57

El inspector Iriarte se sentía realmente molesto. Apagó las luces cuando se lo pidieron y permaneció apoyado en la pared, junto al interruptor, oyendo a toda su familia entonar el cumpleaños feliz en torno a las velas encendidas sobre la tarta de cumpleaños de su suegra. Odiaba discutir, daba igual con quien fuese, pero los desencuentros con las personas con las que debía trabajar le disgustaban sobremanera. Evitaba los enfrentamientos personales a toda costa, pero había ocasiones, como aquella mañana, en que eran ineludibles. La discusión con Salazar le había dejado mal cuerpo, y a pesar de que había terminado diciendo lo que quería decir, persistía la sensación de que no sólo no se habían entendido, sino que, además, lo que había ocurrido entre ellos afectaría a su entendimiento futuro. Salazar le sacaba de quicio, su modo de hacer las cosas provocaba constantes roces entre los compañeros, algo que ya había hablado con ella y no parecía que fuese a dar resultado. Lo que le molestaba es que hubiera insinuado que su corporativismo no le dejaba ver más allá. Pero lo que más le jodía, y joder era la palabra, era que le acusase de estar dispuesto a crucificar al subinspector Etxaide en aras de ese corporativismo. Y lo peor era que había estado dándole vueltas al tema de Berasategui y admitía que dar por cerrado el caso de un tipo tan complejo era muy arriesgado. Su teoría cuadraba, pero costaba mucho entender sus avances si no los compartía, si se guardaba información. Y le constaba que lo hacía.

Su mujer accionó el interruptor mirándole con reproche y, poniéndose ante él, lo empujó hacia el pasillo.

—¿Estás muy preocupado?

La miró y sonrió; ella era capaz de saber lo que pensaba en cada momento.

—No —mintió.

—Te he dicho tres veces que encendieras la luz y ni te has enterado, y además tienes el ceño fruncido; a mí no me engañas.

—Lo siento —dijo sinceramente.

Ella miró hacia el ruidoso grupo de familiares en la cocina, y de nuevo a él.

—Anda, lárgate.

—Pero ¿y tu madre qué va a decir?

—Deja que yo me ocupe de mi madre —contestó alzándose sobre las puntas de sus pies para besarle.

Llevaba un buen rato tomando notas sentado frente a la pizarra y oyendo la lluvia, que golpeaba cada vez con más furia los cristales, cuando llegaron Montes y Zabalza.

—¿Qué hacen aquí a estas horas? —preguntó Iriarte consultando su reloj.

Montes miró la pizarra y el buen montón de documentos que Iriarte tenía extendidos sobre la mesa.

—La jefa nos ha pedido que hagamos una comprobación urgente.

—¿De qué se trata?

—Nos ha pedido que comprobemos en qué juzgado de Madrid desapareció el arma que se utilizó en el asesinato de Etxaide.

—Yo tengo ese dato, fui yo quien se lo contó. ¿Por qué no me ha llamado a mí?

—¡Vamos, Iriarte…!

—Vamos, ¿qué? —preguntó él poniéndose en pie y haciendo tambalear la silla en la que se había sentado—. ¿También piensan que estoy dispuesto a aceptar cualquier cosa por no alzar la voz?

Montes bajó un poco el tono para contestar.

—Esta mañana no parecía dispuesto a apoyarla en su intención de seguir otras líneas de investigación.

—¿De qué investigación está hablando? ¿Quizá de esa que se traen entre manos y de la que no sé más que lo que me quieren contar?

Montes no contestó.

—¿Para qué quiere ese dato? ¿En qué anda metida?

Montes lo pensó y, haciendo un gesto de fastidio, respondió.

—No lo sé… Jonan Etxaide le hizo llegar una especie de mensaje después de muerto, un correo programado o algo así. Por lo visto, él tenía algunas sospechas respecto hacia dónde podían ir las cosas…

—Y por supuesto la inspectora se reservó esa información, ¿ven a qué me refiero?

—Bueno, yo no diría tanto como información; era un mensaje personal y algunas pistas, nada probado, sólo conjeturas. Y puede que ni eso…

Iriarte les miró pensativo, se notaba que estaba muy cabreado. Resopló y dijo:

—Era el penal número uno de Móstoles, en Madrid. No sé qué importancia puede tener.

—El juez Markina estuvo asignado a ese juzgado; lo leí el otro día cuando busqué la vida laboral de su padre. Al llamarse igual; me salió primero la suya —dijo Zabalza.

Un policía de uniforme se asomó a la puerta.

—Jefe, tengo al teléfono a un hombre que insiste en hablar con usted, ya es la segunda vez que llama. Antes le he dicho que no estaba, pero ahora que ha venido… Dice que es el padre de Yolanda Berrueta.

Benigno Berrueta estaba muy nervioso. Le contó atropelladamente lo que pasaba con su hija, que había llamado a la inspectora Salazar, pero estaba preocupado.

Iriarte colgó el teléfono y marcó el número de Salazar. Comunicaba. Volvió a intentarlo. Un rayo cayó muy cerca, con su peculiar estruendo de chapa y de luz a la vez, provocando que a los pocos segundos se encendiera el alumbrado de emergencia y evacuación de la comisaría.

—Joder, siempre igual, las tormentas de los… —protestó Montes.

Iriarte colgó el teléfono.

—Vamos —dijo comprobando su arma y dirigiéndose a la salida. Montes y Zabalza le siguieron.

Amaia permaneció inmóvil unos segundos mientras escuchaba con atención, oyó los golpes contra la madera y los jadeos que, debido al esfuerzo, emitía Yolanda y que eran audibles sobre el rumor de la lluvia en las losas de los panteones. Corrió rodeando las tumbas y, al llegar al acceso a la cripta, vio la luz de la linterna, que oscilaba adelante y atrás con cada patada de la mujer contra la puerta.

—Yolanda —la llamó.

Ella se volvió, y al hacerlo Amaia pudo ver la decisión en sus ojos y el pelo pegado a la frente bañada en sudor bajo un gorro de plástico. La explosión había practicado un pequeño boquete en la puerta que dejó colgando la cerradura, que, sin embargo, se había trabado entre la madera y la pared inmovilizando la puerta.

—Apártese de la puerta, Yolanda.

—Tengo que abrirla, creo que mi hija está ahí. No quería pasarme esta vez y creo que he puesto poco, pero tengo más goma-2 en el coche.

Amaia se situó tras ella y le puso una mano sobre el hombro.

Yolanda se volvió hecha una furia y le lanzó un puñetazo, que la derribó por sorpresa contra los escalones. Amaia retrocedió y sacó su arma.

—¡Yolanda! —gritó.

La mujer se volvió a mirarla y su expresión mudó a la absoluta sorpresa sólo un instante antes de que el disparo atronase junto al oído de Amaia dejándola instantáneamente sorda. Yolanda cayó fulminada en el suelo mientras una mancha de sangre crecía en su pecho. Amaia se volvió aterrorizada apuntando su pistola hacia el lugar de donde había venido el disparo y vio, de pie, bajo la lluvia y con gesto sombrío, al juez Markina.

—¿Qué has hecho? —preguntó sin oírse apenas, con el oído derecho taponado como si estuviese bajo el agua. Se agachó junto a la mujer y comprobó su pulso sin dejar de apuntar al juez.

—Creí que iba a atacarte —respondió él.

—No es verdad. La has matado, la has matado porque tenía razón.

Markina negó disgustado.

—¿Es aquí donde están? —preguntó irguiéndose y mirando hacia la puerta de la cripta.

Él no contestó. Amaia retrocedió un paso y lanzó una patada contra la cerradura, tal y como había hecho Yolanda un minuto antes.

—No lo hagas, Amaia —rogó él sin bajar su arma.

Ella se volvió y lo miró furiosa. La lluvia arreció empujada por el viento mojando sus rostros con agua helada mientras el rumor de la tormenta, que se acercaba, casi como una entidad consciente, iba en aumento.

—¿Vas a dispararme? —preguntó—. Si vas a hacerlo no deberías perder el tiempo, porque te doy mi palabra de que voy a ver lo que hay ahí dentro aunque sea lo último que haga.

Markina bajó el arma y se pasó la mano por el rostro para retirar el agua que le entraba en los ojos. Ella se volvió hacia la puerta y propinó otra patada a la madera, que cedió con gran estruendo mientras la cerradura caía rota en el suelo.

—Te lo ruego, Amaia, podrás mirar si quieres, pero antes escúchame.

Ella se agachó para recoger los restos del mecanismo y los arrojó fuera del radio de apertura de la puerta; introdujo los dedos en el hueco astillado y, sintiendo cómo la madera se hundía en su carne, tiró de ella hacia fuera.

Del interior oscuro del panteón llegó el olor inconfundible de la muerte, la putrefacción en sus primeros estadios. Ella frunció la nariz y se volvió hacia él apuntándole con la Glock.

—¿Por qué huele así si no ha habido enterramientos en esta tumba desde hace quince años?

Él dio un paso hacia ella, que apuntó su arma con más fuerza.

—¿Qué haces, Amaia? No vas a dispararme —dijo mirándola con ternura y tristeza, como a una niña pequeña que no se ha portado bien.

Ella quiso responder, pero las fuerzas la abandonaron mientras lo miraba. Era tan joven, tan hermoso…

—Te diré todo lo que quieras saber, te lo juro —dijo él levantando una mano—. Se acabaron las mentiras, te lo prometo.

—¿Desde cuándo lo sabías? ¿Por qué no los denunciaste? ¿Por qué no los paraste?, están locos.

—Amaia, no puedo pararlo, no te haces una idea de lo grande que es.

—Quizá no —rebatió ella—, pero algunos, como la niña Esparza, son muy recientes; quizá se habría podido evitar.

—He tratado de evitarlo en la medida en que he podido.

—Fuiste a la cárcel y viste a Berasategui; el adjunto al director lo negó; me dijiste que no te habías acercado a la celda…, ésas fueron exactamente tus palabras, pero Jonan tenía una foto en la que se te veía muy cerca —dijo ella pensativa.

—Te amenazó, estabas aterrorizada —contestó él, furioso.

—¿Tuviste algo que ver?

Markina desvió la mirada, molesto y digno, aun bajo la lluvia conservaba el porte elegante y la altivez que eran su seña distintiva.

—¿Mataste a Berasategui?

—No, lo hizo él solo, tú misma lo viste.

—¿Y Rosario?

—No habrías descansado jamás mientras ella estuviese por ahí, tú me lo dijiste.

Lo examinó sorprendida, sin saber qué era lo que le confundía más, si el hecho de conocer que era el gran inductor o el de que admitiera su responsabilidad casi como si ostentase un honor.

—No puedo creerlo, voy a entrar —avisó ella.

—Amaia, te ruego que no lo hagas.

—¿Por qué?

—Sigue hablando conmigo, pero no mires ahí dentro. Por favor —dijo alzando el arma y apuntándola de nuevo.

Ella lo contempló atónita.

—Tú tampoco vas a dispararme —dijo. Se dio la vuelta y, agachándose, entró en la tumba.

La construcción era simple. Un altar central sobre el que se apoyaba un pesado ataúd de madera mate cubierto en buena parte de intrincados adornos.

A su alrededor, dispuestos formando un óvalo, había restos de al menos veinte criaturas. De algunos cadáveres no quedaban más que huesos que delataban la antigüedad de los despojos, pero a sus pies Amaia vio el cuerpecillo hinchado y muy descompuesto de la niña Esparza. A su lado, colocado sobre una vieja toquilla, un esqueleto de huesos muy blancos al que le faltaba un brazo. «Como tantos otros». Vencida por la arcada, dejó caer la linterna y se derrumbó de rodillas llorando mientras percibía la presencia de Markina, que había entrado tras ella. Él recogió la lámpara y la trabó en una grieta de la pared para arrojar la luz hacia el techo y conseguir iluminar el siniestro escenario.

Amaia sintió que sus lágrimas ardían como compuestas de un fuego que era rabia y vergüenza, coraje y oprobio. No, aquello simplemente no podía ser, era tan aberrante que le revolvía el estómago y le producía una sensación de náusea constante que la llenaba de asco e ira de un modo que no había experimentado jamás. Las preguntas se agolpaban como olas en una playa intentando competir en fuerza y furia.

—Sabías que tu padre era el responsable de esto y lo ocultaste, ¿por qué?, ¿por tu carrera, por tu reputación?

Él suspiró y le sonrió de aquel modo. Un rayo iluminó la noche fuera de la tumba dibujando la silueta del juez contra la única salida de la cripta, y Amaia pensó que preferiría estar allí, bajo la tormenta, segura de que el viento helado, la lluvia en su rostro y los truenos sobre su cabeza le ofrecerían más amparo y consuelo que aquel lugar.

—Amaia, mi reputación es lo que menos me preocupa. Esto es mucho más importante y poderoso, más fuerte y salvaje, es una fuerza de la naturaleza…, ya estaba ahí antes de que llegásemos.

Ella le miró incrédula.

—¿Tú formas parte de esto?

—Yo no soy más que el canal, el hilo conductor de una religión tan antigua y poderosa como el mundo que tiene su origen en tu valle, bajo las piedras que conforman tu pueblo, tu casa…, y de un poder como nunca has imaginado, un poder que hay que alimentar.

Lo observó mientras sus ojos se arrasaban en llanto. No podía ser, aquel hombre que había tenido en sus brazos, por el que había cruzado abismos que creía insalvables, aquel que había considerado su igual, uno como ella, a quien no había amado quien debía hacerlo, se desmoronaba como un ídolo caído en desgracia mientras ella se preguntaba cuántas de sus palabras sólo habían estado destinadas a confundirla, a lograr que creyese confiada que se encontraba ante un semejante, un ser con idéntico dolor en su corazón. Quiso preguntarle si había habido algo auténtico en su historia. Pero no lo hizo, porque ya conocía la respuesta y sabía que no podría tolerar oírla de su boca, una boca que aún amaba.

Fuera de la cripta, la tormenta desatada aullaba entre los árboles que rodeaban el cementerio y la lluvia redoblada en fuerza y furia se deslizaba por las escaleras que descendían al interior de la tumba, derramándose sobre ellas en oleadas de agua que, sin la defensa de la recia puerta, comenzaba a penetrar en el interior.

—¿Eso es lo que creéis que hacéis? ¿Alimentar un poder con niñas para que un demonio se beba su vida? —dijo señalando con su pistola los despojos oscuros que rodeaban el ataúd—. ¿Hacer que sus padres las ofrenden al mal? Es asesinato.

Él negó.

—Es un alto precio, es un sacrificio, no puede ser fácil ni sencillo, pero la recompensa es extraordinaria, y viene haciéndose desde el principio de los tiempos. Luego llegó el cristianismo y lo vistió todo de pecado y culpa, haciendo que los hombres y mujeres olvidaran la manera de hablar con las fuerzas vivas.

Ella le miró incrédula, incapaz de asimilar que aquel hombre fuera el mismo que conocía. Las palabras en su boca pertenecían a un argot reservado a los predicadores y agoreros del fin del mundo.

—Estás loco —musitó contemplándolo con tristeza.

Un rayo alcanzó algún lugar del cementerio con su ensordecedor estruendo metálico.

Markina cerró los ojos, dolido.

—No me hables así, Amaia, por favor, te daré cuantas explicaciones quieras, pero no me trates así, tú no.

—¿Cómo puedo calificaros si no es como locos peligrosos? Mi madre mató a mi hermana —exclamó mirando hacia el montón de huesos blancos que clamaban desde el suelo oscuro de la cripta—, como ha intentado matarme durante toda mi vida… ¡Ibais a matar a mi hijo! —le gritó.

Él negó con la cabeza y se adelantó un paso, bajando de nuevo el arma y adoptando un tono paciente y conciliador.

—Berasategui era un psicópata y tu madre estaba obsesionada con cumplir su cometido… Éste es el problema, que algunos no lo hacen porque es lo que hay que hacer, sino que les gusta. Pero está solucionado, y te prometo que nadie os hará daño ni a ti ni a Ibai. Te quiero, Amaia, dame la oportunidad de dejar todo esto atrás y de empezar una nueva vida a tu lado; los dos lo merecemos.

—¿Y Yolanda? —dijo dedicando una mirada a la puerta de la tumba, donde el cuerpo de la mujer yacía empapado bajo la lluvia, que seguía derramándose hacia el interior como una pequeña catarata que ya formaba un oscuro charco en la entrada.

Él no contestó.

—Tú me la enviaste, ¿por qué?

—Cuando llegó a mí estaba tan confusa, con toda esa absurda historia de sus hijos desaparecidos… Vi una oportunidad perfecta para que investigases el caso y vieras que no conducía a nada, que te convencieras de que tan sólo eran los desvaríos de una loca, que quedarían probados cuando vieses que los niños estaban en sus tumbas. No creí que pasarías sobre mí, yo tenía que haber estado formando parte de aquello, no podía dejar que la jueza francesa lo estropease todo, la orden era extensiva a los féretros infantiles, sin especificar. Si al ver la otra caja Yolanda lo hubiera pedido, habrían tenido que mostrárselo. Y me vi obligado a detenerlo. Claro que no conté con que estuviera tan loca como para hacer volar el panteón.

Un nuevo rayo se abatió esta vez sobre ellos, provocando que el exterior se iluminase de un modo tan terrorífico que les hizo agachar de forma instintiva las cabezas, seguros de que el relámpago había caído exactamente sobre la tumba. «La Dama viene».

Tratando de ignorar el frenesí de las fuerzas naturales que se congregaban sobre su cabeza, Amaia continuó.

—Dejaste que esa pobre mujer se destrozase, la mandaste como un cordero al matadero sin importarte su sufrimiento, y ahora la has matado.

—Acababa de derribarte de un golpe, sabía que tenía explosivos, ¿por qué no iba a tener un arma?

—¿Por qué me has hecho esto, por qué te acercaste a mí?

—Si te refieres a por qué me he enamorado de ti, no estaba planeado. ¿Es que aún no te has dado cuenta? Te amo, Amaia: tú estás hecha para mí, me perteneces como yo te pertenezco. Nada puede separarnos porque sé que, aunque ahora mismo te cueste asimilar lo que ves, eso no cambia que me quieres.

De nuevo, el magnífico estrépito de la tormenta y el fulgor de un relámpago que se precipitó sobre sus cabezas mientras a la mente de Amaia acudían absurdos datos acerca de la probabilidad de que un rayo alcanzase dos veces el mismo lugar. «Ya está aquí, la Dama llega», casi creyó oírlas bajo el fragor de la tormenta. La Dama venía; Mari llegaba con su furia de rayos y truenos como un genio del éter, el olor del ozono como un heraldo anunciando su venida. Markina se volvió hacia la entrada como si él también hubiera escuchado los cantos de las lamias recibiendo a su señora.

—Entrasteis en mi casa para llevaros el pen drive, y el accidente de Takchenko… Tu secretaria nos vio cuando le entregué el sobre…

—Siento lo de la doctora, me cae bien. Te aseguro que me alegro de que no muriese en el accidente; no tenían que haber llegado tan lejos, nunca fue mi intención que sufriese, no soy un hombre cruel.

—¿No eres un hombre cruel?, pero… Todas esas mujeres, las niñas del río, todos esos bebés. ¿Cuántas muertes pesan sobre tu cabeza?

—Ninguna, Amaia, cada uno es dueño de su vida, pero yo soy responsable de la tuya. Te amo y no puedo permitir que nadie te dañe. Si me condenas por haberte protegido, adelante, aunque en algo tienes razón: tu madre estaba desbocada, no atendía a razones, no habría parado jamás hasta conseguirlo, hasta acabar con tu vida, y yo no podía permitirlo.

—Atendió a una última orden, igual que Berasategui, igual que Esparza y los que le precedieron. ¿Qué poder tienes sobre esas personas? ¿Suficiente como para ser dueño de sus vidas?

Él se encogió de hombros y sonrió de una manera encantadora, con aquel aire de travesura que antes la había fascinado. Una sucesión de truenos sacudió los cimientos del camposanto haciendo vibrar la tierra de los muertos, que ella sentía que se abría a un infierno mientras él la miraba de aquel modo. Se le rompió el corazón al darse cuenta de que lo amaba, amaba a aquel hombre, amaba a un demonio, un seductor natural, la masculinidad perfecta, el gran seductor.

—¿Dónde está tu abrigo gris?

Él hizo un gesto de contrariedad y chascó la lengua antes de responder.

—Se estropeó.

—¡Oh, Dios! —gimió.

El estrépito de la tormenta se redobló con nuevos rayos y truenos, que, como plañideras del dolor que ella sentía, resquebrajaban el cielo, aullaban con el viento entre las cruces del cementerio y se derramaban en aquella precipitación que era el llanto del Baztán, de las lamias clamando «lava la ofensa, limpia el río».

Él se acercó extendiendo la mano hacia ella.

—Amaia.

Ella elevó el rostro arrasado de lágrimas para mirarle. La voz se le rompió mientras preguntaba:

—¿Mataste a Jonan?

—… Amaia.

—¿Mataste a Jonan Etxaide? —preguntó de nuevo casi sin voz. Las lamias gritaban allá fuera.

Él la miró negando.

—No me preguntes eso, Amaia —rogó.

—¿Lo hiciste o no? —gritó.

—Sí.

Ella sollozó de dolor mientras su llanto se redoblaba y se inclinó hacia adelante hasta tocar su rostro en la tierra compacta de la cripta. Vio a Jonan en aquel charco de sangre, vio sus cabellos arrancados del cráneo por el disparo, y los ojos que un asesino piadoso había cerrado después de matarlo. Se irguió levantando la Glock y apuntó a su pecho buscando la referencia en el cañón del arma y apretándola con todas sus fuerzas. Tenía los ojos arrasados en llanto, pero sabía que era un tiro perfecto, apenas les separaban dos metros de distancia…

—¡Cabrón! —gritó.

—No lo hagas, Amaia. —La miró desolado y, presa de una gran amargura, alzó el arma, que entonces ella supo que era la de Jonan, y apuntándola a la cabeza susurró—: Lástima.

Los disparos procedentes de la entrada de la cripta sonaron ensordecedores, amplificados por el escaso espacio. Más tarde Amaia no sería capaz de afirmar si habían sido dos o tres mezclados con los truenos. Markina se miró el pecho, sorprendido por el intenso dolor, que no llegó a reflejarse en su rostro. La fuerza de los impactos a tan corta distancia lo derribó hacia adelante y quedó tendido boca abajo junto a Amaia. En su espalda brotaba la sangre, cubriendo de rojo su traje gris. Vio a Iriarte acuclillado en la entrada de la tumba, calado hasta los huesos, y aún con el arma humeante en la mano, avanzó hasta ella mientras le preguntaba si estaba bien. Amaia se inclinó sobre Markina, le arrebató la pistola de Jonan y miró a Iriarte como si le debiese una explicación.

—Mató a Jonan.

Iriarte asintió apretando los labios.

Primero sobrevino el silencio de la tormenta alejándose rauda, casi huyendo. Mientras, llegaron la ambulancia, el forense, agentes de la Ertzaintza, el juez, el comisario. Los rostros serios y preocupados, y las palabras susurradas en aquella voz baja de los velatorios, la consternación y el espanto obligaban inicialmente al comedimiento y la prudencia. Luego fue el turno de las palabras. Era más de mediodía cuando terminaron de declarar. Los abogados Lejarreta y Andía fueron detenidos en su despacho entre sonadas protestas y amenazas de demandas. La Policía Foral de la comisaría de Elizondo se encargó de Argi Beltz, en Orabidea; los primeros indicios apuntaban a que Rosario se habría ocultado allí durante el período de tiempo que estuvo desaparecida. Cuando llegaron a la casa de la enfermera Hidalgo, en Irurita, la encontraron pendiendo del extremo de una cuerda de su precioso nogal, y en Pamplona, Inma Herranz, fiel a su carácter empalagoso y mezquino de geisha fea, se deshizo en lágrimas tratando de convencer a quien la quisiera escuchar de que había actuado bajo coacción. Los médicos del anatómico forense de San Sebastián, que se habían hecho tristemente célebres por sus brillantes identificaciones de restos humanos, sobre todo de niños, en casos que habían estremecido a todo el país, tendrían trabajo durante semanas para identificar y datar los restos de las niñas que rodeaban el ataúd en aquella macabra ofrenda. Un ataúd que resultó estar vacío.

Se emitió una orden de búsqueda contra Xabier Markina (Tabese).

Los de Asuntos Internos fueron más breves de lo que esperaban, teniendo en cuenta que habían disparado contra un juez. A Iriarte le darían un poco más la lata, pero a ella la dejaron en paz en cuanto entregó su informe escrito. Un informe en el que no omitió nada relativo a la investigación, pero sí todo lo referente a ella misma y su intimidad con Markina.

Regresó a casa conduciendo su propio coche en una tarde que se extinguía y que, tras la tormenta de la noche anterior, aún permitía observar por la carretera entre Hondarribia y Elizondo las ramas caídas, las hojas arrancadas a los árboles. Conduciendo entre el escaso tráfico, bajó la ventanilla del coche para saborear la quietud que parecía impregnarlo todo, como si el valle hubiera quedado sepultado bajo una capa de bolas de algodón que literalmente devoraban los sonidos y expandían el aroma mojado y fresco de la tierra húmeda y limpia que llevaba prendido en el alma.

Aún quedaba en el cielo un hilo de luz plateada cuando se detuvo en el puente Muniartea. Bajó del coche y aspiró el aroma mineral del Baztán corriendo bajo sus pies, y asomada a la barandilla observó el salto del agua, que venía crecido tras la descarga de agua en Erratzu, en la cabecera del río, y que había arrasado sus orillas hasta su desembocadura en Hondarribia. Viéndolo ahora tranquilo, fluyendo lento y recatado, costaba imaginar la potencia de aquel genio que el Baztán era capaz de desarrollar. Pasó la mano por la piedra fría, allí donde estaba grabado el nombre del puente, y oyendo el rumor del agua en la presa se preguntó si ya era suficiente, si el río ya estaba limpio, si la ofensa había sido lavada. Esperaba que sí, porque dudaba que le quedasen fuerzas para otra batalla. Las lágrimas que ardían en sus ojos cayeron sobre la piedra fría y se deslizaron hacia el río, en aquel camino que inexorablemente hacía el agua en Baztán.

Engrasi la abrazó en cuanto entró en la casa y Amaia lloró en su regazo como lo había hecho tantas veces cuando era pequeña. Lloró el miedo, la rabia, la amargura y el arrepentimiento; lloró por lo perdido, por lo mancillado, por el dolor de la muerte, por los huesos y la sangre; lloró mucho, muchísimo, entre los brazos de Engrasi, hasta dormirse agotada y despertarse de nuevo para seguir llorando mientras su tía lamentaba que las puertas no pudieran quedar para siempre cerradas y su niña llorara los males del mundo, y dejaran pasar un día, y otro, y otro. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas dentro. Debía ser así, debía estar preparada para lo que tenía que hacer.

Después hizo cuatro llamadas y recibió una.

La primera a la hija de Elena Ochoa para decirle que su madre no se había suicidado, que la carta que dejó había permitido detener a los miembros de aquella peligrosa secta de asesinos de niños cuya noticia copaba los informativos.

La segunda a Benigno Berrueta para decirle que podría enterrar los restos de su nieta junto a Yolanda.

La tercera a Marc para decirle que habían acabado con el cabrón que asesinó a Jonan. Omitió decirle que, como él había predicho, no sentía que hubiera servido de nada, ni le devolvía a Jonan, ni le hacía sentir mejor. De hecho, nunca se había sentido peor.

La cuarta a James.

Durante los dos primeros días había escuchado las explicaciones con las que la tía intentaba tranquilizarlo todas las veces que llamaba. Luego simplemente había dejado de hacerlo. Y ahora, con el teléfono en la mano, las fuerzas la abandonaban mientras se enfrentaba al momento más difícil de su vida.

Él respondió de inmediato.

—Hola, Amaia. —Su voz sonó tan cálida y amable como siempre, aunque podía percibir la tensión que intentaba controlar.

—Hola, James.

—¿Vas a venir? —preguntó tajante, tomándola por sorpresa. Era lo mismo que había estado reclamando en cada llamada desde que se había ido.

Ella tomó aire antes de responder.

—James, en dos días empiezan los cursos en Quantico, y ya estaba decidido que asistiría, aquí no me ponen ninguna pega, así que iré.

—No es eso lo que te he preguntado —respondió—. ¿Vas a venir?

—James, han pasado muchas cosas. Creo que tenemos que hablar.

—Amaia, sólo hay una cosa que necesito oírte decir, y es que vendrás, que vendrás total y absolutamente, que vendrás a reunirte conmigo para que podamos volver juntos a casa. Es lo único que quiero oír, respóndeme: ¿vas a venir?

Ella cerró los ojos y, sorprendida, comprobó que aún le quedaban lágrimas.

—Sí —contestó.

Había anochecido cuando recibió la llamada que esperaba.

—¿Ya es de noche en Baztán, inspectora…?

—Sí.

—Ahora necesitaré su ayuda…