UNO. La hija

Cuando Linden Avery oyó la llamada en la puerta, emitió un sonoro gruñido. Estaba de mal humor y no quería visitantes. Tenía ganas de tomar una ducha fría y permanecer sola, en la intimidad, para empezar a acostumbrarse a la deliberada austeridad que iba a mantener en su nuevo ambiente.

Había empleado la mayor parte de la tarde de un día de primavera, excepcionalmente ajetreado, mudándose a este apartamento que el Hospital había alquilado para ella, ordenando su destartalado armario ropero, su inadecuado mobiliario y acarreando la serie de cajas de cartón llenas de libros de texto desde su coche un poco anticuado hasta la segunda planta de la vieja casa de madera. La casa yacía acurrucada entre hierbajos, como una reliquia de la antigüedad y cuando había abierto la puerta de su apartamento por primera vez, fue saludada por tres habitaciones y un baño con mugrientas paredes amarillas y un zócalo cubierto de agrietada pintura beige. En resumen, aquella atmósfera rozaba la indignidad. Asimismo encontró un trozo de papel, que presumiblemente había sido deslizado por debajo de la puerta, con un gran triángulo trazado en líneas rojas, que podía haber sido hecho con una barra de labios o con sangre fresca, en el interior del cual rezaban las palabras:

JESÚS SALVA

Por un momento, ella había mirado el papel, guardándolo seguidamente en su bolsillo. No deseaba ofertas de salvación. No quería nada que no se hubiese ganado.

Pero la nota, combinada con aquel aire irrespirable, el esfuerzo de trasladar sus pertenencias escaleras arriba y el apartamento en sí, hicieron que se sintiera capaz de asesinar a alguien. Las habitaciones le recordaban la casa de sus padres. Por eso desde el primer momento odió al apartamento. Sin embargo, fue sumisa y lo aceptó. Aprobaba y rechazaba a la vez la aptitud que había adoptado, su estado de ánimo era lógico.

Era médico no residente, y se había propuesto encontrar un trabajo que la llevara a un pueblo medio rural, medio paralizado como aquel, un pueblo semejante al lugar donde había nacido y donde habían muerto sus padres. Aunque sólo tenía treinta años, se sentía vieja, desagradable y severa; el justo resultado de una vida severa y desagradable. Su padre había muerto cuando ella tenía ocho años, su madre cuando tenía quince y, después de tres vacíos años en un colegio, entró en la facultad de Medicina, en régimen de internado y residencia, especializándose en Medicina General. Había estado sola desde que podía recordar y esa soledad había arraigado fuertemente en ella. Sus dos o tres aventuras amorosas habían sido más bien prácticas de higiene o experimentos en fisiología; no la habían marcado en absoluto. Por tanto, cuando se miraba a sí misma, veía solamente severidad y las consecuencias de la violencia.

Su duro trabajo y las emociones sufridas a lo largo de su vida no habían dañado la graciosa femineidad de su cuerpo ni disminuido el brillo de su larga cabellera rubia, ni tampoco la belleza de su rostro. Su autocontrolada existencia no había cambiado la dulce expresión de sus ojos grises. Pero su cara estaba ya surcada por algunas arrugas, que le habían perpetuado un gesto de concentración marcado entre las cejas sobre la recta y delicada nariz, y unas líneas como testimonios de dolor en cada lado de su boca, de una boca que había sido hecha para algo más placentero que la vida que le había tocado en suerte. Su voz se había vuelto inexpresiva, sonando más como un instrumento de diagnosis, como algo que da la información pertinente, que como un vehículo de comunicación.

Pero la forma en que había vivido le había dado algo más que soledad y tendencia al mal humor. La vida le había enseñado a creer sólo en su propia fuerza. Era una doctora y había tenido en sus manos la vida y la muerte, y había aprendido, por tanto, cómo tratarías a ambas de manera eficaz. Confiaba en su habilidad para soportar las cargas.

Cuando oyó la llamada en la puerta protestó en voz alta. Pero luego, se arregló las ropas que llevaba, manchadas de sudor, como si quisiera poner en orden sus emociones, y fue a abrir.

Reconoció en seguida aquel hombre bajo, de boca torcida que esperaba en el rellano. Era Julius Berenford, jefe de personal del Hospital del Condado. Era quien la había contratado para atender a sus pacientes fuera de la Clínica y en el servicio de urgencias. En un hospital metropolitano hubiera sido anormal contratar a un médico general para este cargo. Pero el Hospital del Condado servía a una región compuesta mayormente de granjeros y habitantes de las colinas. Aquella ciudad, aquella finca campestre, había ido petrificándose constantemente a lo largo de veinte años. El doctor Berenford necesitaba un médico de medicina general.

La cima de su cabeza estaba al nivel de los ojos de ella, a quien doblaba en edad. La silueta abultada y redonda de su estómago contrastaba con la delgadez de sus extremidades. Daba la impresión de padecer una afección dispéptica, como si encontrara el comportamiento humano, a la vez, cerrado y halagüeño. Cuando sonreía por debajo de su blanco bigote, las bolsas de los ojos se contraían irónicamente.

—Doctora Avery —dijo, avanzando tímidamente hacia adentro.

—Doctor Berenford. —Ella deseaba protestar por la intrusión pero apartándose hacia un lado, dijo secamente—: Entre.

El entró en el apartamento, mirando a su alrededor, al tiempo que se dirigía hacia una silla.

—Veo que ya tiene aquí sus cosas —observó—. Bien, espero que habrá encontrado ayuda para trasladar todo eso.

Ella cogió una silla y se sentó cerca de él, en ángulo, como si se tratara de una consulta profesional.

—No, ¿a quién hubiera podido pedir ayuda?

El doctor Berenford empezó a discutir la cuestión; pero ella le cortó con un gesto.

—No importa. Estoy acostumbrada.

—Bien, pero no debería estarlo. —La miró a las ojos—. Usted ha dejado su trabajo como residente de un hospital de gran renombre y su labor ha sido muy buena. Lo menos que hubiera podido esperar es que le ayudaran a subir sus muebles escaleras arriba.

Su tono era levemente humorístico, pero ella comprendió la preocupación que había detrás, porque el tema había surgido más de una vez, durante sus anteriores entrevistas. El le había preguntado repetidas veces cómo era posible que una mujer con sus credenciales hubiera solicitado un puesto en un modesto hospital de condado. En ninguna ocasión había aceptado las volubles respuestas que ella había preparado para él. Al final, incluso, se había visto forzada a ofrecerle al menos una aproximación de la verdad. «Mis padres murieron cerca de una ciudad como ésta», le dijo. «Eran de mediana edad, y si hubieran estado al cuidado de un buen médico todavía estarían vivos».

Esto era en parte cierto y en parte falso, y en la raíz de esta ambivalencia se hallaba la razón de que se sintiera vieja. Si el melanoma de su madre hubiera sido diagnosticada a su debido tiempo, podía haberse tratado quirúrgicamente con un noventa por ciento de probabilidades de éxito. Y si la depresión de su padre hubiera sido observada por alguien con suficientes conocimientos y capacidad de percepción, su suicidio podía haberse evitado. Pero también era cierto lo contrario, que nada hubiera logrado salvar a sus padres. Habían muerto simplemente porque no tenían el valor suficiente para seguir viviendo. Siempre que pensaba en estas cosas sentía como sus huesos se volvían un poco más frágiles.

Se había trasladado a aquella ciudad porque deseaba ayudar a personas como sus padres, porque quería demostrarse que podía ser eficaz en tales circunstancias, que ella no era como sus padres; y porque quería morir.

Como ella no hablaba, Berenford dijo:

—De todas formas, esto es ajeno al caso. —La amargura que mostraba en su silencio lo desconcertaba—. Me complace que se encuentre usted aquí. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarle a instalarse?

Linden iba a rehusar su oferta, por la falta de costumbre de recibir ofertas de ayuda quizás por decisión consciente, cuando recordó la hoja de papel que tenía en el bolsillo. En un impulso, la extrajo y se la alargó.

—Esto fue introducido por debajo de la puerta —dijo—. Tal vez usted pueda aclararme en qué me estoy metiendo.

El observó el triángulo y la inscripción, murmurando para sí:

—«Jesús salva». —Luego levantó la mirada y dijo—. Gajes del oficio. Mire usted, he asistido regularmente a la iglesia en esta ciudad durante cuarenta años. Pero desde que soy un profesional entrenado que se gana decentemente la vida —prosiguió, ahora gesticulando—, algunos de nuestros buenos vecinos siempre están tratando de convertirme. La ignorancia es la única forma de inocencia que comprenden. —Luego se encogió de hombros, devolviéndole la nota—. Esta zona ha estado deprimida durante mucho tiempo. La gente deprimida hace cosas extrañas. Tratan de convertir la depresión en virtud, es decir, necesitan algo para sentirse menos desamparados. Lo que acostumbran a hacer en estos alrededores es hacerse evangelistas. Supongo que tendrá que resignarse a aguantar a esa gente que se preocupa tanto de su alma. Nadie goza de mucha intimidad en una pequeña ciudad.

Linden asintió, pero sólo escuchaba vagamente. De pronto asaltó el recuerdo de su madre llorando, compadeciéndose a sí misma, culpando a Linden de la muerte de su padre.

Con visible expresión de disgusto, trató de desecharlo. Era tan doloroso para ella que, de ser posible, hubiera consentido que aquellos recuerdos fueran físicamente extirpados de su cerebro. Pero el doctor Berenford la estaba observando, como si su aversión se reflejara en su rostro. Al darse cuenta, Linden cambió de expresión, cubriendo de serenidad sus facciones como lo haría con una máscara quirúrgica.

—¿Qué puedo hacer por usted, doctor?

—Bien, por una parte —dijo él, esforzándose a ser afable pese al tono de ella—, puede llamarme Julius. Yo me permitiré llamarla Linden, si no le importa.

Ella asintió, con un gesto.

—Julius.

—Linden, —sonrió, pero su sonrisa no suavizó su incomodidad. Tras un momento, dijo apresuradamente, como si tratara de superar la dificultad de su propósito.

—En realidad, vine por dos razones. Desde luego, quería, ante todo, darle la bienvenida a la ciudad. Pero esto pude haberlo hecho más tarde. La verdad es que quiero ponerla a trabajar.

Trabajo, pensó. Acabo de llegar. Estoy cansada y furiosa. No sé todavía cómo ordenar este apartamento.

—Estamos a viernes. Se supone que no debo empezar hasta el lunes.

—Oh, no. Esto no tiene nada que ver con el hospital. Debería tenerlo, pero no es así. —Su mirada recorrió la cara de Linden como si hacerlo fuese un requisito necesario—. Es un favor personal. La cabeza me da vueltas. Me he pasado tanto tiempo metido en las vidas de mis pacientes que me parece difícil tomar decisiones objetivas. O, tal vez, no estoy al día, no tengo suficientes conocimientos médicos. Creo que lo que necesito es la opinión de un colega.

—¿Acerca de qué? —preguntó, tratando de que no sonara a compromiso. En su interior había recelo, aunque estaba convencida de que trataría de hacer todo lo que le pidiera. El apelaba a una parte de ella que nunca había aprendido a rehusar nada.

El frunció el ceño.

—Desgraciadamente, no puedo decírselo. Es muy confidencial.

—Adelante. —No estaba en disposición de jugar a adivinanzas—. Hice el mismo juramento que usted.

—Lo sé —repuso, levantando sus manos como si quisiera desviar su hostigamiento—. Lo sé; pero no es esa clase de confidencia.

Ella le miró, confundida. ¿No hablaba de un problema médico?

—Parece que se trata realmente de un favor.

—Puede. Esto depende de usted. —Y antes de que ella pudiera usar las palabras para preguntarle, de una vez, qué quería, añadió—. ¿Ha oído usted hablar de Thomas Covenant? Escribe novelas.

Linden notó que el médico ponía toda su atención en ella, mientras trataba de recordar. Pero no pudo recordar nada. No había leído una sola novela desde que finalizó su asignatura de literatura en el colegio. No había tenido tiempo para eso. Para desembarazarse de la pregunta, movió la cabeza negativamente.

—Vive aquí cerca —dijo el doctor—. Tiene una casa en las afueras de la ciudad, en una vieja propiedad llamada «Haven Farm», girando a la derecha por la calle principal —hizo un gesto vago, como señalando el camino— y continuando, en dirección al centro de la ciudad, se encuentra a unas dos millas, a la derecha. Covenant es un leproso.

Al oír la palabra leproso, su mente se bifurcó. Era el resultado de su entrenamiento, de su profunda dedicación que había hecho de ella un médico, sin resolver su actitud hacia sí misma. Para sus adentros murmuró: Enfermedad de Hansen, y empezó a buscar información en su cerebro.

Micobacterium lepra. Lepra. Progresa mediante la destrucción del tejido nervioso, típicamente en las extremidades y en la córnea del ojo. En la mayoría de los casos, la enfermedad puede ser controlada mediante un tratamiento centrado en la administración de DDS (diamino-difenil-sulfona). Caso de que no se logre detener su progreso, puede degenerar en atrofia muscular y deformación, cambios en la pigmentación de la piel y ceguera. Asimismo la enfermedad deja a la víctima predispuesta a albergar afecciones secundarias, la más común de las cuales es una infección que destruye otros tejidos, dejando al individuo con apariencia, y también las consecuencias, de haber sido devorado vivo. Su incidencia es extremadamente rara. La lepra no es contagiosa en el sentido normal de la palabra. Tal vez, la única forma estadísticamente significativa de contraerla sea un prolongado contacto, como un niño en los trópicos, en un ambiente de hacinamiento y bajo condiciones de vida poco higiénicas. Pero mientras una parte de su cerebro deshilaba la madeja de su conocimiento, la otra se hallaba ocupada en preguntas y emociones. ¿Un leproso? ¿Aquí? ¿Y por qué me lo dice? Se hallaba en un punto fronterizo entre el hastío visceral y un profundo interés por el caso. La enfermedad en sí, la atraía y repetía al mismo tiempo, porque era incurable, tan inmedicable como la muerte. Tuvo que respirar profundamente antes de preguntar:

—¿Qué quiere usted que haga?

—Bien… —El la estaba estudiando como si pensara que, efectivamente, había algo que podía hacer—. Nada. No se lo he mencionado con ese propósito. —Se levantó súbitamente y empezó a pasear sobre el viejo entarimado. Aunque no pesaba mucho, la madera crujía ligeramente bajo su cuerpo—. Fue diagnosticado bastante pronto. Sólo ha perdido dos dedos. Uno de nuestros mejores técnicos de laboratorio descubrió su enfermedad, aquí, en el hospital. Se ha estabilizado durante más de nueve años. La única razón de habérselo dicho ha sido saber si tiene usted… escrúpulos, con los leprosos. —Hablaba con expresión cautelosa—. Yo lo era; pero he tenido tiempo para conseguir superarlo.

Sin darle la oportunidad de contestar, él prosiguió, como si se confesara.

—He llegado al punto en que ya no pienso en él como la lepra personificada. Pero nunca olvido que es un leproso. —Estaba hablando de algo por lo cual nunca había podido perdonarse a sí mismo—. En parte, es culpa suya —prosiguió, como queriendo justificarse—. El tampoco lo olvida. No se siente Thomas Covenant el escritor, el hombre, el ser humano. Se siente Thomas Covenant, el leproso. —Mientras ella continuaba mirándole fijamente, él bajó la vista—. Pero la cuestión no es ésta. La cuestión es. ¿Le molestaría ir a verle?

—No —respondió severamente; pero su severidad iba más dirigida a sí misma que a él—. Soy médico. Tratar con gente enferma es mi oficio. Pero aún no comprendo por qué quiere que vaya yo.

Las bolsas que tenía bajo sus ojos, se movieron como si tratara de pedir disculpas.

—No puedo decírselo.

—No puede decírmelo. —La suavidad de su tono no estaba en consonancia con su estado interior—. ¿Qué puedo hacer por él si usted ni siquiera sabe qué debo decirle?

—Puede hacer que él le hable a usted. —La voz del doctor Berenford sonó como la petición de un viejo ineficaz—. Eso es lo que quiero. Quiero que él la acepte, que le diga cómo se encuentra. De esta forma no tendré que romper mis promesas.

—A ver si comprendo bien —respondió ella, sin hacer más esfuerzos para contener su enfado—. Usted quiere que vaya allí y le diga, llanamente, que me cuente sus secretos. Una persona totalmente extraña llega a su puerta y quiere conocer todos sus problemas, sin otra razón que el deseo del Doctor Berenford de obtener una segunda opinión. Tendré suerte si no me hace detener por violar su intimidad.

Por un momento, el doctor hizo frente a su sarcasmo e indignación. Luego suspiró.

—Sí, lo sé. Es como usted dice. El nunca le contará nada. Ha estado tanto tiempo encerrado en sí mismo… —En el siguiente instante, su voz se volvió más aguda y penosa—. Pero creo que está equivocado.

—Entonces, dígame lo que debo hacer —insistió Linden.

Su boca se abrió un instante y se cerró de nuevo. Sus manos hacían gestos de súplica. Pero luego se recobró. —No, sería contraproducente. Primero debo saber cuál de los dos está equivocado, él o yo. La señora Román no puede ayudar. Se trata de tomar una decisión médica; pero no puedo tomarla. Lo he intentado, pero no puedo. La naturalidad con la que admitía su incapacidad la dejó perpleja. Estaba cansada, sucia y malhumorada. Su mente buscaba una salida. Pero aquella necesidad de asistencia calaba demasiado hondo en las exigentes compulsiones de su vida. Cruzó las manos y le miró. Las facciones del doctor se hundieron como si sus músculos estuvieran exhaustos por el peso de su mortalidad. En su voz clara y profesional, ella dijo:

—Déme alguna excusa para que pueda presentarme en su casa.

La expresión de alivio del doctor fue casi irresistible para ella.

—Esto no es problema —dijo, mientras sacaba del bolsillo de su chaqueta un libro en rústica, en cuya cubierta podía leerse el título:

VENDERÉ MI ALMA POR UNA CULPA

novela de THOMAS COVENANT

—Pídale su autógrafo. —El hombre recobró su sentido de ironía—. Trate de hacerlo hablar. Si puede traspasar sus defensas, algo puede suceder.

Silenciosamente, se maldijo a sí misma. No sabía nada de novelas. Nunca había aprendido a hablar con extraños, como no fuera acerca de algo relacionado con sus síntomas. La sensación de apuro se anticipó en su interior, sintiendo, al mismo tiempo, vergüenza. Pero se había mortificado durante tanto tiempo que ya no tenía respeto para aquellas partes de ella misma que aún pudieran sentir vergüenza.

—Después de haber hablado con él —dijo con voz apagada— quiero ponerme al habla con usted. No tengo aún el teléfono instalado. ¿Dónde vive?

La aceptación de la doctora le hizo volver sus maneras originales, mostrándose nuevamente adulador y solícito. Le dio la dirección de su casa, repitió su oferta de ayuda y le dio las gracias por ocuparse de los problemas de Thomas Covenant. Cuando hubo partido, Linden se sintió algo asombrada de que él no se hubiera dolido de mostrar su incapacidad ante ella.

El ruido de sus pasos bajando la escalera le dejó una sensación de agobio, como si fuese ella quien hubiera partido llevando una carga que nunca podría comprender.

Un presagio rondaba en su mente, pero prefería ignorarlo. No tenía alternativas aceptables. Por un momento se quedó sentada en su sitio, mirando aquellas paredes pintadas de amarillo oscuro. Luego fue a ducharse.

Después de lavarse lo mejor que pudo se puso un vestido gris oscuro y poco favorecedor que minimizaba su femineidad. Luego dedicó unos minutos a revisar el contenido de su maletín de trabajo. Siempre le parecía insuficiente su contenido instrumental. Había tantas cosas que podría necesitar en un momento dado y que era imposible llevar consigo… Y ahora especialmente le parecía poco adecuado para luchar contra lo desconocido. Pero sabía por experiencia, que se encontraría como desnuda sin su maletín. Con un suspiro de fatiga, cerró con llave el apartamento y bajó las escaleras, dirigiéndose a su coche.

Condujo despacio para darse tiempo a leer los indicadores, siguió las instrucciones del doctor Berenford y pronto se vio circulando por el centro de la ciudad.

El sol de las últimas horas de la tarde y la humedad del aire le daban a los edificios un aspecto insólito, como si estuvieran sudando. Los comercios parecían replegarse, alejándose de las aceras, como si hubieran perdido el entusiasmo, incluso la accesibilidad que necesitaban para subsistir; y el Palacio de Justicia, con su deslustrado mármol blanco y su tejado sostenido por gigantescos capiteles de piedra sobre columnas griegas, parecía indiferente a sus responsabilidades.

Las aceras estaban relativamente concurridas. La gente salía del trabajo y se dirigía a su casa; pero un pequeño grupo, en frente del Palacio de Justicia, llamó la atención de Linden. Una mujer de aspecto enfermizo se encontraba en los escalones, acompañada de tres niños. Llevaba una blusa deformada que parecía hecha de arpillera; los niños también iban vestidos con ropa vulgar. La cara de la mujer era pálida y sin expresión, como si ya estuviera acostumbrada al cansancio y a la indigencia de sus hijos. Los cuatro llevaban sendos bastones de madera con reclamos mal pintados, consistentes en un triángulo rojo, dentro del cual podía leerse la palabra «Arrepiéntete».

La mujer, al igual que los muchachos, ignoraba a los transeúntes. Permanecían en silencio, en los escalones, como si estuvieran comprometidos en una campaña que los atontaba. El espectáculo de aquella miseria moral y física llegó inútilmente al corazón de Linden, ya que nada podía hacer por ellos.

Tres minutos más tarde, se hallaba ya fuera del término municipal.

Allí la carretera se extendía a lo largo de valles cultivados, entre colinas pobladas de árboles. Más allá de la ciudad, el intenso calor y la humedad eran más amables con lo que tocaban. Hacían el aire apacible, posándose como inherencia a través de las nuevas cosechas, en las laderas de las colinas, entre árboles y arbustos. Su moral se levantó a la vista del paisaje enrojecido por la proximidad de la noche. Había pasado tanto tiempo en ciudades durante su vida… Continuó conduciendo despacio; quería saborear la débil esperanza de haber encontrado algo de que pudiera disfrutar.

Después de un par de millas, llegó a una explanada muy grande, situada a su derecha, poblada de asclepias y maleza. A través de ella, a un cuarto de milla, junto a una pared de árboles, había una casa blanca de madera. Dos o tres casas más bordeaban el llano, cerca de la carretera; pero la casa blanca llamó especialmente su atención, como si fuera la única estructura habitable en la zona.

Un camino vecinal se adentraba en el campo. De él salían ramificaciones hacia las otras casas, pero la calzada principal iba directamente a la casa blanca.

Al lado de la entrada había un rótulo de madera que, a pesar de que la pintura estaba descolorida y de los agujeros que mostraba, como impactos de perdigones, podía leerse todavía: «Haven Farm».

Apurando su coraje, Linden viró hacia el polvoriento camino.

Sin previo aviso apareció una figura de color ocre en la periferia de su campo visual. Efectivamente, se hallaba al lado del indicador.

¿Qué…?

Allí estaba como si hubiera aparecido de golpe. Un instante antes no había visto nada, excepto el rótulo.

Cogida por sorpresa, giró instintivamente el volante, como si tratara de evadir un peligro que había ya pasado. Al momento, enderezó el coche, y pisó el freno. Sus ojos saltaron al espejo retrovisor.

Vio a un anciano con una túnica de color ocre. Era alto y flaco, iba descalzo y sucio. Su larga barba gris y su fino pelo resplandecían sobre su cara como un destello.

El hombre dio un paso en el camino hacia ella, luego se dio unos golpes en el tórax y tras de unas convulsiones, cayó desmayado.

Ella pidió socorro, aunque no había nadie que pudiera oírla. Moviéndose con una celeridad le pareció de cámara lenta, cerró el contacto, agarró su maletín y abrió la puerta. La aprensión la invadía, temor de muerte, de ataque cardíaco…, pero su entrenamiento la controlaba. En un momento estuvo al lado del anciano.

Aquel personaje parecía fuera de lugar en la carretera y fuera del tiempo en el mundo que ella conocía. La túnica era su única vestimenta; parecía como si hubiese vivido dentro de ella durante años. Sus facciones eran agudas, endurecidas por la indigencia o el fanatismo. El sol del crepúsculo coloreaba su blanquecina piel de oro mortecino.

No respiraba.

Su disciplina la obligó a actuar rápidamente. Se arrodilló a su lado, le tomó el pulso. Pero en su interior había un lamento. Su enferma imagen le recordaba a su padre. Si su padre hubiera vivido para llegar a ser viejo y loco, se hubiera asemejado a aquella extraña figura.

No tenía pulso.

La situación la sublevaba. Su padre se había suicidado. Las personas que se matan a sí mismas merecen morir. El aspecto de aquel viejo le traía recuerdos de su propio llanto que aún resonaba en sus oídos como si nunca pudiera ser silenciado.

Pero el hombre se estaba muriendo. Ya sus músculos se habían distendido, relajándose el dolor de su trance. Y ella era médico.

Apelando a toda su serenidad y abnegación, logró que sus manos abrieran el maletín. Cogió su lápiz linterna y observó sus pupilas. Eran normales y reactivas. Aún era posible salvarlo.

Rápidamente, cogió su cabeza y la inclinó hacia atrás para despejar su pecho. Luego colocó las manos cruzadas sobre su esternón. Seguidamente, practicó dos profundas exhalaciones en su boca, al mismo tiempo que bloqueaba su nariz; dejó descansar el peso de su cuerpo en los brazos de él y empezó a practicarle la respiración artificial. El ritmo de resucitación cardiopulmonar era tan habitual en ella que lo practicaba automáticamente: quince apretones de sus manos en un esternón; luego dos profundas exhalaciones en su boca, al tiempo que le bloqueaba la nariz. Pero su boca era sucia y pestilente, como si sus dientes estuvieran podridos o su paladar cangrenado.

Quince. Dos. Casi balbuceó. Al instante, su revulsión se volvió náusea física, como si estuviera degustando la exudación de una caldera. Pero ella era médico y aquel era su trabajo.

Quince, dos.

Quince, dos.

No podía permitirse fallar un solo impulso.

Pero a través de sus náuseas surgió un temor. Desfallecer. La respiración artificial era tan exigente que ninguna persona podía practicarla más de unos minutos. Si no volvía en sí pronto…

—¡Respira, condenado! —murmuró entre sus esfuerzos—. Quince. Dos. ¡Respira de una vez! —No había latidos.

Su propia respiración era ya difícil. Una sombra de desvanecimiento se le venía encima como una marea de oscuridad. El aire parecía resistirse a entrar en sus pulmones. El calor y la proximidad de la noche complicaban la situación. Había perdido ya completamente el tono muscular y todas las señales de vida.

—¡Respira!

Súbitamente, detuvo su ritmo y abrió su maletín. Sus brazos temblaban. Trató de mantenerlos quietos mientras agarraba un envase de jeringa desechable, qué rompió sin dificultad, así como una ampolla de adrenalina y una aguja cardíaca. Luchando para dominar el pulso, llenó la jeringa, eliminó el aire y, a pesar de la urgencia, se entretuvo un momento para limpiar con alcohol el pecho del paciente. Luego, introdujo delicadamente la aguja a través de sus costillas, inyectando adrenalina en el corazón.

Dejando aparte la jeringa, trató de rematar el intento con una presión del puño sobre el tórax, pero no tuvo ningún efecto.

Agachándose de nuevo, prosiguió con la respiración artificial.

Necesitaba ayuda. Pero nada podía hacer en este sentido. Si detenía su acción para llevarlo a la ciudad, o para ir en busca de un teléfono, seguro que moriría. Lo mismo ocurriría si ella desfalleciera en su intento.

—¡Respira!

Pero el anciano no respiraba. Su corazón no latía. Su boca era tan fétida como la vejiga de un difunto. No parecía haber esperanza.

Sin embargo, ella no aminoraba su ritmo.

Estaba poseída por todo el negror de su vida. Había empleado tantos años en enseñarse a sí misma cómo luchar contra la muerte que no podía rendirse ahora. Había sido demasiado joven, débil e ignorante para salvar a su padre. Tampoco pudo salvar a su madre. Y ahora que sabía cuanto hay que hacer en estos casos y podía hacerlo, estaba obligada a no abandonar. Sería tanto como traicionar su propia vida.

Unas motas oscuras empezaron a bailar ante su vista; el aire era húmedo y escaso. Sus brazos pesaban cada vez más; sus pulmones se quejaban al forzar su respiración hacia la garganta del viejo, quien se mantenía inerte. Lágrimas de rabia y desesperación empezaron a inundar su cara. Pero ella no cedía.

Se hallaba todavía semiconsciente cuando un temblor recorrió el cuerpo de aquel hombre, al tiempo que tomó un sorbo de aire.

Al instante, su voluntad estalló. La sangre le subió a la cabeza y ni siquiera se dio cuenta de que caía desmayada a su lado.

Cuando se recobró lo suficiente para levantar por sí misma la cabeza, su mirada era una expresión de dolor y su cara estaba empapada de sudor. El hombre se encontraba de pie ante ella, mirándola fijamente; aquellos ojos color azul intenso le dirigían una mirada de compasión. Parecía exageradamente alto y saludable; su actitud parecía negar que hubiera estado a punto de morir. Suavemente la levantó. Al ser rodeada por sus brazos, ella se sintió incómoda. No podía resistirlo.

—¡Ah, hija mía, no temas!

Su voz era ronca, entre lamento y ternura.

—No vas a sucumbir aunque él te ataque. También hay amor en el mundo.

Luego la soltó y dio un paso hacia atrás. Sus ojos se volvieron autoritarios.

—Sé fiel.

Ella le observó silenciosamente mientras se volvía y se alejaba en dirección al campo. Las hierbas rozaron su túnica por un momento. Apenas podía verle con sus ojos empañados. Una almizclada brisa agitaba su cabello, haciendo con él una aureola mientras el sol empezaba a ocultarse. Luego se esfumó entre la calima.

Ella quiso llamarle, pero el recuerdo de sus ojos la detuvo.

Sé fiel.

En el trasfondo de su pecho, su corazón empezó a temblar.