CINCO. Rayos y truenos

—Yo iré primero. —Covenant estaba temblando hasta los huesos. No miraba a Linden—. Esta escalera va directamente al desfiladero. Pero si perdemos pie, la caída será de más de mil metros. No soporto las alturas. Si resbalo, no quiero que te caigas conmigo. —Deliberadamente, se introdujo en la hondonada de forma que pudiera descender de espaldas al vacío.

Luego se detuvo y trató de resistir el vértigo. Pero el ejercicio despertó la ansiedad del leproso. Bajo aquel sol azulado, su piel había adquirido un tono púrpura oscuro, como si la lepra se hubiera ya extendido por sus brazos, afectando la pigmentación y atacando los nervios.

Una súbita debilidad le invadió repentinamente, paralizando sus músculos, mientras sus hombros temblaban. El particular entumecimiento de sus nervios no se había alterado, ni para bien ni para mal. Pero el color enfermizo que mostraba su carne se le aparecía fatal y profético. Aquello le hizo intuir ciertas cosas. Por ejemplo, una de sus preguntas se contestaba sola. ¿Qué hacía allí Linden? ¿Por qué el anciano le había hablado a ella y no a él? Porque ella era necesaria allí. Para salvar el Reino cuando él desfalleciera.

La magia indomeñable ya no sirve de nada. El se había abandonado a las maquinaciones del Execrable. Una maldición se le escapó, antes de que pudiera ahogarla entre los dientes.

—¿Covenant? —La voz de Linden sonó alterada—. ¿Estás bien?

El no pudo responder. El simple hecho de que ella se preocupara por él, que fuera capaz de preocuparse por él en un momento tan tenso para ella, acentuó el agotamiento de sus huesos. Sus ojos se fijaron en la roca, buscando fuerzas.

—¡Covenant! —Su llamada fue como un grito de socorro—. No sé cómo ayudarte. Dime qué debo hacer.

Qué hacer. Nada de aquello ocurría por su culpa. Merecía una respuesta. Se abandonó, plenamente en el centro de su fatiga y de su vértigo. ¿Se había condenado realmente a sí mismo al tomar el lugar de Joan? ¿Era cierto que no debía desfallecer? ¿Era cierto que el poder por el que había pagado tan alto precio no podía perderse con tanta facilidad? Sin levantar la cabeza gritó:

—Cuidado con las escaleras. Al fondo hay un reborde, a mi izquierda.

Haciendo un esfuerzo, se puso nuevamente en movimiento. Cuando su cabeza se hallaba por debajo del nivel de la Atalaya, oyó el grito de Linden.

—¡Maldito seas! ¿Por qué tienes que actuar siempre de una manera tan impenetrable? Todo lo que quiero es ayudar. Las palabras sonaron como si toda su razón de vivir dependiera de su habilidad para servirle de ayuda.

Pero él no podía, en aquel momento, pensar en ella. El peligro de las escaleras consumía su atención. Empezó a bajarlas como si de una escalera de mano se tratara, agarrando los escalones alternativamente con sus manos y colocando un pie cuando el otro estaba seguro. Nunca dejaba de mirar sus manos, que mantenía firmes en los peldaños haciendo sufrir a sus tendones hasta la desesperación.

El vacío, a su alrededor, parecía impenetrable. Podía escuchar la vacuidad del viento, y las nubes, debajo de él, tenían un poder hipnótico, afectando a su concentración. Un baño de nubes le esperaba.

Pero conocía su miedo. Manteniendo su respiración, fue descendiendo, adentrándose en las nubes, en el mismo centro de su vértigo.

Bruscamente, el sol desapareció. El gris de la niebla se hacía más denso y tenebroso a cada paso de descenso. Un pálido destello recorrió aquel mar de nubes, seguido casi al instante de un trueno. El viento se levantó, arrojando con fuerza su humedad contra él, como si quisiera tirarle al vacío. La piedra se volvió resbaladiza. Sus dedos insensibles no notaban la diferencia, pero los nervios de sus muñecas y codos acusaban cada uno de los resbalones de su mano.

Nuevamente, una chispa eléctrica pasó junto a él, iluminando aquel loco hervor de las nubes. Luego estalló. Instintivamente, se tendió en la piedra. Algo dentro de él protestaba; pero no podía asegurar que lo hiciera en voz alta.

Arrastrándose penosamente a través del brutal impacto de la tormenta, continuó descendiendo.

A medida que descendía se intensificaba el peso de la lluvia.

El agua, fría y pulverizada golpeaba su cara convirtiéndose en gotas grandes, como una ducha de guijarros. Muy pronto se encontró empapado y dolorido. Rayos y truenos se cruzaban y rugían salvajemente en su entorno. Pero la promesa de llegar al rellano le mantenía en camino.

Al fin, sus pies tocaron suelo llano. Abandonó el espigón respaldándose en la pared del despeñadero y se quedó mirando hacia arriba.

Un relámpago hizo aparecer a Linden entre la oscuridad. Se hallaba justo encima del nivel de su cabeza.

Cuando alcanzó el rellano, la cogió para evitar que se precipitara al vacío. Seguidamente, ella exclamó, emocionadamente.

—¡Covenant! —El viento se llevaba la voz hacia otra dirección—. ¿Estás bien?

El puso la boca junto a su oído.

—Colócate contra la roca. Vamos a buscar refugio.

Linden asintió.

Cogiendo la mano derecha de ella con su izquierda volvió la espalda al precipicio y empezó a moverse a lo largo del reborde en dirección oeste. El reborde tenía poco más de medio metro de ancho y bajaba bruscamente a través de la superficie de la roca.

El relampagueo seguía, permitiéndole visiones fugaces de su situación. Desde allí, las montañas desaparecían en el abismo de nubes.

Los truenos le golpeaban como la voz de su vértigo, ordenándole perder el equilibrio. Su espalda era martirizada por la lluvia y el viento, frío como el hielo. Se arrimó al máximo a la roca, avanzando poco a poco.

A cada relámpago, miraba hacia adelante, a través de la lluvia, tratando ver el final del reborde.

Allí: una línea vertical como una cicatriz en la superficie de la roca.

La alcanzó. Tiró de Linden para doblar la esquina y siguió, hallándose avanzando cuesta arriba, pisando barro y agua, como si fuera el lecho de un arroyo. El próximo destello azul reveló que habían penetrado en una cárcava que subía por el lado de la montaña. La corriente formaba espuma al chocar con las piedras que poblaban el suelo.

Con mucho esfuerzo siguió avanzando hasta que él y Linden pudieron situarse encima de una piedra que parecía lo bastante grande para hallarse seguros. Allí se detuvo y se sentó con su espalda apoyada en la pared. Ella se sentó a su lado. El agua caía sobre sus piernas; la lluvia cegaba sus caras. Pero a él no le importaba. Tenía que descansar.

A los pocos momentos, ella se volvió hacia él y le dijo, gritándole al oído: —¿Y ahora qué?

El no lo sabía. Su agotamiento le nublaba el cerebro. Pero ella tenía razón. No podían quedarse allí. Con voz débil, musitó:

—Ha de haber un sendero en alguna parte. —¿No conoces el camino? Dijiste que habías estado aquí antes.

—¡Hace diez años! —Y además la segunda vez había permanecido inconsciente. Fue Corazón Salado Vasallodelmar, quien lo llevó.

La luz de los relámpagos iluminaba la cara de Linden, completamente mojada. —¿Qué vamos a hacer?

El recuerdo de Vasallodelmar, el gigante que había sido su amigo, le dio la idea que necesitaba.

—¡Probar! —Apoyando su brazo en la espalda de Linden, se puso en pie. Ella parecía soportar bien su peso—. ¡Puede que lo recuerde!

Ella se puso en pie, a su lado, y dijo, casi gritando:

—No me gusta esta tormenta. No me hace ninguna gracia.

—¿No te hace…? —Covenant la miró, parpadeando. Por un momento, no comprendió lo que quería decir. Para él, no era más que una tormenta, una fuerza natural como cualquier otra. Pero luego cayó en el significado de su exclamación. Para ella, la tormenta no era natural. Era ofensiva a cierta parte de su sensibilidad.

De repente, ella se le adelantó. Mientras los sentidos de ella se acoplaban al Reino, él se mantenía sordo, ciego e insensible al espíritu de cuanto percibía. Diez años antes, él habría sido capaz de hacer lo que ella estaba haciendo: diferenciar lo correcto o lo erróneo, la salud o la enfermedad de las cosas físicas y los fenómenos, de viento, lluvia, piedra, madera, carne. Pero ahora no podía sentir nada, excepto la violencia de la tormenta, como si esta fuerza no tuviera sentido ni implicación alguna. Como si careciera de alma.

Se dedicó a sí mismo algunas maldiciones. ¿Ocurría sólo que sus sentidos se mostraban lentos en acomodarse? ¿O había perdido su habilidad para adaptarse a la vida del Reino? ¿Es que la lepra y el tiempo habían anulado totalmente aquella sensibilidad? ¡Maldita sea!, gruñó débilmente, pero con aspereza. Si Linden pudiera ver aquello que le era imposible ver a él.

Anonadado por su incapacidad, trató de dominarse. Esperaba que Linden le preguntara qué le ocurría. Y ese pensamiento también era ingrato; no quería que sus debilidades y temores, su innata capacidad de error, se hiciera visible a ella. Pero Linden no preguntó. Estaba rígida por la sorpresa o el miedo.

Su cara se volvió hacia adelante, mirando la continuación de la cárcava.

El comenzó a andar bruscamente, disponiéndose a seguir bajo el aguacero.

Entonces lo vio: una tenue luz amarilla en la distancia.

Se acercaba fluctuando con lentitud, yendo a su encuentro por la cárcava. Cuando se acercó lo suficiente, pudo observarse que era una antorcha sostenida por la mano de un hombre. La oscuridad y los truenos se cernían sobre ellos y Covenant no podía ver nada, excepto aquella extraña llama. Ardía vivamente, a pesar del diluvio y la violencia de la tormenta.

Siguió acercándose hasta iluminar al hombre que la llevaba. Era un tipo bajo y encorvado con las vestiduras empapadas. El agua chorreaba a través de su escaso pelo y su enmarañada barba, formando regueros en las arrugas de su cara, lo que le daba un aspecto desagradable. Miró de reojo a Covenant y Linden como a seres salidos de una pesadilla dispuestos a agredirle.

Covenant se quedó quieto y devolvió la mirada al anciano, sin decir nada.

Linden le tocó el brazo como si quisiera avisarle de algo.

De pronto, el anciano levantó su mano derecha mostrando la palma con los dedos extendidos.

Covenant imitó su gesto. No sabía si aquel encuentro había sido o no preparado por el Amo Execrable. Pero necesitaba refugio, alimentos e información. Y estaba preparado para tratar con cualquiera que pudiera llevar una tea encendida bajo aquella lluvia. Al levantar su media mano hacia la luz, destacó el brillo de su anillo en el segundo dedo.

El hombre se quedó atónito. Reculó unos pasos como si tuviera miedo. Luego señaló temblorosamente el dedo de Covenant.

—¡Oro blanco! —exclamó.

—¡Sí! —respondió Covenant.

—¿Mediamano?

—¡Sí!

—¿Cómo te llamas? —preguntó, tartamudeando.

Covenant se esforzó para emitir bien sus palabras a través de la tormenta.

Ur-Amo Thomas Covenant, Incrédulo y Barón del Oro Blanco.

—¿Curador? —dijo, con una voz que parecía sofocada por la tormenta—. ¿Revelador de la Vida?

—¡Sí!

El anciano retrocedió otro paso. La antorcha daba a su semblante un aspecto de desmayo. Súbitamente, se dio la vuelta y empezó a andar penosamente en el agua y el barro. Ya en camino, gritó:

—¡Venid conmigo!

—¿Quién es ese? —preguntó Linden, de forma casi inaudible.

Covenant eludió la cuestión.

—No lo sé.

Escrutándole, ella preguntó:

—¿Te fías de él?

—¿Qué otra opción tenemos?

Antes de que ella pudiera contestar, saltó de la piedra en que se hallaba y puso toda su energía en seguir a aquel hombre a través del lodo.

Su boca estaba llena de lluvia y de un agrio sabor a debilidad. El esfuerzo de las últimas semanas le había afectado hasta el agotamiento. Pero la antorcha le ayudaba a hallar agarraderos en las paredes y en las rocas. Con ayuda de Linden, era capaz de vencer los efectos de la tormenta. Poco a poco, iban adelantando.

Cuando ya se hallaban a cierta distancia del punto de encuentro, el hombre giró, entrando por una abertura, a la derecha de su camino. Una rústica escalera al lado de aquel corte, conducía al fondo del mismo. Libre ya de las corrientes, Covenant tuvo fuerzas para preguntarse: ¿Te fías de él? Pero la antorcha le convenció. No había conocido a nadie capaz de llevar un objeto ardiendo bajo la lluvia, excepto los maestros de la ciencia de la madera. O los Amos. Estaba dispuesto a confiar en cualquiera que sirviera a la madera o a la piedra con tal sabiduría.

Cuidadosamente, siguió al anciano a lo largo del fondo de aquella hendidura en la roca, hasta que se estrechó, convirtiéndose en una clara fisura de la montaña. Luego, bruscamente la grieta cambió de dirección, abriéndose para salir a un pequeño valle.

Algunos picos de la roca protegían el valle del viento. Pero allí no había refugio contra la lluvia, que seguía azotando a Covenant en la cabeza y los hombros igual que una porra. Apenas podía ver la antorcha del viejo cruzando aquel pequeño lugar.

Ayudado por Linden, Covenant vadeó un pequeño arroyo y, momentos más tarde, llegaron a un pequeño habitáculo de piedra adosado a la falda de la montaña. La entrada no tenía puerta. La luz de la antorcha se extendía a su alrededor mientras se acercaban. Entraron corriendo, con las ropas chorreando, a la única habitación de la casa.

El anciano estaba en el centro, con la antorcha aún flameando, aunque un reconfortante fuego ardía en el hogar junto a él. Escudriñó a Covenant temblando, dispuesto a humillarse ante él, igual que un niño que esperase un castigo.

Covenant se detuvo. Sus heridas le dolieron al acercarse al fuego; pero se mantuvo quieto, mirando alrededor de la habitación.

Entonces, una sombra de ansiedad le invadió. Pudo constatar que algo había cambiado en el Reino. Algo fundamental.

La morada de aquel hombre viejo estaba amueblada con una mezcla de madera y piedra. Había recipientes de piedra descansando sobre estantes de madera fijados a las paredes; taburetes de madera alrededor de una mesa, también de madera, en un rincón de piedra. Y hierro. Había utensilios de hierro en los estantes, así como clavos de hierro en los asientos. Antiguamente, las gentes de la piedra y la madera, los pedrarianos y los fustarianos, se habían mantenido, cada uno, en su propia cultura, no por deseo de exclusividad sino porque sus especialidades y conocimientos requerían toda su devoción.

Por un momento, miró al hombre, resistiendo su mirada medio salvaje. También Linden estaba examinando a aquel hombre, sin acertar a calificarlo. Pero Covenant sabía que ella se formulaba preguntas muy distintas de las cuestiones que ocupaban su cerebro en aquellos momentos. Es que los fustarianos y los pedrarianos se habían fusionado, uniendo sus culturas o es que… El mundo ya no es lo que era.

Su corazón se sentía dolido. Sin hacer comentario alguno, advirtió que había humo en la estancia. ¡Humo!

Se adelantó hacia la chimenea, pasando por detrás del anciano que aún permanecía allí quieto.

La madera estaba ardiendo sobre un montón de ceniza. Los trozos de carbón crujían y caían de los leños; largos gusanos carcomían la carne de los árboles. A intervalos, oleadas de humo ondeaban dentro de la estancia. La lluvia producía en la chimenea un leve silbido.

¡Qué demonios ha pasado aquí!

La gente que había conocido antes, nunca habría consumido voluntariamente madera para ningún propósito. Siempre se habían mantenido utilizando la vida de la madera. La energía de la Tierra estaba en ella y por tanto no podían destruirla. Madera, tierra, piedra, agua… los habitantes del Reino respetaban toda manifestación de vida.

Ur-Amo —murmuró el anciano con voz angustiada.

Covenant se volvió. La pesadumbre le quemaba el alma. Hubiera querido gritar al Despreciativo. ¿Qué es lo que has hecho? Pero tanto Linden como el anciano le estaban contemplando. Los ojos de Linden mostraban preocupación, como si temiera que él se hubiese equivocado. Y el anciano, por su parte, sentía angustia por sus razones particulares. Covenant contuvo desesperadamente su temor; pero el esfuerzo de la represión se notaba en su cara.

—¿Qué quema esa antorcha?

—Me siento avergonzado. —La voz del viejo irrumpió como si estuviera a punto de llorar. No había escuchado la pregunta de Covenant. Su dolor personal le devoraba—. Este templo —prosiguió—, construido por los más viejos padres de los padres de mis padres… en preparación. ¡Nosotros no hemos hecho nada! Otras habitaciones cayeron en ruinas, santuarios… Nosotros no hicimos nada. Durante generaciones, nada. Esto no es más que un cobertizo, indigno de ti. No dimos crédito a la promesa confiada de generación en generación de Redimidos; no tuvimos fe en sus profecías. Harías bien en azotarme.

—¿Azotarte? —Esta salida le cogió de improviso. Había allí demasiadas cosas que no comprendía—, ¿por qué debería hacerlo? ¿Por qué tienes miedo de mí?

—Covenant —intervino Linden bruscamente—. Mira su mano.

El agua seguía chorreando del viejo. Todos ellos derramaban agua por todas partes; pero las gotas que caían del mango de la antorcha eran rojas.

—¡Ur-Amo! —El hombre cayó sobre sus rodillas—, yo no soy digno… —dijo con amargura y temblando—. He traficado con los conocimientos de los malvados, ganando poder sobre el Sol Ban de esos que rompen las promesas que yo he jurado mantener. ¡Oh, perdóname! ¡Estoy avergonzado! —Dejó caer su antorcha y abrió su mano izquierda a Covenant.

La antorcha se apagó al instante de soltarla. Al estrellarse contra el suelo, quedó hecha cenizas.

En la palma de su mano había dos largos cortes. La sangre brotaba como si no hubiera forma de detenerla.

Covenant vaciló. El temporal rugía a lo lejos. Nada quedó de la antorcha, salvo ceniza. Se había mantenido entera y ardiendo sólo por la energía inducida por el anciano. ¿La energía de su sangre?

Por el cerebro de Covenant comenzaron a desfilar acontecimientos pasados, deteniéndose en el súbito recuerdo de Joan mordiéndole la mano, chupando sus dedos. El vértigo le llegó, haciéndole perder el equilibrio. Se sentó, apoyándose en la pared que tenía más cerca. La lluvia resonaba en sus oídos. ¿Sangre? ¿Sangre?

Linden examinaba la mano del anciano. Volviéndola hacia la luz del fuego, extendió los dedos. La presión en su muñeca disminuía el derrame.

—Está limpia —dijo con voz fría, impersonal—. Necesita un vendaje para detener la hemorragia, pero no hay infección.

No hay infección. Covenant suspiró. Sus pensamientos cojeaban como lisiados.

—¿Cómo puedes asegurar que no hay infección?

—No lo sé. —La pregunta pareció sorprenderla—. Puedo verlo. Puedo ver… —Su extrañeza aumentaba— la herida. Pero está limpia. ¿Cómo…? ¿No puedes?

El sacudió la cabeza. Confirmaba su anterior impresión; sus sentidos se iban adaptando a aquel mundo.

Los suyos, en cambio, no. Estaba ciego ante cualquier cosa no escrita en la superficie. ¿Por qué? Covenant cerró los ojos. Viejos lamentos latían en él. Había olvidado que el entumecimiento de los órganos podía hacer tanto daño.

Al cabo de un momento, ella se movió; pudo sentirla buscar algo en la habitación. Cuando volvió al lado del anciano estaba cortando un trozo de tela para hacer un vendaje.

No vas a desfallecer… Covenant sintió que ya se le había dado por perdido. Este pensamiento era sal para su delicado corazón.

¿Humo? ¿Sangre? Sólo hay una manera de herir a un hombre. Devolverle algo roto. ¡Maldición!

Pero el viejo requería su atención. El hombre había inclinado su mojada cabeza gris hacia la piedra. Sus manos avanzaban para tocar las botas de Covenant.

Ur-Amo —dijo con un gemido—, ur-Amo. Al fin has llegado. El Reino está a salvo.

Esta afirmación le sacó de sus íntimos pensamientos. No podía exponerse a verse oprimido por la ignorancia o la pérdida de fuerzas. Pero tampoco podía soportar verse tratado como si fuera un salvador. No podía vivir con tal imagen de sí mismo. Se puso erecto; luego cogió al viejo por los brazos y le ayudó a levantarse.

Los ojos de aquel hombre se movían atemorizados, brillando a la luz del fuego. Para tranquilizarlo, Covenant habló despacio y con amabilidad.

—Dime tu nombre.

—Soy Nassic, hijo de Jous, hijo de Prassan. —El hombre hablaba con voz entrecortada—. Descendiente directo del Redimido Uno.

Covenant se quedó pensativo. Los Redimidos que él había conocido eran ermitaños liberados de todas las responsabilidades normales, de forma que podían cultivar sus visiones privadas. Una Redimida Uno le había salvado, una vez, la vida, muriendo después. Otro había leído sus sueños y le había dicho que soñaba la verdad.

—¿Qué fue lo que predijo?

Ur-Amo, vio tu retorno. Por eso vino a este lugar, al canalizo bajo la Atalaya de Kevin, a la que se dio el nombre hace tanto tiempo que nadie conoce su significado.

El tono de Nassic se estabilizó, como si estuviera recitando algo que había memorizado mucho tiempo antes.

«El construyó este templo como lugar para darte la bienvenida y como lugar de curación, pues a lo largo de estos años el pueblo no ha olvidado que tu mundo es un mundo de contienda y sufrimiento, que daña incluso a sus héroes. En su visión, previo la severa condena del Sol Ban, aunque en su pesadilla no tenía nombre. Asimismo predijo que el Incrédulo, ur-Amo de la Curación, vendría para combatirlo. Este mensaje se transmitió de generación en generación, con fe…

Comenzó a tartamudear.

—Ah, ¡qué vergüenza! —murmuró—. Templo… fe… curación… Reino. Todo ruinas. —Pero luego se endureció por la indignación—. Los locos implorarán clemencia. Sólo merecen un justo castigo. ¡Por los Diez! El Incrédulo ha llegado. Que nuestro cañadizo y sus obras lloren su abandono. ¡Que el mismo Sol tiemble en su curso! ¡Castigo hacia ti, malvado y abominable! El…

—Nassic. —Covenant forzó al anciano a detenerse. Linden los observaba atentamente. En su cara se reflejaban varias cuestiones; pero Covenant las ignoró—. Nassic, ¿qué es eso del Sol Ban?

—¿El Sol Ban? —Nassic perdió sus temores por la confusión—. Pero ¿me preguntas…? —¿Cómo no puedes tú…? Sus manos tiraban de los pelos de su barba—. ¿Por qué otra cosa has venido?

Covenant le cogió la muñeca.

—Dime solamente qué es.

—Es… como, es… Sí, es… —Nassic se detuvo y luego exclamó, como en un grito de desesperación—. ¡Ur-Amo, podrías preguntar lo que no es! Es Sol, lluvia, sangre, desierto, miedo y el llanto de los árboles. —Nassic se retorció con renovado abatimiento—. Era… era el fuego de mi antorcha, ur-Amo.

La humillación y la miseria comprimían su cara como un puño.

—Nassic. —Covenant trató de ponerle erecto, buscando alguna forma de apoyarle—. No vamos a hacerte ningún daño. ¡Puedes comprender esto! —Luego, otro pensamiento acudió a su mente. Recordando la lesión de Linden y sus propias heridas, dijo—: Tu mano todavía está sangrando. Ambos hemos sido lastimados. Y yo… —Iba a decir, no puedo ver lo que ella ve. Pero las palabras se le atragantaron—, he estado ausente durante mucho tiempo. ¿Tienes un poco de marga antilesiones?

¿Marga antilesiones? —preguntó Linden en silencio.

—¿Marga antilesiones? —inquirió Nassic—. ¿Qué es eso?

—¿Qué es? —la Confusión de Covenant sacudió sus facciones. ¿Qué?— Las palabras salían de su boca como gritos de exclamación, ¡Marga! ¡Energía de la Tierra! ¡Vida! —gritó—: ¡Barro antilesiones! El barro que cura.

Sus gritos hicieron vibrar los frágiles huesos de Nassic.

—Perdóname, ur-Amo. No te enfades conmigo. Yo…

—¡Estaba aquí, en este valle! —Lena, le había curado con él.

Nassic encontró un momento de dignidad.

—No se nada acerca de ese barro. Soy un hombre viejo y nunca he oído hablar de él.

—¡Maldición! Ahora me vas a decir que nunca has oído hablar de la Energía de la Tierra.

El viejo repitió, confuso:

—¿Energía de la Tierra? —Suspiró—. ¿Energía de la Tierra?

Covenant, consternado, derramó su ira apretando con sus manos los delgados brazos de Nassic. Pero Linden estaba a su lado, tratando de impedir que le hiciera daño.

—¡Covenant! ¡Está diciendo la verdad!

Covenant lanzó su mirada a la cara de Linden como un látigo. Los labios de ella estaban tensamente cerrados, pero no podía permitirse vacilar.

—No sabe de lo que estás hablando.

El guardó silencio. En realidad, la creía. Ella podía adivinar la verdad en la voz de Nassic, de la misma forma que pudo ver la inexistencia de infección en sus cortes. ¿No hay marga antilesiones? En su interior sangraba. ¿Olvidado? ¿Perdido? Imágenes de profanación se proyectaban en su mente. ¡Estamos bien provistos!; El Reino sin Marga ni Energía de la Tierra. El peso de la revelación de Nassic era demasiado para él y se dejó caer sentado en el suelo como un inválido.

Linden estaba a su lado, esperando una decisión; pero él no podía tomarla. Al cabo de un momento, ella dijo:

—Nassic. —Su tono era severo—. ¿Tienes algo de comida?

—¿Comida? —respondió, como si ella le hubiera recordado su indigencia.

—Sí. No. Eso es indigno.

—Necesitamos comer.

Su afirmación no admitía excusas. Nassic se inclinó y fue en seguida a la pared de enfrente, donde empezó a sacar tazones y botes de los estantes.

Linden se acercó a Covenant, se arrodilló frente a él y le preguntó tensamente:

—¿Qué te ocurre? —El no podía evitar que la preocupación se reflejara en su rostro—. ¿Qué es lo que no marcha bien?

El no quería responder. Había pasado tantos años en el aislamiento de su leprosidad, que el deseo de Linden de comprenderle, todavía agravaba más su pena. No podía soportar sentirse tan vulnerable, Y sin embargo no podía rechazar la demanda de aquella boca dura, de aquellos suaves ojos. La vida de la mujer era tan accidentada como la suya. Luego, haciendo un esfuerzo, dijo:

—Luego. —Su voz le producía dolor en los dientes—. Necesito tiempo para pensar en ello.

Sus mandíbulas se cerraron; sus ojos se ofuscaron. Desvió la mirada, evitando tener que volver a hablar antes de haber recobrado su control.

Al cabo de poco, Nassic llevó tazones de carne seca, fruta y pan sin levadura, que ofreció tímidamente, como si supiera que merecía ser rechazado. Linden aceptó los alimentos con una forzada sonrisa; pero Nassic no se movió hasta que Covenant hubo mostrado su aceptación. Luego el anciano tomó unos recipientes y recogió agua de lluvia para que bebieran.

Covenant se quedó mirando la comida sin probarla. Parecía no tener razón para realizar el esfuerzo de alimentarse. Sin embargo, no era cierto; de hecho, tenía muchísimas razones. Pero la imposibilidad de hacer justicia a todos ellas le impedía tomar una resolución. ¿Había realmente vendido su alma al Despreciativo?

Pero él era un leproso; había pasado largos años aprendiendo la respuesta a su desamparo. La lepra era incurable. Por lo tanto, los leprosos estaban obligados a poner la máxima atención en sus necesidades inmediatas. Desentendiéndose de la abstracta inmensidad de sus cargas, concentrándose en el presente, en cada momento. Se atuvo, pues, a este principio pragmático. No tenía otra respuesta.

Moviendo las manos torpemente, se introdujo en la boca un trozo de fruta y empezó a masticar.

Después del primer esfuerzo, el hábito de comer llegó en su ayuda. Tal vez su respuesta no había sido la mejor; pero así era él y no podía remediarlo.

Nassic esperaba nerviosamente mientras Covenant y Linden comían. Cuando terminaron, dijo:

Ur-Amo. —Su voz denotaba su ansiedad—. Yo soy tu sirviente. Servirte es el propósito de mi vida, como lo fue el de Jous, mi padre, y el de Prassan, su padre, a través de toda la dinastía de los Redimidos. —Parecía haber olvidado el temblor que antes daba a sus palabras—. No te has apresurado demasiado en venir. El Sol Ban se multiplica en el Reino. ¿Qué piensas hacer?

Covenant suspiró. No se sentía aún preparado para enfrentarse a aquel problema. Pero el ritual de comer le había serenado, y tanto Nassic como Linden merecían alguna respuesta. Lentamente, dijo:

—Iremos a Piedra Deleitosa. —Vaciló al pronunciar el nombre—. ¿Lo reconocería Nassic? Si ya no había Amos en el Reino, tal vez Piedra Deleitosa tampoco existía. O quizá los nombres habían cambiado. Había pasado tiempo suficiente para que ocurriera cualquier cosa. Pero Nassic replicó inmediatamente: —¡Sí! Venganza contra el Clave. ¡Esto es bueno! ¿El Clave? Covenant estaba confuso. Pero no quiso responder. En su lugar, probó con otro nombre que le era familiar.

—Pero primero debemos ir a Pedraria Mithil…

—¡No! —interrumpió el hombre. Su vehemencia se convirtió en protesta—. ¡No debéis ir! ¡Son ruines… perversos! Adoradores del Sol Ban. Dicen aborrecer el Clave, pero no es verdad. ¡Sus campos están sembrados de sangre!

Otra vez la sangre; Sol Ban, el Clave. Eran demasiadas las cosas que no conocía. Se concentró en aquello que trataba de adivinar. Aparentemente, los nombres que él recordaba eran conocidos por Nassic a pesar del tiempo transcurrido. Esto terminaba con su confusa esperanza respecto a la persistencia de la Energía de la Tierra. Nuevamente el pesimismo se apodero de él. ¿Cómo podría luchar contra el Amo Execrable si ya no existía la Energía de la Tierra? O, peor aún; si ya no había Energía de la Tierra, ¿qué quedaba en el Reino por lo que mereciera la pena luchar?

Pero la distraída mirada de Nassic y el silencio de Linden, pedían una respuesta. Con una mueca, se deshizo de su sentido de incapacidad. Estaba íntimamente ligado con todo lo que significa desesperanza, imposibilidad o amargura, y sabía como poner límites a su poder sobre él.

Covenant respiró a fondo y dijo:

—No hay otro camino. No podemos salir de aquí si no es a través de Pedraria Mithil.

—¡Ah, cierto! —murmuró el anciano—. ¡Eso es cierto! —Parecía casi desesperado—. Pero, así y todo, no podéis ir. ¡Son malvados! Escuchan las palabras del Clave, palabras abominables. Se mofan de todas las antiguas promesas, diciendo que el Incrédulo no es más que una locura de las mentes de los Redimidos. No debéis ir allí.

—Entonces, ¿cómo…? —Covenant frunció el ceño—. ¿Qué les ha ocurrido? Yo solía tener amigos allí.

De súbito, Nassic tomó una decisión.

—Yo iré. Tengo allí un hijo. Se llama Sunder. Es tan malo como los demás, pero es mi hijo. Viene a mí cada vez que se encuentra en algún apuro. No está corrompido del todo. Sí, él nos ayudará a pasar por Pedraria.

En seguida se dirigió al portal para salir.

—¡Espera! —Covenant se levantó de un salto. Linden lo acompañó.

—¡Tengo que ir! —gritó Nassic acaloradamente.

—Espera que pare la lluvia. —Covenant quiso calmar su frenesí. El hombre parecía demasiado decrépito para exponerle a tan malas condiciones—. Tampoco tenemos tanta prisa.

—La lluvia no cesará hasta muy tarde en la noche. Tengo que ir ahora.

—¡Al menos, llévate una antorcha!

Nassic vaciló como si temiera algún castigo.

—¡Ah, me menosprecias! Conozco el camino. Tengo que redimir mis dudas.

Antes de que Covenant o Linden pudieran detenerle, salió corriendo, bajo la lluvia.

Linden intentó ir tras él, pero Covenant la detuvo. Los relámpagos destelleaban sobre sus cabezas. A su luz, vieron a Nassic correr frenéticamente hacia el final de la cañada. Luego se esfumó en la oscuridad, entre los estruendos de la tormenta.

—Déjalo ir —dijo Covenant, suspirando—. Si lo seguimos, a lo mejor nos caemos por un despeñadero.

El la tuvo sujeta hasta que asintió. Luego volvió junto al fuego.

Ella lo siguió. Cuando expuso su espalda, a la fogata, ella se encaró con él, El cabello mojado oscurecía su cara, acentuando las líneas entre sus pómulos, a cada lado de la boca. El esperaba censura, protesta o algo en contra de la situación creada. Pero cuando ella habló, su voz era opaca y controlada.

—Esto no es lo que esperabas.

—No. —Se maldijo a sí mismo porque no podía superar su desaliento—. Algo terrible ha sucedido.

Ella no se inmutó.

—¿Cómo puede ser? Dijiste que hace diez años que estuviste aquí por última vez. ¿Cómo pueden suceder tantas cosas en diez años?

Esta pregunta le recordó que no le había hablado de la profecía del Amo Execrable. Pero aquel no era el momento. Ella estaba sufriendo por muchos otras incomprensiones.

—Diez años en nuestro mundo. —Evitó decir, el mundo real—. Aquí el tiempo es diferente. Va más deprisa; de la misma forma que los sueños, a veces, son instantáneos. Yo he… —Tenía dificultad en aguantar su mirada; incluso sus conocimientos le avergonzaban—. He estado aquí antes tres veces. Cada vez estuve inconsciente durante pocas horas, mientras que aquí transcurrieron meses. De manera que, diez años para mí… ¡Oh, Cielos! —El Despreciativo había dicho, durante siglos. Por casi tantos siglos más—, si la relación es la misma, estamos hablando de tres o cuatro mil años.

Ella lo aceptó como un detalle más que afrontaba de manera racional.

—Bien, ¿qué pudo haber pasado? ¿Qué es eso tan importante de la marga antilesiones?

El quería esconder su cabeza, conciliar su pena; asimismo estaba demasiado expuesto a la nueva penetración de los sentidos de Linden.

—La marga antilesiones era un barro especial que lo curaba casi todo. —Dos veces, estando en el Reino, se había curado de la lepra. Pero prefirió dejar aparte lo de sus curaciones. Si le hubiera contado a Linden lo que la marga había hecho con él en el pasado, también hubiera tenido que explicarle por qué no le había hecho ningún bien duradero. Hubiera tenido que explicarle que el Reino era físicamente autocontenido, que no tenía ninguna conexión tangible con su mundo. La curación de la herida del pecho no significaba nada. Cuando recobraran el conocimiento, ella vería que la continuidad física era completa. Todo estaría igual que antes.

Si no despertaran pronto, ella no tendría tiempo de tratar su herida.

Linden estaba bajo una tensión muy fuerte y quiso evitarle esa preocupación. Sin embargo, él no podía contener su amargura.

—Pero éste no es el problema —prosiguió—. Mira —dijo, señalando el fuego—. Humo. Cenizas. El pueblo que yo conocí, nunca encendió fuego a base de destruir la madera. No tenían necesidad de hacerlo. Para ellos, todo cuanto estaba en su entorno, madera, agua, piedra, carne… cada parte del mundo físico, estaba repleto de lo que ellos llamaban «Energía de la Tierra». El Poder de la Vida. Ellos podían hacer fuego, hacer que los botes se desplazaran contra corriente, o enviar mensajes, utilizando la energía contenida en la madera y no la madera en sí misma.

«Esto fue lo que les hizo tal como eran. La Energía de la Tierra era la esencia del Reino. —Viejos recuerdos acudieron a su memoria, visiones de los Amos, de los Maestros de la Ciencia de la Piedra y de la Madera—. Era tan vital para ellos, que daban su vida para defenderla. Hacían todo cuanto podían para servir a la naturaleza y no para explotarla. Era fortaleza, sapiencia, pasión. Vida. Un fuego como éste les hubiera horrorizado.

Pero las palabras no eran adecuadas. Era imposible transmitir su anhelo por un múñelo donde el álamo o el granito, el agua y la naturaleza misma, fueran comprendidos y respetados por su fuerza y su encanto, Un mundo con alma, que merecía ser atesorado. Linden lo contemplaba como si estuviera rezando. Con un ligero gruñido, desistió de seguir explicando aquello.

—Aparentemente —dijo—, todo se ha perdido. O se ha olvidado. O ha muerto. Ahora tienen ese Sol Ban. Si he comprendido bien lo que he estado oyendo, lo cual dudo, el Sol Ban es lo que mantuvo la antorcha de Nassic ardiendo bajo la lluvia. Y tuvo que cortarse la mano para lograrlo, además de consumir la madera. Dice que el Sol Ban es lo que causa esta lluvia.

Covenant se estremeció involuntariamente. La luz del fuego que se reflejaba en el aguacero, más allá del portal de entrada hacía que la tormenta pareciese viciosa y amenazante.

Los ojos de Linden lo buscaban. Los huesos de su cara parecían presionar la piel, como si el mismo cráneo protestara contra tales extrañas circunstancias.

—No puedo creer nada de esto. Todo carece de sentido. —Linden balbuceó. El pudo observar temores agrupándose en el ángulo de su visión—. Todo es imposible. No puede… —Lanzó una devastadora mirada alrededor de la habitación y se pasó las manos por los cabellos, como para librar sus facciones de una histeria inminente—. Voy a volverme loca.

—Lo sé —dijo Covenant, comprendiendo su depresión. Su propia rebeldía, cuando fue llevado al Reino por primera vez, le hizo cometer los peores crímenes de su vida. Quería abrazarla para darle consuelo, pero sus manos insensibles se lo impedían. En lugar de eso, dijo, enérgicamente—: No abandones. Pregúntame. Sigue tratando de comprender. Te contaré todo lo que sepa.

Por un momento, la mirada de Linden se dejó caer sobre él como un niño abandonado. Pero luego sus manos se cerraron convirtiéndose en puños. Una mueca que mostraba un arranque de intransigencia cambió su semblante.

—Preguntas. —Respiró entre dientes y con un gran esfuerzo se controló nuevamente—. Sí.

Su tono le acusaba como si él fuera la causa de su crispación. Pero aceptó la responsabilidad. Pudo haberla prevenido para que no le siguiera entre los bosques si hubiera tenido el suficiente coraje.

—Muy bien —dijo Linden resueltamente—. Tú has estado aquí antes. ¿Por qué eres tan importante? ¿Qué hiciste? ¿Qué quiere de ti el Execrable? ¿Qué es un ur-Amo?

Covenant suspiró, con una exhalación de alivio por su determinación de sobrevivir. Esto es lo que quería de ella. Un súbito cansancio disminuyó su visión, pero no lo tuvo en cuenta.

—Me consideraban la reencarnación de Berek. —El recuerdo no le era grato; contenía demasiados desastres. Pero lo aceptaba así—. Berek fue uno de los antiguos héroes, cientos de años antes de que yo llegara aquí. Según la leyenda, él descubrió la Energía de la Tierra, construyendo el Bastón de la Ley como instrumento para gobernarla. Toda la ciencia respecto a la Energía de la Tierra se originó con él. El fue el primer Amo Superior, fundador del Concejo de los Amos. Ellos dirigían la defensa del Reino contra el Execrable.

El Concejo, murmuró para sí, recordando a Mhoram, Prothall, Elena…

—Cuando aparecí ellos me dieron la bienvenida, como una especie de avatar de Berek. Se sabía que había perdido los dos últimos dedos de la mano derecha en una guerra. —La mirada de Linden se agudizó; pero le dejó continuar—. Por tanto me nombraron ur-Amo del Concejo. La mayor parte de esos otros títulos vinieron más tarde, cuando hube derrotado al Execrable. Pero el de «Incrédulo» lo tomé por mi cuenta. Durante largo tiempo permaneciendo aquí, estaba seguro de que soñaba, pero no sabía qué hacer a ese respecto. —Agriamente musitó—: Tenía miedo de verme envuelto. Tenía algo que ver con el hecho de ser leproso. —Esperaba que ella aceptara esta no-explicación; no quería tener que hablarle de sus crímenes—. Pero estaba equivocado. En la medida que tienes idea de lo que te está sucediendo, «real» o «irreal», tienes que obrar en consecuencia; de lo contrario, pierdes el control de tu personalidad. —Hizo una pausa para asegurarse de que ella viera la claridad de su convicción—. Y acabé por preocuparme del Reino como de algo propio.

—¿A causa de la Energía de la Tierra?

—Sí. —Dolores de fatiga torturaban su corazón. El esfuerzo había agotado sus defensas—. El Reino era increíblemente bello. Y la manera con que el pueblo lo amaba y cuidaba, era algo magnífico. Los leprosos —concluyó mordazmente— son sensibles a la belleza.

A su manera, Linden también le parecía bella.

Ella lo escuchaba como un médico que trata de diagnosticar una rara enfermedad. Cuando él hubo terminado, dijo:

—Tú te llamas a ti mismo «Incrédulo y Portador del Oro Blanco». ¿Qué tiene que ver en esto el oro blanco? Involuntariamente, Covenant frunció el ceño. Para aliviar su dolor, se sentó en el suelo, apoyado en la pared del hogar. La pregunta había tocado el punto clave y él estaba demasiado cansado para explicarlo con la energía requerida por el caso. Pero su solicitud de conocimientos era perentoria.

—Mi anillo de boda —murmuró—. Cuando Joan se divorció de mí, sentí que lo había perdido todo. Pensé que el único vínculo con la raza humana era el hecho de que había estado casado. Pero aquí es una especie de talismán. Una herramienta para lo que ellos llaman «magia indomeñable»; la magia indomeñable que destruye la paz. No puedo explicarlo.

Linden se hallaba sentada cerca de él, atenta a sus gestos.

—Crees que no puedo soportar la verdad. El vaciló ante su percepción.

—No lo sé. Pero sé que es duro. Créeme. No es fácil para mí.

Fuera, la lluvia batía el valle con toda su ira. Rayos y Truenos luchaban entre sí en las montañas. Pero dentro del cobertizo el aire era caliente, aunque impregnado de humo, cosa que lo hacía ligeramente soporífico. Y él había estado andando varios días sin descanso. Por tanto cerró los ojos, para aliviar su cansancio, y para darse un respiro en el examen a que estaba siendo sometido por parte de Linden.

Pero ella aún no había terminado.

—Nassic… —su voz fue tan directa como si hubiera alargado el brazo para tocarle— está loco.

Con un esfuerzo de voluntad, Covenant preguntó: —¿Qué te hace pensar eso?

Ella mantuvo el silencio hasta que él abrió los ojos para dirigirle la mirada. Luego, defensivamente, dijo:

—Puedo adivinarlo por el desequilibrio que noto en él. ¿Tú no? Se nota en su cara, en su voz, en todo. Lo vi en seguida cuando se acercaba a nosotros por el camino.

De mala gana, Covenant prescindió de su fatiga para preguntar:

—¿Qué tratas de decirme? ¿Que no debemos confiar en él?

—Tal vez. —Ahora no pudo encontrar su mirada. Estudió la manera en que agarraba sus rodillas con las manos—. No estoy segura. Todo lo que sé es que es un demente. Ha vivido solo durante mucho tiempo. Eso sí, cree en lo que dice.

—No es el único —musitó Covenant. Deliberadamente, se estiró para hallar una posición más confortable. Estaba demasiado cansado para preocuparse de la salud mental de Nassic. Pero le debía a Linden todavía otra respuesta. Antes de abandonarse a su descanso, respondió—: No, no he notado nada.

Mientras descansaba, era consciente de que ella estaba levantada, paseando detrás de su cuerpo recostado.

El silencio lo despertó. Había parado de llover. Durante unos momentos, se mantuvo quieto, gozando del final de la tormenta. El descanso le había beneficiado. Ahora se encontraba más fuerte, más capaz.

Levantó la cabeza y vio a Linden en el portal de la entrada, contemplando el valle y el inicio de la claridad en aquella noche fría. Sus hombros estaban tensos. El esfuerzo se denotaba en la forma en que estaba apoyada en la roca. Cuando él comenzó a incorporarse, ella volvió a mirarlo. Debía haber reavivado el fuego mientras él dormía. La habitación estaba bien alumbrada, pudiendo ver su cara claramente. Los extremos de sus ojos estaban marcados como si hubiera estado mirando de reojo durante mucho tiempo a algo de lo cual desconfiaba.

—Ha parado a altas horas de la noche —dijo ella, indicando la ausencia de lluvia con un movimiento de cabeza—. En eso estuvo acertado.

Covenant seguía preocupado por ella. Tratando de que la pregunta pareciera intrascendente, dijo: —¿En qué has estado pensando? Ella se encogió de hombros.

—Nada nuevo. Enfréntate a él, sigue adelante, prueba a ver qué pasa… —Su mirada estaba distraída, buscando algo en el recuerdo—. He estado viviendo así durante años. Es la única manera de averiguar cuánto consigues ahorrarte del coste total.

El la miró, buscando algún indicio que le diera a entender el significado de sus palabras.

—¿Sabes? —dijo lentamente—. No me has hablado mucho de ti misma.

Linden endureció su expresión. Su cara era un escudo. Evadiendo la pregunta, dijo:

—Nassic no ha vuelto aún.

Por un momento, él consideró su evasiva. ¿Tenía tanto que esconder de su pasado? ¿Actuaron sus defensas contra él o contra sí misma? Pero se interesó por su último comentario.

—¿No ha llegado? —Incluso un viejo hubiera podido hacer el viaje de ida y vuelta dos veces durante ese tiempo.

—Yo no le he visto.

—¡Maldita sea! —La garganta de Covenant se secó de golpe—. ¿Qué demonios le habrá pasado?

—¿Cómo puedo saberlo? —Su ira traicionaba su aparente tranquilidad—. ¿Recuerdas? Soy yo la que no ha estado aquí antes.

El deseó abofetearla; pero se contuvo.

—No quiero decir que debas saberlo. Puede que se haya despeñado o puede, incluso, que Pedraria Mithil sea aún más peligrosa de lo que él pensaba. Tal vez no sea cierto que tenga allí un hijo.

Covenant pudo ver como ella se tragaba su propia provocación.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Qué opción hemos escogido? Tendremos que ir nosotros. —Se planteó compartir sus dudas acerca de Nassic—. Es duro para mí tener que creer que no podemos confiar en esta gente. Fueron mis amigos cuando yo ni siquiera merecía tenerlos.

Ella consideró el problema.

—De esto hace tres mil años.

Sí, se dijo a sí mismo. Y él no les había correspondido, incluso les había hecho daño. Si ellos le recordaban, harían bien en hacerlo sólo por el daño que les proporcionó.

Al tiempo que empezaba a sentir náuseas, pensó que debería contarle a Linden lo que había hecho en Pedraria Mithil, a Lena, la hija de Aliaran. La doctora era la primera mujer que había encontrado en diez años, que no mostró miedo hacia él. Y además había tratado de salvarle la vida. ¿Qué otra protección podría darle contra él mismo?

Pero le faltaba coraje. Las palabras estaban en su mente, pero no podía pronunciarlas. Para escapar de su mirada, salió de la morada de Nassic, pasando bruscamente por delante de ella.

La noche era un cúpula de cristal. Todas las nubes habían desaparecido. El aire era frío y penetrante; las estrellas brillaban como fragmentos de belleza rota a través de aquellos valles inmaculados. Iluminaban tenuemente. Debajo de la oscura silueta de los picos pudo ver el arroyo fluyendo agitado a lo largo de la cañada. Empezó a andar para seguirlo. Conocía muy bien esa parte del camino. Pero luego acortó el paso al ver que Linden no lo seguía.

—¡Covenant!

Su gritó provocó a la noche. El eco lo repitió al chocar con las montañas.

El retrocedió, corriendo a su encuentro.

Ella se arrodilló ante un montón de piedras, al lado de la casa; los restos rotos del templo de Nassic convertido en ruinas. La vio examinando un cuerpo oscuro que descansaba de forma extraña sobre las piedras.

Covenant se precipitó hacia el cuerpo.

—¡Maldita sea! Es Nassic.

El anciano estaba como abrazado a las ruinas. Del centro de su espalda salía el mango de un cuchillo.

—No lo toques —advirtió Linden—. Todavía está caliente.

Su boca estaba llena de horror.

—¿Todavía? —Covenant expulsó su desaliento—. Cógele las piernas. Lo entraremos en la casa.

Linden no se movió, y Covenant, para hacerla reaccionar, la golpeó con palabras duras:

—Ya te dije que esto era peligroso. ¿Creías que estaba bromeando? ¡Coge sus piernas!

Su voz fue una simple y fría articulación de la oscuridad.

—Está muerto. No hay nada que podamos hacer.

El tono desolado de Linden contrastaba con sus recientes protestas. Por un momento, temió haberla perdido. Temió que su mente se hubiera caído por el precipicio. Pero luego se volvió. Su cabello caía hacia adelante, cubriendo su cara, cuando se agachó para meter sus brazos por debajo de las piernas de Nassic.

Covenant lo levantó por los hombros. Juntos, lo llevaron dentro de la casa.

El cuerpo ya se había endurecido.

Lo colocaron con cuidado en el centro de la estancia. Covenant lo inspeccionó. Su piel estaba fría. No había sangre en la ropa alrededor del cuchillo. La lluvia debió haberla eliminado. Todo indicaba que había permanecido allí, muerto, durante mucho tiempo.

Linden no miraba el cuerpo. Sus ojos se fijaron en el cuchillo de hierro negro.

—No lo ha matado el cuchillo de un golpe —dijo, concentrándose—. No es una herida mortal. Ha muerto desangrado. —Los huesos de su cara parecían vibrar con vehemencia—. ¡Esto es obra de un ser maligno!

La manera de pronunciar la palabra maligno produjo un escalofrío en Covenant que le recorrió toda la columna. Sabía a lo que se refería. También él había sido capaz, anteriormente, de percibir tales cosas. Ella veía la crueldad de la mano que había empuñado aquel cuchillo y la maldad que la había inspirado. Y si el hierro estaba todavía caliente… Nerviosamente tragó saliva. El asesino de Nassic debió ser alguien dotado de un poder brutal.

Covenant trató, en seguida, de buscar explicaciones al hecho.

—Quien quiera que haya sido, sabía que estábamos aquí. De lo contrario, ¿qué sentido tenía dejar el cadáver ahí fuera? Quería que lo encontráramos… después de que él se hubiera marchado, —cerró los ojos y se esforzó en encontrar más claridad en el asunto—. Nassic fue asesinado a causa de nuestra presencia, para impedir que hablara con los de Pedrada Mithil, o tal vez, que hablara con nosotros. ¡Maldita sea! Esto parece obra del Execrable.

Linden no escuchaba. Estaba viviendo su propia reacción.

—Nadie hace una cosa así.

Su voz sonaba como la de un alma desamparada, temerosa y vengativa al mismo tiempo, Covenant acusó la extrañeza de su comentario; pero no podía detenerse a analizarlo. Su vieja cólera contra el Despreciativo le dominaba.

—Se han servido de un asesino muy especial —murmuró—, dejándole en la espalda un cuchillo caliente. El Execrable tiene muchos asistentes de esa clase. Es perfectamente capaz de haber hecho matar a Nassic, sólo para impedir que recibiéramos de él demasiada información. O, para manipularnos de alguna forma.

—Nadie mata de esa manera. Por placer —insistió Linden, con una angustia que ahogaba su voz y cegaba su cara—. Las personas no hacen eso.

—Desde luego que no. —Su tristeza le alcanzó a él; pero la fragilidad de los miembros muertos de Nassic hacían crecer su indignación, que le hizo responder:

—Probablemente decidió dormir una siesta bajo la lluvia y el cuchillo cayó sobre él de alguna parte, por casualidad.

Ella ignoró su sarcasmo.

—La gente mata porque tiene hambre o miedo. —Linden se esforzó por encontrar otras razones ante aquel cuchillo—. O por órdenes recibidas. —Su tono se agudizó como si estuviera a punto de llorar—. A nadie le gusta hacerlo.

—No. —La visión de su zozobra atrajo nuevamente la atención de Covenant hacia ella—. A todo el mundo le gusta. A todo el mundo le gusta el poder. Pero la mayor parte de la gente se controla, porque al mismo tiempo lo odia. Este crimen no es diferente de otros. Sólo es más obvio.

Un gesto de repulsión giró su rostro. Su aseveración pareció herirla. Por un momento, temió que se desvaneciera, pero luego los ojos de Linden se volvieron a mirarlo.

—Quiero… —Su voz temblaba, pero concluyó de un golpe la frase—. Quiero encontrar al bastardo que ha hecho esto. Quiero verlo con mis propios ojos.

Covenant asintió, manifestando su propia ira.

—Creo que vas a tener ocasión de conocerlo. —También él quería encontrar al asesino de Nassic—. No podemos dejar al Execrable en segundo lugar. El sabe más que nosotros. Y no podemos permanecer aquí. Pero hemos perdido a nuestro guía, nuestra única oportunidad de saber lo que está pasando. Tenemos que ir a Pedraria Mithil. Ya que el asesino no nos ha atacado aquí, puede que nos aguarde en Pedraria.

Durante un largo momento, ella se mantuvo inmóvil, valorando sus recursos. Finalmente, dijo:

—Vámonos.

El no vaciló. A Nassic no se le había concedido siquiera la dignidad de una muerte limpia. Con Linden a su lado, se puso en camino.

Pero a pesar de la violencia que llevaba dentro de sí, no se permitía apresurarse demasiado. Las estrellas no daban la suficiente luz, y la lluvia había dejado el suelo de la cañada resbaladizo por el fango. El camino hacia la Pedraria era peligroso y no podía permitir que la imprudencia les acarreara daño alguno.

Caminaron bajando por el valle; después, siguieron el curso del arroyo, entrando en un paso curvado entre firmes paredes. Luego giraron, adentrándose a una hendedura que subía, en ángulos rectos, a la cordillera. La grieta era estrecha y difícil de transitar de noche; pero, pasados los primeros metros se iba nivelando, para terminar en una bajada. Pronto llegaron al propio declive de la montaña, justo en la cara oriental de Valle Mithil.

A poca distancia, debajo de ellos, el valle se extendía con una explanada hacia el Norte. Una raya de negrura atravesaba el valle. Debía ser un río.

Al lado del río, a su derecha, podía observarse una agrupación de tenues luces.

—Pedraria Mithil —murmuró. Pero luego, el vértigo le forzó a volverse atrás, para proseguir por un pequeño camino, a la izquierda. No pudo reprimir el recuerdo de aquella vez que pasó por allí con Lena. Hasta que le hubiese contado a Linden todo lo que había hecho, no podría conocer su reacción y, por tanto, no podría saber cómo iba a responderle, a él o al Reino.

Necesitaba que Linden comprendiera sus relaciones con el Reino. Necesitaba su apoyo, sus conocimientos y su fuerza. ¿Por qué otra razón ha sido escogida?

El aire estaba impregnado de una humedad fría y penetrante; pero el ejercicio de andar los mantenía calientes. Y el camino se hacía menos difícil a medida que descendía hacia el fondo del valle. Cuando la Luna empezó a coronar los picos, abandonó cualquier medida de precaución. Por el contrario, trataba de acumular coraje para decir todo lo que debía ser dicho.

Al cabo de poco, el camino viró, dejando el declive, para seguir por el lado del río. De vez en cuando, miraba a Linden, preguntándose de dónde había sacado la insensatez o la desesperación que la posibilitara, o la indujera, a acompañarle. Le preocupaba descubrir la verdad de ella; determinar si su firmeza provenía de la convicción o del miedo.

Ella no creía en fuerzas malignas.

No había opción. Tenía que decírselo.

Obligándose a sí mismo, la cogió por el brazo, haciendo que se detuviera. Ella lo miró.

—Linden. —A la luz de la luna era como el alabastro, pálida y distante—. Tengo que decirte algo, antes de que vayamos más lejos. —El ahogo que sentía le hizo susurrar—. La primera vez que estuve aquí, encontré a una muchacha, Lena. Era todavía una niña, pero muy amiga mía. Gracias a ella me mantuve vivo en la Atalaya de Kevin, cuando mi vida estaba en peligro. —Su larga soledad se lamentaba de aquella autodelación—. La violé.

Ella se quedó mirándole. Sus labios formaban palabras inaudibles.

—¿La violaste?

Covenant se vio reflejado en la mirada de Linden como un ser detestable.

Ocupado en los efectos de esta confesión, no advirtió la sombra que pasaba sobre sus cabezas y el peligro que suponía, hasta que cayó una red, envolviéndolos al instante. Luego salieron de la oscuridad diversas figuras humanas, y los rodearon. Uno de los atacantes golpeó su cara con algo que se abrió despidiendo un olor semejante al del melón podrido.

Luego ya no tuvo tiempo de respirar y cayó con Linden en sus brazos como si fueran amantes.