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Había ensayado lo que diría, el modo en que expondría sus avances y su urgente necesidad de ayuda, pero en ese momento, detenida frente a la puerta de Markina, las dudas sobre el efecto que tendrían sus palabras la asediaban. Las cosas se habían puesto difíciles entre ellos en los últimos días y las llamadas sin responder se coleccionaban en su teléfono. La conversación no se preveía fácil.

Markina abrió la puerta y se detuvo un instante, sorprendido. Sonrió al verla y, sin decir nada, extendió una mano, que colocó en su nuca, y la atrajo hasta su boca.

Todas las palabras, todas las explicaciones que llevaba aprendidas para convencerle se diluyeron en su beso húmedo y cálido mientras la estrechaba, casi con desesperación, entre sus brazos.

Tomó su rostro entre las manos y la separó un poco para poder verla.

—No vuelvas a hacer esto jamás, me he vuelto loco esperando tu regreso, tus llamadas, algo de ti —dijo besándola de nuevo—. No vuelvas a alejarte así de mí.

Se apartó de él sonriendo ante su propia debilidad y el esfuerzo que le costaba hacerlo.

—Tenemos que hablar.

—Después —contestó él volviendo a estrecharla.

Cerró los ojos y se abandonó a sus besos, a la urgencia de sus manos, tomando conciencia de cuánto le gustaba, del modo en que lo copaba todo logrando que nada más importase cuando estaba en sus brazos. Aún llevaba el traje gris que se había puesto para ir al juzgado; su maletín y su abrigo sobre una silla indicaban que acababa de llegar. Deslizó la chaqueta por sus hombros y, mientras se besaban, buscó los botones, que uno a uno fue desabrochando al mismo tiempo que con una cordada de pequeños besos descendía por la línea que trazaba la barba por su mandíbula.

Oyó su teléfono, que sonaba desde muy lejos, a un millón de años luz de donde ella se encontraba en aquel instante. Tuvo la tentación de dejar que la llamada se extinguiese sin cogerla, pero en el último instante, y venciendo la voz que en su cerebro suplicaba continuar, se separó de él sonriendo y contestó aprisa.

La voz de James le llegó tan clara y cercana como si estuviera allí mismo.

—Hola, Amaia.

Pareció que una gran bomba vaciaba todo el aire de la estancia. La sensación de vergüenza, de exposición, fue tan fuerte que, de modo reflejo, reaccionó volviéndose de espaldas mientras se arreglaba la ropa casi como si él pudiera verla.

—James, ¿qué pasa? —contestó atropelladamente.

—No pasa nada, Amaia. Llevo días sin hablar contigo, tu tía me ha contado lo de tu madre, no me coges el teléfono, ¿y me preguntas qué pasa? Dímelo tú.

Ella cerró los ojos.

—No puedo hablar ahora, estoy trabajando —dijo sintiéndose horrible al mentirle.

—¿Vendrás?

—Aún no puedo…

La comunicación cesó de pronto, él había colgado. Y a pesar de la situación, no sintió alivio, sino todo lo contrario.

Markina había retrocedido a la cocina y preparaba dos copas de vino. Le tendió una.

—¿De qué querías hablarme? —dijo fingiendo no haber escuchado la conversación ni ser consciente de su malestar—. Si es sobre la visita a mi madre, está olvidado; debí darme cuenta de que, siendo policía, sentirías curiosidad… Yo también busqué información sobre ti y tu familia cuando te conocí…

—Es sobre tu padre. —Su rostro se ensombreció—. Me pediste que te trajera más, que te diera más, querías datos y pruebas sólidas. Me has obligado a buscar subterfugios alegales para poder avanzar en la investigación, para poder cumplir tus condiciones. Esta mañana hemos abierto una tumba en Igantzi.

—¿Sin autorización?

—La madre de la niña era la propietaria del panteón, y, alegando reparaciones, no ha habido impedimento para abrirla. La niña no estaba; alguien se llevó su cadáver, y todo indica que fue al poco de fallecer. El padre está fuera del país, en viaje de negocios, y aún no hemos podido hablar con él. —Markina escuchaba atentamente con un gesto entre interesado y crítico—. Mañana por la tarde abriremos otra en Hondarribia. La madre de la niña, divorciada de su marido desde hace años, es hija de un juez de paz que nos ha prometido toda la ayuda necesaria. Tanto el hombre de Igantzi como el de Hondarribia están relacionados por negocios con los abogados Lejarreta y Andía y con el grupo de ayuda en el duelo de Berasategui. Tenemos otro caso sospechoso en el mismo pueblo y dos más en territorio navarro, y si, como sospechamos, mañana esa niña no está en su tumba, tendremos tres casos de profanación y robo de cadáveres relacionados con el mismo grupo. Teniendo en cuenta las actividades por las que estaba en prisión Berasategui, creo que abrir oficialmente una investigación es lo que procede. —Él no dijo nada. Estaba muy serio, como siempre que pensaba—. Si se abre esa investigación, el nombre de tu padre saltará a la palestra.

—Si le has investigado ya sabrás que me abandonó cuando mi madre perdió la razón. Dejó un fondo para cubrir mi manutención y mis estudios y se largó. No he vuelto a saber nada de él.

—¿No lo has buscado nunca? ¿No has querido saber qué hacía?

—Podía imaginarlo, ir de mujer en mujer, vivir como el millonario que era, viajar, navegar en el yate en el que terminó muriendo… No había vuelto a saber nada de él hasta que me comunicaron su muerte. El matrimonio de mis padres no era idílico, él ya tenía sus aventuras antes; a veces les oía discutir y siempre era sobre eso.

Ella sopló hasta vaciar sus pulmones y volvió a coger aire antes de hablar.

—Según lo que hemos averiguado, el doctor Xabier Markina compatibilizaba los caros tratamientos en su clínica de Las Rozas con la dirección del grupo sectario que se estableció en Lesaka y Baztán a finales de los setenta y principios de los ochenta. Era su líder espiritual, una especie de guía que les introdujo en prácticas ocultistas. Tenemos bajo custodia a un testigo que lo identifica sin lugar a dudas; este testigo ha denunciado que entre esas prácticas se realizó un sacrificio humano de una niña recién nacida que él mismo presenció y del que participó en un caserío de Lesaka. Afirma que en alguna ocasión visitaron al otro grupo, que vivía en Argi Beltz, en Baztán, y que ellos también se preparaban para realizar un sacrificio idéntico. El testigo ha identificado a mi madre como una de las personas que integraban ese grupo. La hija de los Martínez Bayón, que formaban parte del grupo original y son los actuales dueños de la casa, falleció con catorce meses en un supuesto viaje al Reino Unido, un viaje que esa niña nunca llegó a realizar. No hay acta de defunción, informe de autopsia, acta del enterramiento, ni aparece en el pasaporte de sus padres, como era norma en esa época. El padre de Berasategui me confesó que su esposa y él entregaron a su primera hija a esa práctica y que las depresiones de su esposa sobrevinieron por esa razón. Ella no pudo soportarlo y no pudo amar a su nuevo hijo; no sé hasta qué punto se nace psicópata o la falta de amor y el desprecio pueden hacer el resto —dijo callándose el hecho de que sospechaba que Sara Durán no había enloquecido de dolor, sino de culpa—. Tengo otra testigo que confirma la relación de Berasategui y los otros miembros del grupo y sus frecuentes visitas a la casa, además de una colección de fotos de Yolanda Berrueta en las que se ven los vehículos aparcados en la puerta de la casa.

Él bajó la mirada sin decir nada.

—Hay un testigo más —continuó Amaia—. No puede declarar, y no hay modo de obligarle por su condición particular, aforado y miembro de una embajada, pero tuvo acceso a cierta información comprometida que ya no obra en su poder y en la que se establecía, sin ningún lugar a dudas, la relación entre Víctor Oyarzabal, el asesino conocido como basajaun, y el doctor Berasategui y sus provechosas terapias de control de la ira que desembocaron en los crímenes que sus pacientes perpetraron contra sus propias esposas, todas mujeres de Baztán. He prometido no desvelar su nombre y tendría que hablar con él para convencerle de que al menos te lo contase a ti.

Él ni siquiera la miraba.

—Has hecho los deberes —susurró.

—Lo siento, es mi trabajo.

—¿Y qué quieres ahora? —preguntó retador.

—No me hables así. Soy policía, he investigado, son hechos, no me los invento —se defendió ella—. Se supone que esto es lo que me pediste. Creo que no soy quién para decirte lo que debes hacer, te di mi palabra de que no volvería a pasar sobre ti. Haz lo que debas.

Él suspiró y se puso en pie.

—Tienes razón —dijo acercándose a ella—. Es sólo que nunca esperé acabar así mi carrera: fui el juez más joven en acceder a la judicatura, y ahora todo eso de lo que siempre he estado huyendo acabará conmigo.

—No tiene por qué, no eres responsable de lo que hicieran tus padres.

—Qué futuro crees que le espera a un juez cuya madre es una enferma mental y su padre el líder de una secta satánica… Da igual que no llegue a probarse, la sola sospecha me destruirá.

Ella lo miró apenada mientras el teléfono, que aún tenía en la mano, volvía a sonar.

—Inspectora, soy el padre de Yolanda. Estoy muy preocupado por mi hija, esta tarde llegó a casa y se puso a imprimir fotos de flores y a decir cosas raras. Ya sabe que no quiere tomar el tratamiento. No ha querido cenar y acaba de salir en mi coche…, no he podido detenerla y no sé adónde va.

—Creo que yo sí. No se preocupe, me encargaré de llevarla de vuelta a casa.

—¿Inspectora…?

—Dígame.

—Cuando vino la policía a preguntar si faltaba más explosivo que los doscientos gramos que Yolanda utilizó para abrir la tumba… Bueno, quizá faltase un poco más, no quería tener más problemas.

—Tengo que irme, ha surgido una complicación —dijo cogiendo el bolso que había dejado sobre una silla, junto a las cosas de él. El abrigo azul marino que él había colgado del respaldo se escurrió yendo a parar al suelo. Se agachó y, al recogerlo, pudo sentir la suave textura del satén de su forro; lo colocó con cuidado volviéndolo del revés para ver el suave sello que, como troquelado en la tela, repetía cada pocos centímetros la marca que constituía la firma de aquel sastre y que aparecía en brillantes colores en una etiqueta cosida en la parte superior interna. Con cuidado, lo dejó de nuevo en la silla permitiendo que su mano se deslizase por la superficie perfecta de la tela.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó él a su espalda.

Ella se volvió desconcertada mientras le veía ponerse de nuevo la chaqueta gris que ella misma le había quitado.

—No, es mejor que no, se trata de un asunto casi doméstico.

Aturdida por la presencia de la duda, que comenzaba a crecer como un tsunami, se dirigió a la puerta.

—¿Regresarás después? —preguntó Markina.

—No sé cuánto tardaré —respondió.

—Te esperaré —contestó sonriendo de aquel modo.

Subió al coche mientras un millón de pensamientos iban y venían en su cabeza. Las manos le temblaban levemente y, cuando fue a meter la llave en el contacto, ésta se le escurrió entre los dedos y fue a parar a sus pies. Se agachó para cogerla y, al alzar la cabeza, vio que Markina la observaba pegado al cristal de su ventanilla.

Sobresaltada, contuvo un grito, metió la llave en el contacto y bajó la ventanilla.

—Me has asustado —exclamó intentando sonreír.

—Te has ido sin darme un beso —dijo él.

Ella sonrió, se inclinó de lado y le besó a través de la ventanilla abierta.

—¿Conducirás con el abrigo puesto? —observó él mirándola fijamente—. Creí que siempre te lo quitabas para conducir.

Amaia bajó del coche, dejó que él la ayudase a quitarse el abrigo y lo arrojó al asiento del copiloto. Markina la abrazó con fuerza.

—Amaia, te quiero y no soportaría perderte.

Ella sonrió una vez más y volvió a subir al coche, puso el motor en marcha y esperó hasta que él empujó la puerta.

Por el espejo retrovisor lo vio detenido en el mismo lugar, observando cómo se marchaba.