Una roja agonía se enclavó en el centro del pecho de Tomás Covenant. Sentía que estaba llorando. Pero el fuego era demasiado brillante. No podía oírse a sí mismo. La llama se introducía en su cuerpo a través de la herida, delimitando un territorio de dolor. No podía luchar contra aquello.
No quería luchar contra aquello. Había salvado a Joan. Salvado a Joan. Este pensamiento se repetía, una y otra vez, en su interior, consolándolo de la incontestable violencia de la lesión. Por primera vez en once años estaba en paz con su ex-esposa. Había reparado la vieja deuda hacia ella hasta el límite de la muerte. Había dado todo cuanto poseía para restituir el incondenable crimen de su leprosidad. No se le podía pedir nada más.
Pero el fuego emitía una voz. Al principio era demasiado débil para ser inteligible. Resonaba en sus oídos como el crujido de las piedras. La inhalaba con cada ejercicio de su dificultosa respiración. Reverberaba a lo largo de la conflagración que tenía lugar en su pecho; pero gradualmente se hizo más clara, musitando palabras tan pesadas como piedras.
Tu voluntad es mía—
No tienes esperanza de vida sin mí,
No tienes ni vida ni esperanza sin mí.
Todo es mío.
Tu corazón es mío—
No hay amor ni paz en ti.
Ni paz ni amor.
Todo es mío.
Tu alma es mía—
No puedes soñar en tu salvación.
No puedes rogar por tu salvación.
Tú eres mío.
La arrogancia de esas palabras le llenaban de repulsión. Conocía aquella voz. Había empleado diez años esforzándose en luchar contra ella. Agarrándose a la verdad del amor y del odio que le hicieron posible controlarla. Y aún tenía poder para asustarlo. Lo llenó de la complacencia en miseria propia de los leprosos. El lo reclamaba y no le soltaría fácilmente. Ahora quería luchar. Quería vivir. No podía permitir que aquella vez lo dominara.
Pero, el cuchillo le había herido demasiado profundamente; la herida era completa. Un entumecimiento general le invadía y el fuego rojo fue convirtiéndose en neblina. No tenía pulso, no podía recordar como se respiraba. No podía…
Luego recordó a Linden Avery.
¡Demonios!
Ella lo había seguido, a pesar de que le había advertido del hecho de que había sido escogida para jugar algún papel esencial. Había sido brusco con ella. Pero su enfado había sido ineficaz para cambiar la determinación de Linden de meterse en asuntos que no podía comprender. Y sin embargo, era la primera mujer que había encontrado en diez años, que no tuviera miedo de él.
Y allí estaba, caída a su lado, por haber tratado de salvar su vida. Aquel hombre la había golpeado; el fuego la había cubierto cuando trataba de alcanzarle.
¡Y si fuera enviada al Reino…!
Desde luego, allí iba. ¿Qué otra cosa hubiera pretendido el viejo mendigo?
Pero ella no tenía ni conocimiento ni poder para defenderse, ni manera de comprender lo que le estaba ocurriendo.
A ciegas, Covenant hizo un esfuerzo para superar aquel entumecimiento. Resistió la voz. Linden había tratado de salvar su vida. No podía permitir que ella afrontara, sola, tal condena. Su corazón albergaba la ira por la brutalidad de aquel pacto. ¡Por el Infierno! Murmuró con rabia para sus adentros. ¡No puedes hacerme esto!
De pronto, surgió un rebrote del fuego, pura llama blanca; el fuego que necesitaba. Se concentró en la herida de daga, introduciendo el calor en su tórax, como un apoteosis o un cauterio. Su corazón, sus pulmones, su media mano y todo su cuerpo estaban siendo martirizados por aquel calor. Su ira llegó al máximo.
Luego la crisis cesó y un palpable alivio se hizo sentir en su cuerpo. El dolor remitió, permitiéndole moverse y agarrarse a la piedra. La niebla se arremolinaba maliciosamente, pero sin rozarlo.
—Ah, veo que todavía sigues obstinado. —La voz era tan parecida a la suya que más podía creerse que la producía su propio cerebro que aquel aire cargado de esencia de rosas—. Obstinado más allá de mis más profundos deseos. De un golpe, acabas de confirmar tu propia impotencia. Mi voluntad domina ahora, y tú estás perdido. ¡Rastrero!
Covenant vaciló ante la virulencia de aquel sonido.
El Amo Execrable.
—¿No te gusta el título que te he concedido? —El Despreciativo hablaba suavemente, casi susurrando, pero su suavidad sólo acentuaba su rabia—. Te vas a hacer merecedor de él. Nunca habías estado bajo mi dominio hasta este extremo. Crees que has estado a punto de morir. ¡Eso es falso, Rastrero! No voy a permitir que mueras. He de obtener todavía muchos beneficios de tu vida.
Covenant quería esparcir la niebla, quitársela de encima. Pero estaba demasiado débil. Yacía en la piedra como si sus extremidades se hubieran desangrado. Necesitaba mucha fuerza de voluntad para que su voz tomara vida de nuevo.
—No te creo —dijo, jadeando—. No puedes ser tan estúpido como para ensayar nuevamente ese juego.
—Ah, no me crees —respondió mofándose—. Pues, si lo dudas, te sacaré el alma de tus huesos.
—¡No! —murmuró Covenant en silencio. He tenido diez años para comprender lo que ocurrió la última vez. No puedes hacerme lo mismo ahora.
—Ahora vas a arrastrarte ante mi —prosiguió el Despreciativo—, y puedes alegrarte de ello. Tu victoria sobre mi no fue gran cosa. Y me ha valido de mucho. Los planes que hice en mi tiempo de espera han empezado a dar fruto. El tiempo ha sido alterado. El mundo ya no es el que fue. Todo ha cambiado, Incrédulo, incluso tú. —La niebla hacía de la palabra Incrédulo un nombre de soberano desdén—. Ya no eres libre. Te has vendido por esa miserable mujer que te aborrece. En el momento que aceptaste su vida te has convertido en mi herramienta. Una herramienta no escoge. ¿No te expuso mi Enemigo la necesidad de ser libre? Tu presencia me da ahora fuerzas para dominarte.
Covenant desistió de discutir. El Amo Execrable decía la verdad. Había perdido la libertad al cambiarse por Joan. Se había comprometido a algo cuyo alcance no podía medir. Quería gritar; pero su cólera era demasiado intensa para permitirle demostrar tal debilidad.
—Tú y yo somos enemigos —prosiguió el Execrable—. Enemigos hasta el fin. Pero el fin tuyo, Incrédulo, no el mío. Tienes que hacerte a esta idea. Durante siglos he estado enterrado en el Reino, que aborrezco incapaz de nada, excepto de repudiar esta tierra. Pero me he rehabilitado a tiempo. Me he estado preparando para un período casi igual de largo, y cuando las cosas lleguen a su fin, tú serás el instrumento de mi victoria.
Covenant echaba maldiciones en la espesa niebla y al vitriolo del Amo Execrable. Pero su idea era clara. «¡No te lo permitiré!».
—Ahora, escúchame, Rastrero. Escucha mi profecía. Es sólo para tus oídos. ¡Mira! No queda nadie en el Reino a quien puedas comunicársela.
Esto le hirió. ¿Nadie? ¿Qué les había ocurrido a los Amos? Pero el Despreciativo siguió implacablemente, mofándose de Covenant.
—No, solamente te lo digo a ti. Empieza a temblar, porque el mal que puedas juzgar más terrible está sobre tu cabeza. Tu última victoria no sirvió de nada, excepto para preparar el camino para este momento. Soy el Amo Execrable, el Despreciativo, y digo te única verdad. A ti te lo digo: ¡La magia de tu anillo ya nada puede contra mí! Ya no puede servirte. No hay poder suficiente.
«Incrédulo, no puedes oponerte a mí. Al final sólo tendrás una opción, y te aseguro que la aceptarás en tu desesperación. Voluntariamente vas a poner en mi mano el anillo de oro blanco.
¡No! —gritó Covenant—. ¡No! Pero su voz no pudo llegar al Execrable, que mantenía su certeza.
—Sabiendo esto, haré uso de este poder para destruir la Tierra. Tú lo vas a depositar en mi mano y no habrá ocasión ni esperanza en el Arco del Tiempo para que puedas evitarlo.
«¡Sí, tiembla, Rastrero! ¡Estás en vísperas de una desesperación que va más allá de todo cuanto tu maldito corazón mortal puede soportar!
Aquel susurro apasionado amenazaba aplastar a Covenant contra la piedra. El maldecía entre sollozos, pero no tenía fuerzas para deshacer el nudo de su garganta.
Luego, el Amo Execrable empezó a reír entre dientes. El aire se impregnaba de olor a muerte. Por un momento, Covenant sintió; como si los músculos de su tórax se quebraran.
Pero luego la burla se alejó de él. El viento se cernió sobre ella, llevándose la niebla. El viento era frío, como si un temblor de risa cabalgara sobre él, resonando en silencio; pero la atmósfera se iba aclarando hasta que desapareció la niebla.
Covenant yacía sobre su espalda bajo un cielo brillante y un extraño sol.
El sol estaba alto en el cielo. El brillo central de su luz le era familiar, reconfortante. Pero estaba coronado de azul como un anillo de zafiros; y su radiación iluminaba el resto del espacio dándole una textura de seda.
Covenant lo miró de soslayo, en silencio; demasiado aturdido para moverse o reaccionar. De tu propia voluntad. El aura del sol le molestaba de una forma que no podía definir. Los planes que hice en mi tiempo de espera… Moviéndose como si tuviera una mente propia, su mano derecha se acercó lentamente al lugar donde el cuchillo se había clavado.
Sus dedos estaban demasiado entumecidos para indicarle algo. Pero podía sentir su presión en el pecho. Pudo sentir su contacto al deslizarse hacía el centro de su camisa.
No había dolor.
Retiró la mano y quitó la vista del cielo para mirar sus dedos.
No había sangre.
Reuniendo fuerzas, levantó su espalda para quedarse sentado. Por un momento, tuvo que apoyarse con los brazos. Parpadeando por el brillo del sol, forzó su vista para enfocarla a su pecho.
Su camisa estaba cortada. Una raja del ancho de su mano apareció justo por debajo del esternón. Dejaba ver en su piel la línea blanca de una nueva cicatriz.
Se quedó mirándola, asombrado. ¿Cómo…?
Todavía sigues obstinado. ¿Se había curado a sí mismo? ¿Magia indomeñable?
No lo sabía. No había sido consciente de usar ningún poder. ¿Lo habría hecho inconscientemente? Una vez, el Amo Superior Mhoram le había dicho: Tú eres el oro blanco. ¿Significaba esto que era capaz de utilizar su poder sin proponérselo? ¿Sin tener control sobre él? ¡Demonios!
Pasó largo rato antes de darse cuenta de que se hallaba frente a un parapeto. Estaba sentado en un lado de una losa redonda, rodeada por una pared baja, a la altura de su pecho, según la posición en que se encontraba.
Una sacudida del recuerdo lo sacó de su estupor. Conocía aquel lugar.
La Atalaya de Kevin.
Por un instante se preguntó: ¿Por qué aquí? Pero luego, un encadenamiento de ideas lo dejó asombrado. Se volvió y vio a Linden inconsciente.
Estuvo a punto de desmayarse él también al verla. Linden yacía, completamente inmóvil, con los ojos abiertos, pero sin ver nada. Su pelo caía sobre su cara completamente enmarañado.
Detrás de su oreja izquierda, brotaban gotas de sangre.
Tú eres mío.
De pronto, Covenant empezó a sudar en aquel aire frío.
La cogió por los hombros. La sacudió. Luego le tomó la mano izquierda y empezó a frotarle la muñeca. Su cara adquirió una expresión de protesta. Luego, un sollozo tensó sus labios. Empezó a contorcerse. Le soltó el brazo y le colocó las manos a los lados de la cara para evitar que se diera un golpe contra la piedra.
Bruscamente, su mirada se avivó, aspiró un gran sorbo de aire y emitió un grito ensordecedor. Sonó de una manera especial en aquel inmenso espacio y bajo aquel extraño sol anillado de azul.
—¡Linden! —gritó. Ella tomó aire para volver a gritar—. ¡Linden!
Sus ojos se fijaron en él. Tenían un brillo de terror o de cólera, como si él la hubiera amenazado con la lepra.
Con toda fiereza, le golpeó en la mejilla.
El retrocedió, más por la sorpresa que por el dolor.
—Tú, bastardo —dijo ella, incorporándose sobre sus rodillas—. ¿Ni siquiera has tenido valor para seguir viviendo? —e inhaló profundamente para seguir insultándolo. Pero, antes de que pudiera deshacerse de su ira, sus facciones cambiaron. Se puso las manos en la boca y luego las extendió cubriendo su cara. Con una mueca burlona, dijo—: ¡Oh, Señor!
Covenant la observaba confuso. ¿Qué le había ocurrido? Quería pedirle que se explicara en seguida. Pero la situación era demasiado compleja. Y ella no estaba en absoluto preparada para eso. Recordó vividamente su primera aparición en aquel lugar. Si Lena no le hubiera tendido la mano, hubiera muerto de vértigo y locura. Era demasiado para que cualquier mente lo aceptara. Si al menos ella le hubiera hecho caso, se hubiera mantenido lejos del peligro…
Pero ella no le había escuchado. Ahora estaba allí, en necesidad de ayuda. No sabía la magnitud del peligro. Para su bien, se esforzó a hablarle con dulzura.
—Usted quería comprender y yo le iba diciendo que no estaba preparada. Ahora piense que tendrá que comprenderlo, lo quiera o no.
—Covenant —murmuró entre sus manos—. Covenant.
—Linden. —Cuidadosamente la cogió por las muñecas, haciendo que bajara los brazos.
—Covenant… —Su cara quedó al descubierto ante él. Sus ojos eran pardos, profundos y húmedos, con una oscuridad producida por el temor. Se apartaron un momento para fijarse nuevamente en él—. He debido estar soñando. —Su voz temblaba—. Creí que era mi padre.
El sonrió por ella, aunque el esfuerzo repercutiera en sus dolidos huesos. ¿Padre? Quería seguir con aquello, pero desistió. Había otras cuestiones más inmediatas.
Pero antes de que pudiera construir una pregunta, ella empezó a centrarse. Se ordenó el pelo con las manos, retirando la izquierda cuando se tocó la oreja herida. Por un momento, se quedó mirando sus dedos manchados de sangre. Luego volvieron a su memoria los recientes acontecimientos. Bruscamente, dijo, con sonidos entrecortados:
—El cuchillo. —Su urgencia era casi un ataque—. He visto… En seguida se fijó en su pecho, levantó su camisa y vio la nueva cicatriz debajo del esternón. Se quedó aterrada. La tocó y retiró la mano. Su voz era un ronco susurro. —No es posible.
—Escuche —dijo él, levantándole la cabeza, haciendo que sus ojos se fijaran en él. Quería, ante todo, prepararla—. ¿Qué le ha pasado? Aquel hombre la atacó. El fuego se nos vino encima. ¿Qué ocurrió después?
—¿Qué le ha pasado a usted?
—Cada cosa a su tiempo. —La necesidad de mostrarse firme y seguro hizo que su voz sonara algo dura—. Hay muchas otras cosas que tiene que comprender en primer lugar. Déme una oportunidad. Dígame qué ha pasado.
Ella le esquivó. Su cuerpo entero rechazaba la pregunta. Un dedo tembloroso apuntó a su pecho.
—Eso es imposible.
Imposible. En aquel momento, pudo haberle hablado de muchas imposibilidades; pero se contuvo, permitiéndose responder solamente:
—Eso es lo que se llama ser poseído.
Ella acogió penosamente su mirada. Luego cerró los ojos y con voz suave dijo:
—He debido estar inconsciente. Soñaba con mis padres.
—¿No ha oído nada? ¿Una voz lanzando amenazas?
Sus ojos se abrieron con sorpresa.
—No. ¿Debía oírla?
Covenant bajó la cabeza para disimular su turbación. ¿Acaso el Despreciativo no le había hablado a ella? Sus implicaciones, a la vez, le consolaban y le asustaban. ¿Era ella, de alguna forma, independiente de él? ¿Libre de su control? ¿O es que estaba ya muy segura de ella?
Cuando Covenant volvió a levantar la vista, la atención de Linden se había desviado hacia el parapeto, el sol, el cielo, etc. Lentamente su cara parecía congelarse. Se puso en pie y preguntó:
—¿Dónde estamos?
Cogió sus brazos y la hizo sentarse frente a él.
—Míreme. —Su cabeza giraba de una parte a otra como negando inconscientemente. Había abundancia de cuestiones a aclarar. Pero en ese momento, la necesidad de respuesta que su rostro exigía dominaba todo lo demás—. Doctora Avery. Había impureza en el aire. Lo sabía por experiencia. Y si no le ayudaba ahora, puede que nunca pudiera hacerlo. Míreme.
Su demanda exigente la hizo volver la mirada con brusquedad.
—Puedo explicarlo. Déme una oportunidad.
La voz de ella se oyó afilada como un cuchillo:
—Bien, pues, explíquese.
Lleno de vergüenza, él se quedó vacilante. Linden estaba ahí por su culpa y, además, no la había preparado para ello. Sin embargo, se esforzó para afrontar la situación de manera directa.
—No pude decírselo antes. —La dificultad de lo que tenía que decirle hizo su tono más brusco—. No había manera de que pudiera comprenderlo. Y ahora, es tan complicado…
Sus ojos cayeron sobre él como garras.
—Hay dos explicaciones completamente distintas —dijo, tan lentamente como pudo—. Desde dentro y desde fuera. La segunda es más fácil de aceptar. —Aquí respiró profundamente—. Usted y yo estamos todavía en aquel triángulo. —Una mueca tensó sus magulladuras—. Estamos inconscientes, y mientras estamos en este estado soñamos. Estamos compartiendo un sueño.
Su semblante expresaba incredulidad. Pero él se apresuró a añadir:
—No es tan misterioso como usted cree. Mucha gente tiene cosas en común. Por esto algunos de nuestros sueños constituyen un patrón que otras personas pueden reconocer.
«Esto es lo que nos sucede. —Covenant iba soltando palabras, no para convencerla, sino porque él sabía que necesitaba tiempo, que necesitaba una respuesta, aunque fuera insuficiente, para poder superar el primer impacto de su situación—. Compartimos un sueño y no somos los únicos —prosiguió, impidiéndole toda oportunidad de expresar su incredulidad en palabras—. Joan tuvo fragmentos del mismo sueño. Y aquel anciano, el que usted salvó, también está implicado en esto. Todos estamos involucrados en el mismo proceso inconsciente.
La mirada de Linden se desvió y él dijo:
—¡Siga mirándome! Tengo que decirle de qué clase de sueño se trata. Es peligroso. Puede hacerle daño. Todas aquellas cosas enterradas en nosotros son poderosas y violentas. Y aquí saldrán a la superficie. La parte oscura o, digamos, nuestro lado destructivo, aquello que llevamos encerrado durante toda nuestra vida, aquí se queda en libertad. Todo el mundo se odia a sí mismo en alguna medida. Aquí, este odio se personifica, se exterioriza, tal como ocurre en los sueños. El se llama a sí mismo Amo Execrable, el Despreciativo, y quiere destruirnos.
«El es de quién Joan hablaba. El Amo Execrable. Y esto es lo que el anciano quería decir: “Aunque te ataque. Sé fiel”. Se fiel a ti misma, no sirvas al Despreciativo. No permitas que te destruya. Esto es lo que debemos hacer. —Quería que ella aceptara las consecuencias de lo que estaba diciendo, aún en el caso de que no creyera sus explicaciones—. Debemos estar sanos y mantenernos firmes, defender lo que somos, lo que creemos y lo que queremos, hasta que se acabe. Hasta que recobremos la conciencia.
Covenant hizo una pausa para darle tiempo.
Los ojos de Linden se fijaron en su pecho, como si aquella cicatriz fuera una prueba de lo que estaba escuchando. En su cara se dibujaron sombras de miedo. El se sintió de pronto seguro de que Linden estaba ya, de alguna manera, familiarizada con la egofobia.
Entonces ella, en plena tensión, dijo:
—Esto ya le ha ocurrido a usted antes.
El asintió.
Linden no levantó la cabeza.
—¿Y lo cree?
El quiso responder: Parcialmente. Si ponemos ambas explicaciones juntas, el conjunto es lo que creo. Pero en aquella situación, no podía turbarla con ambigüedades. En su lugar, optó por levantarse y llevarla consigo a dar una ojeada al paisaje, desde la Atalaya.
Linden se resistió.
Se hallaban en una especie de plataforma de piedra que daba la impresión de estar suspendida en el aire, y el espacio que los rodeaba era tan inmenso como si estuvieran colgados del pico de una cordillera. Aquel sobrenatural halo solar daba un tinte tenebroso al inmenso mar de nubes que se extendía muy por debajo de ellos, unas nubes que cubrían la tierra, de horizonte a horizonte.
Un espasmo de vértigo sobresaltó a Covenant. Recordó de pronto que se hallaba a más de mil metros sobre el nivel de los valles; pero se propuso ignorar el inminente pánico que le envolvía para concentrarse en Linden.
Ella estaba atónita, rígida. Aquel salto brusco, sin transición, de una noche en los bosques a una mañana en aquella cumbre, la sobrecogió. El quería rodearla con sus brazos, proteger su cara colocándola sobre su pecho; pero sabía que no podía hacerlo. No podía hacerle sentir algo que una vez estuvo a punto de destrozarlo a él. Tenía que sobrevivir por sí misma. Le hizo dar la vuelta para mirar en la dirección opuesta.
Las montañas que asomaban dramáticamente al otro lado, parecían querer abofetearla. Se levantaban por encima de las nubes, a un tiro de piedra de la Atalaya. Sus picos eran toscos y puntiagudos. Desde el precipicio posterior de la Atalaya, se extendían a ambos lados, formando como una cuña, elevándose más y más en la distancia. Pero a la derecha, un aguijón de la cordillera aparecía entre las nubes para volver a desaparecer.
Linden se asomó al precipicio como si fuera a precipitarse a él. Covenant sintió como sus costillas se estremecían. Ella estaba cogida en el trance de los locos y no hallaba aire suficiente para gritar. Ante el temor de que pudiera deshacerse de él y perderse más allá del parapeto, tiró de su espalda para colocarla en postura menos peligrosa. Ella se quedó de rodillas en el suelo, murmurando lamentaciones. Sus ojos estaban terriblemente brillantes con una mirada vacía.
—¡Linden! —No sabiendo qué otra cosa podía hacer, le gritó—. ¿Es que no tiene ya el valor necesario para seguir viviendo?
Ella se quedó asombrada y le dirigió la mirada con unos ojos que parecían sables recién desenvainados. Aquel sol tan raro daba a su cara un aspecto de furia.
—Lo siento —dijo él. Su reacción le había exasperado—. ¿Estaba tan…? —Involuntariamente había provocado algo a lo que no tenía ningún derecho—. Nunca quise que le ocurriera esto.
Ella rechazó su disculpa con un violento movimiento de cabeza.
—Ahora —dijo, jadeando—, va usted a contarme la otra explicación.
Covenant asintió, Se separó de ella y buscó un lugar para sentarse, apoyado en el parapeto. No podía comprender su extraña combinación de fortaleza y debilidad; pero en aquel momento, su incomprensión carecía de importancia.
—La explicación desde dentro. —Un profundo cansancio le invadió, pero luchó contra él porque necesitaba palabras—. Nos encontramos en un lugar llamado el Reino. Es un mundo diferente, como de otro planeta. Estas montañas son de la Cordillera Meridional, en el Sur. El resto del Reino está al Oeste, al Norte y al Este de donde nos encontramos. Este sitio se llama la Atalaya de Kevin. Debajo de nosotros, un poco hacia el Oeste, había un pueblo llamado Pedraria Mithil. Piedra Deleitosa es…
Pero Piedra Deleitosa le recordó a los Amos. Entonces dijo solamente. —He estado allí antes.
«Mucho de lo que voy a contarle no tendrá sentido para usted hasta que lo vea por sí misma. Pero hay algo importante, ahora mismo. El Reino tiene un enemigo: El Amo Execrable. —El trató de estudiarla para leer su respuesta; pero sus ojos le miraban fríamente. Nada más—. Durante miles de años —prosiguió—, el Execrable ha tratado de destruir el Reino. Es una especie de prisión para él. Quiere escapar. —Se debatía por dentro ante la imposibilidad de que aquello que iba decir pudiera ser aceptable para cualquier persona que nunca hubiera tenido aquella experiencia—. El nos ha sacado de nuestro mundo. Nos ha traído aquí para servir a sus propósitos. Cree que puede manipularnos para ayudarle a destruir el Reino.
«Aquí, nosotros tenemos poder. —Rogó para que lo que estaba diciendo fuera verdad—. Al venir de otro mundo, no estamos sujetos a la Ley, al orden natural que lo mantiene todo unido. Es por ello que el Execrable nos necesita. Quiere utilizarnos. Podemos hacer cosas que nadie aquí puede hacer. —Para librarse de la carga de su incredulidad, volvió su cabeza hacia el parapeto y miró las montañas—. Tras de un respiro, continuó. —En la medida en que no estemos sujetos a ninguna ley, ni a nadie, ni a cualquier explicación somos poderosos—. Dijo, para aliviar su conciencia. Pero yo no soy libre. Ya he escogido. —Esto es lo que aquí impera. El Poder. El Poder que curó mi herida.
«Aquel anciano… De alguna manera sabe lo que está ocurriendo en el Reino. Y no es amigo del Execrable. El la escogió a usted por algo, no sé por qué. O tal vez quiso reasegurarse. A ver si es usted la clase de persona que el Execrable puede manipular.
«Por lo que respecta a Joan, ella fue el camino para que el Execrable me tuviera a mí. Ella era vulnerable ante él. Después de lo que ocurrió la última vez, yo estaba aquí y no estaba. El la utilizó para que yo caminara hacia aquel triángulo por mi propia voluntad. Por esto pudo convocarme. —Lo que no comprendo, pensó suspirando, es porqué tuvo que hacerlo así. No fue como las otras veces—. Puede que yo también esté aquí por accidente, pero no lo creo.
Linden bajó la mirada a la piedra del suelo, como para verificar que estaba en su sitio. Luego se tocó la herida que tenía detrás de la oreja. Frunciendo el ceño, levantó las rodillas del suelo para adoptar una postura más cómoda, quedándose sentada. Ahora ya no le miraba a él.
—No lo entiendo —dijo—. Primero dice usted que es un sueño, y luego que es real. Primero, se halla en trance de muerte allí en el bosque; luego se encuentra aquí curado por una especie de… una especie de magia. Primero, el Amo Execrable es una ficción; luego resulta que es real. —A pesar de su control, su voz se mostraba algo temblorosa—. ¿Cuál es la verdad? No puede ser ambas. —Su puño se cerró—. Podría estar muriéndose.
Ah, para mí ambas explicaciones son válidas, pensó Covenant. Es como el vértigo. La respuesta está en la contradicción, en el centro de la paradoja. Sin embargo, se guardó de expresar este pensamiento en voz alta.
Y no obstante, la pregunta de Linden le reconfortó. Su incansable mente y aquella necesidad que la llevó a rechazar todos sus avisos de peligro, la condujo a seguirle en su condena y empezaba ya a aferrarse a la situación. Si tenía la fortaleza necesaria para enfrentarse a él, la crisis había pasado, al menos de momento. A pesar de su miedo, sonrió.
—No importa —dijo—. Puede que sea real, puede que no. Puede usted creer lo que quiera. Me limito a ofrecerle un marco de referencia para que tenga un punto de partida.
Las manos de Linden se movían incesantemente, tocándose el cuerpo o la piedra, como si necesitara la sensación táctil que asegurara su propia existencia. Al cabo de un momento dijo:
—Usted ha estado aquí antes. —Su cólera se había convertido en tristeza—. Es su vida. Indíqueme como puedo comprenderla.
—Afróntela. —Le contestó sin vacilar—. Siga adelante. Averigüe lo que pasa y lo que se pone en juego. Eso es lo que debe hacer. —El sabía por experiencia que no hay otra defensa contra la desgracia que se le viene a uno encima. La realidad y la irrealidad del Reino no eran conciliables—. Concédase a sí misma una oportunidad para averiguar quién es.
—Sé quién soy. —Sus mandíbulas adoptaron una rigidez obstinada. La línea de su nariz parecía más precisa y firme que frágil, mientras su boca mostraba su habitual severidad—. Soy médico. —Pero notó que le faltaba algo—. Ni siquiera tengo mi maletín. —Entonces empezó a escrutarse las manos como si tratara de averiguar para qué servían. Cuando se cruzó de nuevo con la mirada de Covenant, su pregunta era más bien una súplica que una interpelación—. ¿Qué cree usted?
—Yo creo —dijo, haciendo un esfuerzo para suavizar su dureza—, que debemos hallar el medio para detener al Execrable. Esto es lo más importante de todo. El trata de destruir el Reino y no voy a permitir que se salga con la suya. Esto es lo que yo voy a hacer.
Tan rotunda afirmación pareció impresionarla.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con usted? Si esto es un sueño, nada importa. Y si es… —tenía dificultad en pronunciar las palabras—. Si es real, no es su problema.
Covenant sacó a relucir su vieja cólera.
—El Execrable se ríe de los leprosos.
Los ojos de Linden acusaron un impacto de comprensión a estas palabras. Su expresión decía: Nadie tiene derecho a reírse de la enfermedad. Con voz templada, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Ahora? —El estaba fatigado, pero la pregunta le movilizó. Ella tenía razones, fuerza y posibilidades. El viejo no la habría hecho correr el riesgo gratuitamente—. Ahora, si puedo vencer mi vértigo, vamos a bajar de aquí, a ver qué clase de aventura nos espera.
—¿Abajo? —dijo ella, parpadeando—. Ni siquiera se cómo hemos subido.
Como respuesta, Covenant asintió, señalando hacia las montañas. Cuando ella se volvió, tuvo noticia del hueco situado en la curva del parapeto, encarando el risco. El la vigiló cuando se dirigió a mirar por el borde y vio lo que él ya sabía.
El parapeto coronaba el final de una larga escalera de rudos escalones cortados en la piedra que terminaba en ángulo con el despeñadero, por debajo de la Atalaya.
Covenant fue junto a ella y la primera mirada al vacío le indicó que el vértigo no sería fácil de vencer. Desde aquella altura, los escalones desaparecían entre las nubes, como si cayeran en las oscuras profundidades.