En silencio, la condujo nuevamente a la sala de estar. Su mano en el brazo de Linden era vacilante, como si el mero contacto le infundiera temor. Cuando ella se sentó en el sofá, él señaló la herida y se retiró. Linden se alegró de quedarse sola. Estaba aturdida por las muestras de flaqueza que había dado; necesitaba tiempo para recobrar el dominio de sí misma.
¿Qué le había ocurrido a Joan? No sabía nada acerca de malos espíritus, ni siquiera creía en ellos, pero había presenciado su ferocidad. Había sido educada para percibir el mundo en términos de disfunción y enfermedad, medicación y tratamiento, curación o muerte. Pero Joan… ¿De dónde procedía aquel horror?, y ¿cómo…?
Cuando Covenant regresó con su mano derecha vendada, ella se quedó mirándolo, inquiriendo explicaciones.
El se mantuvo frente a ella, esquivando su mirada. Se quedó cabizbajo, adoptando una postura que le daba cierto aire de abandono. La piel se arrugaba en los extremos de los ojos como si la consternación prendiera de su carne. Pero su boca había adquirido un hábito de desafío, y mostraba su repulsa. Tras un momento, musitó:
—Ahora comprenderá por qué no quería hablarle de ella. —Empezó a pasear y prosiguió—. Nadie lo sabe —sus palabras parecían escapar del rincón más íntimo de su corazón—, excepto Berenford y Román. La Ley no suele sonreírle a la gente que tiene prisioneros, ni aún en estas circunstancias. No tengo ningún derecho legal sobre ella. Lo que se supone debería hacer yo, ahora, es entregarla a las autoridades. Pero he estado viviendo tanto tiempo sin el beneplácito de la Ley que ya no me importa hada.
—Pero ¿qué le sucede realmente? —Linden no podía evitar que la voz le saliera un tanto crispada. Estaba demasiado nerviosa para hablar normalmente.
Covenant suspiró.
—Necesita herirme. Aunque le horroriza. Por esto se pone tan violenta. Parece pensar que de ese modo se castiga a sí misma.
El instinto analítico de Linden empezó a funcionar nuevamente. Paranoico. El es paranoico. Pero, en voz alta, insistió:
—Pero ¿por qué? ¿Qué le ha sucedido a ella?
El se detuvo. La miró como si tratara de medir su capacidad para comprender la verdad y prosiguió su paseo.
—Desde luego —murmuró—, no es así como lo ve Berenford. El cree que se trata de un problema psiquiátrico. La única razón de que no haya tratado de separarla de mí es que comprende el por qué de mi empeño en cuidarla. O parte. Su mujer es parapléjica y él nunca aceptaría traspasar el problema a otra persona.
Por cierto, nunca le he hablado de su gusto por la sangre.
Covenant seguía evadiendo la pregunta, y Linden se armaba de paciencia.
—¿Qué no es un problema psiquiátrico? ¿Ha podido el doctor Berenford encontrar otras causas físicas? Entonces, ¿qué puede ser?
Covenant balbuceó. Luego dijo, con voz distante:
—El no sabe lo que está pasando.
—Usted sigue diciendo lo mismo. Será que le conviene.
—No —replicó—. No es que me convenga. Es la verdad. No está usted preparada para comprenderlo.
—¿Cómo diablos puede estar tan seguro? —La tensión que soportaba su autocontrol hacía su voz cada vez más dura—. He pasado la mitad de mi vida compartiendo el dolor del prójimo. —Ella quería añadir «¿Es que no le cabe en su cabeza que sea médico?». Pero su garganta se cerró en las últimas palabras. Se había agotado.
Por un instante, la mirada de Covenant se levantó como si de pronto hubiera aceptado la idea de que ella estaba preparada para conocer la verdad. Pero luego movió la cabeza negativamente. Cuando habló, ella no pudo anticipar qué clase de respuesta había decidido darle.
—Tampoco yo estaría enterado —comenzó a decir—, si sus padres no me lo hubieran dicho. Fue hace un mes, aproximadamente. No suelen tener contacto conmigo, pero fueron francos. Me contaron todo lo que sabían.
«Supongo que venía de lejos. La única novedad es la forma en que ataca. Joan se divorció de mí cuando se me diagnosticó la lepra. Hace de esto once años. Tomó a Roger consigo y se fue con su familia. Pensó que su decisión estaba justificada. Demonios, durante años yo también he pensado que estaba justificada. Los niños son más susceptibles a la lepra que los adultos. Por eso se divorció. Por Roger.
«Pero no funcionó. En el fondo de su alma, creía haberme traicionado. Es duro perdonarse a uno mismo por haber abandonado a un ser querido, y aún más cuando éste te necesita. Es algo que erosiona gravemente el propio respeto, como la lepra erosiona el físico. Es algo que carcome. Y llegas a ser un lisiado moral. Ella lo soportó durante algún tiempo. Luego empezó a buscar remedios».
Su voz y la información que iba dando, mantenían atenta a Linden. Cuando paseaba, ella se fijó en su forma de moverse; el cuidado y la precisión de sus movimientos. Se desplazaba por el lado de la mesita como si ésta fuera un peligro para él. Y repetidamente se examinaba el cuerpo comprobando el estado de sus manos, sus brazos, sus piernas, su pecho, como si tratara de descubrir si se había lastimado sin darse cuenta.
Ella había leído acerca de estas cosas. Su auto-inspección se llamaba CVE (Control Visual de Extremidades). Al igual que la precaución con que se movía, era parte de la disciplina que necesitaba para mantener la enfermedad controlada. Debido al mal que la enfermedad había hecho a sus nervios, la mayor amenaza para su salud era la posibilidad de que pudiera tropezar, resbalar, quemarse, cortarse o golpearse sin darse cuenta. La infección sería inevitable si la herida no era atendida de inmediato. Los muebles de la casa se hallaban dispuestos para reducir al mínimo la posibilidad de accidente, evitando ángulos agudos y obstáculos. Asimismo inspeccionaba su cuerpo con regularidad en busca de señales de peligro.
Al observarle bajo ese punto de vista objetivo y profesional, sintió que se restauraba su propia identidad profesional. Poco a poco se iba sintiendo más dispuesta a escuchar sus incompletas explicaciones, sin mostrar impaciencia.
El continuaba hablando.
—Primero ensayó con la psicología. Quería creer que todo estaba en su mente, y las mentes pueden repararse, al igual que los brazos rotos. Empezó a seguir las modas psicológicas de la misma manera que algunas personas siguen la de los coches, adquiriendo uno nuevo cada año. Como si su problema fuera realmente mental y no espiritual. Nada de eso convencía a sus padres, pero trataron de ser tolerantes. También hicieron cuanto pudieron para que Roger tuviera un hogar estable. Así que pensaron que todo iba a transcurrir bien; pero, de repente, lo abandonó todo y se dedicó a ir a la iglesia. Todos aceptaron entonces que la religión daría respuesta a sus problemas. Bien, esto es bueno para mucha gente, pero a ella no le daba lo que necesitaba. Hubiera sido demasiado fácil. Su enfermedad iba progresando. Hace un año que se convirtió en una verdadera fanática. Cogió a Roger y se unió a una comuna. Uno de esos lugares en que se aprende el éxtasis de humillación y el líder predica el amor y el suicidio en masa. Debió de estar muy desesperada, pues durante la mayor parte de su vida, lo único que realmente quería creer era que se hallaba perfectamente. Pero después de todos estos años de continuo desfallecimiento, ya no le quedan defensas. ¿Qué podía perder?
Linden no estaba del todo convencida. Para ella, Dios no tenía más significado que el concepto del bien y del mal. Pero la pasión de Covenant la atraía. Sus ojos estaban húmedos de sufrimiento y rabia. Su boca afilada como una cuchilla. Creía en lo que estaba diciendo.
La expresión de ella debió delatar sus dudas, ya que la voz de Covenant adquirió entonces resonancias de la ferocidad de Joan.
—No es necesario creer en Dios para descubrir lo que le ocurría. Padecía una aflicción para la cual no existe ningún remedio mortal. No podía siquiera detener aquello que la corrompía. Puede que ni ella misma supiera la realidad de lo que trataba de curar. Recurrió a curanderos, siempre en busca de algún poder que pudiera meterse en su ser y sanarlo. Cuando una persona ha probado ya todos los remedios del mundo y ninguno funciona, entonces empieza a pensar en el fuego. Quemar el dolor. Quería martirizarse, encontrar alguna clase de abnegación para librarse del mal.
Su voz se quebró; pero al instante recuperó el control y prosiguió:
—Lo sé todo acerca de eso. Pero ella no tenía defensas. Ella le abrió la puerta y él sabía que era su herramienta perfecta, de modo que la está usando, utilizándola a ella, cuando está ya tan deteriorada que ni siquiera sabe para qué la está utilizando.
—¿Utilizándola? —Linden no comprendía—. ¿El?
Lentamente, la cólera de Covenant se iba desvaneciendo.
—Desde luego, sus padres no sabían nada de esto. ¿Cómo iban a saberlo? Sólo sabían que hace unas seis semanas los despertó en plena noche y empezó a murmurar cosas. Era una profetisa que había tenido una visión. El Señor le había dado una misión. Penas y castigo a los malvados. Muerte a los pecadores y a los incrédulos. Lo único que sacaron en claro es que deseaba que se hiciera cargo de Roger. Luego se marchó y no la han visto desde entonces. Pasadas dos semanas, me llamaron. Yo no la había visto. Era la primera noticia de su desaparición. Pero hace quince días que se presentó aquí. Se introdujo en mi habitación durante la noche y trató de rajarme la cara. De no haber estado tan débil como está lo habría logrado. Daba la impresión de haber pasado todo el día andando.
Covenant parecía estar demasiado cansado para continuar paseando. Sus ojos enrojecidos le daban la apariencia de estar enfermo, y sus manos temblaban. ¿Cuánto tiempo habría estado sin dormir bien y en paz? ¿Dos semanas? Cuando se sentó en el lado opuesto del sofá, Linden se giró hacia él para seguir observándolo. En el fondo de su mente estaba tratando de encontrar la manera de darle un sedante.
—Desde entonces —suspiró—, Berenford y yo hemos cuidado de ella. Le metí en esto porque es el único médico que conozco. Cree que estoy equivocado, pero me ayuda. O me ayudaba. Hasta que la encontró a usted. —Estaba demasiado agotado para dar un tono enfadado a su voz—. Trato de llevarla lo mejor que puedo y él le da drogas que se supone le aclaran la mente. O al menos la calman para que yo pueda darle de comer. Le dejo la luz encendida durante todo el tiempo. Se excita si se siente sola en la oscuridad y temo que se rompa un brazo o algo.
Covenant se quedó silencioso. Aparentemente había llegado al final de su historia… o de su resistencia. Linden vio que su explicación era incompleta, pero se guardó las preguntas en atención a su estado. Necesitaba ayuda, un relevo en el esfuerzo que estaba haciendo. Con cuidado sugirió:
—Tal vez debería estar en un hospital. Estoy segura de que el doctor Berenford está haciendo cuanto puede, pero hay ciertos métodos de diagnóstico que él no puede usar aquí. Si estuviera en un hospital…
—Si estuviera en un hospital… —se volvió hacia ella tan súbitamente que Linden se echó para atrás—, la meterían en una camisa de fuerza, la obligarían a tragar tres comidas al día y convertirían su cerebro en gelatina a base de electroshock. La alimentarían con drogas hasta que no pudiera reconocer ni su propio nombre si Dios en persona la llamara. Nada de esto podría hacerle ningún bien. ¡Maldita sea! Era mi mujer. —Mostró su mano derecha—. ¡Aún llevo el anillo de boda!
—¿Es esto lo que cree que hacen los médicos? —Linden adoptó una postura defensiva—. ¿Martirizar a los enfermos?
Covenant se esforzaba en contener su ira.
—Los médicos tratan de curar las enfermedades tanto si las comprenden como si no. Y no siempre funciona. Esto es algo que un médico no puede curar.
—¿Eso cree usted? —No quería provocarlo, pero su propia excitación la dominaba—. Dígame cuál es el bien que le está haciendo.
El se quedó vacilante. La ira y el dolor le invadían, pero se los quitó de encima y dijo:
—Ella vino a mí.
—Pero ella no era consciente de lo que hacía.
—Pero yo sí —dijo en tono desafiante—. Conozco el problema lo suficiente para saber que soy el único que puede ayudarle.
Linden sintió frustración.
—¿Qué es lo que sabe?
Covenant se puso en pie. Era una figura de pasión que se mantenía erecta y fuerte a pesar de haberse visto tan debilitado por la intensidad de trabajo de su corazón. Sus ojos eran como clavos. Cuando hablaba, cada palabra caía de manera distinta, como lascas de granito.
—Está poseída.
Linden parpadeó.
—¿Poseída? —Esta palabra la sorprendió. No parecía que él hablara un lenguaje que ella pudiera comprender. Estábamos en el siglo veinte; la ciencia médica no había tomado en serio esas cosas, por lo menos, en los últimos cien años. Se levantó de su asiento, y añadió—. ¿Está usted mal de la cabeza?
Esperaba una rectificación; pero él aún tenía recursos que ella no había valorado. Mantuvo su mirada; y su rostro, cargado y purificado por alguna forma de convicción, hizo que ella tomara conciencia de su propia pobreza de moral. Cuando él apartó la mirada, no lo hizo por un sentido de vergüenza o abatimiento, sino para no implicarla a ella en tales conocimientos.
—¿Ve usted? —murmuró—. Es cuestión de experiencia. Usted no está bien equipada para comprenderlo.
—¡Por Dios! —exclamó ella acaloradamente—. Es la cosa más arrogante que he oído en mi vida. Acaba usted de soltar el más enorme disparate y, cuando yo le cuestiono la insensatez de sus palabras, no se le ocurre otra cosa que sugerir que soy yo quien está mal. Pero ¿de dónde sacó usted…?
—Doctora Avery, —su voz era ahora suave y peligrosa—. Yo no he dicho que usted estuviera mal.
Ella no escuchaba.
—Usted sufre una paranoia clásica, señor Covenant —declaró, mordiendo cada palabra—. Cree que cualquier persona que dude de sus conclusiones no está bien de la cabeza. Su caso es digno de un libro de texto.
Hirviendo de manera irracional, Linden le dio la espalda y se dirigió a la puerta, huyendo de él; pero luchando con todas sus fuerzas para no admitir que huía. El la alcanzó y la cogió por los hombros. Ella se volvió hacia él como si hubiera intentado asaltarla.
Pero no lo hizo. Sus manos cayeron a sus costados y se agitaron como si estuvieran cansadas de hacer gestos de súplica. Su cara se mostraba abierta y vulnerable; ella comprendió intuitivamente que en aquel momento podía preguntarle cualquier cosa y él se habría esforzado en responderle.
—Por favor, —tras respirar prosiguió—: Se halla usted en una situación imposible y yo no se la he hecho más fácil. Pero, al menos considere la posibilidad de que yo sepa lo que estoy haciendo.
A Linden le vino una palabra a la boca que luego retrocedió y cayó en otra parte. Estaba furiosa, no porque tuviera ningún derecho a estarlo, sino porque su actitud le mostraba la magnitud del error en que había caído. Tragó saliva para ahogar un grito. Estuvo a punto de pedir disculpas, pero él merecía algo mejor que una disculpa. Amablemente, dijo:
—Lo consideraré. —Linden rehuía su mirada—. No haré nada hasta que vuelva a hablar con usted.
Luego abandonó la casa, escapando de las incomprensibles convicciones de aquel hombre. Sus manos no la obedecían al intentar abrir la puerta de su coche. Finalmente se sentó ante el volante.
Con un regusto de enfermedad en la boca, se dirigió a su apartamento.
Necesitaba reconfortarse, pero no había ninguna clase de confort dentro de aquellas viejas paredes y sobre aquellas tablas astilladas que gemían como víctimas bajo sus pies. Había aceptado aquel apartamento, precisamente porque carecía de todo confort. Pero la mujer que había tomado tal decisión era una mujer que nunca había dicho no a ninguna exigencia de su profesión. Y ahora, por primera vez desde el momento del crimen, quince años antes, cuando sus manos habían sufrido ya la prueba de sangre, necesitaba un poco de reposo. Vivía en un mundo donde no había reposo.
A falta de algo mejor, se fue a la cama.
La tensión y las sábanas húmedas la mantuvieron despierta durante largo tiempo, y cuando finalmente se durmió, sus sueños fueron de sudor y miedo en la cálida noche. El viejo de la túnica, Covenant, Joan… todos murmuraban acerca de él, tratando de prevenirla. El, que había poseído a Joan con propósitos demasiado crueles para ser contados. El, que intentaba dañarlos a todos. Pero al final quedó sumergida en un sueño más profundo y el ser maligno huyó de su mente.
Una llamada a la puerta la despertó.
Su cabeza estaba abrumada de pesadillas, y la llamada había sonado temerosa, como si el visitante creyera que el apartamento tenía algo peligroso. Pero era un imperativo. Ella era médico.
Linden sintió como su cerebro recibía el impacto de la luz del mediodía tan pronto como abrió los ojos.
Saltó de la cama refunfuñando, metió sus brazos en una bata y se fue a abrir la puerta.
Apareció una mujer bajita y tímida, cuyas manos se agitaban y sus ojos parecían asustados. Temerosamente, preguntó:
—¿Doctora Avery? ¿Linden Avery?
Con un esfuerzo, Linden se aclaró la garganta.
—Sí.
—Ha llamado el doctor Berenford. —La mujer parecía no tener idea de lo que estaba diciendo—. Soy su secretaria. Usted no tiene teléfono. No trabajo los domingos, pero me llamó a casa. Quiere que usted se reúna con él. Parece ser que tiene problemas.
—¿Reunirme con él? —Una ola de aprensión recorrió su cuerpo—. ¿Dónde?
—Dijo que usted ya sabía dónde. —Insistentemente, la mujer prosiguió—. Soy su secretaria. Yo no trabajo los domingos, pero siempre me gusta ayudarle. Es una bellísima persona y un buen médico. Su mujer tuvo polio. Realmente, parecía preocupado.
Linden cerró los ojos. Si le hubieran quedado fuerzas hubiera gritado: ¿Por qué me está haciendo esto? Pero se hallaba agotada por los malos sueños y por la duda. Por tanto, se limitó a musitar:
—Gracias. —Y cerró la puerta.
Por un momento se mantuvo inmóvil. Continuó con la mano en la puerta como si quisiera mantenerla cerrada, con ganas de gritar. Pero el doctor Berenford no se habría tomado tantas molestias de no haberse tratado de un caso realmente urgente. Tenía que ir.
Mientras se vestía con las ropas que había llevado el día anterior, y se pasaba un peine rápidamente por los cabellos, descubrió que había ya escogido. En algún momento, durante la noche, había dado su lealtad a Covenant. No comprendía qué pudo haberle ocurrido a Joan o qué pensaba él que podía hacerse con su caso, pero se sentía atraída hacia él. La misma intransigencia que la había enfurecido, le había afectado muy profundamente; era vulnerable a aquella extraña demostración de odio de Covenant, su extrema dureza y su paradójicamente salvaje y compasiva determinación de ser leal a su ex esposa.
Se tomó rápidamente un vaso de jugo de naranja para despejar su cabeza y bajó hacia el coche.
El día era más caluroso de lo normal o la luz del sol cegaba sus ojos. Se encontraba vacía y soluble, como si estuviera sufriendo una alucinación, cuando entró en el camino particular y se acercaba a la casa de Covenant. Al principio no estaba segura de su vista al descubrir una mancha negra en la pared.
Aparcó al lado del coche del doctor Berenford y se bajó para ver qué era.
Cerca de la puerta principal, un gran triángulo contrastaba con la blancura de la pared. Era de un negro rojizo, el color de la sangre seca. La vehemencia de su designio la convenció de que era realmente sangre.
Empezó a correr.
Al entrar en la sala de estar, vio que también había sido profanada. Los muebles estaban intactos; pero todo estaba manchado de sangre. Cubos de sangre habían sido esparcidos por la habitación. El olor a enfermedad pululaba el aire.
En el suelo, cerca de la mesita de café, había una pistola.
Su estómago se revolvió. Al instante, se llevó las manos a la boca para impedir un grito. Toda aquella sangre no podía provenir de un ser humano normal. Alguna atrocidad…
Luego vio al doctor Berenford. Estaba sentado junto a la mesa de la cocina con una taza en sus manos. La estaba observando.
Linden se acercó a él con ojos que revelaban su espanto.
—¿Qué diablos…?
El la interrumpió con un gesto, pidiendo silencio.
—Está durmiendo.
De momento, ella se quedó con la boca abierta ante el jefe de personal, pero estaba acostumbrada a las emergencias. Su piloto automático empezó a funcionar. Moviéndose como para demostrar que sabía mantener la calma, cogió una taza y se sirvió un poco de café de la cafetera que se hallaba sobre el hornillo. Se sentó en la otra silla de aquella mesa de viejo esmalte y, en tono muy tranquilo, preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
Berenford tomó un sorbo de su café. No tenía su humor habitual y sus manos temblaban.
—Creo que él estuvo en lo cierto durante todo el tiempo. —Dijo sin mirarla—. Ella se ha ido.
—¿Se ha ido? —Por un instante, su control resbaló. ¿Se ha ido? Casi no podía respirar—. ¿Hay alguien que la esté buscando?
—La policía —respondió—. La señora Román… ¿le hablé de ella? Es su abogada. Se fue a la ciudad después de que yo llegué. Hace un par de horas. A encender un fuego ante el Sheriff. En estos momentos, todos los guardias del condado deben estar buscándola. La única razón de que no vea coches es que nuestro Sheriff, Dios bendiga su corazón, no permite a sus hombres aparcar tan cerca de un leproso.
—Bien. —Linden agarró su pericia con ambas manos—. Cuénteme lo que ha pasado.
Haciendo un gesto de desvalido, Berenford respondió:
—En realidad, no lo sé. Sólo sé lo que me ha contado la señora Román. No tiene ningún sentido. —Suspiró—. Bueno, esto es lo que dijo. Poco después de medianoche, oyó gente en su puerta. Había empleado mucho tiempo en tratar de bañarla, pero después se quedó dormido. No se despertó hasta que esa gente empezó a actuar como si quisieran echar la puerta abajo.
«No había necesidad de preguntarles qué querían. Creo que ya esperaba algo así desde que Joan llegó a la casa. Fue a recoger su pistola. ¿Sabía usted que tiene una pistola? La señora Román se la compró la semana pasada, para su defensa personal, como si el hecho de ser leproso no fuera ya una defensa en cierto modo.
Al ver la impaciencia de Linden, continuó con su relato.
«El caso es que cogió la pistola y encendió todas las luces. Luego abrió la puerta. En seguida entraron, casi media docena de personas. Dice que llevaban ropas de arpillera y cenizas.
El doctor Berenford hizo una mueca.
«Si reconoció a alguno de ellos no lo admite. Les apuntó con la pistola y les dijo que no podían llevársela. Pero ellos actuaban como si quisieran que les disparara. Y cuando estuvo dispuesto a hacerlo, no pudo. Ni aún para salvar a su esposa.
Movió la cabeza.
«Trató de intimidarles, pero era uno contra seis, y no tenía muchas oportunidades. Esta mañana, después de muchas horas, se ha decidido llamar a la señora Román. Se mostró incoherente. Trataba de impedir que se iniciase la búsqueda, sin saber explicar por qué. Pero al final, ha sido lo suficientemente sensato para reconocer que necesitaba ayuda. Luego se desmayó. Cuando ella llegó, lo encontró inconsciente, en el suelo. Había sangre por todas partes. Fueran quienes fueran, deben haber desangrado a una vaca entera.
Bebió un sorbo de café, como si fuera un antídoto.
«Bueno, pues logró levantarlo y él la condujo a la habitación de Joan. No estaba. Las cintas que le ataban las muñecas habían sido rotas».
—¿No la habrán matado? —preguntó Linden.
El la miró.
—El dice que no. Hasta qué punto lo sabe, puedo adivinarlo tanto como usted. —Después de un momento, dijo—: De todas formas, la señora Román me llamó. Tan pronto como llegué, ella se fue para ver lo que se podía hacer con la búsqueda. Le he examinado y parece estar bien, aparte del agotamiento normal.
Linden prescindió de sus dudas acerca del estado de Covenant y dijo:
—Yo lo vigilaré.
El doctor asintió.
—Para eso la he llamado.
Tras tomar un sorbo de café, ella inquirió:
—¿Sabe usted quiénes eran?
—Eso mismo le pregunté a él. —Contestó, el doctor Berenford, frunciendo el ceño—. Dijo: ¿Cómo diablos lo voy a saber?
—Bien, pero ¿qué es lo que quieren de ella?
Tras quedarse pensativo un momento, dijo:
—Lo peor del caso es que yo creo que él lo sabe.
—Entonces, ¿por qué no quiere decírnoslo?
—Es difícil de saber —respondió el doctor lentamente—. Creo que él cree que si nosotros lo supiéramos, trataríamos de detenerlo.
Linden no respondió. Ya no estaba preparada para tratar de convencer a Covenant de hacer algo. Pero sí que estaba determinada a averiguar la verdad acerca de Joan, acerca de él y, por supuesto, del viejo de la túnica, tanto por su propia seguridad como por la de Covenant. A pesar de su feroz independencia, no podía abandonar la convicción de que necesitaba una ayuda desesperadamente.
—Lo cual es otra de las razones para quedarse aquí —continuó el médico, al tiempo que se levantaba de la silla—. Tengo que marcharme. Pero alguien tiene que encargarse de impedir que cometa cualquier locura. A veces… —Su voz quedó diluida, para reemprender la frase con una súbita energía—. A veces pienso que este hombre necesita un guardián. No un médico. —Por primera vez desde que llegó ella, la miró directamente a la cara—. ¿Cuidará de él?
En aquel momento, Linden adivinó que el doctor quería asegurarse de que ella compartiría su responsabilidad respecto a Covenant y Joan. Sin embargo, no podía prometer nada, si bien podía ofrecerle algo similar.
—Bien, lo que es seguro —dijo severamente— es que no abandonaré el caso.
El asintió vagamente. Sus ojos ya se habían apartado de ella. Al iniciar el camino hacia la puerta, murmuró:
—Sea paciente con él. Ha estado tanto tiempo sin encontrarse con alguien a quien no repeliera su presencia que no sabe como comportarse.
Luego salió de la casa y se dirigió a su coche.
Linden se quedó observándolo mientras se alejaba levantando polvo, en dirección a la carretera principal. Luego volvió a la sala de estar.
¿Cómo debía comportarse? Al igual que Covenant ella no lo sabía, pero necesitaba decidirlo. El olor a sangre le daba sensación de suciedad; pero ya había superado hacía tiempo su rechazo, por lo que decidió prepararse un desayuno. Después se ocupó de limpiar la estancia.
Con un cepillo de fregar y un cubo de agua y jabón, atacó las manchas como si fueran una provocación. En lo más profundo de su alma, donde su riqueza y su opresión tenían las raíces, sintió que la sangre era vida, algo de valor, demasiado preciosa para ser derrochada y desestimada, igual que sus padres la habían derrochado y desestimado. Con gesto de rabia, iba borrando la locura o malicia que había violado aquella habitación.
Cada vez que necesitaba unos momentos de descanso, iba silenciosamente a echar un vistazo a Covenant. Su sueño parecía agitado, pero no mostraba ningún signo de caer en coma. Ocasionalmente los movimientos de sus ojos indicaban que estaba soñando. Dormía con la boca abierta, como en un grito silencioso, y sus mejillas estaban húmedas de lágrimas. Al verlo allí tendido, desconsolado y vulnerable, su corazón se iba hacia él. Tenía tan poco respeto para con su propia personalidad.
Pasado el mediodía, cuando ella se encontraba aún en pleno trabajo, él salió de su habitación. Andaba inseguro, medio adormecido. Cruzó la estancia en dirección a ella como si estuviera encolerizado; pero su voz sólo mostró resignación.
—Ahora ya no puede ayudarle. Mejor será que se vuelva a casa.
Ella se encaró con él.
—Quiero ayudarle a usted.
—Puedo arreglármelas.
Linden tragó saliva y trató de no ser demasiado dura.
—Pues nadie lo diría. No pudo evitar que se la llevaran. ¿Cómo va a lograr ahora que se la devuelvan?
Los ojos de Covenant se dilataron. Había puesto el dedo en la llaga. Pero no respondió. Parecía estar casi inhumanamente sereno.
—No la quieren a ella. Es sólo una manera de atraparme a mí.
—¿A usted? —¿Era efectivamente paranoico?— ¿Está usted tratando de decirme que todo esto ha ocurrido por causa de usted? ¿Por qué?
—Aún no lo he descubierto.
—No. Quiero decir. ¿Por qué cree que todo esto va contra usted? Si le querían a usted, ¿por qué no se lo llevaron? No habría podido impedírselo.
—Porque ha de ser un acto voluntario. —Su voz tenía el timbre de un cable sobretensado. Debería haber estallado hacía rato, pero no parecía que fuera a estallar—. No pueden forzarme. Tengo que hacerlo por voluntad propia. Joan… —Una ola de oscuridad nubló sus ojos—. Está en camino para ejercer presión. El ha de correr la suerte que yo pueda rechazar.
El. La respiración de Linden se hizo más pesada.
—Sigue usted diciendo él. ¿Quién es él?
Su manera de fruncir el entrecejo no le favorecía.
—Olvídelo. —Dijo, tratando de prevenirla—. Si no cree en personas poseídas, ¿cómo puedo lograr que crea en poseedores?
Linden encajó su advertencia, pero no en la forma que él intentaba hacerla. Sus insinuaciones alumbraron inesperadamente sus pensamientos, ya fuera por un esfuerzo de adivinanza o por la determinación que acababa de tomar. El había dicho: Deberá encontrar la manera de hacerlo a mis espaldas. Pues bien, si esto es lo que debería hacer, lo haría.
—Muy bien —dijo, mirándole como para aprobar sus intenciones—. No puedo hacerle entrar en razón. Pero, dígame sólo una cosa. ¿Quién era aquel viejo? Usted lo conocía.
Covenant le devolvió la mirada como si no quisiera contestar. Pero luego habló lentamente:
—Un presagio. O un aviso. Cuando él aparece, sólo hay dos opciones. Olvidarse de todo cuanto haya comprendido en su vida y abandonarse a la suerte, o agarrarse a su propia vida. El problema es… —Su tono adquirió una resonancia especial, como si tratara de decir algo más de lo que podía expresar en palabras—. No acostumbra a perder el tiempo con la clase de personas que se le escapan fácilmente. Y es posible que usted ya sepa dónde se está metiendo.
Con miedo de que hubiera adivinado su intención, Linden preguntó:
—¿Por qué no me lo dice?
—No puedo. —Su tensión había desaparecido, transformándose de nuevo en resignación—. Es como firmar un cheque en blanco. Esa especie de inconsciencia, temeridad, culpa o sea lo que sea, no significa nada si usted sabe de antemano de cuánto va a ser el cheque, tanto si lo firma como si no. ¿Hasta cuánto puede usted llegar?
—Bueno, en todo caso —dijo, encogiéndose—, no tengo intención de firmar cheques en blanco. He trabajado mucho para limpiar todo esto. Ahora me marcho a casa. —Linden rehuía su escrutinio—. El doctor Berenford quiere que coma. ¿Lo hará usted solo o quiere que se lo mande de vuelta?
Covenant no contestó a la pregunta.
—Adiós, Doctora Avery.
—Oh, Dios mío —protestó en un súbito arranque—. Probablemente me pasaré el día pensando en usted. Al menos, llámeme Linden.
—Linden —murmuró, con ausencia de toda emoción—. Me las apañaré.
—Lo sé —respondió ella, casi para sí misma. Y se marchó hacia aquella calurosa tarde. Yo soy la que necesita ayuda, pensó.
En el camino de vuelta a su apartamento, vio de nuevo a aquella mujer con los niños que proclamaban arrepentimiento; allí, en el mismo sitio.
Varias horas más tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse, tiñendo las calles de color anaranjado y rosa, se hallaba nuevamente conduciendo. Se había duchado y vestido con una blusa de franela, pantalones vaqueros y unos fuertes zapatos deportivos. Conducía despacio, dándole tiempo a la tarde a oscurecer. Media milla antes de llegar a Haven Farm, apagó las luces.
Al dejar la carretera principal, se adentró en el primer camino vecinal, que conducía a una de las casas abandonadas. Luego aparcó el coche y cerró con llave para proteger su maletín médico y el bolso.
A pie, se acercó a la casa de Covenant. Hizo lo posible para esconderse entre los árboles que bordeaban la granja. Apostaba que iba a llegar tarde. Aquellas gentes que habían secuestrado a Joan podían haber hecho algo durante la tarde. Desde los árboles, se acercó cautelosamente a la pared lateral de la casa, donde encontró una ventana desde donde podía observar la sala de estar, sin exponerse a ser vista desde la puerta.
Las luces estaban encendidas. Con toda la precaución de que era capaz, pudo ver a Thomas Covenant. Se hallaba sentado en el centro del sofá con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos, como si estuviera esperando algo. Las bolsas de los ojos se habían oscurecido, dándole el aspecto de un hombre acabado. Los músculos de su mandíbula se tensaban y relajaban alternativamente. Se esforzaba en mantener la calma; pero, de pronto, su tensión le empujó a levantarse. Empezó a andar en círculos alrededor del sofá y la mesita. Sus movimientos eran rígidos, negando toda debilidad de su corazón.
Para no espiarle continuamente, linden abandonó la observación y se sentó debajo de la ventana, apoyada en la pared. Allí, en la oscuridad, esperaba con él.
No le gustaba lo que estaba haciendo. Aquello era violar su intimidad, algo inadecuado para ella. Pero su ignorancia y la obstinación de Covenant eran intolerables. Sentía la absoluta necesidad de comprender aquello que la había hecho acobardarse cuando se había enfrentado al caso de Joan.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Pocos minutos después de que se hubiera sentado, unos pasos se aproximaron a la casa.
Los latidos de su corazón casi la aterrorizaron. Pero estaba dispuesta a resistirlo todo. Cautelosamente, levantó la cabeza hacia la ventana. Justo en aquel momento, un puño llamaba a la puerta.
Covenant vaciló ante aquella llamada. El miedo se reflejaba en su cara. Su aspecto asustó a Linden. Era un individuo fuerte que parecía tener muchos valores que le fallaban a ella. ¿Cómo habría llegado a sentir tal temor?
Pero unos instantes después, él ahogó su miedo como si estuviera agarrando una víbora por el cuello. Desafió su flaqueza y se dirigió a la puerta.
Antes de que llegara, la puerta se abrió. De la oscuridad exterior surgió un hombre solo. Linden pudo verlo claramente. Iba envuelto en una tela de arpillera a guisa de túnica. Llevaba ceniza en el pelo y las mejillas tiznadas. Aquella indumentaria destacaba la falta de vida de sus ojos, dándole la apariencia de un vampiro.
—¿Covenant? —Al igual que su semblante, su voz era cenicienta, muerta.
Covenant miró firmemente al hombre. Y pareció crecer en estatura.
—Sí.
—¿Thomas Covenant?
El escritor asintió impacientemente.
—¿Qué quiere usted?
—La hora del juicio ha llegado. —El hombre miraba hacia el fondo de la sala, como si fuera ciego—. El Maestro llama a su alma. ¿Viene usted?
La boca de Covenant emitió un gruñido.
—Su maestro sabe lo que puedo hacerle.
El hombre no reaccionó. Prosiguió como si su discurso hubiera sido ya preparado para el entierro.
—La mujer será sacrificada cuando se levante la luna llena. Hay que expiar los pecados. Ella pagará si usted no lo hace. Ésa es la orden del Maestro de la vida y de la muerte. ¿Va a venir conmigo?
¿Sacrificada? Linden se horrorizó. ¿Expiación? Toda la piel de su cuerpo ardía de indignación. Pero ¿qué demonios…?
Los hombros de Covenant se plegaron. Sus ojos llamearon cargados de amenazas.
—Iré.
Ningún indicio de conciencia animó las grises facciones de aquel hombre. Se volvió como una marioneta y se retiró.
Por un momento, Covenant permaneció quieto, con los brazos cruzados sobre el pecho como para ahogar un grito, la cabeza inclinada hacia atrás mostrando la aflicción y el desamparo que marcaban su cara.
Pero luego, se movió con una violencia que sorprendió, o más bien aterró, a Linden. Con su media mano se abofeteó la cara y bruscamente se adentró en la oscuridad, detrás de su convocante.
Linden estaba tan aturdida que casi perdió la oportunidad de seguirlos. ¿El Maestro? ¿Sacrificio? Temores y dudas poblaban su piel como insectos. El hombre vestido de saco parecía tan insistente… y más desalmado que cualquier animal. ¿Drogas? ¿O…?
Aunque él la ataque…
¿Estaba Covenant en lo cierto? ¿Acerca del viejo, acerca de ser poseído? ¿Acerca del propósito…? Es sólo una manera de tenerme a mí.
¿Sacrificada?
¡Oh, Dios mío! El hombre de la arpillera parecía un loco peligroso. ¿Y Covenant? Covenant era capaz de cualquier cosa.
El tratar de adivinar lo que él iba a hacer la dejó paralizada. Su temor por él se abrió paso a través de su aprensión personal y la llevó a doblar rápidamente la esquina de la casa en su persecución.
El mensajero le condujo hacia los bosques, lejos de la carretera y de la casa. Linden podía oírlos en la espesura; sin luz, no podían ir muy deprisa. Acomodando su vista, logró verlos, moviéndose como sombras en la jaspeada oscuridad. Linden los siguió.
Caminaban ciegamente a través del bosque, subiendo colinas y deslizándose en los valles. No usaban sendero alguno. Linden tenía la impresión de que seguían una dirección tan recta como una plomada hacia su destino. Y mientras se movían, la noche parecía cabalgar a su alrededor, siendo más hostil a medida que su cansancio aumentaba. Los árboles y los arbustos se volvían malévolos, como si estuviera pasando a un bosque contiguo, a un lugar de riesgos y crueles intenciones.
Luego apareció una colina. Covenant y el mensajero ascendieron, desapareciendo en la cresta, dentro de un extraño resplandor de luz anaranjada que los sacó de la oscuridad para volver a sumergirlos, como en un instante de transición. Advertida por aquel breve fulgor, Linden subió por la colina lentamente. La tensión de sus nervios parecía hacerse visible en la oscuridad. Recorrió a gatas los últimos metros protegiéndose con la cobertura de los hierbajos.
Cuando su cabeza asomó por la cresta, una llamarada de luz cegó sus ojos. Un fuego invisible ardió en su rostro como si de pronto hubiera traspasado la frontera de los sueños. Por un instante, se quedó paralizada, en silencio. La noche engullía todo sonido, dejando el aire vacío de vida.
Parpadeando furiosamente, pasó al otro lado de la colina.
Ante ella había un profundo barranco rocoso. Sus linderos carecían de hierba, matas o árboles, como si hubiera sido regado con ácido.
En el fondo del barranco ardía una hoguera. Sus llamas se elevaban con imprudencia, se agitaban como locas; pero no hacían ruido. Al contemplar el espectáculo, Linden pensó que se había quedado sorda. Era imposible que aquel fuego no produjera el menor sonido.
Cerca de la hoguera había una roca plana de unos tres metros de ancho, en la que se había pintado un gran triángulo rojo, del tono de la sangre fresca.
Joan yacía con la espalda apoyada en la roca, entre el triángulo. No se movía, parecía estar inconsciente. Sólo un leve movimiento de su pecho contra su camisón demostraba que estaba viva.
Había gente agrupada a su alrededor; veinte o treinta de ellos. Hombres, mujeres y niños, todos vestidos de arpillera, y todos enmascarados de gris, como si se hubieran revolcado en la ceniza. Eran tan flacos como las imágenes de gente hambrienta que acostumbramos a ver. Sus miradas vagas daba la sensación de que sus mentes, habían sido extirpadas, dejando unos ojos que habían perdido todo vestigio de voluntad o espíritu. Incluso los niños se movían como autómatas, sin hacer el menor ruido.
Sus caras se habían vuelto hacia un lugar, a la izquierda de Linden.
Hacia donde estaba Thomas Covenant.
Se hallaba a la mitad de la ladera, mirando el fuego a través de aquellas rocas desnudas. Con las manos cerradas en los costados y la cabeza combativamente inclinada hacia adelante. Su pecho estaba abombado como lleno de acusaciones.
Ninguno se movió, habló o pestañeó. El ambiente era tenso y silencioso, invadido por la violencia latente.
De súbito, Covenant emitió un grito.
—¡Estoy aquí! —Su garganta hacía retumbar cada palabra como si se inflingiera una herida a sí mismo—. ¡Dejadla libre!
Un movimiento atrajo nuevamente la atención de Linden hacia el fondo del barranco, Un hombre más moreno que los demás cambió de posición, colocándose junto al triángulo donde se hallaba Joan. Levantó los brazos exhibiendo una larga daga, curvada que sostenía con su mano derecha. Con una voz aguda y extraña como la de un hombre al borde del éxtasis, gritó:
—¡Es la hora! ¡Somos la voluntad del Maestro de la vida y la muerte! ¡Ésta es la hora de retribución, de purificación y de sangre! ¡Abramos el camino a la presencia del Maestro!
La noche absorbió aquella voz, dejando en su lugar un silencio absoluto. Durante un momento, no ocurrió nada.
Covenant dio un paso hacia adelante. Luego se quedó quieto.
Una mujer, cerca del fuego, inició un movimiento vacilante. Linden casi dejó escapar un grito al reconocer a la mujer que había visto en los escalones del Palacio de Justicia propagando el arrepentimiento. Con sus tres hijos detrás de ella, se aproximó a la hoguera.
Se inclinó ante el fuego y puso su mano derecha en las llamas.
Un chillido de dolor rompió el silencio. Seguidamente se alejó del fuego y cayó sobre aquel suelo desnudo. Parecía que estaba agonizando.
Un trémulo rojo recorrió las llamas, como un espasmo de deseo. El fuego parecía crecer como alimentado por el dolor de la mujer.
Los músculos de Linden se crisparon, empujándola a levantarse. Quería proclamar su horror, detener aquella atrocidad. Pero sus piernas no le respondían. Estaba sobrecogida por las imágenes de desesperación y de maldad que veía por todas partes. Toda aquella gente era igual que Joan.
Luego la mujer se incorporó nuevamente y se mantuvo tan callada como si los nervios de aquella mano quemada hubieran sido extirpados. Su mirada se volvió hacia Covenant en una compulsión, como ejerciendo su demanda contra él.
El mayor de sus hijos tomó su lugar en la hoguera.
¡No!, gritó Linden tratando inútilmente de romper el silencio.
El joven se inclinó y extendió su flaco brazo hacia el fuego.
Su sollozo rompió el corazón de Linden, dejándola jadeando en su abominación e impotencia. No podía moverse ni mirar a otra parte. Sólo una angustia sin calificativo la dominaban.
La hermana menor del muchacho hizo lo mismo, como si aquel sufrimiento no significara nada para ella. Y el tercero siguió en su momento, rindiendo su carne sin vida, animada sólo por la inmolación.
Linden deseaba marcharse. La rígida expresión de Covenant indicaba el mismo deseo. Pero el fuego los detenía. A cada contacto con la carne, destellaba su codicia y las llamas crecían.
En el centro de la fogata, algo empezó a tomar forma.
Más y más gente acudió a sacrificar sus manos. A medida que lo hacían la figura se perfilaba. Era parte de las llamas; pero el fulgor rojo dibujaba un hombre con vestidura ondulante. Aparecía como pintado en sangre, con los brazos cruzados sobre su pecho, creado a partir del fuego por el dolor y el abandono.
El líder, con su cuchillo, se arrodilló y gritó:
—¡Maestro!
Los ojos de aquella figura eran como garras amarillentas amenazando venenosamente desde las llamas. Su malignidad hería directamente a Linden, como un asalto a su sano juicio, a su concepto de la vida. Eran feroces y deliberadamente sembradores de mal y de corrupción. Nunca en su vida había sido testigo de tan palpable odio.
Entre la pasividad de la gente, oyó que Covenant gritaba furiosamente:
—¡Malvado! ¿También los niños?
Pero su furor no pudo penetrar en el aturdimiento que la paralizaba. Para ella, el contrapunto del silencio eran sólo los gritos de los quemados.
Luego la luna empezó a elevarse, dibujando en la cresta opuesta de la colina un ribete de color hueso y mirando de reojo al fondo del barranco.
El hombre del cuchillo se puso en pie. Nuevamente levantó los brazos, bandeando su daga. Se estaba aproximando a su clímax. Finalmente, en una voz que parecía un aullido, gritó:
—¡Es la hora del Apocalipsis! ¡El Maestro ha venido a nosotros! La condena está ahí para aquellos que niegan Su voluntad. Ahora seremos testigos de Su venganza contra el pecado y la vida, nosotros que hemos esperado y sufrido en Su nombre: Aquí cumplimos la misión que se nos ha dado. Hemos tocado el fuego y hemos sido redimidos, —luego la voz se levantó hasta alcanzar el tono de los que chillaban al tocar el fuego—. ¡Ahora convertiremos toda maldad en sangre y tormento eterno!
«Es un demente». Linden acariciaba este pensamiento, esforzándose a creer que todos aquellos personajes eran fanáticos y salvajemente manipulados por su privación y su temor. «Todos ellos están locos». «Esto es imposible». Pero no podía moverse.
Y Covenant tampoco se movía. Ella anhelaba hacer algo por él, interrumpir el trance de alguna forma, rescatar a Joan, salvarse a sí misma. Pero él seguía inmóvil, mirando el fuego, como si estuviera atrapado entre el salvajismo y la impotencia.
La figura del fuego creció. Sus ojos hechos de llamas eran como dos cicatrices gemelas de maldad que apostaban todas las cosas con su desprecio. Su brazo derecho hizo una señal como de ejecución de la sentencia.
Al instante, el hombre de piel oscura cayó de rodillas. Inclinándose sobre Joan, desnudó su cuello. Ella yacía sumisa, frágil y perdida. La piel de su cuello parecía brillar a la luz del fuego en una petición de ayuda.
Temblando como si estuviera embriagado o aterrorizado, el hombre colocó la hoja del cuchillo en el blanco cuello de Joan.
Ahora todos estaban completamente pendientes de él. Parecían haber perdido todo interés por Covenant. El silencio era aterrador. Las manos del hombre se agitaron, sacudidas por una voz.
—¡Basta! —gritó Covenant—. ¡Ya habéis hecho bastante! ¡Dejadla ir!
Los funestos ojos de fuego se encararon a él, clavándose en su cara tratando de denigrarlo. El hombre que sostenía el cuchillo en la garganta de Joan, volvió la mirada hacia arriba.
—¿Dejarla ir? ¿Por qué?
—¡Porque no tenéis que hacer eso! —El tono de su voz era a la vez colérico y suplicante—. No sé qué os ha llevado a esto. No sé como os ha tratado la vida. Pero no tenéis que hacerlo.
El hombre no vaciló. Los ojos del fuego se fijaron en él. Con lentitud, su mano libre agarró el pelo de Joan.
—¡Está bien! —gritó Covenant inmediatamente—. Acepto. Yo por ella.
—No. —Linden se esforzó en gritar, pero su grito fue tan sólo un susurro—. No.
Los adoradores estaban tan silenciosos como las piedras.
Lentamente, el hombre del cuchillo se puso en pie. Sólo él parecía tener la capacidad de sentir el triunfo. Con una sonrisa feroz, dijo:
—Es tal como el Maestro prometió.
Luego dio unos pasos hacia atrás, al mismo tiempo que Joan experimentaba un temblor en todo su cuerpo. Ella levantó la cabeza y miró a su alrededor. Su cara estaba libre de toda posesión. Moviéndose con dificultad, logró levantarse. Aturdida y temerosa, deseaba escapar hacia algo que pudiera comprender.
Luego vio a Covenant.
—¡Tom!
Saltó de la piedra y corrió hacia él.
El la levantó, rodeándola con sus brazos, como si no pudiera soportar perderla. Pero luego, bruscamente, la dejó.
—¡Vete a casa! —ordenó—. Todo ha terminado. Ahora estás a salvo.
Señalándole la dirección, la urgió a que se moviera con rapidez.
Joan se detuvo y con la mirada, le imploró que se marchara con ella.
—No te preocupes por mí. —Una extraña ternura suavizó su tono—. Ahora estás a salvo. Eso es lo importante. Yo sabré cuidar de mí.
Trató de sonreír, aunque sus ojos delataban su tristeza. La luz de la hoguera formaba sombras de autodesafío en su cara. Y aún su sonrisa denotaba tal valor y lamento, al mismo tiempo, que su evidencia despedazó el corazón de Linden.
Arrodillándose con la cabeza inclinada y lágrimas en las mejillas, casi se dolía de que Joan hubiese abandonado la roca. No podía soportar ver a Covenant bajar hacia el fondo. Soy la única persona que puede ayudarle. Estaba cometiendo un suicidio.
Suicidio. El padre de Linden se había matado. Su madre se había empeñado en morir. Su repulsión hacia estas cosas era una obsesión constante.
Pero Thomas Covenant había escogido la muerte. Y había sonreído. Por Joan.
Linden jamás había visto que una persona se sacrificara tanto por otra.
No podía resistirlo. Tenía todavía demasiada sangre en sus manos. Secándose las lágrimas de los ojos, miró lo que sucedía.
Covenant se andaba entre la gente como si ya no le quedara ninguna esperanza. El hombre del cuchillo le guiaba hacia el triángulo de sangre. Los ojos del fuego le seguían con avidez.
Era demasiado. En un apasionado arranque, Linden rompió su resistencia y dio un salto mirando hacia arriba.
—¡Aquí, aquí! —gritó—. ¡Policía, rápido! ¡Están aquí! —Linden movía los brazos levantados como si hiciera señales a alguien que estaba detrás.
Los ojos del fuego se clavaron en ella inmediatamente y, en un instante, se sintió completamente vulnerable, con sus secretos expuestos y devorados. Pero ignoró los ojos. Empezó a bajar, temiendo que los adoradores creyeran que estaba sola.
Covenant, en el triángulo, se dio la vuelta. No.
La gente empezó a gritar. La carga de Linden parecía haber roto el trance del fuego. Se sembró la confusión entre los adoradores, que corrieron en todas direcciones. Escapaban como si ella hubiera esparcido su repugnancia. Por un instante, tuvo esperanzas.
Pero el hombre del cuchillo no desfalleció. La cólera del fuego lo exaltó. Empujó bruscamente a Covenant contra la roca, al tiempo que lo golpeaba para mantenerlo allí.
¡El cuchillo…! Covenant se hallaba demasiado aturdido para moverse.
Linden se lanzó contra el hombre, agarrándole los brazos. Pero era fuerte y además, las cenizas que lo cubrían le hacían resbaladizo, por lo que se soltó con facilidad.
Covenant hizo un esfuerzo para intervenir. El hombre, sin vacilar, lo golpeó y lo sujetó con una mano, mientras levantaba el cuchillo con la otra.
Linden atacó de nuevo, bloqueando el cuchillo. Sus uñas arañaron la cara del hombre.
Aullando, dio a Linden un codazo que la dejó tendida sobre la roca.
Todo se ennegreció. La oscuridad la invadió por todas partes.
Vio el destello del cuchillo.
Luego los ojos del fuego la abrasaron y se encontró perdida en un triunfo amarillo que rugía como el horno del sol.