Despertó repentinamente, con un sofocante estiércol sobre su cara que le hizo esforzarse para mover los brazos a fin de eliminarlo. Pero sus manos estaban atadas a su espalda. Se desesperó al creerse amordazado, hasta que se dio cuenta de que podía respirar.
El aire llegaba seco y helado a sus pulmones, pero le hacía bien. Poco a poco, sus náuseas desaparecieron.
Desde algún lugar cerca de él, oyó que Linden decía:
—Estarás bien en seguida. Nos han echado alguna clase de analgésico. Es como el éter. Hace que te sientas enfermo, pero luego el mareo desaparece. No creo que nos hayan herido.
El permaneció unos momentos acostado sobre aquella piedra fría. Luego dobló su cuerpo, haciendo un esfuerzo para sentarse. Las ataduras dificultaban los movimientos. Una sombra de desmayo le invadió; pero el aire le ayudó a superarla.
—Amigos, —murmuró. Pero no había nadie excepto Linden—. Nassic estaba en lo cierto. —Nassic estaba en lo cierto—. Repitió, como si ella no se hubiese enterado la primera vez.
Se hallaban en una habitación reducida como una celda. La puerta de entrada estaba cubierta por una gran cortina; pero en el lado opuesto, una ventana con barras de hierro dejaba entrar la pálida luz del amanecer, un amanecer tardío por la interposición de las montañas.
Linden estaba sentada, con los brazos detrás de ella en ángulo. También sus muñecas estaban atadas, Sin embargo, había logrado limpiarse sus mejillas, aunque porciones de estiércol colgaban todavía de los hombros de su blusa.
En la cara de Covenant la suciedad se había secado, y parecía señales de lepra.
Covenant se desplazó hasta lograr apoyarse en la pared. Las ataduras cortaban sus muñecas. Cerró los ojos. Una trampa, murmuró. La muerte de Nassic fue una trampa. Había sido asesinado para que Covenant y Linden cometieran la torpeza de meterse en las defensas de la Pedraria y ser capturados, ¿qué estará tramando el Execrable? Se preguntaba en la oscuridad, detrás de sus párpados. ¿Hacernos pelear con esta gente?
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Linden, en tono normal, como si se hubiera desprendido de toda la emoción del caso—. ¿Por qué me has contado lo de esa chica?
Sus ojos saltaron hacia ella. Pero en aquella escasa luz, no pudo distinguir su expresión. El deseaba decir: Olvídalo. Tenemos otras cosas de que preocuparnos. Pero consideró que ella tenía derecho a conocer toda la verdad acerca de él.
—Quise ser honesto contigo. —Su interior se revolvía con el recuerdo—. Los actos que cometí cuando estuve aquí antes, van a afectar a nuestra situación actual. El Execrable no olvida. Y yo estaba asustado. —Balbuceó ante el coste de su deseo de rectitud—. Tú pudiste confiar en mí sin saber en quién confiabas. No quiero traicionarte… por no ser quién piensas que soy.
Ella no respondió. Sus ojos eran sombras que no le decían nada. Bruscamente, la presión de su amargura, le hizo disparar palabras como si fueran dardos.
—Después de que se me diagnosticara la lepra y Joan se divorciara de mi, fui impotente durante un año. Luego vine aquí. No comprendo lo que pasó. El Reino estaba curando partes de mí que habían estado muertas durante tanto tiempo que ya me había olvidado de que las tenía. Y Lena… —La mirada de ella le quemo como un ácido—. Era tan bella que aún tengo pesadillas por lo que ocurrió. Fue demasiado fuerte para mí. Se supone que los leproso son impotentes.
No le dio a Linden ocasión de responder. Continuó, reviviendo el pasado con su propio criterio.
«Pero no me detuve ahí. Yo fui causa de su muerte y de la muerte de su hija, Elena…, también hija mía. Yo traté de escapar de las consecuencias. Todo el mundo se negaba a castigarme. Yo era la reencarnación de Berek. Querían que salvara el Reino. Lena, ¡oh Lena! Murió asesinada al tratar de salvar mi vida.
Linden escuchaba, inmóvil. Parecía una figura de piedra junto a la pared, muda e insensible, como si la mera confesión de culpa no le impresionara en absoluto. Pero sus rodillas se apretaban contra su pecho fuertemente, como en posición defensiva. Cuando terminó, ella sólo dijo:
—No debiste habérmelo contado.
—Tenía que hacerlo. —¿Qué otra cosa podía decir?— Así me verás como soy.
—No. —Ella protestó como si una acusación de malignidad se hubiera levantado entre ambos—. No eres así. No lo hiciste intencionadamente. Tú salvaste el Reino. ¿Verdad?
El la miró directamente.
—Sí. Al final, sí.
—Pues ya está. Olvida lo que ocurrió. —Su cabeza cayó sobre sus rodillas, oprimiendo la frente contra ellas, como para refrenar el batir de sus pensamientos—. Déjame sola.
Covenant estudió su cabeza, la forma en que sus cabellos descendían hacia sus muslos, y trató de comprender. Esperaba de ella una repulsa por lo que había hecho; no por haberlo confesado. ¿Por qué era tan vulnerable a estas cosas? En realidad, sabía muy poco de aquella mujer. Pero no podía pedirle que le contara cosas que ella no deseaba descubrir.
—No lo comprendo —dijo con voz áspera, que reflejaba incertidumbre—. Si es esa tu opinión, ¿por qué volviste a insistir sobre el tema? Te has tomado muchas molestias para averiguar lo que estaba escondiendo.
Ella continuó con la cabeza inclinada.
—Te dije que me dejaras.
—No puedo. —Su cuerpo fue atravesado por una vibración de rabia—. Tú no estarías aquí si no me hubieras seguido. Necesito saber por qué lo hiciste, necesito saber si puedo confiar en ti.
La cabeza de Linden, ahora se levantó.
—Soy médico.
—No es razón suficiente —respondió él con energía.
Poco a poco, la luz de la ventana iba creciendo. Ahora podía leer partes de su rostro; su boca cerrada y severa, sus ojos como dos oscuras ranuras debajo de la frente… Ella lo miraba como si estuviera traspasando su intimidad.
Después de un largo momento, ella dijo, con voz suave y normal:
—Te seguí porque pensaba que eras fuerte. Cada vez que te había visto te mantenías sobre tus pies. Necesitabas ayuda desesperadamente, pero te mantenías firme como si ni siquiera una explosión pudiera derribarte. —Sus palabras eran ásperas y cargadas de amargura—. Yo creía que eras fuerte, Pero ahora resulta que estabas huyendo de tu culpa, igual que cualquier otra persona, tratando de convertirte nuevamente en inocente al sacrificarte por Joan. ¿Qué supones que debía hacer yo? —Una furia controlada exasperó su tono—. ¿Permitir que cometieras un suicidio?
Antes de darle tiempo para responder, ella continuó:
«Usas la culpabilidad de la misma forma que la lepra. Quieres que la gente te rechace, que se mantenga apartada de ti. Hacerte la víctima, en una palabra, para recobrar tu inocencia. —Gradualmente, la intensidad de su tono se fue suavizando y adquiriendo mordacidad—. Ya he visto más de lo que puedo soportar. Si crees que soy una amenaza para ti, al menos, déjame en paz.
Nuevamente escondió la cara en las rodillas.
Covenant se quedó contemplándola en silencio. Sus palabras le hirieron como si hubieran puesto de relieve su falsedad. ¿Era aquello lo que estaba haciendo? ¿Darle una razón moral para repudiarle, ya que no le afectaba la razón física de su enfermedad? ¿Tanto miedo tenía de verse ayudado o de que confiaran en él? Concentrándose en la visión de sí mismo, se levantó y se dirigió a la ventana como si necesitara defender sus ojos mirando a otra parte.
Pero la vista sólo dio asentimiento a sus recuerdos. Verificó que Linden y él se encontraban en Pedrada Mithil. La pared y el tejado de otra casa de piedra estaban frente a él; y a cada lado pudo ver sendas esquinas de otros edificios. Las paredes eran muy viejas y estaban muy dañadas por los siglos que habían soportado. Habían sido edificadas sin mortero, formadas por losas y grandes piedras mantenidas juntas por su propio peso, y cubiertas por tejados planos. Detrás de los tejados estaban las montañas.
Por encima de ellas, el cielo era de un color amarronado, como sucio y cubierto de polvo.
El había estado allí antes y no podía negar la verdad: tenía miedo. Demasiada gente que se había preocupado por él y prestado ayuda lo había pagado muy caro.
El silencio de Linden vibraba a su espalda como un estruendo. Pero se quedó quieto, contemplando el sol que empezaba a iluminar el valle. Cuando su tensión comenzaba a ser insoportable, dijo sin volverse:
—No sé lo que van a hacer con nosotros.
Como si fuera una respuesta, la habitación brilló, de súbito, al correrse la cortina hacia un lado. Se volvió rápidamente y vio a un hombre en el dintel.
El pedrariano tenía aproximadamente la estatura de Linden, pero era más corpulento y musculoso que Covenant. Su oscura piel y su negro pelo destacaban con el color de su indumentaria de cuero. No llevaba nada en los pies. En su mano derecha sujetaba un largo bastón de madera como un signo de autoridad.
Parecía tener unos treinta años. Sus facciones eran las de un hombre joven, pero las dos profundas arrugas de su entrecejo lo contradecían, así como sus opacos ojos, que parecían gastados por haber soportado largas e inútiles aflicciones. Los músculos de sus mandíbulas se mostraban tensos como si se hubiera estado cepillando los dientes durante años. Su brazo izquierdo colgaba a su lado y, desde el codo hacia arriba, estaba cubierto por finas cicatrices blancas.
No habló. Estuvo mirando a Covenant y a Linden como si creyera que ellos conocían la razón de su visita.
Linden se puso en pie. Covenant dio dos pasos hacia adelante, de forma que quedaron dándose la espalda ante el pedrariano.
El hombre balbuceó, buscando la forma de encararse con Covenant. Luego se movió hacia dentro de la habitación. Puso su mano izquierda en la sucia mejilla de Covenant. De momento, éste retrocedió. Luego se mantuvo quieto, mientras el pedrariano le quitaba cuidadosamente los restos de suciedad que le quedaban en la cara.
Sintió cierta gratitud ante aquel gesto, que parecía otorgarle más dignidad de la que merecía. Estudió atentamente el semblante moreno y fuerte de aquel hombre, tratando de descifrar lo qué había tras él.
Luego, el hombre se volvió, abandonando la habitación y dejando la cortina descorrida para Covenant y Linden.
Covenant miró a Linden por si necesitaba que le infundieran valor. Pero ella no aceptó su mirada. Estaba ya en camino. Respiró hondo y salió tras ella.
Acto seguido se encontró en amplio y redondo centro de Pedraria Mithil, lo que atrajo a su memoria viejos recuerdos. Todas las casas miraban hacia el centro, y las que estaban detrás del círculo interior, estaban dispuestas para facilitar el acceso más directo a él. Pero ahora podía observar que varias de las casas habían sufrido un serio abandono, como si sus ocupantes no supieran como repararlas. ¿Era posible que aquella gente hubiese olvidado la ciencia de la piedra?
El Sol brillaba sobre la cordillera oriental, dándole en la cara. Al mirarlo indirectamente, se dio cuenta de que había perdido su aura azul. Ahora era de un marrón descolorido.
La Pedraria parecía desierta. Todas las cortinas de las puertas estaban cerradas. Nada se movía, ni en el pueblo, ni en las laderas de la montaña, ni en el aire. Ni siquiera podía oírse el río. El valle yacía bajo aquel amanecer como si le hubieran impuesto un silencio absoluto.
Una lenta sensación de miedo empezó a introducirse en sus nervios.
El hombre del bastón se adentró en el círculo, haciendo señas a Covenant y Linden para que le siguieran a través del suelo rocoso. Linden y Covenant obedecieron. El hombre miró hoscamente alrededor del pueblo, apoyándose en el bastón como si los músculos que lo mantenían estuvieran cansados.
Pero después de un momento entró en acción. Levantó el bastón por encima de su cabeza, con lentitud. En un tono peculiar, dijo:
—Esto es el centro.
En seguida, las cortinas se abrieron. Hombres y mujeres salieron de sus casas.
Toda aquella gente tenía la piel oscura y llevaba vestimentas de cuero. Formaron un círculo como un dogal y se quedaron contemplando a Covenant y a Linden. Sus caras eran hostiles y cautelosas. Algunos llevaban jabalinas rudimentarias; pero no era visible otra clase de armas.
El hombre del bastón se unió a ellos. Luego se sentaron, todos juntos, en el suelo, con las piernas cruzadas.
Sólo un hombre permaneció de pie. Estaba detrás de los otros, apoyado a la pared de una casa, con los brazos cruzados negligentemente sobre el pecho. Sus labios mostraban una sarcástica sonrisa, como si saboreara anticipadamente una matanza.
Covenant adivinó por instinto que aquel hombre era el verdugo del pueblo.
Los habitantes de Pedraria no emitían ningún sonido. Vigilaban a Covenant y Linden, casi sin parpadear. Su silencio, sin embargo, sonaba en el aire, como el alarido de una garganta desprovista de voz.
El Sol empezó a hacer sudar el cuero cabelludo de Covenant.
—Alguien dice algo, —musitó entre dientes.
De súbito, Linden le tocó con el codo.
—Esto es lo que están esperando. Estamos siendo juzgados y quieren escuchar lo que tenemos que decir.
—Es terrible. —Aceptó su intuitiva explicación sin dudar. Ella tenía un visión de la que él carecía—. ¿Porqué tenemos que ser juzgados?
—Posiblemente porque han encontrado a Nassic, respondió Linden.
El gruñó. La cosa tenía sentido. Tal vez Nassic había sido asesinado precisamente para que Linden y él fueran culpados del crimen. Forzó sus ataduras deseando liberar las manos para enjugarse el sudor que ya cubría su cara. Pero esto no explicaba por qué los habían capturado antes de saber que se había producido el asesinato.
El silencio era intolerable. Las montañas y las casas formaban un opresivo círculo. Los pedrarianos seguían sentados impasiblemente, como jurados en un juicio. Covenant los escudriñó y luego empezó a hablar.
—Mi nombre es ur-Amo Thomas Covenant, Incrédulo y Portador del Oro Blanco. Mi compañera es Linden Avery. —Deliberadamente, le dio un título—. La Escogida. Ella es forastera, —aquella gente oscura le devolvió la mirada con indiferencia. El hombre que se apoyaba en la pared enseñó los dientes—, pero yo no soy extraño al Reino. —Covenant prosiguió con súbita furia—. Corréis un gran peligro amenazándonos.
—Covenant, —exclamó Linden, en recomendación de prudencia.
—Ya se… —musitó—, que no debería decir cosas así. —Luego se dirigió nuevamente al pueblo—. Nassic, hijo de Jous, nos dio la bienvenida. El no era amigo vuestro, o vosotros no erais amigo de él, porque Dios sabe que era un hombre incapaz de hacer daño alguno. —Nassic parecía tan desamparado en su muerte…— Pero dijo que tenía aquí un hijo. Un hombre llamado Sunder. ¿Está Sunder aquí? ¿Sunder? —Covenant miró alrededor del ruedo. Nadie respondió—. Sunder, —repitió—, quien quiera que seas, ¿ya sabes que tu padre murió asesinado? Lo encontramos a la salida de su casa con un cuchillo de hierro en la espalda. El cuchillo estaba todavía caliente.
Alguien del círculo emitió un ligero gemido; pero Covenant no vio quién era. Linden movió la cabeza negativamente; tampoco ella había podido ver quien se lamentaba.
El cielo se había vuelto marrón claro de extremo a extremo. El color del Sol era tan árido como el polvo.
—Creo que el asesino vive aquí. Creo que es alguno de vosotros. Pero puede que eso os tenga sin cuidado.
Nadie reaccionó. Todas las caras le miraban como si fuera una especie de aparición. El silencio era absoluto.
—¡Maldita sea! —Covenant se volvió hacia Linden—. Me estoy comportando como un loco. ¿Tienes tú alguna idea?
La mirada de Linden era como una súplica.
—No sé. Yo nunca había estado aquí.
—Ni yo tampoco. —Covenant no pudo contener su ira—. No en un lugar como éste. La cortesía y la hospitalidad eran aquí tan importantes que la gente que no podía ofrecerla se sentía avergonzada. —Luego, recordando la manera en que Trell y Atiaran, los padres de Elena, le habían acogido en su casa, apretó los dientes y, tras de una silenciosa maldición, se enfrentó nuevamente con los pedrarianos—. ¿Son los otros pueblos iguales a éste? —preguntó—. ¿Es que todo el Reino ha enfermado de suspicacia? ¿O es éste el único lugar donde se ha perdido la decencia?
El hombre del bastón bajó los ojos. Nadie más se movió.
—¡Por Dios! —insistió Covenant—. Si no podéis, al menos tolerarnos, ¡dejadnos ir! Saldremos de aquí sin mirar atrás jamás. Algún otro pueblo habrá que nos dé lo que necesitamos.
El hombre que estaba detrás del círculo, hizo una maliciosa mueca de triunfo.
—¡Maldita sea! —musitó Covenant entre dientes. El silencio era demencial. La cabeza empezó a darle vueltas. El valle parecía un desierto—. Desearía que Mhoram estuviera aquí.
Linden en voz baja, preguntó:
—¿Quién es Mhoram? —Sus ojos estaban fijos en el hombre que permanecía de pie.
—Uno de los Amos de Piedra Deleitosa, —Covenant no sabía lo que ella estaba viendo—. También un amigo. Tenía un gran talento para enfrentarse a situaciones difíciles.
Ella apartó la mirada de aquel hombre que se recreaba con la situación y miró a Covenant. Su frustración y ansiedad influyeron en el tono de su voz.
—Está muerto. Todos tus amigos están muertos. —Sus hombros se movieron involuntariamente, tensando sus ataduras—. Hace tres mil años que están muertos. Estás viviendo en el pasado. ¿Han de agravarse aún más las cosas, antes de que te olvides de cómo eran?
—¡Estoy tratando de comprender lo que ha pasado! —Estaba avergonzado de su actitud. Era injusto; pero todo cuanto había dicho, había sido inútil. Giró la cabeza, encarándose nuevamente con el pueblo.
—¡Escuchadme! —suplicó a los pedrarianos—. Estuve aquí antes, hace mucho tiempo, durante la gran guerra contra el Asesino Gris. Yo luché contra él para liberar al Reino y lograr que fuera feliz. Hombres y mujeres de esta Pedraria me ayudaron. Vuestros antepasados. El Reino fue salvado gracias al coraje de los pedrarianos, los fustarianos, los Amos, los Gigantes, los Guardianes de Sangre y los Ranyhyn. Pero algo sucedió. Hay algo en el Reino que no marcha bien, y por esto estoy aquí. —Recordando la vieja canción de Kevin Pierdetierra, dijo formalmente—. Para que la belleza y la verdad no se borren totalmente de la tierra.
Con el tono, la cara y el gesto, rogaba alguna clase de respuesta del círculo. Pero los pedrarianos rehusaron hacer cualquier comentario. Su acalorado discurso había tensado las ataduras de sus muñecas, agravando el entumecimiento de sus manos. El Sol había empezado a lanzar oleadas de calor en la distancia. Se sentía fútil y voluble.
—No se lo que queréis —exclamó. Luego respiró a fondo y prosiguió—. No sé de qué pensáis que somos culpables. Pero estáis equivocados respecto a ella. —Con la cabeza señaló a Linden—. Ella nunca ha estado aquí antes y es inocente.
Un resoplido de mofa le detuvo.
Se quedó con la vista fija en el hombre que estaba de pie detrás del círculo. Aquellos ojos se clavaban en él como dos arpones. El hombre había perdido su sonrisa burlona. Ahora irradiaba escarnio y desdén hacia Covenant. Tenía violencia en la curvatura de sus cejas. Pero Covenant no balbuceó. Enderezó su espalda, se cuadró de hombros y desafió la amenaza de su mirada.
Al cabo de un momento, el hombre desvió la vista.
Luego Covenant dijo, suavemente:
—No estamos aquí para ser juzgados. Más bien vosotros debéis serlo. La condena del Reino está en vuestras manos y estáis ciegos para verlo.
Un pesado silencio cubrió el pueblo. El valle entero parecía aguantar la respiración. Luego, aquel hombre que estaba solo, gritó, de repente:
—¿Tenemos que oír más? —Su tono conllevaba satisfacción y temor al mismo tiempo—. Ha dicho ya bastantes tonterías. ¡Pasemos a juzgarles, ya!
En seguida, el hombre del bastón se puso en pie.
—Quédate quieto, Marid —dijo enérgicamente—. Yo soy el Gravanélico de Pedraria Mithil y me corresponde a mí decidir cuando empieza y acaba la prueba del silencio.
—¡Ya es bastante! —replicó Marid—. ¿Puede haber un daño mayor que todo lo que ha dicho?
Un murmullo de asentimiento corrió a través del círculo.
Linden se situó más cerca de Covenant. Sus ojos estaban puestos en Marid como si su figura le aterrase. Una sensación de náusea deformaba su boca. Covenant la miró, y luego, a Marid, tratando de adivinar lo que ocurría entre ellos.
—Muy bien. —El Gravanélico dio un paso adelante—. Ya es suficiente. —De un golpe, hizo descansar el bastón sobre la piedra—, pedrarianos, decid lo que hayáis oído.
Por un momento, el pueblo se mantuvo callado. Luego, un anciano se levantó, y dijo:
—Yo he oído las narraciones sobre na-Mhoram, tal como las cuentan los Caballeros del Clave. Ellos dicen que la venida de un hombre con media mano y un anillo blanco va a traer la ruina para todos nosotros. Dicen que mejor es eliminar a este hombre a su llegada, dejando que su sangre se derrame en la tierra, que permitir que respire libremente invocando a los poderes malignos. Sólo el anillo debe ser recuperado y entregado a los Caballeros, para que toda blasfemia sea apartada del Reino.
¿Blasfemia? ¿Clave? Covenant se debatía inútilmente con su incomprensión. ¿Quién, además del Redimido antepasado de Nassic, había profetizado el retorno del Incrédulo?
El anciano concluyó con un movimiento de cabeza ante el Gravanélico, asintiendo. Al lado opuesto, una mujer de mediana edad, señalando con el dedo a Covenant, dijo:
—El ha hablado de na-Mhoram como un amigo. ¿No son los na-Mhoram y todo su Clave hostiles a Pedraria Mithil? Y todos sus Caballeros, ¿no nos arrebatan la sangre? Y no precisamente a los viejos cuya muerte está cercana, sino a los jóvenes, cuyas vidas son preciosas. ¡Que mueran esos dos! Nuestros rebaños han soportado ya demasiados días sin forraje.
—¡No digas insensateces! —replicó el anciano—. No hablarás así cuando el Caballero nos visite, que será muy pronto. En todo el Reino, sólo el Clave tiene poder sobre el Veneno del Sol. El sacrificio es duro para nosotros, pero nuestras vidas ya no existirían si no utilizaran la sangre de los pueblos.
—¿No hay aquí una contradicción? —interpuso el Gravanélico—. Él nombra a na-Mhoram como amigo y, sin embargo, las narraciones del Clave hablan mal de él.
—¡Por eso ambos deben morir! —exclamó inmediatamente Marid—. El na-Mhoram no es nuestro amigo, pero su poder es real.
—¡Cierto! —gritaron varias voces en el círculo.
—¡Sí!
—¡Es verdad!
Linden rozó deliberadamente su hombro con Covenant.
—Este hombre… —susurró—. Marid, es algo… ¿Te has dado cuenta?
—No —respondió Covenant entre dientes—. Ya te dije que no puedo. ¿Qué ocurre?
—No se… —dijo, preocupada—. Es algo…
Luego, otra mujer, gritó:
—El quiere que le soltemos para ir a otra Pedraria. ¿No son todos los otros pueblos nuestros enemigos? Dos veces han irrumpido en nuestros campos la Pedraria Ventosa durante la fertilidad del Sol para que nuestras barrigas encojan y nuestros niños lloren por la noche. Que mueran los amigos de nuestros enemigos.
Nuevamente, los pedrarianos gritaron:
—¡Sí!
—¡Cierto!
Inesperadamente, Marid, gritó a la multitud:
—¡Ellos asesinaron al padre de Sunder! ¿Vamos a permitir un crimen sin venganza alguna? ¡Deben morir!
—¡No! —La negación instantánea de Linden cayó sobre el círculo como un azote—. Nosotros no matamos a ese hombre bondadoso.
Covenant la miró, pero ella no se dio cuenta. Su atención era consumida por Marid.
En un tono de ácida burla, el hombre preguntó:
—¿Tienes miedo a morir, Linden Avery, la Escogida?
—¿Qué es? —respondió ella, gritando—. ¿Qué eres tú?
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Covenant impaciente—. Dime.
—Algo… —su voz era indecisa; pero su mirada no vacilaba. La transpiración había oscurecido su cabello a lo largo de la línea de la frente—. Es como aquella tormenta. Algo maligno.
Las intuiciones aparecían como manchas solares en la mente de Covenant.
—Algo caliente.
—Sí. —Su mirada seguía centrada en la ferocidad de Marid—. Como el cuchillo.
Covenant se fijó en Marid. De pronto, se había calmado.
—Tú —dijo—, Marid, ven aquí.
—No, Marid —ordenó el Gravanélico.
—¡Por todos los diablos! —gruñó Covenant—. Mis manos están atadas. ¿Tienes acaso miedo a la verdad? —No miraba al Gravanélico. Mantenía a Marid con su voluntad—. Ven aquí. Os enseñaré quién mató a Nassic.
—Vigila —alertó Linden—. Quiere golpearte.
Marid hizo un gesto de rechazo y, por un momento, se mantuvo inmóvil. Pero ahora todos los ojos de los pedrarianos estaban puestos en él para ver cuál sería su reacción. Y Covenant no le daba ninguna salida. Un espasmo de temor o de júbilo, tensó la expresión de Marid. De pronto, se dirigió hacia el centro, deteniéndose frente a Covenant y el Gravanélico.
—Suelta tus mentiras —dijo con desprecio—. Te vas a ahogar en ellas antes de morir.
Covenant no vaciló.
—Nassic fue acuchillado por la espalda —dijo suavemente—, con un cuchillo de hierro. Fue un trabajo miserable. Murió desangrado. Cuando le dejamos, el cuchillo estaba todavía caliente.
Marid tragó saliva, convulsivamente.
—Estás loco. ¿Qué hombre o mujer de Pedraria Mithil podría llevar un cuchillo todavía con el fuego dentro? Tu misma boca te condena.
—Gravanélico —dijo Covenant—, tócale con tu bastón.
A su alrededor los pedrarianos se pusieron en pie.
—¿Con qué propósito? —preguntó el Gravanélico, desconcertado—. Sólo es madera. No tiene virtud para determinar culpabilidad o inocencia.
Covenant le miró fijamente.
—Hazlo.
Balbuceando, el Gravanélico obedeció.
Al acercársele la punta del bastón, Marid se asustó. Pero luego, una exaltación salvaje iluminó su cara y se mantuvo quieto.
El bastón tocó su hombro.
Instantáneamente, un fuego rojo prendió en la madera.
El Gravanélico retrocedió, asombrado. Los pedrarianos se quedaron boquiabiertos y se consultaban unos a otros para asegurarse de lo que habían visto.
Con un movimiento explosivo, Marid golpeó a Covenant a un lado de la cabeza con el revés de su mano.
La fuerza sobrenatural del golpe lo derribó, cayendo hacia atrás. Una vez en el suelo, un fuerte dolor, como si de ácido se tratara, torturaba su delicado cráneo.
—¡Covenant! —exclamó Linden, asustada.
El oyó al Gravanélico gritar.
—¡Marid!
Oyó luego como el pánico de los pedrarianos se convertía en cólera. Luego el dolor se convirtió en un murmullo que le ensordecía. En el primer momento, estaba demasiado mareado para moverse. Pero quiso vencer aquel fuego y se incorporó, apoyado en sus rodillas, para que todo el mundo pudiera ver la marca del golpe de Marid en su herida.
—¡Bonito trabajo, bastardo! —Su voz parecía no sonar—. ¿De qué tenías miedo? ¿De que nos ayudara demasiado? ¿O, simplemente, querías divertirte?
Covenant tenía conciencia de unos susurros a su alrededor, pero no podía comprender las palabras. Marid estaba allí de pie con los brazos cruzados, protestando.
Covenant lanzó su voz a través de aquel murmullo.
—¿Por qué no nos dices tu nombre real? ¿Es Harem? ¿Jehannum?, ¿o tal vez Sheol?
Linden estaba a su lado. Se esforzaba intensamente en liberarse las manos, pero las ataduras no cedían. Su boca mascaba maldiciones.
—Ven —continuó Covenant, aunque apenas podía ver a Marid—. Atácame. Prueba suerte. A lo mejor he olvidado como usarlo.
De súbito, Marid empezó a reírse; una risa gélida como la muerte. Penetraba en el oído de Covenant, resonando en su cabeza como una conmoción.
—No te servirá de nada —gritó—. Tu muerte es segura. ¡No puedes hacerme daño!
De forma amenazante, el Gravanélico levantó ante Marid el bastón flameante.
—¿Has matado a Nassic, mi padre?
—Con mucho placer —respondió el Delirante—. ¡Ah, como me alimentó poner mi daga en su espalda!
Una mujer chilló, y antes de que nadie pudiera detenerla, cruzó el espacio abierto, viéndose sólo un borrón de cabello gris pasando a toda velocidad, para arrojarse directamente contra Marid, derribándolo. Parecía que el impacto lo había matado.
A Covenant le fallaron las últimas fuerzas y cayó, quedándose de espaldas en el suelo de piedra.
Luego, el aire se impregnó de un olor a carne quemada. Uno de los pedrarianos gritó:
—¡Sunder! ¡Sus manos!
Otro dijo:
—¿Está muerto?
—¡No! —fue la respuesta.
Linden estaba sollozando.
—¡Dejadme ir! ¡Soy médico! ¡Puedo ayudarle! —y añadió—. ¿No sabéis qué es un médico?
Un momento después, unas manos cogieron a Covenant por los brazos, incorporándolo. Un pedrariano se le acercó. Su borrosa cara se definió al llegar junto a él Era el Gravanélico. Su expresión mostraba una mezcla de ira y aflicción. Con voz dura, exclamó:
—Marid duerme. Mi madre tiene serias quemaduras. Dime el significado de todo esto.
—Es un Delirante. —La respiración de Covenant estremecía sus pulmones—. ¡Diablos! —No podía encontrar las palabras que necesitaba.
El Gravanélico puso sus puños en la camisa de Covenant.
—¡Habla!
De algún lugar cercano, oyó a Linden exclamar:
—¡Maldita sea! ¡Déjalo en paz! ¿No ves que está herido?
Covenant buscaba la forma de despejarse.
—Suéltala, —dijo al Gravanélico—. Es una curadora.
Los músculos de la mandíbula del Gravanélico se tensaron. Luego se relajaron.
—No se me ha dado razón para fiarme de ella. Háblame de Marid.
Covenant empezó:
—Escucha. —Sudoroso y mareado, intentaba expulsar de su mente el dolor—. Era un Delirante.
La expresión del Gravanélico denotaba su falta de comprensión.
—Cuando se despierte, probablemente volverá a ser una persona normal. Puede que incluso ni recuerde lo que ha pasado. Fue poseído. Ese Delirante puede estar en cualquier parte. No está herido. Necesitarías una fuerza enorme para dañar a alguno de ellos, aún temporalmente. Observa si alguien está actuando de una manera extraña y violenta. Apártate de ellos, créeme.
El Gravanélico escuchaba, primero con impaciencia; luego con disgusto. Su exasperación pulsaba en las venas de sus sienes. Antes de que Covenant terminara, el pedrariano dio la vuelta y se fue.
Inmediatamente, las manos que sostenían a Covenant por los brazos le arrastraron fuera del centro del pueblo.
Linden iba delante de él, forcejeando inútilmente entre dos corpulentos hombres, los cuales la empujaron nuevamente hacia su cárcel.
—¡Maldición! —exclamó Covenant. Su voz no tenía fuerza—. Estoy tratando de preveniros.
Sus captores no respondieron. Lo empujaron hacia dentro de la casa, detrás de Linden, dejándole caerse.
El se quedó en el suelo, sintiendo el frescor de la oscura habitación después de haber sufrido el calor brutal de aquel sol amarronado. El brusco cambio hacía que el suelo rodara, pero aquella piedra sedante aliviaba su dolor.
Linden no paraba de protestar. El trató de levantar la cabeza.
—Linden.
Ella se colocó a su lado.
—No trates de levantarte. Sólo déjame que te reconozca.
El volvió la cabeza para enseñarle la herida.
Linden se inclinó, podía sentir su aliento en la mejilla.
—Te ha quemado, pero no parece serio. Primer grado. —Su tono era de cólera y desamparo, a la vez—. No hay ningún hueso roto. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado —murmuró—. Sordo. Creo que me pondré bien.
—Seguro que te repondrás —reconoció ella—, sufres una contusión. ¿Verdad que tienes ganas de dormir?
El asintió, casi sin fuerzas para moverse. La oscuridad de su cabeza le ofrecía una paz en la que deseaba sumergirse.
Ella respiró entre dientes y dijo:
—Siéntate.
El no se movió. Carecía de fuerzas para obedecerla.
Linden le tocó con la rodilla.
—Estoy hablando en serio. Si te duermes puedes entrar en coma y carezco de medios para restablecerte. Tienes que mantenerte despierto. Siéntate.
El timbre de su voz, sonaba como una amenaza de histeria. Apretando los dientes, trató de levantarse del suelo. Un dolor caliente invadía los huesos de su cabeza; pero se puso erecto y luego se dejó caer hacia un lado para apoyar su hombro contra la pared.
—Bien. —Linden suspiró. El golpeteo que sonaba en el interior de su cabeza producía un abismo entre ambos. Ella parecía más pequeña e indefensa por la pérdida del mundo que conocía—. Bien, ahora trata de mantenerte despierto. Háblame. —Guardó silencio un momento—. Dime lo que ha pasado.
El reconoció su necesidad de información. Marid encarnaba los temores que la muerte de Nassic le habían despertado. Un ser que vive odiando, saborea la violencia y la angustia. Ella no sabía nada de estas cosas.
—Un Delirante. —Covenant trató de que su voz se deslizara suavemente para burlar el dolor—. Debí figurármelo. Marid no es más que un pedrariano cualquiera, poseído por un Delirante.
Linden se retiró de su lado y volvió a la otra pared, acomodándose bajo su apoyo. La mirada se mantenía en su cara.
—¿Qué es un Delirante?
—Un servidor del Execrable. —Covenant cerró los ojos, apoyando la cabeza en la piedra para poder concentrarse en lo que estaba diciendo—. Hay tres: Harem, Sheol y Jehannum, pero tienen muchos nombres diferentes. No tienen cuerpo propio. Por ello toman los de otros individuos, o incluso animales, supongo. Todo lo que pueden encontrar. Por eso siempre están disfrazados. —Suspiró ligeramente, sólo para minimizar el efecto sobre su cabeza—. Espero que esa gente comprenda lo que esto significa.
—Entonces, lo que yo vi, ¿fue el Delirante dentro de Marid? ¿Es por eso que parecía tan extraño?
—Sí. —Cuando escuchaba su voz, la herida se hacía menos molesta, crecía en calor, pero también el dolor era más específico y delimitado. Un fuego en su piel en lugar de una estaca en el cerebro, le imposibilitaba menos la tarea de pensar—. Marid fue sólo una víctima. El Delirante lo utilizó para matar a Nassic. Sentemos aquí el punto de partida. Lo que no sé es por qué. ¿Quiere el Execrable que nos maten? ¿O hay algo más? Si el Execrable nos quiere muertos, el Delirante cometió un gran error cuando se dejó atrapar. Ahora Pedraria tiene algo en que pensar además de en nosotros.
—Lo que no sé —dijo Linden en tono de extrañeza—, es cómo me fue posible verlo. Nada de lo ocurrido es posible.
Su tono le trajo inesperados recuerdos. De pronto, le vino a la mente que la manera en que ella había mirado a Marid era la misma en que había mirado a Joan. Aquel encuentro con Joan la había marcado visiblemente.
Covenant abrió los ojos y la observó mientras decía:
—Ésta es una de las pocas cosas que me parecen naturales. Yo acostumbraba a ver lo que ahora ves tú, en mis visitas anteriores. —Su cara estaba vuelta hacia él, pero no le miraba. Su atención estaba concentrada en sí misma, mientras se debatía en la locura de su predicamento—. Tus sentidos —prosiguió él, tratando de ayudarle—, se están identificando con el Reino. Te estás volviendo sensible al espíritu físico que hay a tu alrededor. Más y más. Llegarás a mirar algo, o a escuchar o tocar cualquier cosa, y adivinarás si aquello está sano o enfermo, si es natural o sobrenatural. —Ella no parecía escucharle. Desafiando su dolor, añadió—: Eso ya no me sucede a mí. —Quería sacarla de su ensimismamiento, antes de que perdiera el hilo de sus explicaciones—. En consecuencia, es como si estuviera ciego.
La cabeza de Linden se movía de un lado a otro.
—¿Qué pasa si estoy equivocada? —dijo, al fin, respirando levemente—. ¿Qué pasa si estoy perdiendo el juicio?
—¡No! Esa parte de ti, nunca va a equivocarse. Y tú no puedes perder el juicio a menos que te lo propongas. —Luego adoptó una expresión salvaje—: No abandones.
Ella le escuchó. Con un esfuerzo que oprimió su corazón, obligó a su cuerpo relajarse, músculo por músculo. Aspiró fuertemente y tembló; pero luego exhaló el aire y pareció más calmada.
—Me encuentro tan desamparada…
El permaneció en silencio aguardando a que ella hablara.
Tras un momento, ella volvió a respirar a fondo, se quitó el cabello de la cara y fue al encuentro de su mirada.
—Si esos Delirantes pueden posesionarse de cualquiera —dijo— ¿por qué no de nosotros? Si somos tan importantes, y si el Execrable es tal como dices, ¿por qué no nos hace Delirantes para así servir a sus propósitos?
Con un silencioso suspiro de alivio, Covenant se permitió adoptar una posición de descanso.
—Esto es lo único que no puede hacer. No puede arriesgarse. El nos va a manipular, o va a tratar de manipularnos, pero tiene que aceptar el riesgo de que no queramos hacer lo que él quiere. Necesita nuestra libertad de acción. Todo lo que pueda desear de nosotros no tendrá ningún valor si no lo hacemos por voluntad propia. —Además, prosiguió para sí mismo, el Execrable no se atrevería a darle a un Delirante mi anillo. ¿Cómo podría confiar en cualquiera de ellos si adquiriera tanto poder?
Linden frunció el ceño.
—Esto puede tener sentido, si llego a comprender qué nos hace tan importantes, qué hemos conseguido que pueda ser importante para él. Pero no se me ocurre nada. —Linden suspiró—. Si yo puedo ver al Delirante… ¿Por qué no puede verlo nadie más?
Esta pregunta preocupó a Covenant.
—Esto es lo que realmente me preocupa. Por lo general, esta gente era como tú. Pero ahora no. Ni yo tampoco. Me da miedo incluso pensar en lo que esto significa. Han perdido… Han perdido el instinto de amar y servir al Reino. ¡Oh, Execrable! Bastardo. ¿Qué es lo que has hecho? Si ellos no pueden ver la diferencia entre un Delirante y un hombre normal, tampoco podrán comprender que deben confiar en nosotros.
La boca de Linden se tensó nuevamente.
—¿Quieres decir que aún están planeando matarnos?
Antes de que Covenant pudiera responder, se abrió la cortina y el Gravanélico entró en la habitación.
Sus ojos estaban empañados por la aflicción y en todo su rostro se reflejaba el desconsuelo. Había dejado atrás su bastón. Sus manos colgaban a ambos lados, pero no podía tenerlas quietas. Se movían inconscientemente, haciendo pequeños gestos, como si sostuvieran algo imaginario.
Tras un momento de vacilación, se sentó sobre sus talones cerca de la entrada. No miraba a los prisioneros. Su miraba estaba dirigida al suelo, al espacio que había entre ellos.
—Sunder —dijo Covenant suavemente—, hijo de Nassic.
El Gravanélico asintió, sin levantar los ojos.
Covenant esperaba que hablase. Pero el Gravanélico permanecía silencioso, como si estuviera abatido. Después de unos instantes, Covenant dijo:
—La mujer que atacó a Marid era tu madre.
—Kalina, esposa de Nassic, hija de Alloma —dijo, manteniéndose rígido—, mi madre.
Linden dirigió la mirada a Sunder, interesándose.
—¿Cómo se encuentra?
—Ahora descansa. Pero la herida es profunda. Tenemos pocas posibilidades de curación para estas heridas. Puede que sea sacrificada.
Covenant vio que Linden estaba a punto de estallar, pero se anticipó.
—¿Sacrificada?
—Su sangre pertenece a Pedraria Mithil. —La voz de Sunder salía ahogada por el peso del dolor—. No debe desperdiciarse. Sólo Nassic, mi padre, se habría opuesto a una cosa así. Por lo tanto —aquí se le hizo un nudo en la garganta—, está bien que no sepa que yo soy el Gravanélico de Pedraria Mithil.
Linden retrocedió. Perplejo, Covenant preguntó:
—¿Vas a sacrificar a tu propia madre?
—Por la supervivencia de Pedraria Mithil —respondió Sunder—. Necesitamos sangre. —Luego prescindió de su emoción—. Vosotros también seréis sacrificados. Pedraria ha emitido su veredicto. Seréis muertos mañana, a la salida del Sol.
Covenant miró fijamente al Gravanélico e, ignorando su dolor de cabeza, preguntó:
—¿Por qué?
—He venido para darte la respuesta. —El tono de Sunder y su mirada acusaban a Covenant. El Gravanélico detestaba plenamente el cometido que su responsabilidad le imponía, pero tampoco estaba dispuesto a eludirlo—. Las razones son muchas. Habéis pedido ser liberados para ir a otros pueblos.
—Estoy buscando amigos, —dijo Covenant con entereza—. Si no los encuentro aquí, debo buscarlos en otra parte.
—No. El Gravanélico estaba en lo cierto. Otra Pedraria haría lo mismo que nosotros. Por haber llegado de Pedraria Mithil ya os sacrificarían. Además —prosiguió—, has hablado de na-Mhoram como amigo tuyo, y ése es quien nos roba la sangre.
Covenant parpadeó. Aquellas acusaciones formulaban una norma que no podía descifrar.
—No conozco a ningún na-Mhoram. El Mhoram que yo conocía murió, hace al menos tres mil años.
—Eso no es posible. —Sunder hablaba sin levantar la cabeza—. Pero no significa nada para el Consejo del Clave. Aunque los Caballeros nos aborrecen, su poder y su ciencia está fuera de toda duda. Ellos han predicho tu llegada desde la pasada generación. Y ellos están cerca. Un caballero llegará pronto para reforzar la voluntad del Clave. Cualquier desobediencia supondrá un gran castigo para nosotros. No dudamos en defender su mundo. Sólo sabemos que vuestra sangre puede contribuir a la supervivencia de Pedraria Mithil.
—Espera —objetó Covenant—, cada cosa a su tiempo. —Su cabeza seguía soportando el dolor y la desesperación—. Hace tres mil años, un hombre con media mano y un anillo de oro blanco salvó al Reino, después de que hubiese sido completamente destruido por el asesino gris. ¿Quieres decir que esto ha sido olvidado? ¿Nadie recuerda la Historia? El Gravanélico se agitó nerviosamente.
—He oído esa leyenda. Quizás soy el único en Pedraria Mithil. Nassic, mi padre, hablaba de esas cosas. Pero estaba loco. Perdido en sus fantasías, al igual que Jous y Pressan, antes que él. Habría sido sacrificado por el bien de Pedraria si Kalina, su esposa, y yo lo hubiéramos permitido.
El tono de Sunder fue una revelación para Covenant. Le proporcionó un vislumbre del conflicto interior del Gravanélico. Sunder se hallaba confuso entre lo que su padre le había enseñado y lo que los del pueblo aceptaban como verdadero. Conscientemente, él creía en lo mismo que los del pueblo; pero las convicciones del medio loco de su padre rondaban en él bajo la superficie, erosionando su confianza. Era un hombre en conflicto consigo mismo.
Este pensamiento suavizó la provocación de Covenant. Descubrió que había toda una gama de posibilidades en Sunder; intuiciones de esperanza, pero que tenía que manejarlas con sumo cuidado.
—Está bien —dijo—. Dejemos esto. ¿Cómo va a ayudaros nuestra muerte?
—Soy el Gravanélico. Con sangre puedo dominar, hasta cierto punto, el Veneno del Sol. —Los músculos de sus mandíbulas se tensaban y relajaban sin ritmo ni propósito—. Hoy estamos bajo el Sol del desierto; hoy y tal vez dos o tres días más. Ante de este día, tuvimos el Sol de la lluvia, y le siguió el Sol de pestilencia. Nuestros rebaños necesitan forraje y nosotros necesitamos cosechas. Con vuestra sangre, me será posible sacar agua de esta tierra árida. Me será posible sacar un acre, quizás dos, de hierba y grano. Vida para el pueblo hasta que llegue de nuevo el Sol fértil.
Para Covenant, todo esto carecía de sentido. Tratando de comprender, preguntó:
—¿No podéis sacar agua del río?
—No hay agua en el río.
De repente, Linden habló.
—¿Qué no hay agua? —Las palabras eran tan hondas como su incredulidad—. No es posible. Ayer llovió.
—He dicho —Sunder estalló como un hombre desesperado—, que estamos bajo el Sol del desierto. ¿No lo habéis notado?
En su asombro, Covenant se volvió hacia Linden.
—¿Está diciendo la verdad?
Sunder levantó la cabeza. Sus ojos saltaban de Covenant a Linden.
—Sí, es verdad —respondió Linden.
Covenant creyó sus palabras. Luego se dirigió de nuevo al Gravanélico.
—Así que no hay agua. —Se armó de paciencia y pasó revista a sus recursos—. Bien, admitamos eso también. Persistía la vibración en su cabeza, pero cerró sus orejas. —Dime, cómo lo haces. ¿Cómo logras dominar el Sol Ban?
Los ojos de Sunder expresaban su vacilación, pero Covenant retenía al Gravanélico con su pregunta. Por mucha fuerza de voluntad que poseyera, se hallaba demasiado poco seguro de sí mismo para rehusar. ¿Cuántas veces le había hablado su padre del Incrédulo? Al cabo de un momento accedió.
—Yo soy el Gravanélico —dijo—, metiéndose una mano en su justillo. —Llevo la Piedra del Sol.
Casi de forma reverencial, sacó un trozo de roca, del tamaño de la mitad de su puño. La piedra era lisa, de forma irregular. Por algún truco, su superficie parecía transparente, pero no se veía nada a través de ella. Era como un agujero en su mano.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Covenant. No pudo ocultar la sensación de alivio que sintió. Allí había una sólida pieza de esperanza. Orcrest.
El Gravanélico le miró con sorpresa.
—¿Tienes conocimiento de la Piedra del Sol?
—Sunder, —Covenant habló, tratando de controlar su excitación y ansiedad—, si tratas dé matarnos con esa cosa, el pueblo puede sufrir un gran daño.
El pedrariano movió la cabeza.
—No os resistiréis. Echaremos Mirkfruit a vuestras caras; el mismo melón que os hizo cautivos. No sentiréis dolor.
—Oh, claro que habrá dolor —replicó Covenant—. Vosotros vais a sentir dolor. —Deliberadamente, presionó al Gravanélico—. Tú serás el único hombre, en toda esta pedraria, que sabe como está destruyendo la última esperanza para el Reino. Es una lástima que tu padre muriera. El, quizá, habría encontrado alguna forma de convencerte.
—¡Basta! —Sunder casi dio un alarido al ver despedazarse su espíritu—. Ya he dicho lo que vine a decir. En esto, al menos, os he mostrado mi cortesía. Si tenéis algo más que exponer, exponedlo y se acabó. Tengo que volver mi trabajo.
Covenant no cedió.
—¿Qué hay de Marid?
—Es un asesino que mató sin ningún beneficio para Pedraria. Un violador de la Rede que todos aceptamos. Será castigado.
—¿Vais a castigarle? —El control de Covenant se desvaneció—. ¿Por qué? —Se esforzó en mantenerse erecto, con la mirada clavada en el Gravanélico—. ¿No has oído lo que te he dicho? Es inocente. Ha sido poseído por un Delirante. No fue culpa suya.
—Sí —respondió Sunder—, y es mi amigo. Pero tu dices que es inocente y tus palabras no tienen valor. No sabemos nada acerca de Delirantes. La Rede es la Rede. Será castigado.
—¡Maldita sea! —dijo Covenant—. ¿Lo has tocado?
—¿Es que estoy loco? Sí. Le puse la mano en la espalda. El fuego de su culpa ya no está. Ha despertado con el recuerdo de una cosa monstruosa que se le vino encima, saliendo de la lluvia. Pero su acto queda. Por tanto, será castigado.
Covenant quería agarrar al Gravanélico y sacudirlo; pero sus esfuerzos sólo consiguieron hacer más profundos los cortes que producían las ataduras en sus muñecas.
—¿Cómo? —preguntó con aspereza.
—Será atado. —La suave violencia del tono de Sunder sonó como un detalle de autodisciplina—. Y conducido a los llanos durante la noche. El Sol Ban no tendrá piedad de él.
Sunder evadió la mirada de Covenant.
Haciendo un esfuerzo, dejó de lado la cuestión de Marid y pospuso todo aquello que no comprendía acerca del Sol Ban. En su lugar, preguntó:
—¿Vas a matar realmente a Kalina?
Las manos de Sunder se agitaron como si quisieran llegar a la garganta de Covenant.
—Trataré de evitarlo —dijo, amargamente—, haré todo lo posible para curarla. Su sangre no será vertida hasta que su muerte esté escrita en su frente y lo veamos todos. ¿Estás tratando de prevenirme de parte de ella?
Covenant acusó la zozobra del Gravanélico. Su indignación bajó de tono. Tras sacudir la cabeza, dijo:
—Suelta a Linden. Ella es curadora y tal vez …
Linden le interrumpió.
—¡No! —A pesar de hablar en tono normal, su voz llevaba un timbre de desesperación—. No tengo ni siquiera mi maletín. Ella necesita un hospital y no buenos deseos. Déjale que tome sus propias decisiones.
Covenant se volvió hacia ella. Era la misma mujer que antes había dicho con tanta pasión: ¡Yo puedo ayudarle! Su cara estaba medio escondida por el cabello.
—¿No hay algo que puedas hacer?
—Quemaduras de tercer grado. —Articuló cada palabra como si fuera una máscara para las contradicciones de su corazón—. Ya son difíciles de tratar bajo las mejores circunstancias. Si quiere practicar la eutanasia, es su problema. No trates de erigirte en juez. —Luego, sin transición, Linden se dirigió a Sunder—. Necesitamos comida.
—Linden Avery —respondió Sunder—, podría proporcionaros algunas cosas para haceros más fácil la espera, pero la comida no está entre ellas. Nunca malgastamos comida para ningún hombre o mujer que esté bajo juicio. Kalina, mi madre, no recibirá comida hasta que yo logre demostrar que puede curarse.
Ella no se dignó a mirarle a la cara.
—También necesitamos agua —añadió.
Sunder se retiró, irritado. Al correr la cortina, dijo:
—Tendréis agua.
Una vez fuera, gritó a alguien:
—¡Los prisioneros necesitan agua!
Luego se alejó, quedando fuera de escucha.
Covenant se quedó mirando la cortina, tratando de salir de su confusión. Sentía su pulso latiendo al mismo ritmo que aquella ligera llama de los huesos de su cráneo. ¿Qué le había pasado a Linden? Moviéndose cuidadosamente, fue hacia ella. Estaba sentada, con la mirada baja y las facciones difuminadas por la oscuridad de la habitación. El se puso de rodillas al suelo para preguntarle cuál era el problema.
Ella le dirigió una mirada dura, se sacudió el pelo y dijo:
—Debo estar histérica. Esta gente quiere matarnos. Por alguna razón sin importancia, esto me molesta.
El la contempló durante un momento, midiendo su beligerancia. Luego retrocedió para sentarse junto a la pared opuesta. ¿Qué más podía hacer? Ella ya se estaba hundiendo; no podía insistir en que le confiara todos sus secretos. En sus aventuras, durante su primera experiencia en el Reino, se había perdido a sí mismo tantas veces… Cerró los ojos y trató de encontrar valor. Luego suspiró y dijo:
—No te preocupes. No nos van a matar.
—Naturalmente que no —respondió Linden en tono irónico—. Tú eres Thomas Covenant, Incrédulo y portador del oro blanco. ¿Cómo van a atreverse?
Su sarcasmo le molestó; pero trató de quitarle importancia.
—Saldremos de aquí esta noche.
—¿Cómo? —inquirió bruscamente.
—Esta noche —él no podía disimular su cansancio—, trataré de demostrar a Sunder por qué le conviene soltarnos.
Un momento después, alguien empujó hacia dentro dos grandes recipientes de piedra llenos de agua, a través de la cortina. Linden reaccionó como si fuera la única cosa real en la habitación. Se precipitó hacia ellos, de rodillas, bajó la cabeza y bebió largamente.
Cuando Covenant fue a imitarla, le indicó que usara el mismo recipiente que ella. El obedeció para evitar discusiones; pero las razones se hicieron claras cuando le dijo que introdujera las manos en el otro recipiente, aún lleno. El agua podía reducir la irritación y facilitar el paso de sangre a través de las ataduras. Quizá también aflojarlas hasta que cediesen.
Aparentemente, sus muñecas estaban atadas con cuero. El siguió sus instrucciones y comprobó que el fluido paliaba su molestia, hasta tal punto que, poco más tarde, ya notaba una ligera recuperación en sus palmas. Trató de agradecérselo con una sonrisa; pero ella no correspondió. Cuando él terminó, ella ocupó su lugar y mantuvo sus propias manos en remojo durante mucho tiempo.
Gradualmente, la atención de Covenant se apartó de Linden. El Sol de la tarde estaba empezando a descender. En el suelo había aparecido un cuadrado de luz brillante y caliente, partido por las barras de hierro. Apoyó la cabeza en la pared y empezó a pensar en la Piedra del Sol.
Orcrest, una piedra de poder. Los anteriores maestros de la piedra habían utilizado el orcrest para gobernar la energía de la Tierra en una gran variedad de formas. Para producir luz, para cortar las sequías, para comprobar la verdad, etc. Si la piedra de Sunder fuera realmente orcrest…
Pero ¿y si no lo era? Covenant recordó el desencanto recibido en la casa de Nassic. El mundo ya no es como era. ¿Y si ya no existiera la Energía de la Tierra?
Algo roto. No podía negar su angustia. Necesitaba orcrest; necesitaba su poder. Necesitaba el detonador. Nunca había sido capaz de usar la magia de su anillo, por voluntad propia. Incluso durante la crisis de su confrontación final con el Despreciativo, habría estado perdido irremisiblemente sin el catalizador de la piedra Illearth. Si la Piedra del Sol no fuera realmente orcrest…
Deseaba sentir el tacto de su anillo; pero aunque las manos hubieran estado desatadas, sus dedos estaban demasiado entumecidos. Leproso, murmuró. Haz que funcione. Hazlo. La luz del Sol, se había convertido en una blanca cinosura creciendo hasta vibrar como el dolor de su cabeza. Poco a poco, su mente se llenó de una brillantez más terrible y punitiva que cualquier otra noche. El se opuso a esto como si fuera un fragmento de la última y benigna oscuridad que curaba y renovaba.
Mientras, Linden iba diciendo:
—Covenant. Ya has dormido bastante. Es peligroso si tienes una contusión. Covenant.
El ofuscamiento de su cerebro le cegó momentáneamente; tuvo que bizquear para ver la habitación. La puesta del Sol daba color al aire. En el cielo, más allá de la ventana, lucía el crepúsculo.
Se sentía torpe y agotado, como si la vida se hubiese congelado dentro de sí mismo mientras dormía. Su dolor había minado el hueso; pero incluso el dolor era impreciso a causa de la fatiga. Obedeciendo el ruego de Linden, se bebió el agua que quedaba. Esto aclaró su garganta, pero no su mente.
Durante un largo rato, estuvieron sentados sin hablar. La noche llenaba el valle como una exudación de las montañas; el aire se enfrió al perder la tierra su calor en aquel claro cielo. Al principio, las estrellas eran tan vividas como el lenguaje; una articulación de ellas mismas a través de la distancia y de la impenetrable noche. Pero luego, el cielo perdió su profundidad cuando salió la luna.
—Covenant, —Linden suspiró—. Háblame. —Su voz era frágil y transparente como el hielo. El trató de pensar algo que les ayudara a ambos, que le diera fuerzas a ella y le alumbrara a él—. No quiero morir así sin saber siquiera por qué.
Lamentablemente, él no podía darle ninguna explicación. Pero conocía una historia que podía ayudarle a comprender lo que estaba en juego. Tal vez fuera una historia que ambos necesitaban oír.
—Muy bien —dijo pausadamente—. Voy a contarte cómo fue creado este mundo.
Ella no respondió. Después de un momento, él empezó a hablar.
Su voz sonaba, incluso para él mismo, impersonal, como si existiera un cuerpo que la emitiera, como si la oscuridad de la noche hablara por él. El trataba de alcanzarla con las palabras, aunque no podía verla, ni tampoco tenía una idea muy clara de quién era. La historia parecía muy simple; pero para él, su simplicidad salió de una larga destilación. Incluso hacía vibrar sus nervios muertos como si estuviera movido por una elocuencia que no poseía.
—En la inmensidad de los cielos del Universo —dijo—, donde la vida y el espacio eran una sola cosa, y los inmortales caminaban a través del éter sin limitación alguna, el Creador sintió que su corazón deseaba hacer algo que gustara a sus hijos. Utilizando su fuerza y su sabiduría, empezó el trabajo que fue su exaltación.
«Primero forjó el Arco del Tiempo, para que el mundo que deseaba crear tuviera un lugar donde asentarse. Luego, dentro del Arco, formó la Tierra. Usando como herramientas la grandeza de su amor y visión, hizo un mundo donde todo era belleza, un lugar que ningún ojo podía captar sin maravillarse. Luego, sobre la Tierra colocó todos los millares de habitantes; seres para percibir y acariciar la belleza que él había creado. Esforzándose en la perfección, ya que la naturaleza de la creación exigía que todo fuera perfecto, intachable, hizo a los habitantes de la Tierra capaces de crear, a su vez, y de sacrificarse con amor por el mundo. Entonces retiró su mano y contempló lo que había creado.
«Allí vio, con gran ira, que había maldad en la Tierra: calamidades, pestes y malos poderes que nunca formaron parte de su intento. Mientras había laborado en su creación, había cerrado los ojos y no había visto al Despreciativo, el amargado hijo o hermano de su corazón, que estaba trabajando a su lado, echando escoria dentro de la forja, añadiendo malicia a su intento.
«Entonces, la cólera del Creador hizo que los cielos se estremecieran y luchó con el hijo o hermano de su corazón. Depuso al Despreciable y lo arrojó a la Tierra, encerrándolo en el Arco del Tiempo para su castigo. De esta forma, llegó a ser para los habitantes de la Tierra, lo que fue para el Creador, dañando aquello que él amaba, y así todos los corazones vivientes fueron instruidos del poder de su propio despecho. El Despreciativo se quedó en la Tierra, provocando males y tratando de escapar de su prisión. Y el Creador no pudo dejarlo fuera del alcance de cualquier mano inmortal que, a través del Arco, derribara el Tiempo, destruyendo la Tierra y liberando al Despreciativo. Ésta fue la gran preocupación del Creador y la causa de los interminables males que afligen a todos los que viven y luchan en la Tierra».
Covenant se quedó callado. El contar esta historia, esencialmente tal como la había oído diez años antes, le recordó muchas cosas. Ya no se sentía tan inútil y osificado. Ahora se sentía como la noche y sus recuerdos eran estrellas: Mhoram, Vasallodelmar, Bannor, los Ranyhyn… Mientras aún tuviera sangre en las venas y aire en los pulmones, él no daría la espalda a aquel mundo que había sido cuna de tales personajes.
Linden iba a hacerle una pregunta; pero el ruido de la cortina la interrumpió. Sunder entró en la habitación, llevando una lámpara de aceite. La depositó en el suelo y se sentó, con las piernas cruzadas, ante ella. Su tenue luz amarilla, formaba sombras macilentas ante su visión. Cuando habló, su voz llevaba cenizas, como si estuviera de luto.
—Yo también he oído esa historia —dijo—. Me la contó Nassic, mi padre. Pero la historia que cuenta la Rede de los na-Mhoram, es del todo distinta.
Covenant y Linden esperaron. Al cabo de un momento, el Gravanélico prosiguió:
—En la Rede se cuenta que la Tierra fue creada como prisión y lugar de tortura para el Amo de la Maldad, al que nosotros llamamos a-Jeroth de los Siete Infiernos. Y la vida fue colocada sobre la Tierra; hombres, mujeres y todas las demás razas, para imponer sobre a-Jeroth su condena. Pero a través del tiempo y las edades, el Reino fracasó en su propósito. En lugar de luchar contra las calamidades y de imponerle al Amo de la Maldad el castigo que merecía, los Amos del Reino formaron alianzas con él, perdonándole su perversidad e inclinándose bajo su fuerza. Y siempre… —Sunder echó una mirada a Covenant y vaciló un momento— la parte más grave de esta traición ha sido llevada por todos aquellos hombres nacidos a imagen del primer traidor, Berek, padre de la cobardía. Un hombre con media mano.
«A consecuencia de esto, el Maestro se encolerizó con el Reino y mandó sobre nosotros el Sol Ban como castigo, para que nos recuerde nuestra mortalidad. Sólo la intercesión del Clave nos permite resistir».
Covenant iba a protestar. Sabía por experiencia que aquella concepción del Reino era falsa y cruel. Pero, antes de que intentara contestar, Linden se levantó súbitamente. A la luz de la lámpara, sus ojos eran ardientes, afligidos por el temor, el ultraje y la espera. Sus labios temblaban.
—Un Maestro como ése no es digno de que nadie crea en él. Pero probablemente vosotros tenéis que hacerlo. ¿Qué otra cosa puede justificar la matanza de gente que ni siquiera conocéis?
El Gravanélico se incorporó y se encaró a ella con firmeza.
—Todo el Reino conoce la verdad que el Clave nos enseña. Es manifiesto cada vez que el Sol se levanta. Nadie niega esta verdad, excepto Nassic, mi padre, cuyo cerebro murió, antes de que fuera asesinado. Y vosotros, que sois ignorantes.
Covenant permaneció en el suelo. Mientras Linden y Sunder se enfrentaban, él tiró de todas las cuerdas de sí mismo, uniéndolas. Había cólera, énfasis, determinación y memoria para componer un acorde del que todas sus vidas dependían. Parte de él pensaba en el golpe que Sunder debería recibir, lo que era preciso arrancarle; otra parte radicaba en la brutalidad con que se había enseñado a gente como Sunder a creer en sus propias vidas como un castigo por un crimen que nunca habían cometido; otra parte, aún, temblaba ante la posibilidad de fallar, y en los escasos medios de que disponía para desarrollar el poder que necesitaba.
Cuando Linden empezó a discutir con el Gravanélico, Covenant la detuvo con un movimiento de cabeza. Yo lo haré, pensó, si es que hay que hacerlo. Levantando su mirada hacia Sunder, preguntó:
—¿Qué hay de tu madre?
Un espasmo contorsionó la cara del Gravanélico. Sus manos se agitaban incontroladamente.
—Su muerte es segura. —Sus ojos estaban empañados, heridos, mostrando el tormento de su corazón—. Tengo que verter su sangre, junto con la vuestra, a la salida del Sol.
Covenant inclinó la cabeza en señal de tácito reconocimiento. Luego, deliberadamente, creó un espacio de claridad en su mente, dejando aparte sus dudas y temores. Muy bien, murmuró. Leproso, hay que hacerlo.
Tomando una profunda bocanada de aire, se puso en pie y encarándose con el pedrariano, dijo: —Sunder, ¿tienes un cuchillo?
El Gravanélico asintió como si la pregunta no tuviera ningún sentido. —Sácalo.
Lentamente, Sunder obedeció. Se puso la mano a la espalda y sacó de su cinturón un largo puñal de hierro. Sus dedos lo sostenían como si no tuviera idea de cómo usarlo.
—Quiero que veas que estás seguro —dijo Covenant—. Tú tienes un cuchillo y mis manos están atadas. No puedo atacarte.
Sunder le miró sin llegar a comprender lo que se proponía.
Muy bien, Covenant respiró. Leproso, hazlo ahora. Los latidos de su corazón parecían llenar todo su pecho, sin dejar espacio para el aire. Pero no vaciló.
—Saca esa pieza de orcrest. La Piedra del Sol. Nuevamente, Sunder obedeció. La voluntad de Covenant lo dominaba.
Covenant no se permitió mirar la piedra. Marginalmente, era consciente de que Linden lo estaba mirando como si creyera que había perdido el juicio. Un estremecimiento de miedo amenazó su claridad. Tuvo que apretar sus dientes para mantener la voz segura. —Tócame con ella.
—¿Tocarte? —murmuró Sunder, indeciso—. Toca con ella mi frente.
Las dudas se reflejaban en los ojos de Sunder. Sus hombros se dilataban al tiempo que agarraba con más fuerza el cuchillo. Hazlo.
La mano del Gravanélico pareció moverse independientemente de su voluntad. El orcrest pasó por su cara y se apoyó en su tenso entrecejo.
Sus atención corrió, a través de él, hacia su anillo, buscando la conexión entre el orcrest y el oro blanco. Recordó cuando, hallándose al pie del Monte Trueno, en plena desesperación, vio a Bannor coger su mano, poniendo en contacto el anillo con el Bastón de la Ley. Un detonador. Allí se produjo la detonación del Poder.
Tú eres el oro blanco.
El silencio vibraba en la habitación. Sus labios se separaron de sus dientes. Cerró los ojos, apretando los párpados.
Un detonador.
El no quería morir. No quería que el Reino muriera. El Amo Execrable aborrecía toda clase de vida.
Ferozmente, puso el orcrest y el oro blanco en contacto, dentro de su mente.
Una chispa plateada salió de su frente con un gran estallido.
Linden dio un grito. Sunder apartó de golpe el orcrest.
Una onda de fuerza apagó la lámpara.
Las manos de Covenant quedaron libres. Ignorando el súbito magma de circulación renovada, levantó sus brazos ante él y abrió los ojos.
Sus manos resplandecían con el color de luna llena. Pudo sentir la pasión del fuego, pero no le dañaba.
Las llamas, a su izquierda, se apagaron rápidamente. Pero su mano derecha se hizo más brillante a medida que la llama se centraba en su anillo, ardiendo sin el más leve ruido.
Linden se quedó mirándolo, aturdida. Los ojos de Sunder reflejaban el fuego plateado como una revelación demasiado palpable para ser creída.
Eres obstinado todavía. Sí, pensó Covenant. Y aún no has empezado a saber hasta qué punto soy obstinado.
Con un simple pensamiento, soltó las ataduras de las muñecas de Linden. Luego, con la mano, fue al alcance de la Piedra del Sol.
Al cogerla de los temblorosos dedos de Sunder, un destello de luz blanca salió de la piedra. Brillaba como un sol dentro de la habitación. Linden apartó la cabeza. Sunder se cubrió los ojos con su brazo libre, ondeando su puñal sin control.
—Magia indomeñable —dijo Covenant. Su voz salía como una llama en su boca. El retorno de sangre en sus brazos atizó sus nervios como un látigo—. Tu cuchillo no significa, nada. Yo tengo la magia indomeñable. No te estoy amenazando. No quiero hacer daño a nadie. —La noche se había vuelto más fría. Sin embargo, corrían ríos de sudor en su cara—. No es para eso para lo que estoy aquí. Pero no permitiré que nos matéis.
—¡Padre! —gritó Sunder, desesperado—. ¿Era verdad? ¿Era cada palabra que dijiste, una palabra de verdad?
Covenant se desplomó. Sabía que había cumplido su propósito. Ahora se hallaba fatigado.
—Aquí está. —Su voz era ronca y hablaba con esfuerzo—. Tómala.
—¿Tomar…?
—La Piedra del Sol es tuya.
Perplejo por su visión de poder, como si convirtiera en caos todo el mundo que él había conocido, Sunder extendió la mano, tocó la brillante orcrest y cuando comprobó que su luz no le quemaba, la tomó en sus dedos.
Con un quejido, Covenant dejó su magia indomeñable.
Instantáneamente, el fuego se apagó de su mano. La luz de la Piedra del Sol se extinguió y la habitación volvió a la oscuridad de la noche.
El se recostó nuevamente, apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Unos fulgores danzaban ante su visión, cambiando lentamente de color, del blanco al naranja, y luego, al rojo. Se encontraba exhausto; pero no podía descansar. Había silenciado su poder para que el Gravanélico tuviera la oportunidad de rechazarle. Ahora tenía que asumir el coste de su riesgo. Haciendo un esfuerzo, dijo:
—Quiero salir de aquí, antes de que ocurra algo. Antes de que ese Delirante intente algo peor. Pero necesitamos ayuda. Un guía. Alguien que conozca el Sol Ban. Solos, no podemos sobrevivir. Te queremos a ti.
Desde la oscuridad, el Gravanélico respondió, como si se estuviera ahogando:
—Soy el Gravanélico de Pedrada Mithil. Mi pueblo confía en mí. Ha puesto en mí su fe. ¿Cómo puedo traicionar a mi pueblo para ayudarte a ti?
—Sunder, —respondió Covenant, en un esfuerzo para transmitirle la magnitud de su convicción—. Yo quiero ayudar al Reino. Quiero salvarlo todo, incluyendo Pedraria Mithil.
Durante un largo rato, el Gravanélico permaneció callado. Covenant se golpeaba el pecho. No quería rogar para conseguir la ayuda de Sunder; pero su corazón no dejaba de palpitar. Por favor; te necesito.
Bruscamente, Linden habló en un tono apasionado y sobrecogedor.
—No deberías tener que matar a tu madre.
Sunder respiró, temblando.
—No quiero derramar su sangre. Ni tampoco la vuestra. Que mi pueblo me perdone.
La cabeza de Covenant se sintió aliviada. Apenas pudo oír sus propias palabras cuando dijo:
—Bien; ya podemos empezar.