casi se cayó. Pero Covenant, de alguna forma, se aferró a ella. Trató de ajustar su vista, descubriendo que aquel levantamiento del terreno era un banco de rocas.
Sunder les hizo avanzar hacia allí. En la sombra de las rocas vieron algo que les pareció un pequeño arbusto.
El lado erosionado de las rocas ofrecía un espacio de sombra lo suficiente grande para dar refugio a varias personas. En aquel sector, la roca y la arena se notaban frías. Linden ayudó a Sunder en la tarea de sentar a Covenant en un lugar donde la piedra ofrecía respaldo. Covenant trató de acostarse; pero Sunder se lo impidió y Linden dijo:
—No. Podrías quedarte dormido y no te conviene porque has perdido demasiado líquido.
El asintió vagamente. El frescor era sólo relativo y él se encontraba en un estado febril y con mucha sed. No había sombra que pudiera anular la impiedad del Sol. Pero el hecho de estar en la sombra ya era una bendición para él y estaba contento. Linden se sentó a su lado, Sunder al lado opuesto. El cerró los ojos para dejarse llevar, flotando.
Un poco más tarde tuvo conciencia de unas voces. Linden y Sunder hablaban. El tono de Linden anulaba la dificultad que tenía para estar atento a la conversación. Las respuestas de Sunder eran distantes, como si sus preguntas le parecieran estúpidas, pero que no encontrara la forma de evadirlas.
—Sunder —preguntó ella—. ¿Qué va a hacer sin ti Pedraria Mithil?
—¿Linden Avery? —Pareció no entender la pregunta.
—Llámame Linden, a partir de ahora.
El vaciló un momento y luego dijo:
—Linden.
—Tú eres el Gravanélico. ¿Qué van a hacer sin un Gravanélico?
—Ah, —ahora captó el sentido de la pregunta— yo significo poco. La pérdida de la Piedra del Sol puede tener más importancia; pero aún esta pérdida puede ser superada. Pedraria cuida muy bien su ciencia. Mi ayudante es capaz de practicar todos los ritos necesarios en la ausencia de la Piedra del Sol. Sin duda, él habrá sacrificado a Kalina, mi madre, a la salida del Sol. Pedraria puede sobrevivir. ¿Cómo habría hecho, si no, lo que he hecho?
Después de una pausa, Linden preguntó:
—¿No eres casado?
—No. —Su respuesta era como una evasiva.
Linden pareció notar una serie de implicaciones en esta palabra. Amablemente, dijo:
—Pero lo has estado.
—Sí.
—¿Qué pasó?
Sunder, al principio, se mantuvo callado. Luego respondió:
—Entre mi pueblo, sólo el Gravanélico tiene el privilegio de escoger su propia pareja. La supervivencia de Pedraria depende de sus hijos. El emparejamiento para tener hijos no se deja al azar de afectos o preferencias. Pero, por tradición, el Gravanélico tiene libertad para escoger. Es como una recompensa por la responsabilidad de su trabajo.
«Mi corazón escogió a Aimil, hija de Anest. Anest era hermana de Kalina, mi madre. Desde la infancia, Aimil y yo, éramos muy amigos. Nos casamos con gusto y nos dispusimos a tener hijos.
«Nos llegó un hijo y se le dio el nombre de Nelbrin, que significa “hijo del corazón”. —Su tono parecía tan áspero como el terreno—. Era un niño pálido, no muy saludable. Pero creció como todos los niños y fue un tesoro para nosotros.
«Durante muchas vueltas de la Luna creció. Fue lento en aprender a andar y nunca tuvo las piernas muy fuertes; pero al final llegó a andar bien. Hasta… —aquí tragó saliva convulsivamente— hasta que, por mala suerte, Aimil mi mujer, le hirió en casa. Ella cogió del fogón una olla muy pesada y se volvió: Nelbrin, nuestro hijo, se había colocado tras ella. La olla le golpeó el pecho.
«Desde aquel día, enfermó hacia la muerte. Creció en él una negra hinchazón, hasta que su vida terminó.
—Hemofilia, —dijo Linden, casi de manera inaudible— ¡pobre muchacho! Sunder no se paró.
«Cuando su muerte estuvo escrita en su cara, a la vista de todos, Pedraria convocó un juicio. Yo fui encargado de sacrificarle en bien del pueblo.
Covenant sintió sus intestinos roídos por una úlcera repentina. Miró al Gravanélico. La sequedad de su garganta era como un lento estrangulamiento. En protesta, Linden dijo: —¿Tu propio hijo? ¿Qué hiciste? Sunder miró el terreno azotado por el Sol Ban como si él fuera la historia de su vida.
—Yo no pude impedir esa muerte. El Sol del Desierto y el Sol de la Pestilencia nos habían dejado pobres y necesitados. Sacrifiqué su vida para obtener agua y comida para Pedraria.
—¡Oh, Sunder! —exclamó Covenant.
Tensamente, Linden preguntó: —¿Qué pensaba Aimil acerca de esto?
—La volvió loca. Intentó hacerme desistir. Y cuando no pudo, su mente se volvió salvaje. La desesperación la hizo… —por un momento, Sunder no encontraba las palabras. Luego las pronunció crudamente—: Cometió un daño mortal contra su propia vida. Para que su muerte no fuera inútil, también la sacrifiqué.
Así que… ¡Demonios! Covenant comprendía ahora por qué la idea de matar a su madre le había llevado a abandonar su hogar. ¿A cuántos seres amados podía matar aquel hombre?
Linden dijo, amargamente:
—No fue culpa tuya. Hiciste lo que debías. Es ese Sol Ban.
El Gravanélico no la miraba.
—Todos los hombres y mujeres mueren —dijo, con una voz atormentada por el Sol, al igual que aquella planicie—. ¿Qué más queréis saber de mí? Sólo tenéis que preguntar. Yo no tengo secretos para vosotros.
Covenant quería reconfortarle; pero no sabía nada de esas cosas. Odio y desafío eran las únicas cosas que había conocido. Ya que no podía consolar a Sunder, trató de distraerle con otra pregunta.
—Háblame de Nassic. ¿Cómo llegó a tener un hijo?
Linden miró a Covenant como si no aprobara su insensibilidad, pero Sunder se había relajado visiblemente.
—Nassic, mi padre —dijo con un cansancio que servía como calmante—, fue igual que Jous, su padre, y que Prassa, el padre de su padre. Era un hombre de Pedraria Mithil.
»Jous, su padre, vivía en un lugar que él llamaba “su templo”, y de vez en cuando, Nassic visitaba a Jous, tanto por respeto a su padre como para asegurarse de que nada le había ocurrido. Pedraria casó a Nassic con Kalina y vivieron juntos como cualquier joven y su mujer. Pero luego Jous llegó a las puertas de la muerte y Nassic fue al Templo a buscar a su padre para llevarlo a Pedraria Mithil a ser sacrificado. Nunca volvió. Al morir, Jous puso sus manos sobre Nassic y la locura o profecía del padre pasó al hijo. Por ello Nassic fue perdido para Pedraria.
«Esta pérdida afligió a Kalina, mi madre. No estaba contenta con sólo un hijo. Fue al Templo varias veces para ofrecer su amor a mi padre y a rogar por él. Siempre volvía llorando y desesperada. Me temo… —hizo una pausa y se puso más triste— que agredió a Marid porque quería morir.
Gradualmente, Covenant iba dejando de prestar atención a sus palabras. Estaba demasiado débil para concentrarse. Confusamente, notó inclinarse el ángulo del sol. Era mediodía y faltaban pocos metros para que el sol llegara a sus pies. Hacia media tarde, la sombra habría desaparecido. Hacia media tarde…
No podría sobrevivir mucho más bajo los rayos solares directos.
El arbusto oscuro que había visto a su paso hacia el refugio de las rocas estaba allí. Aparentemente, no era un espejismo. Lo observó, tratando de recordar detalles. Si no era un espejismo, entonces, ¿qué era? ¿Un matorral? ¿Qué clase de matorral podría soportar aquel sol cuando toda otra forma de vida había sido borrada de allí?
La cuestión le recordaba algo, pero no podía verlo claramente. El cansancio y la sed ofuscaban su mente.
—¿Morir?
Era consciente de que había hablado en voz alta. Su voz parecía arena rozando la piedra. ¿Qué clase…? Se esforzó en enfocar su vista al vegetal.
—Esa planta —dijo, señalando con la cabeza hacia aquella mancha oscura en la piedra—. ¿Qué es?
Sunder respondió:
—Es aliantha. Estas plantas pueden encontrarse en cualquier parte, pero son más comunes aquí, cerca del río. De alguna forma, desafían al Sol Ban. Son muy venenosas.
—¿Venenosas? —Su espanto le hizo morderse los labios. La sangre empezó a brotar, bajando hacia la barbilla, a través del polvo, como una estela de furia—. No aliantha.
El Gravanélico intentó llegar con la mano a la cara de Covenant como si aquellas gotas de sangre fueran preciosas. Fortalecido por los recuerdos, Covenant apartó bruscamente su mano.
—¿Veneno? —gritó. En el pasado, el raro alimento de la aliantha lo había sostenido con más frecuencia de lo que él podía recordar. Si se hubiera vuelto venenosa. La violencia estalló en él. Si esas plantas se hubiesen vuelto venenosas, entonces el Reino no habría perdido solamente la Energía de la Tierra. ¡La Energía de la Tierra habría sido corrompida! Dominado por su indignación, quiso batirse con Sunder y cerró los puños—. ¿Cómo lo sabes?
Linden lo agarró por el hombro.
—¡Covenant!
—Está contenido en la Rede de na-Mhoram —dijo Sunder. Yo soy un Gravanélico. Mi trabajo es hacer uso de este conocimiento. Sé que es verdadero.
—¡No! —Covenant exclamó—. ¿Los has probado?
Sunder lo miró y dijo:
—No.
—¿Conoces a alguien que lo haya probado?
—Es veneno. ¿Quién comería sabiendo que es veneno?
—¡Diablos del Infierno! —agarrándose a la piedra, Covenant se puso en pie—. Yo no lo creo. El no puede destruir totalmente la Ley. Si lo ha conseguido, el Reino no volverá a existir jamás.
El Gravanélico se incorporó y sacudiendo a Covenant, insistió:
—¡Es veneno!
Exteriorizando toda su pasión, Covenant respondió:
—¡No!
El semblante de Sunder daba la impresión de estar próximo a explotar, y que sólo la tensión de sus músculos lo impedían. Con un golpe de su mano, derribó a Covenant.
—¡Estás loco! —Su voz era hierro y amargura—. Me seduciste para que abandonara mi casa y te ayudara; pero a cada momento te atreves a desafiarme. Quisiste buscar a Marid. ¡Locura! Quisiste rechazar toda protección contra el Sol Ban. ¡Locura! No consigues sacar agua ni permites que yo lo haga. ¡Locura! ¡Y ahora te empeñas en comer veneno! —Cuando Covenant trató de levantarse, él lo detuvo—. ¡Ya es bastante! Trata nuevamente de acercarte a la aliantha y te golpearé sin vacilación.
Covenant lo miró con odio; pero éste no cedió. Manteniendo la mirada de Sunder, Covenant logró ponerse en pie. Estuvo unos momentos tambaleándose ante el Gravanélico. Linden estaba de pie detrás de Sunder, pero Covenant no la miraba a ella.
Ya más calmado, dijo:
—Yo no creo que la aliantha sea venenosa.
Luego se volvió y empezó a caminar con dificultades hacia la planta.
Sunder lo sujetó. Covenant trató de esquivarlo, pero él se le echó encima y lo arrastró a través del polvo. Un golpe en la cabeza produjo en su visión unas luces como fragmentos de vértigo. Luego Sunder se desplomó. Covenant articuló sus piernas, debajo de él, para mirar a Linden que estaba encima del Gravanélico. Le había aprisionado con una llave que le mantenía inmóvil en el suelo. Covenant aprovechó para aproximarse a la mata. La cabeza le daba vueltas y cayó sobre sus rodillas. La planta era pálida y estaba cubierta de polvo, recordando ligeramente a la planta de verde intenso que había conocido. Pero las hojas eran firmes, aunque no abundaban. Tres pequeños frutos del tamaño de una baya colgaban de las ramas, desafiando al Sol Ban.
Temblando, alcanzó una y la limpió de polvo para ver el color real de la baya.
En un rincón de su visión vio a Sunder golpear el pie de Linden, liberándose de ella.
Armándose de coraje, Covenant puso la fruta en su boca.
—¡Covenant! —gritó Sunder.
El fresco jugo llenó la boca de Covenant de un sabor a melocotón con un dejo de sal y lima. En seguida notó que su cuerpo se reanimaba. La sed había cedido y su garganta quedaba limpia de polvo. Una nueva energía nacía en él. Todos sus nervios se estremecieron al sabor que no había probado desde diez largos años antes. El quintesencial néctar del Reino.
Sunder y Linden estaban dé pie, observándolo.
Un sonido como un seco suspiro llegó de él. Su visión era un borrón de alivio y gratitud. La semilla cayó de sus labios.
—¡Oh, Dios Mío! —exclamó contento—. Todavía existe la Energía de la Tierra.
Un momento más tarde, Linden estaba a su lado, mirándole a la cara.
—¿Estás…? —Empezó a preguntar, luego se detuvo—. No, tú estás muy bien. Mejor que antes. Puedo ver la diferencia. ¿Cómo…?
Estaba agitado y no podía dejar de moverse. Quería levantarla en brazos, pero sólo se permitió acariciarle la mejilla. Luego, para responderle y darle las gracias, cogió otra baya y se la dio.
—Come…
Ella la tomó y la miró cuidadosamente. Súbitas lágrimas brotaron de sus ojos. Su labio inferior temblaba cuando susurró:
—Es la primera… —su voz se quebró.
—Cómela —insistió él.
Linden levantó el fruto hasta su boca y sus dientes se cerraron detrás de él.
Lentamente, un aspecto de esplendor se extendió por toda su cara. Su postura se irguió. Empezó a sonreír como un amanecer frío.
Covenant asintió para darle a entender que había comprendido. Escupe la semilla —dijo—. Puede que crezca otra planta.
Ella cogió la semilla en sus manos y la miró unos instantes, como, si hubiera sido santificada, antes de lanzarla al suelo.
Sunder no se había movido. Permanecía con los brazos cruzados, sobre el pecho. Sus ojos se empañaban de horror al ver cómo su vida había sido falseada.
Cuidadosamente, Covenant arrancó la última baya. Al dirigirse a Sunder, su paso era ya más seguro. Su corazón cantaba a la Energía de la Tierra.
—Sunder —dijo, ofreciéndole la baya, medio insistiendo, medio rogando—. Esto es aliantha. Ellos las llamaban bayas-tesoro, el regalo de la Tierra a todo aquel que sufriera de hambre o de necesidad. Así era antes el Reino.
Sunder no respondió. El asombro de su expresión era completo.
—No es veneno —dijo Linden, claramente—. Es inmune al Sol Ban.
—Cómela —insistió Covenant—. Esto es por lo que estamos aquí. Lo que queríamos descubrir. Salud. Energía de la Tierra. Come.
Con un penoso esfuerzo, Sunder, sacó su respuesta.
—No quiero confiar en vosotros. —Su voz era la de un salvaje—. Vosotros habéis violado toda mi vida. Cuando haya creído que la aliantha no es veneno, trataréis de convencerme de que el Sol Ban no existe; que toda la vida del Reino, a través de generaciones, no ha tenido ningún sentido, y que todos los sacrificios que he practicado no son otra cosa que asesinatos. —Tragó saliva y prosiguió—. Pero debo, debo encontrar alguna verdad para que ocupe el sitio de la verdad que vosotros estáis destruyendo.
Bruscamente, cogió la baya y la introdujo en su boca.
Durante un momento, su alma se mostraba desnuda en su rostro. Su inicial anticipación de daño se convirtió en un placer involuntario; su mundo interior se estremeció al verse de pronto alterado. Sus manos temblaban cuando retiró la semilla de su boca.
—¡Cielos y Tierra! —exclamó. Su temor era tan asombrado como angustioso.
—¡Covenant! —Su mandíbula trabajaba para formar palabras—. ¿Es realmente éste el Reino, el Reino del cual mi padre me hablaba?
—Sí.
—Pues estaba loco. —Un profundo espasmo de suplicio invadió al Gravanélico, antes de proseguir—. Debo aprender a ser un loco como él.
Se volvió y regresó a las rocas, sentándose acto seguido en la sombra y cubriéndose la cara con las manos.
Para conceder a Sunder un momento de intimidad en su desorientación, Covenant desvió su mirada hacia Linden. Su nueva expresión dulcificaba su habitual severidad, resaltando parte de su belleza a través de aquella capa de polvo.
—Gracias —empezó a decir, por tratar de salvar mi vida, allí en los bosques. Pero luego cambió de tono— y por quitarme a Sunder de encima. Yo no sabía que confiabas tanto en mí. ¿Dónde aprendiste esa llave?
—Oh, esto. —Su expresión era una mezcla de diversión y de añoranza—. La escuela de medicina donde iba, estaba en un bonito barrio lleno de gente amable. Los guardias de seguridad se veían obligados a dar clases de defensa personal.
Covenant se paró a pensar cuánto tiempo hacía que una mujer no le había sonreído. Antes de que pudiera contestar, ella miró hacia arriba.
—Debemos alejarnos del Sol. Una baya-tesoro por cabeza no nos va a dar energía para mucho tiempo.
—Cierto.
La aliantha había matado su hambre, aliviado la necesidad de agua de su cuerpo y restaurado la vida en sus músculos. Pero no podía hacerlos insensibles al Sol. A su alrededor, la llanura era bañada por el calor como si el suelo fuera un tejido que estuviera siendo blanqueado fibra a fibra. Se frotó inconscientemente la sangre de la barbilla y empezó a andar para reunirse con Sunder. Pero Linden le detuvo.
—¡Covenant!
El se volvió. Ella estaba de cara al Este, mirando por encima de las rocas.
—Algo se acerca.
En aquel momento, Sunder se unió a ellos y los tres se quedaron mirando en aquella dirección.
—¿Qué demonios…? —musitó Covenant.
Al principio no vio nada, excepto efluvios de calor y polvo; pero luego distinguió una figura erecta fluctuando en su visión.
La figura se hizo más estable a medida que se aproximaba. Luego se hizo sólida, transubstanciándose como un avatar del Sol Ban. Era un hombre. Llevaba las vestiduras de un pedrariano.
—¿Quién…?
—¡Oh, Dios Mío! —exclamó Linden.
El hombre se aproximó más. Sunder gritó:
—¡Marid!
—¿Marid? —Covenant sintió una súbita debilidad de piernas.
El Sol Ban no tendrá piedad…
El hombre tenía los ojos de Marid; chancrosos con cierto rasgo de auto-aversión y codicia. Todavía llevaba estacas atadas en cada uno de sus tobillos. Su paso denotaba avidez y cautela.
Era un monstruo. La parte inferior de su cara estaba cubierta de escamas; le faltaba la boca y la nariz. Sus brazos eran serpientes. Donde antes había manos, ahora había cabezas de serpiente enseñando blancos colmillos. Su pecho se hinchaba con el aire y las serpientes silbaban.
Linden se quedó mirando a Marid. La náusea distorsionaba su boca. Estaba paralizada. Apenas podía respirar. La visión del mal que se había inflingido a Marid la imposibilitaba para todo pensamiento, quitándole el coraje que necesitaba.
—Oh, Marid, amigo mío, —susurró Sunder— éste es el castigo del Sol Ban al que nadie puede engañar. Si eras inocente, como dice el ur-Amo… —dijo gruñendo— perdóname. —Pero un instante más tarde su voz se endureció—. ¡Adelante, Marid! ¡Atácanos! ¡Tu vida es ilegal aquí!
La mirada de Marid dio a entender que había comprendido; pero continuó avanzando hacia las rocas.
—¡Marid! —Sunder sacó su puñal—. Soy bastante culpable de tu condena. No lances eso contra mí.
Los ojos de Marid lanzaron un aviso inaudible al Gravanélico.
Covenant sentía su garganta como si tuviera arena; sus pulmones trabajaban. En el fondo de su mente, un pulso de ultraje latía como la sangre en las venas.
Tres pasos a su lado, Linden estaba inmóvil y aterrada.
Siseando vorazmente, Marid echó a correr hacia las rocas.
Durante unos segundos, Covenant no pudo moverse. Pero vio a Marid lanzarse contra Linden y cuando los colmillos estaban ya cerca de su cara, dio un salto desesperado hacia ella, derribándole con un golpe de su cabeza y sus hombros. Juntos, rodaron por el suelo, sobre la arena.
En seguida pudo soltarse y, al ponerse en pie, Marid se lanzó sobre de él.
Con su cuchillo, Sunder intentó atacar a Marid, pero los colmillos de las serpientes le hicieron retroceder.
Al momento, Marid inició de nuevo su ataque contra Linden; pero Covenant se interpuso, deteniendo con su antebrazo derecho el ataque de una de las cabezas de serpiente, al tiempo que con la mano izquierda agarraba el otro cuerpo escamado.
La serpiente libre retrocedió para atacar.
En un instante, Sunder, en un rápido movimiento y antes de que las serpientes tuvieran tiempo de reaccionar, cortó el cuello de Marid. Un fluido viscoso salpicó las ropas de Covenant.
Sunder dejó caer en la arena a su difunto amigo. La sangre empezó a derramarse. Covenant retrocedió unos pasos. Cuando Linden se incorporó sobre sus rodillas, parecía como si hubiera sido asfixiada por el Sol Ban.
El Gravanélico no prestó ninguna atención a sus compañeros. Estaba poseído de una frenética obsesión.
—¡Sangre! —gritó—. ¡Vida! —Y puso sus manos en el charco, se las frotó con la sangre y se untó de rojo su frente y sus mejillas—. Al menos tu muerte será de alguna utilidad. Es el regalo de mi culpa.
Covenant lo observaba consternado. No sabía que un ser humano pudiera estar tan ávido de sangre.
Sacando la Piedra del Sol, Sunder agachó la cabeza junto al cuello de Marid y chupó sangre directamente del corte. Con la piedra sostenida entre ambas palmas, arrojó fluido sobre su superficie y luego miró hacia arriba, empezando a cantar en un lenguaje que Covenant no podía entender.
A su alrededor, el aire se concentraba como si el calor tomara el testimonio personal de su invocación. La energía floreció en el orcrest.
Una línea roja tan estrecha como la línea entre la vida y la muerte se disparó hacia el Sol. Crepitó como una descarga eléctrica, pero se mantuvo fija y palpable, sostenida por la sangre. Consumió la sangre de las manos de Sunder, al tiempo que aspiraba la de las venas de Marid y limpiaba toda la sangre del suelo. El cuello de Marid quedó como una sonrisa disecada.
Todavía cantando, Sunder colocó la Piedra del Sol cerca de la cabeza de Marid. La línea de sangre entre la piedra y el Sol se mantenía estable.
Casi al instante, el agua empezó a burbujear alrededor de la piedra; fue ganando fuerza, hasta dejar un pequeño surtidor de agua tan clara y fresca como si saliera de las rocas de la montaña y no de aquella tierra sucia.
Covenant, sudando bajo el peso del Sol, quedó turbado ante el espectáculo.
Sunder siguió cantando; y junto al chorro, algo verde empezó a brotar. Crecía con increíble velocidad y, en un momento, una especie de vid se extendió; por el suelo. Salieron hojas y varios frutos que crecieron como melones.
El Gravanélico invitó a Linden a que se acercara al surtidor. La expresión de ella había cambiado del terror al asombro. Moviéndose como si estuviera hechizada, se arrodilló ante el chorro y puso sus labios en el agua. En seguida retrocedió, sorprendida por la frescor de aquel agua. Luego empezó a beber con gusto y en cantidad.
Un maléfico fuego ardía en el brazo derecho de Covenant. Su respiración era fatigosa. Su boca estaba llena de polvo. Podía sentir el latir de su pulso en la base de su garganta.
Después, Linden levantó la cabeza del surtidor y dirigiéndose a Covenant dijo:
—Está buena, muy buena.
El no se movió ni la miró. El temor brotaba en él como el agua de aquel suelo reseco.
—Ven, —insistió Linden— ven a beber.
El no podía dejar de mirar a Marid. Sin desviar su mirada, extendió su brazo derecho hacia ella.
Ella lo miró e inmediatamente emitió un grito, levantándose para sujetarlo y verlo mejor.
El se resistía a ver lo que ella estaba viendo; pero se armó de valor y miró hacia abajo.
Su antebrazo estaba amoratado. A poca distancia de su muñeca brillaban dos puntos rojos sobre la oscuridad de la hinchazón.
—Me ha mordido el bastardo. —Luego empezó a toser como si ya estuviera muriéndose.