Un todoterreno de alta gama se detuvo tras el coche de policía en la entrada del cementerio. Las escaleras empinadas guiaban al visitante a través de un estrecho sendero, reducido aún más por la espesura de los arbustos que lo custodiaban hasta la puerta de una pequeña ermita. Bajo el insuficiente alero de la construcción, dos hombres y una mujer se cobijaban con los paraguas abiertos. Amaia hizo una seña a Montes para que se dirigiera hacia allí mientras ella retrocedía hasta el vehículo aparcado.
Yolanda Berrueta bajó la ventanilla.
—¿Yolanda? No sabía que hubiera recibido el alta.
—Yo la solicité. Estoy mucho mejor y permanecer en el hospital no me sentaba bien. Volveré para hacerme las curas —dijo levantando el vendaje, que, aunque se había reducido notablemente, aún resultaba muy aparatoso.
—¿Qué hace aquí?
Yolanda miró hacia el cementerio.
—Ya sabe lo que hago.
—Yolanda, no puede estar aquí; debería estar en el hospital o descansando en su casa. Ha tenido suerte de que el juez haya aceptado una fianza a cambio de no entrar en prisión por lo que hizo, pero no abuse de su estrella —dijo señalando sus vendajes—. De hecho, en su estado no puede conducir.
—He dejado el tratamiento.
—No me refiero tan sólo al tratamiento… Conduce con una sola mano, con la visión de un solo ojo…
—¿…y qué va a hacer, detenerme?
—Quizá es lo que debería hacer para evitar que se ponga en peligro… Váyase a casa.
—No —contestó firme—. No puede impedirme estar aquí.
Amaia resopló mientras negaba con la cabeza.
—Tiene razón, pero quiero que llame a su padre y le pida que venga a recogerla. Si la veo al volante, tendré que detenerla.
Ella asintió.
Los enterradores rodearon la losa, que ya había sido despejada, y procedieron a abrirla.
Aleccionada previamente, la mujer se dirigió al enterrador.
—¿Quiere bajar como le he pedido para comprobar que no hay filtraciones en el interior?
El hombre colocó la escalerilla ayudado por su compañero y bajó al interior. Cuando llegó abajo, la mujer le habló de nuevo:
—Desde aquí parece que el ataúd de mi hijita ha sido desplazado del lugar donde lo pusieron en el entierro. ¿Quiere comprobar que todo esté en orden?
El hombre apuntó su linterna a la cerradura de la cajita. Pasó la mano por el frágil mecanismo.
—Yo diría que ha sido forzada, está abierta —dijo levantando la tapa y mostrando el vacío de su interior.
Amaia se volvió hacia la mujer, que miraba hacia el interior de la fosa cubierta con el paraguas negro que, como un eclipse parcial, oscurecía su rostro. Levantó la mirada y, entristecida, dijo:
—No sé si me creerán, pero lo he sabido siempre, desde el primer día. Son cosas que una madre sabe.
Yolanda Berrueta, que permanecía silenciosa a una distancia prudente, asintió a sus palabras.
Amaia no regresó a comisaría. Lo último que deseaba era un nuevo enfrentamiento con Iriarte, y estaba tan cansada que apenas podía pensar. Montes se encargaría de localizar al exmarido de la mujer de Igantzi para interrogarlo. Antes de llegar a casa recibió una llamada en la que le explicaba que, casualmente, se encontraba de viaje desde el día anterior, cuando una funcionaria del ayuntamiento, que era prima suya, le había informado de las reparaciones que iban a efectuarse en el panteón familiar.
Era un poco más de mediodía cuando entró en la casa; cuando llegaba especialmente cansada, como ese día, ésta la recibía con su abrazo maternal y su templado aroma de cera para muebles, lo que su cerebro traducía como la mejor de las bienvenidas al hogar. Rechazó comer nada a pesar de la insistencia de Engrasi de que tomase algo caliente antes de acostarse. Abandonó las botas al pie de la escalera y subió descalza sintiendo la calidez de la madera a través de los calcetines y despojándose del grueso jersey. Nada más entrar en la habitación, se tumbó sobre la cama y se cubrió con el edredón. A pesar del cansancio, de la falta de sueño, o precisamente por eso, las escasas dos horas que pasó estirada le dejaron el sabor agridulce del sueño sin descanso y en el que su mente se mantuvo tan activa que recordaba haber repasado datos, rostros, nombres y casi palabra por palabra su conversación con Sarasola, la declaración del testigo protegido, la discusión con Iriarte. Abrió los ojos cansada y aburrida de sus intentos de pensar en otra cosa. Aun así, comprobó sorprendida la hora en el reloj. Juraría que llevaba diez minutos allí. Se dio una ducha y, tras vestirse, se demoró un par de minutos mientras conseguía que una enfermera le dijera por teléfono que la doctora Takchenko seguía estable. Miró brevemente su reflejo en el espejo y bajó a satisfacer a Engrasi en su pretensión de que comiese algo caliente antes de salir a la carretera de nuevo.
Aparcar en Irún era imposible a aquella hora en que las salidas de los colegios, de los trabajos y las compras de la tarde atestaban el centro de la ciudad de una multitud bulliciosa. Después de dar varias vueltas, optaron por meter los coches en un aparcamiento subterráneo.
Marina Lujambio y su padre les habían citado en una cafetería. Montes hizo las presentaciones y, tras pedir unos cafés, Amaia comenzó a explicarles la situación. Les habló de Berasategui y su relación con el grupo de ayuda en el duelo y, aunque omitió aludir a los casos de Elizondo y Lesaka y mencionar la posibilidad de que se tratase de una secta, no escatimó detalles para hablar de la crueldad de Berasategui y su influencia y capacidad para persuadir y manejar a sus supuestos pacientes. Describió también los resultados de abrir la tumba de la familia Esparza y todo el proceso que habían vivido desde el intento de llevarse el cadáver del tanatorio hasta el expolio de la tumba familiar en Elizondo y lo ocurrido en Igantzi aquella misma mañana. Se refirió, además, al hecho de que en todos los casos se tratase de niñas supuestamente fallecidas de muerte súbita de lactante y a la relación de todos los progenitores con los abogados pamploneses y el grupo de duelo de Argi Beltz, como en el caso de su propio exmarido. La mujer, de unos cuarenta años, la miraba fijamente mientras asentía. El padre, que tendría cerca de sesenta y cinco y una poblada barba que le habría dado aspecto de leñador canadiense de no ser por la buena factura de su traje, escuchaba con atención sin dar muestras de empatía. Sin embargo, cuando Amaia calló, le sorprendió su contundencia.
—Seguramente su compañero ya le ha explicado que soy juez de paz aquí en Irún. Como es evidente, yo no podría dar una autorización para abrir la tumba de mi propia familia, no sería lo correcto, pero como su compañero nos indicó, lo hemos consultado con el ayuntamiento y no existe ningún problema para abrir el panteón para realizar reparaciones o sustituciones de la losa o del andamiaje interior, aunque debe hacerse fuera del horario en que el cementerio está abierto, esto es, a partir de las ocho de la tarde. Pero las cosas deben hacerse bien: es irregular que el enterrador abra un féretro a menos que la evidencia sea tal que se ponga de manifiesto que ciertamente está vacío. Si el ataúd presenta signos de haber sido manipulado, tampoco habrá problemas para obtener la orden pertinente, y si en efecto mi nieta no está en su tumba, le aseguro que no tendrá dificultades en conseguir que un juez de Irún le dé permiso para abrir la tumba de esa otra familia.
—Gracias, señoría, pero nada de eso será necesario. Un juez de Pamplona lleva el caso y, en cuanto termine esta entrevista, le informaré de su buena disposición e intenciones. Si al final hubiera que proceder como dice, él lo cursaría desde allí, donde desde hace tiempo venimos trabajando en esta investigación.
El juez Lujambio asintió satisfecho tendiéndoles la mano.
—Mañana a las ocho de la tarde.
La luz de la costa que tanto le gustaba había desaparecido del todo cuando llegó a Hondarribia. La tarde estaba quieta y templada como un heraldo de la primavera que tanto anhelaba y que parecía concentrarse sobre la bella población costera. Bajó del coche frente al cementerio en el que abrirían la tumba al día siguiente y dejó que Montes y Zabalza la guiasen al interior, donde, quizá animados por el buen tiempo, aún quedaban algunos visitantes. Aspiró el salitre del mar unido a la cálida brisa que contribuía a disipar por el aire el perfume de las flores dispuestas sobre las tumbas. La familia Lujambio tenía un panteón sencillo a ras de tierra recubierto de un mármol gris que brilló bajo la luz de las farolas de forja. Amaia se acercó para ver las fotografías incrustadas en la losa, que mostraban los rostros en vida de sus moradores. Una costumbre en desuso, la mayoría de las imágenes parecían tomadas en los años sesenta. Justo en la calle paralela, la tumba de la familia López, que se negaban a abrirla. No había flores frescas, pero sí un par de macetas verdes bien cuidadas. Retrocedieron casi hasta la entrada y se detuvieron ante el panteón que habían ido a visitar. Reconoció la gruesa cadena que rodeaba la tumba sustentada por cuatro columnas de granito mate por las fotos que le había mandado Iriarte al móvil. La tumba estaba sola, no colindaba con ningún otro enterramiento y su colocación ladeada, rompiendo la disposición del resto de las sepulturas, le hizo pensar en las tumbas mormonas. Sobre la cabecera, una estela discoidal con su característica línea antropomórfica, y bajo ésta, una placa que cubría el nombre original del panteón con una sola palabra «Tabese». No pudo ver si sobre la losa que revestía el enterramiento, más elevado que el resto, aparecían otras inscripciones, pues la superficie estaba casi en su totalidad cubierta por un tapiz de flores blancas de gran tamaño. La cabecera del panteón se apoyaba en un murete de media altura, que rodeó para acceder a la parte trasera. Era una zona reservada a los trabajadores del cementerio. Contra el muro se veían plegadas dos lonas azules como las que habían utilizado para cubrir la tumba de los Tremond Berrueta en Ainhoa, una soga gruesa recogida en un montón similar a un nudo de ocho de claras reminiscencias marineras y una carretilla bastante oxidada. Junto a la pared trasera, un grifo de jardín, una alcantarilla abierta y una especie de mesa con sobre de rejilla en la que aún eran visibles restos húmedos y que, como sabía, se usaba para desprender de los huesos los restos de tejido blando que quedaban tras sacarlos de los nichos al cumplirse el tiempo de alquiler y antes de ser arrojados al osario común.
—¡Joder, qué asco! —murmuró Montes frunciendo la nariz.
Amaia caminó buscando la parte alta del panteón hasta dar con las tres escaleras descendentes que desembocaban en una recia puerta que daba acceso a la cripta, tan baja que seguramente para acceder a través de ella habría que agacharse. Maldijo su descuido por haberse dejado la linterna en el coche. Sacó su móvil y buscó la aplicación que encendía la pequeña cámara con una intensidad de luz aceptable. La puerta se había ajado tomando un mortecino tono gris que impedía identificar la madera con la que se hizo, pero si databa de la misma época que la cerradura debía de ser muy antigua. Se inclinó hacia adelante y casi tuvo que sentarse en los escalones mientras pensaba que el ángulo que quedaba para introducir por allí un ataúd era muy angosto. Reparó en una hilera de hojas que se amontonaban contra la pared y junto a la puerta, como si se hubiesen barrido o las hubiese empujado el viento hacia allí, y que formaban un ángulo recto con el acceso a la cripta. Bajó su teléfono hasta casi rozar el suelo y percibió con claridad la curva que la puerta había trazado al abrirse en la arenisca del suelo y que se dibujaba más clara sobre el pavimento oscuro por el lugar donde rozó al abrirse. Revisó entonces los goznes, que se veían sucios de polvo, excepto en los bordes, donde se encontraban las dos piezas que lo componían; allí la luz proveniente de su teléfono arrancó un guiño al metal pulido.
—Se supone que el fulano este falleció hace quince años… —dijo Montes apreciando su descubrimiento—. Y nos consta, según el registro del cementerio que consultamos ayer, que no se ha producido ningún otro entierro en este panteón. Tabese es el único inquilino.
—Pues todo indica que se abrió recientemente.
Amaia se irguió para poder ver el panteón por encima del muro y el flash de una fotografía la cegó un instante. Dio la vuelta de nuevo al muro y desde lejos volvió a percibir el destello del flash mientras oía la voz de Zabalza increpando a alguien. Estuvo segura antes de verla; aun así, le asombró comprobar que era Yolanda quien hablaba con el subinspector.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué hace aquí? ¿Qué le dije esta mañana?
—He venido en un taxi —fue su respuesta.
—Pero ¿qué se supone que hace aquí?
Ella no contestó.
—Ya está bien, Yolanda, he tenido mucha paciencia… Ahora váyase a casa, y le advierto que, si mañana la veo de nuevo por aquí, la detendré por obstruir una investigación.
Ella no se inmutó. Se adelantó unos pasos y disparó de nuevo su cámara iluminando todo el cementerio.
Amaia se volvió hacia sus compañeros componiendo un gesto de incredulidad ante la obstinada procacidad de la mujer.
—Inspectora —llamó Yolanda—, venga aquí.
Amaia avanzó hasta colocarse a su lado.
—¿Se ha fijado en esas flores? —dijo apoyando la cámara en el vendaje que cubría su mano izquierda y mostrándole la foto en la pantalla digital mientras accionaba el zoom—. Son muy curiosas, ¿no cree? Se diría que parecen pequeños bebés durmiendo en sus cunitas.
Amaia sintió un inmediato rechazo ante la incoherencia de su comentario, pero al mirar la fotografía aumentada quedó fascinada por su belleza. La corola, de un blanco marfil, envolvía como un capazo un centro rosáceo que asemejaba de un modo extraordinario la figura de un bebé con los brazos extendidos. Yolanda le cedió entonces la cámara y, rebasando la cadena en su punto más bajo, se inclinó sobre la losa y arrancó de la vara que la sostenía una de aquellas increíbles flores.
Amaia se acercó para ayudarla a descender los escalones y le tendió una mano, que ella rechazó. Tomó su cámara y, sin decir nada más, se dirigió hacia la puerta.
—Recuerde lo que le he dicho, Yolanda. —Ella levantó la mano sin volverse y salió del cementerio.
—¡Como una chota! —decretó Fermín negando con la cabeza.
—¿Tiene a mano el número de teléfono de la floristería que suministra las flores? —preguntó Amaia.
Una dependienta cogió el teléfono y, tras escuchar su pregunta, la pasó con el dueño.
—Sí, el señor Tabese debió de ser un hombre de gustos exquisitos. Como ya le dije al otro policía que llamó, nosotros somos expertos, yo mismo crío las orquídeas con gran éxito, pero las más raras las importamos de un productor de Colombia que tiene las mejores y más caprichosas variedades del mundo. Ésta en concreto es la Anguloa uniflora, y, en efecto, se asemeja de un modo extraordinario a un bebé en su cunita, pero no es la única que tiene un gran parecido con otras cosas. Hay una que recuerda a una bailarina perfecta, otra que dibuja en su centro una carita de mono y una con una preciosa garza blanca en pleno vuelo, con una precisión que parece hecha por el hombre. Pero la Anguloa uniflora es una de las más asombrosas. Leí que en algunas regiones de Colombia era considerada de mal agüero: si una mujer las recibía mientras estaba embarazada, era señal inequívoca de que su bebé moriría.
Amaia cortó la perorata del florista, segura de que, como él mismo había afirmado, podría estar hablando del fascinante mundo de las orquídeas durante horas; le dio las gracias y colgó.
Condujo tras el coche de Montes hasta Elizondo divertida por la absurda competencia de los dos hombres por conducir que les había llevado a una discusión medio en broma medio en serio en la puerta del cementerio. Hizo sonar su claxon como despedida cuando ellos tomaron el desvío de Elizondo. Entonces, la pantalla del navegador se iluminó con la entrada de una llamada procedente de un número desconocido.
—Buenas noches, soy el profesor Santos. El doctor González me pidió que realizase una búsqueda para usted.
—Ah, sí, muchas gracias por su amabilidad.
—Los doctores y yo somos viejos amigos y ya saben que estas cosas son para mí un placer. Tengo noticias sobre la muestra que me hicieron llegar. Es satén de seda, de altísima calidad, es un tejido de gran resistencia que el artesano consigue mezclando los hilos de seda en un entramado de otras fibras de un modo concreto que le aporta ese aspecto liso y perfecto del satén de seda. Pensé de inmediato que lo más probable era que se tratara de seda de la India importada y trabajada en Europa, y no me equivoqué. Mi labor se vio enormemente facilitada porque es una tela firmada, y por su gran resistencia suele usarse sobre todo en corbatas, chalecos y prendas de gran calidad.
—¿Ha dicho que está firmada?
—Algunos fabricantes introducen marcas, pequeñas variaciones en el entramado que actúan como firma de su casa; pero es que ésta además ha sido elaborada por encargo para un cliente que pidió que se incluyese en la tela una especie de troquelado con su distintivo, que resulta perceptible al ojo y, aunque bastante dañado por efecto de la intensa temperatura a la que fue sometida la muestra, aún ha arrojado suficiente información. Se trata de una exclusiva sastrería londinense que trabaja a medida y por encargo; por supuesto, no puedo acceder a los datos sobre su clientela, pero imagino que ustedes lo tendrán más fácil.
—¿Dice que la muestra había estado expuesta a altas temperaturas?
—No tiene indicios de incidencia directa del fuego, pero desde luego estuvo muy cerca de una potente fuente de calor.
—¿Y las iniciales que aparecen en la tela?
—Oh, no son iniciales. ¿Le había dado esa sensación? Es un escudo de armas, esta sastrería es famosa por haber vestido a caballeros y nobles desde los tiempos de Enrique VIII.