DOS. Algo roto

Después de un momento, su temblor se extendió a sus piernas. Sentía ardor en toda la superficie de su piel, como si los rayos del sol se hubieran concentrado en su cuerpo. Los músculos de su abdomen se habían agarrotado.

El hombre viejo se había esfumado. La había rodeado con sus brazos y luego había desaparecido.

Temía que sus intestinos se rebelaran.

Pero luego su mirada buscó el sitio, en el fango, donde aquel hombre había estado echado. Allí vio la jeringuilla usada, los envases esterilizados y la ampolla vacía. Incluso se notaba la huella del cuerpo en el suelo.

Se estremeció primero y luego empezó a relajarse.

Por lo tanto, había sido real. Sólo había parecido esfumarse. Sus ojos la habían traicionado.

Escudriñó la zona en su busca. No debía andar por allí. Necesitaba cuidado y observación hasta estabilizarse. Pero no vio ninguna señal de él. Tras vencer una especie de rechazo, empezó a rastrear entre las aclepsias; pero en cuanto llegó al lugar en donde sus ojos lo vieron por última vez, no encontró nada.

Defraudada, volvió a la carretera. No quería abandonar, pero no parecía haber alternativa. Musitando algo entre dientes, volvió para recoger su maletín.

Metió los restos del tratamiento en una bolsa de plástico de especímenes de las que llevaba. Luego volvió a su coche. Al sentarse, se agarró al volante con las dos manos, quedándose unos instantes pensando.

No recordaba por qué había ido a Haven Farm, hasta que vio el libro en el asiento de al lado.

¡Ah! ¡Maldita sea!

Se hallaba demasiado cansada y nerviosa para enfrentarse con Thomas Covenant.

Por un momento, consideró la posibilidad de no hacer el favor que le había prometido al doctor Berenford. Puso en marcha el motor y empezó a girar el volante. Pero la exigencia de los ojos del anciano la tenía dominada. A buen seguro, no aprobaría la rotura de promesas. Y ella lo había salvado. Había sentado un precedente para ella misma que era más importante que cualquier cuestión de dificultad o mortificación. Cuando el sedán arrancó, lo dirigió directamente a lo largo del camino, hacia la blanca casa de madera, con el polvo y la puesta del sol a su espalda.

La luz daba una pincelada de rojo en la parte superior de la casa, como si estuviera en proceso de transformarse en alguna otra cosa. Cuando hubo aparcado el coche, aún tuvo que vencer otra sombra de vacilación. No hubiera querido tener nada que ver con Thomas Covenant, no porque fuera leproso, sino porque era alguien desconocido y violento, alguien tan extravagante que incluso el doctor Berenford le tenía miedo.

Pero había contraído un compromiso. Cogió el libro y se dirigió a la puerta principal de la casa, esperando terminar aquella misión antes de que se hiciera totalmente de noche.

Se entretuvo un momento para arreglarse el pelo. Luego llamó.

La casa estaba silenciosa.

Su espalda acusaba las consecuencias de su esfuerzo. La fatiga y lo embarazoso de la misión hacían sus brazos demasiado pesados para levantarlos. Por eso tuvo que apretar los dientes para llamar por segunda vez.

Súbitamente, oyó ruido de pisadas. Se acercaban ruidosamente a través de la casa hacia ella. Pudo intuir que estaban impregnados de cólera.

La puerta se abrió de un tirón y apareció ante ella un hombre, una figura esbelta con unos viejos tejanos y camisa deportiva, unas pulgadas más alto que ella. Tendría unos cuarenta años, y un rostro muy personal que denotaba ansiedad. Su boca parecía tan dura como una lápida de piedra; sus mejillas parecían cinceladas; sus ojos, como ascuas, capaces de arder. El cabello que cubría parte de su frente era rayado de gris, como si hubiera envejecido más por sus pensamientos que por el tiempo.

Daba la impresión de estar agotado. Casi automáticamente, ella notó la rojez de sus órbitas y párpados, la palidez de su piel, la febril agudeza de sus movimientos. O bien estaba enfermo o se hallaba bajo los efectos de una gran tensión.

Linden abrió la boca para hablar, pero no pudo. El la contempló por un momento y luego estalló.

—¡Maldita sea! ¡Si quisiera visitantes pondría un anuncio! —y le cerró la puerta de un golpe ante su cara.

Ella se quedó momentáneamente mirando la puerta, mientras oscurecía a sus espaldas, y su vacilación se convirtió en furia. Luego golpeó la puerta tan fuerte que hizo vibrar el bastidor.

El volvió casi al momento. Su voz derramaba ácido contra ella.

—Puede que usted no comprenda mi idioma. Yo…

Acogiendo su mirada con una irónica sonrisa, Linden le interrumpió:

—¿Es que usted no toca una campana u otra cosa para avisar?

Esto le cortó. Sus ojos se encogieron como si reconsiderara su presencia. Cuando habló de nuevo, sus palabras fluían más despacio, como si tratara de medir el peligro que ella representaba.

—Si usted ya lo sabe, no necesita ningún aviso.

Ella asintió.

—Mi nombre es Linden Avery. Soy médico.

—Y no teme a los leprosos.

Su sarcasmo era más duro que una estaca, pero lo encajó.

—Si tuviera miedo de los enfermos, no ejercería la medicina.

Su mirada ceñuda mostraba su desconfianza, y dijo secamente:

—No necesito ningún médico —y empezó a mover la puerta para cerrarla.

—Por lo visto —casi gritó ella— es usted quien está asustado.

Su cara se ensombreció. Pronunciando cada palabra como si lanzara una daga.

—¿Qué quiere usted, doctora?

Para su desgracia, aquella vehemencia controlada la confundió. Por segunda vez, en aquel crepúsculo, era dominada por unos ojos demasiado potentes para ella. Su mirada la inquietaba. El libro, la excusa para estar allí, permanecía en su mano; pero su mano estaba tras su espalda. No podía contarle la mentira que el doctor Berenford le había sugerido. Pero tampoco tenía otra respuesta. Podía decirle claramente que creía que él necesitaba ayuda; pero si no se la había pedido, ¿estaba justificada su presencia?

Pero luego, una chispa de intuición cruzó por su mente. Antes de analizarla, habló:

—Aquel anciano me dijo: «Sé fiel».

Su reacción la asustó. Los ojos de Covenant despedían sorpresa y temor. Sus hombros se encogieron, su mandíbula se hundió. Luego cerró bruscamente la puerta detrás de él, manteniéndose ante ella con la cara hacia adelante, como para oír mejor.

—¿Qué anciano?

Sin impresionarse, Linden respondió:

—Estaba al final de su camino particular; un hombre viejo con una túnica ocre. Tan pronto como le vi sufrió un paro cardíaco. —Por un instante, una sombra de duda le rozó el corazón. Se había recuperado completamente. ¿Habría fingido aquella situación? ¡Imposible! Su corazón no latía—. Tuve que sudar como una condenada para reanimarle. Luego se marchó tranquilamente.

La beligerancia de Covenant cesó de inmediato. Su mirada caía sobre Linden como si se estuviera ahogando. Sus manos se abrieron delante de él. Por primera vez, ella observó que le faltaban los últimos dos dedos de la mano derecha. Llevaba una alianza de oro blanco en lo que antes había sido el dedo central de aquella mano. Su voz era un arañazo de dolor en su garganta.

—¿Se ha ido?

—Sí.

—¿Usted lo salvó? —Sus facciones se desvanecieron en la oscuridad cuando el sol desapareció del horizonte.

—Sí.

—Y, ¿qué le dijo?

—Ya se lo he dicho antes. —Su incertidumbre la impacientó—. Dijo: «Sé fiel».

—¿Eso le dijo a usted?

—¡Sí!

Los ojos de Covenant se desviaron de su cara.

—¡Por todos los diablos! —Se encorvó como si llevara un peso de crueldad en su espalda—. Tenga compasión de mí. No puedo soportarlo.

Volviéndose, regresó a la puerta y la abrió. Pero allí se detuvo.

—¿Por qué usted?

Entonces entró en la casa, cerró la puerta y Linden se quedó allí sola, abandonada en la noche.

Se mantuvo inmóvil hasta que la necesidad de hacer algo, de emprender cualquier acción que restaurara la normalidad de su mundo, la empujó hacia el coche. Sentada detrás del volante como si acabara de tener un accidente, trató de pensar.

¿Por qué usted?

¿Qué clase de pregunta era aquella? Ella era médico y el hombre necesitaba ayuda. La cosa era simple. ¿De qué estaba hablando Covenant?

Pero «Sé fiel» no era todo lo que el anciano le había dicho. También había dicho No vas a desfallecer aunque él te ataque.

¿El? ¿Se refería a Covenant? ¿Trataba de prevenirla de algo? ¿O había otra clase de relación entre él y el escritor? ¿Qué tenían en común entre sí? ¿O con ella?

¡Nadie podía simular un paro cardíaco!

Trató de poner en orden sus revueltos pensamientos. La situación, en conjunto, no tenía ningún sentido. Todo lo que podía decir es que Covenant había reconocido su descripción del anciano. Y también era cierto que la estabilidad mental de Covenant merecía ser puesta en cuestión.

Linden arrancó el coche para dar la vuelta en redondo. Ahora estaba convencida de que el problema de Covenant era serio; pero esta convicción la enfureció todavía más contra el doctor Berenford por haber rehusado contarle detalladamente el problema. El camino estaba oscuro y conectó las luces largas para completar la vuelta.

Un grito similar a un ruido de cristales rotos la hizo detenerse a la mitad al penetrar en el murmullo de su coche. Esquirlas de sonido cortaron su cerebro. Una mujer en agonía o locura.

La voz provenía de la casa de Covenant.

Durante un instante, Linden permaneció al lado de su coche, esperando que se repitiera.

No se oyó nada más. Había luz tras alguna de las ventanas; pero no se observaban sombras moviéndose. Ningún signo de violencia perturbaba la noche. Su oído estaba atento, pero la oscuridad mantenía su respiración normal. El grito no se repitió.

Durante unos minutos estuvo indecisa. ¿Debía enfrentarse a Covenant, pidiendo explicaciones? ¿O huir? Ya conocía su hostilidad, ¿con qué derecho podía…? De todas formas, ¿y si estuviera torturando a una mujer? Pero ¿cómo podía estar segura? El doctor Berenford lo había denominado caso médico.

El doctor Berenford…

Murmurando entre dientes, volvió al coche, pisó el acelerador y se lanzó por el camino entre el polvo y la grava.

Dos minutos más tarde, se encontraba de nuevo en la ciudad. Pero luego tuvo que reducir la velocidad para fijarse en los indicadores.

Cuando llegó a la casa del jefe de personal, todo lo que pudo ver fue una silueta sobre el cielo nocturno. Su fachada parecía ceñuda, como si también tuviera secretos que guardar. Pero ella no vaciló. A grandes pasos se dirigió a la puerta principal. Esta puerta conducía a una veranda, una especie de zona neutral entre la vivienda propiamente dicha y el mundo exterior. A su llamada, las luces del porche se encendieron. El doctor Berenford abrió la puerta interior, cerrándola detrás de sí y luego cruzó la veranda para ir a su encuentro.

El le dedicó una sonrisa de bienvenida; pero sus ojos evadieron los de ella, como si tuviera una razón para estar asustado. La doctora pudo observar su pulso en las bolsas debajo de sus ojos.

—Doctor Berenford, —dijo ella secamente.

—Por favor —respondió, con un gesto de plegaria—. Julius.

Doctor Berenford. —No estaba segura de admitir la amistad de aquel hombre—. ¿Quién es ella?

—¿Ella? —preguntó, titubeando.

—Sí, la mujer que ha gritado.

Parecía incapaz de levantar los ojos hacia su cara. En una voz fatigada, murmuró:

—El no le dijo nada.

—No.

El doctor Berenford estuvo unos instantes pensando. Luego la condujo hacia dos mecedoras, al final de la veranda.

—Siéntese, por favor. Aquí hace más fresco —su atención parecía vacilante—. Esta ola de calor no puede durar siempre.

—¡Doctor! —le espetó de golpe—. Está torturando a esa mujer.

—No, nada de eso. —De súbito, se mostró molesto—. Quítese, de inmediato, eso de la cabeza. Hace todo lo que puede por ella. Si algo la tortura, tenga la seguridad de que no es él.

Linden mantuvo su mirada, midiendo su confianza, hasta estar segura de que él era amigo de Thomas Covenant, aunque quizás no de ella. Luego dijo, tranquilamente:

—Hábleme.

Gradualmente, su expresión recobró su habitual ironía.

—¿No quiere usted sentarse?

Bruscamente, se encaminó al extremo del pórtico y se sentó en una de las mecedoras. Al momento, él apagó las luces y la oscuridad se filtró por las cristaleras.

—Pienso mejor a oscuras.

Antes de que sus ojos se acomodaran al medio, oyó crujir la silla en la que se sentó.

Durante un tiempo, los únicos sonidos que se percibían eran la suave protesta de su silla y el canto de los grillos. Luego él dijo de pronto:

—Hay algunas cosas que no se las voy a contar. Algunas de ellas porque no puedo explicarlas, otras porque no quiero. Pero le he metido en esto y le debo algunas respuestas.

Después, habló como la voz de la noche; y ella escuchó en un estado de suspensión, medio concentrada, como si escuchara a un paciente describiendo sus síntomas, medio reflexionando sobre la imagen de un hombre vivido y flaco que le había dicho con estupefacción y pena, ¿por qué usted?

—Hace once años, Thomas Covenant era un escritor con un bestseller, una magnífica esposa, llamada Joan, y un hijo, Roger. El odia esa novela; dice que es aburrida, pero todavía ama a su esposa y a su hijo. O, al menos, eso cree. Personalmente, lo dudo. Eso sí, es un hombre intensamente leal. Lo que él llama amor, yo lo llamo lealtad a su propia desgracia. Hace once años que una infección en su mano derecha resultó ser lepra, y esos dos dedos le fueron amputados. Fue enviado al hospital de leprosos en Louisiana, y Joan se divorció de él para proteger a Roger de la proximidad a un leproso. Según lo cuenta Covenant, la decisión fue perfectamente razonable. Una madre mira por su hijo y creo que es normal lo que hizo. Creo que la idea de lo que la enfermedad de Hansen podía hacerle a él, sin mencionar a ella y Roger, la tenía aterrorizada. Por esta razón se fue.

Su tono conllevaba un gesto de duda. Y prosiguió:

«Pero esto son sólo suposiciones. El hecho es que ella se divorció y él no se opuso. A los pocos meses, fue detenido el proceso de la enfermedad y regresó a Haven Farm. Solo. Esto no fue muy agradable para él. Todos sus vecinos se mudaron. Algunas personas de esta inmaculada ciudad trataron de hacer presión para que la abandonara. Estuvo en el Hospital un par de veces, la segunda a punto de morir. —El doctor Berenford parecía retroceder en el recuerdo—. Su enfermedad se había reactivado y tuvimos que mandarle nuevamente a la leprosería. Cuando regresó, todo fue diferente. Parecía haber recobrado la salud. Y ahora, durante diez años, se ha mantenido estable. Algo malhumorado, puede ser. Pero, en cierto modo, accesible, razonable, compasivo. Todos los años contribuye económicamente al fondo de pacientes indigentes.

El doctor suspiró.

«¿Sabe usted? Es extraño. La misma gente que trata de convertirme a mí, parece creer que él necesita también salvarse. Es un leproso que no va a la Iglesia y tiene dinero. Algunos de nuestros evangelistas lo consideran un insulto al Todopoderoso.

El lado profesional de Linden absorbió los hechos expuestos por el doctor Berenford, descontando sus reacciones subjetivas. Pero sus reflexiones situaron nuevamente el rostro de Covenant ante ella, en la oscuridad. Poco a poco, aquella cara se le hizo más real. Vio la soledad y amargura reflejadas en ella. Ahora le respondía como si hubiera reconocido a un camarada. Después de todo, estaba familiarizada con la amargura, el abandono y el aislamiento.

Pero el discurso del doctor también le planteó algunas incógnitas. Quería saber dónde Covenant aprendió a estabilizarse. ¿Qué le había cambiado? ¿Dónde había encontrado una respuesta suficientemente potente para sobreponerse a la miseria de su vida? ¿Y qué había sucedido recientemente que le sacara de ella?

—Desde entonces —continuó el Jefe de Personal—, ha publicado siete novelas, y es ahí donde puede verse realmente la diferencia. Ah, él ha mencionado también otros tres o cuatro manuscritos, pero no los conozco. El caso es que, sin estar en antecedentes nadie creería que su bestseller y las otras siete obras fueron escritas por la misma persona. La primera responde plenamente a su personalidad. Es melodramática, autocomplaciente. Pero las otras… Si usted tiene oportunidad de leer «Venderé mi alma por una culpa» verá como arguye que la inocencia es algo maravilloso, excepto por el hecho de ser impotente. La culpabilidad es poder. Toda persona eficaz es culpable de algo porque el uso de la fuerza es culpabilidad y sólo las personas culpables pueden ser eficaces. Entienda eficacia por el bien. Sólo los condenados pueden ser objeto de salvación.

Linden se retorcía. Entendía que había, por lo menos, una clase de relación entre el sentido de culpabilidad y la eficacia. Ella había cometido un asesinato y por esta razón se convirtió en médico. Sabía que otras personas como ella eran conducidas a la eficacia por la necesidad de expiar sus culpas. Pero ella no había encontrado nada, ni un calmante ni una forma de recuperación, que pudiera verificar que los condenados podían salvarse. Tal vez Covenant había embaucado al doctor Berenford; tal vez estaba loco, un esquizofrénico como máscara de estabilidad. O incluso, tal vez, sabía algo que ella ignoraba.

Ella necesitaba algo.

Este pensamiento le infundió temor. De pronto fue consciente de la noche, de los travesaños de la silla que presionaban contra su espalda y del canto de los grillos. Lamentó haberse echado atrás cuando creyó necesario enfrentarse nuevamente con Covenant. La oscuridad estaba repleta de posibilidades de daño. Pero necesitaba comprender lo que sucedía. Cuando el doctor Berenford dejó de hablar, ella aguantó el silencio tan largamente como pudo. Luego, reposadamente, repitió la pregunta inicial.

—¿Quién es ella?

El Doctor suspiró. La silla lanzó al aire unos chillidos. Pero él se quedó completamente quieto antes de responder.

—Su ex-esposa Joan.

Linden vaciló. Esta información explicaba muchas cosas acerca de la apariencia y comportamiento de Covenant. Pero no era bastante.

—¿Por qué ha vuelto? ¿Qué le ocurre a esta mujer?

El hombre empezó nuevamente a balancearse.

—Ahora hemos vuelto al punto en que estábamos esta tarde. No puedo decirle por qué ha vuelto puesto que me lo dijo confidencialmente. Si él tiene razón… —Su voz se iba diluyendo—. No puedo decirle lo que le ocurre a ella porque no lo sé.

La mirada de Linden se quedó fija en su invisible cara.

—¿Es esa la razón de que me haya metido en esto?

—Sí. —Su respuesta sonó como un reconocimiento de mortalidad.

—Tiene usted muy cerca a otros médicos. Incluso podía llamar a un especialista. —Tuvo que aclararse la garganta—. ¿Por qué yo?

—Bien supongo… —Ahora su tono iba acompañado de media sonrisa—. Podría decirle que es porque está usted bien preparada, pero el hecho es que la escogí porque parece encajar bien en este asunto. Covenant y usted podrían comentar sus cosas, si hallaran una oportunidad.

—Comprendo. —Estaba llorando en silencio. ¿Era tan obvio a pesar de todo lo que había hecho para disimularlo, y sobreponerse que todavía se notaba? Para defenderse, se levantó. Su amargura le hizo hablar en tono provocador—. Veo que le gusta jugar a ser Dios.

Se produjo una larga pausa antes de que él respondiese con voz serena.

—No. No lo veo de esa forma. Este asunto me trae de cabeza y por ello he pedido su ayuda.

Ayuda. Linden protestó interiormente. ¡Oh Dios! Pero escondió su indignación. El Doctor había puesto el dedo en la llaga. Dado que no deseaba exteriorizar su debilidad ni su ira, ni su falta de alternativa, empezó a andar hacia la puerta exterior de la veranda.

—Buenas noches —dijo en tono completamente normal.

—Buenas noches, Linden. —No le preguntó qué era lo que iba hacer. Posiblemente la comprendió. O, tal vez, no se atreviera.

Subió a su coche y emprendió la marcha nuevamente hacia Haven Farm.

Conducía despacio, tratando de recobrar su sentido de perspectiva. Era cierto. No tenía opción ahora; no porque careciera de defensas, sino porque ya había hecho su elección. La había hecho mucho tiempo atrás, cuando decidió estudiar medicina. Había elegido deliberadamente ser lo que había llegado a ser. Alguna de las implicaciones de esta elección le producían dolor, pero ¿no hay dolor en todas partes? Y ella merecía todo el dolor que hubiera que soportar.

Hasta que llegó al camino particular no se dio cuenta de que había olvidado hablarle del anciano al doctor Berenford.

Vio las luces de la casa de Covenant. El edificio brillaba ante un fondo de negros árboles, como un destello a punto de ser engullido por los bosques y la noche. La luna confirmaba esta impresión. Su luz hacía del campo un lago de plata impenetrable, pero no influía en los negros árboles ni la casa que estaba bajo su sombra. Linden temblaba al contacto de aquel aire húmedo, conducía con las manos agarradas al volante y sus sentidos estaban tensos como si fuera a sufrir una crisis.

A pocos metros de la casa, se detuvo y aparcó el coche, dejándolo en la zona iluminada por la luna.

Sé fiel.

No conocía el significado de aquella frase.

La aproximación de las luces debió advertir a Covenant de su llegada. El farol exterior se encendió cuando se acercó a la puerta. El salió a su encuentro. Su silueta erecta y despótica se dibujaba sobre el fondo de la luz amarillenta. Su cara no podía ser observada a contraluz.

—Doctora Avery. —Su voz cortaba como una sierra—. Váyase.

—No. —La dificultad para respirar hizo que hablara bruscamente, de golpe—. No, hasta que la vea a ella.

—¿Ella? —inquirió él.

—Su ex-esposa.

Por un momento, guardó silencio. Luego gritó:

—¿Qué más le ha contado ese bastardo?

Ella decidió ignorar su ira.

—Usted necesita ayuda.

Sus hombros se encogieron como si fuera a estrangular las palabras.

—Ése se equivoca. No necesito ninguna ayuda.

—No —respondió ella sin vacilar—. Está en lo cierto. Usted está agotado y la tarea de cuidar de ella le irá consumiendo. Yo puedo ayudarle.

—No puede —respondió con un enérgico gesto de rechazo—. Ella no necesita un médico. Necesita estar sola.

—Para creer lo que dice tengo que verlo con mis ojos.

La tensión creció cuando ella intentó entrar.

—Si no se marcha voy a llamar al Sheriff.

La falsedad de su posición la enfureció.

—¡Maldita sea! —dijo—. ¿De qué tiene usted miedo?

—De usted —respondió con voz grave y fría.

—¿De mí? Pero si ni siquiera me conoce.

—Y usted tampoco me conoce a mí. Usted no tiene idea de lo que está pasando aquí y, posiblemente, ni podría comprenderlo. Además no está aquí por voluntad propia. Berenford la metió en esto. Ese viejo… —Tragó saliva y luego exclamó con furia—. Usted lo salvó y él la escogió, sin que sepa usted ni remotamente lo que eso significa. No tiene ni idea de por qué la escogió. Por todos los demonios, no voy a tolerarlo, ¡Váyase!

—¿Qué tiene que ver eso con usted? —preguntó, intentando comprenderlo—. ¿Qué le hace pensar que está relacionado con usted?

—Lo que yo sé.

—¿Qué sabe usted? —No podía tolerar la condescendencia implícita en su rechazo—. ¿Qué es lo que tiene de especial? ¿Lepra? ¿Cree usted que el hecho de ser leproso le da derecho a reivindicar el sufrimiento en soledad? No sea arrogante. Hay mucha gente en el mundo que sufre y no es necesario ser leproso para comprenderla. ¿Qué demonios hay de especial en usted?

Su furia lo frenó. Linden no pudo ver su cara, pero su postura parecía cambiar, reconsiderándola. Después de un momento, él habló en tono calmado.

—No tengo nada de especial. Lo único que ocurre es que yo estoy dentro de ese asunto y usted no. Yo tengo conocimiento. Usted no sabe nada. Es algo que no puede ser explicado. Usted no tiene posibilidad de comprender en qué se está metiendo.

—Entonces, explíquemelo. Haga que lo comprenda y pueda decidir.

—Doctora Avery. —Su voz fue repentina y áspera—. Puede que el sufrimiento no sea algo privado. Puede que la enfermedad y el dolor sean de dominio público. Pero éste es privado.

Su apasionamiento la silenció. Luchaba a brazo partido con él en sus pensamientos y no encontraba la forma de vencerlo. Sabía más que ella, se había endurecido más, había obtenido y aprendido más. Así y todo, no podía inhibirse. Necesitaba alguna forma de explicación. El aire de la noche era denso y húmedo, y empañaba el brillo de las estrellas. Ya que no encontraba otros argumentos, decidió desafiarlo con la incomprensión misma.

Sé fiel —articuló—, no fue lo único que dijo.

Covenant inició la retirada. Ella se quedó inmóvil hasta que la tensión le indujo preguntar en tono sarcástico.

—¿Qué más dijo?

—Dijo: No temas. No vas a desfallecer aunque te ataque. —Aquí ella se calló, omitiendo el resto. Los hombros de Covenant empezaron a agitarse. Ella prosiguió, haciendo uso de su ventaja—. ¿A quién se refería? ¿A usted?

El no respondió. Sus manos cubrían su cara, escondiendo su emoción.

—¿O se trataba de otra persona? ¿Alguien hizo algún daño a Joan?

Una corriente dolorosa se deslizó entre sus dientes antes de que pudiera cerrarlos en contra de sí mismo.

—¿O es algo que ha de pasarme a mí? ¿Qué tiene que ver conmigo ese viejo? ¿Por qué dice que me escogió a mí?

—La está utilizando. —Las manos de Covenant ocluían su voz, pero ya se había dominado. Cuando dejó caer los brazos, su tono era lánguido y apagado, como ceniza que se derrama—. Es como Berenford. Cree que necesito ayuda. Creen que esta vez no puedo arreglármelas solo. —Debió haber sonado amargo; pero momentáneamente incluso había perdido aquel recurso—. La única diferencia es que él sabe lo que yo sé.

—Entonces dígamelo. —Insistió Linden—. Déjeme intentarlo.

Con fuerza de voluntad, Covenant se enderezó, quedando erguido frente a la luz.

—No. Quizás no pueda detenerla, pero estoy tan seguro como de que hay infierno de que no colaboraré. No quiero contribuir. Si se empeña en verse envuelta en este asunto, tendrá que hallar algún medio para hacerlo a mis espaldas. —Guardó silencio, como si hubiera terminado, pero luego añadió con furia—. ¡Y dígale a ese bastardo de Berenford que debió tratar de confiar en mí, para variar!

Una réplica mordaz acudió a su garganta. Ella también quería chillar. Pero mientras cogía fuerza en sus pulmones, un grito irrumpió en el aire.

Un grito de mujer, horriblemente agudo. Era imposible que alguien, estando sano, pudiera expresar semejante terror.

Antes de que terminara, Linden corrió hacia la puerta, pasando por delante de Covenant.

El cogió su brazo. Ella se deshizo de su media mano, apartándole.

—Soy médico —dijo. Y sin darle tiempo a que le concediera o denegara el permiso, empujó la puerta y entró en la casa.

La sala de estar, aparecía desnuda. No había alfombras ni estanterías. Tampoco había cuadros ni objetos decorativos. El. único mueble era un largo sofá, lleno de cosas, con una mesilla de café frente a él. El conjunto ocupaba el centro del salón, como si deliberadamente se hubiera dejado espacio navegable a su alrededor.

Recorrió con la mirada la estancia y se dirigió a la cocina, a través de un corto pasillo. También allí una mesa y dos sillas de respaldo recto ocupaban el centro del espacio. Tras rodear los muebles, entró en otra habitación. Covenant corrió tras ella antes de que traspasara dos puertas abiertas, las del baño y del dormitorio, para alcanzar la que se encontraba al final de la habitación.

Estaba cerrada.

En seguida, agarró el tirador. El la cogió por la muñeca.

—Escuche. —Su voz denotaba emoción, urgencia, fatiga o algo semejante, pero ella no atendía—. Tiene que comprenderlo. Sólo hay una manera de herir a un hombre que ya lo ha perdido todo: devolverle algo roto.

Ella alcanzó el tirador con su mano libre. El la soltó.

Abrió la puerta y entró.

Todas las luces estaban encendidas.

Joan se encontraba sentada en una cama de hierro, en el centro de la habitación. Sus tobillos y muñecas estaban atados con bandas de tela que le permitían sentarse o acostarse, pero no juntar las manos. Su largo camisón, que cubría sus delgadas piernas, se había enrollado a causa de sus movimientos.

Una alianza de oro blanco colgaba de la cadena de plata que rodeaba su cuello.

Su mirada no se dirigía a Covenant, sino a Linden, y una furia demencial se reflejaba en su rostro. Sus ojos aparecían rábidos, como los de una leona insana. Continuos alaridos salían de su garganta. Su pálida piel se extendía por su cuerpo estrechamente tensado sobre los huesos.

Linden fue presa de una instintiva repulsión. No podía pensar. No estaba acostumbrada a tal salvajismo. Aquello violaba todo su concepto de enfermedad o dolor, paralizando sus respuestas. No se trataba de una ineficacia humana o dolor elevado al nivel de desesperación, aquello era pura ferocidad, concentrada y asesina. Hizo un esfuerzo para avanzar hacia ella, pero cuando estuvo cerca de la mujer y extendió una mano de tanteo, Joan intentó agredirla como un gato acosado. Involuntariamente, Linden retrocedió.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué le ocurre?

Joan levantó la cabeza y emitió un grito como el de un condenado bajo el suplicio.

Covenant no podía hablar. La aflicción deformaba sus facciones. Se colocó al lado de Joan y deshizo el nudo que ataba su muñeca izquierda, dejando libre el brazo. Al instante, trató de arañarle, esforzando todo su cuerpo para alcanzarle. El la evadió, al tiempo que sujetaba su antebrazo.

Linden observaba con una silenciosa angustia como él dejaba que las uñas de Joan rasgaran el dorso de su mano derecha. La sangre brotó de sus cortes.

Joan pasó los dedos por la herida, mojándolos con la sangre. Luego se llevó la mano a la boca y la chupó vorazmente.

El sabor de la sangre la tranquilizó. En seguida desapareció de su cara aquella expresión de locura. Su mirada se suavizó y brotaron lágrimas de sus ojos; su boca temblaba.

—¡Oh, Tom! —dijo con voz insegura y débil—. Lo siento tanto… Está en mi mente y no puedo quitármelo de encima. El te odia. Me hace… me hace… —Sus sollozos cortaban las palabras. La lucidez era mala para ella.

El se sentó en la cama, a su lado y la rodeó con sus brazos.

—Lo sé. —Su voz esparció el dolor por la habitación—. Lo comprendo.

—Tom —dijo, llorando—. Tom, ayúdame.

—Lo haré. —Su tono implicaba el sometimiento a cualquier prueba, aunque obligara al sacrificio e incluso a la violencia—. Tan pronto como él esté dispuesto, te dejaré libre.

Poco a poco, sus frágiles piernas se relajaron. Sus sollozos se hicieron más suaves. Estaba agotada. Cuando la acostó en la cama, ella cerró los ojos y se dispuso a dormir con los dedos en la boca, como una niña.

Covenant sacó un pañuelo de papel de una caja de la mesilla que se hallaba junto a la cama y lo presionó contra el dorso de su mano herida. Luego, cuidadosamente, retiró de la boca de Joan sus dedos y le ató nuevamente la muñeca. Sólo entonces, miró a Linden.

—No hace daño —dijo—. El dorso de mis manos se ha insensibilizado con los años.

La expresión atormentada había desaparecido de su rostro, que ahora no sugería nada más que el largo cansancio de una dolencia que no podía curarse.

Al observar la sangre que empapaba el pañuelo, ella se dio cuenta de que debía hacer algo para tratar aquella herida. Pero una parte esencial de su ser había fallado, se había mostrado inútil para Joan; ahora no podría soportar tocarla. No tenía respuesta para lo que acababa de ver. Por un momento, sus ojos impotentes, se llenaron de lágrimas. Sólo su viejo hábito de disciplina le impidió llorar. Sólo su necesidad le impidió de huir. Entonces dijo:

—Ahora va usted a contarme todo lo que ocurre.

—Sí —murmuró—. Supongo que debo.