Llevaba veinte minutos detenida en el interior de su coche frente al Instituto Navarro de Medicina Legal. Aún era temprano, todavía no habían comenzado a llegar los trabajadores del centro. Apoyada sobre el volante, había inclinado la cabeza hacia adelante para descansar un poco. Tres suaves golpecitos en el cristal la sacaron de su abstracción. Vio al doctor San Martín y bajó la ventanilla.
—Salazar, ¿qué hace aquí?
—No lo sé —fue su respuesta.
Aceptó un café de la máquina que San Martín se empeñó en pagar y le siguió hasta su despacho sosteniendo el vaso de papel por el orillo superior para evitar quemarse.
—¿Está segura de que no quiere verla?
—No, sólo quiero conocer algunos datos.
San Martín se encogió de hombros y levantó una mano indicándole que procediera.
—Lo que quiero saber es en qué estado se encontraba justo antes de morir. Creo que eso podría darnos una pista de dónde ha podido estar durante el último mes.
—Bien, pues estaba hidratada, los órganos bien perfundidos, las extremidades regadas, la piel en buen estado y no presentaba heridas, rozaduras o cortes ni abrasiones que puedan indicar que haya estado expuesta a las inclemencias del tiempo. Yo descartaría que en algún momento hubiese estado en el río. Tenemos la ropa que llevaba, y aunque está muy manchada de sangre puede apreciarse que era cómoda y de buena calidad. Llevaba unos zapatos bajos de piel, no portaba reloj, pulseras, anillos ni ningún tipo de identificación. En conjunto parecía saludable y bien cuidada.
—¿Nada más?
Él se encogió de hombros.
—Debería verla, la ha perseguido durante demasiado tiempo y ha acabado convirtiéndola en algo irreal, en una pesadilla. Necesita verla.
—Ya he visto el vídeo de seguridad de la clínica.
—No es lo mismo, Amaia. Su madre está muerta en una cámara frigorífica, no deje que se convierta en un fantasma.
El depósito se encontraba en un anexo a la sala de autopsias. San Martín encendió las luces del techo y se dirigió directamente a la primera puerta de la fila inferior. La abrió tirando del pestillo y extrajo la camilla móvil sobre la que estaba el cuerpo. Miró a Amaia, que permanecía silenciosa a su lado, y tomando la sábana por los extremos destapó el cadáver.
La inmensa costura oscura recorría su cuerpo desde la pelvis hasta los hombros trazando sobre la piel su característica Y. El oscuro trazo que partía de la oreja izquierda dibujaba una línea descendente hacia la derecha, y, aunque se apreciaba que no era demasiado profundo, en el centro del corte resultaba visible la presencia rosácea de la tráquea. La mano derecha, con la que había sujetado el cuchillo, se veía manchada de sangre, pero en la izquierda podían apreciarse las uñas limpias, cortas y limadas. Los cabellos aparecían visiblemente más cortos que el día que huyó junto a Berasategui de la clínica, y el rostro, tan crispado en el momento de la muerte, se veía ahora completamente relajado, laxo, como una máscara de goma abandonada tras el carnaval.
San Martín tenía razón. No era un demonio lo que había sobre aquella mesa, tan sólo el cadáver de una mujer vieja y maltratada. Hubiera querido sentir entonces ese alivio que tanto necesitaba, esa sensación de liberación, de que todo había terminado, y en lugar de eso una sucesión de recuerdos irreales bailó en su mente, recuerdos que no tenía porque jamás los había vivido, recuerdos en los que su madre la abrazaba o la llamaba «cariño», recuerdos de cumpleaños con pasteles y sonrisas, recuerdos de caricias de manos blancas, amables, que nunca recibió y que a fuerza de soñarlas, de pensarlas, se habían hecho reales como historias vividas y cuidadas en la memoria. La mano de San Martín en su hombro fue suficiente. Se volvió hacia él y rompió a llorar como una niña.
Ibai no dormía bien desde que habían llegado. Suponía que el ajetreo del viaje y el cambio en sus horarios y costumbres lo habían alterado más de lo que él había esperado, y cada noche se despertaba llorando. James lo tomaba en brazos y se dedicaba a mecerlo y entonar cancioncillas absurdas hasta que lo veía recostarse contra su hombro y cerrar los ojitos, no sin resistirse hasta el final. Lo acostó en la cuna que Clarice había preparado para él y que, no sin discutir con ella, había conseguido trasladar a su habitación, y durante un rato lo observó dormir. Su rostro, habitualmente relajado, reflejaba hasta en el sueño la inquietud que se transmitía a sus miembros ocasionándole repentinos respingos que sacudían su cuerpecillo, que se resistía a relajarse.
—Echas de menos a tu mamá, ¿verdad? —susurró al bebé dormido, que como si le hubiese oído dejó escapar un suspiro. La melancolía del niño le sacudió el corazón una vez más. Dirigió una mirada preocupada al teléfono que reposaba sobre la mesilla y, tras alcanzarlo, comprobó por enésima vez que no tenía mensajes, correos ni llamadas de ella. Consultó el reloj, las dos de la madrugada, serían casi las ocho de la mañana en Baztán y Amaia ya estaría levantada. Colocó el dedo sobre la tecla de llamada y notó la ansiedad agolpándose en su pecho cuando la presionó, lo que le recordó las emociones que sintió las primeras veces que habló con ella cuando se conocieron. La señal de llamada le llegó clara, y hasta recreó a miles de kilómetros el sonido del teléfono sonando como un insecto moribundo sobre su mesilla o amortiguado en el fondo de su bolso. Escuchó la señal hasta que saltó el buzón de voz. Colgó y miró de nuevo a su hijo dormido mientras las lágrimas nublaban sus ojos y pensaba en cómo los silencios, las palabras que no se dicen, las llamadas que no se responden pueden contener un mensaje tan claro.
Subió por las escaleras consultando la hora en su móvil. Vio la llamada de James, que se había producido, seguramente, cuando estaba en la iglesia con Sarasola, y la borró mientras se prometía que le telefonearía en cuanto tuviese un minuto. Dedicó una furtiva mirada a la máquina de café reconociendo que la falta de sueño comenzaba a hacerle mella y sintiéndose tentada por los ridículos vasitos de papel. Entró en la sala de reuniones, donde sus compañeros miraban disgustados su exposición en la pizarra.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Iriarte al verla.
Ella captó la hostilidad, una hostilidad que no pasó inadvertida para Montes y Zabalza, que se volvieron hacia ella expectantes.
—Buenos días, señores —contestó ella deteniéndose en seco.
Esperó a que contestasen y, con cierta parsimonia, dejó sobre una silla su bolso y su abrigo antes de acercarse a la pizarra para colocarse frente al inspector Iriarte.
—Imagino que se refiere a la inclusión de las víctimas de los casos Basajaun y Tarttalo en el recuento de víctimas más reciente.
—No, me refiero a por qué toma dos casos cerrados y los mezcla con el actual.
—Decir que estaban cerrados es simplemente un tecnicismo. Tanto Víctor Oyarzabal como el doctor Berasategui están muertos; los dos casos se cerraron abruptamente por esta causa, pero de ahí a decir que están ultimados va un abismo.
—No estoy de acuerdo. Esos hombres eran los únicos autores de sus crímenes, y las demás personas implicadas están muertas.
—Quizá no todas…
—Inspectora, no sé adónde pretende llegar con esta teoría, pero si intenta establecer una relación entre estos casos y el actual debería tener algo realmente firme.
—Lo tengo. El padre Sarasola acaba de confirmarme que Berasategui fue el terapeuta de Víctor Oyarzabal, le trató como a los demás homicidas implicados en sus crímenes con terapias para el control de la ira.
Montes emitió un largo silbido cargado de razones que le mereció una reprobatoria mirada de ambos. Iriarte se volvió hacia las imágenes de las chicas, que les contemplaban desde la pizarra.
—Sarasola, un testigo perfecto de no ser porque negará todo lo que le ha dicho si lo lleva ante el juez, con lo cual no tiene nada.
—Inspector, no pretendo llevarlo ante el juez, pero sin duda esta información es capital para la investigación.
—No estoy de acuerdo —repitió empecinado—. Son casos cerrados, los presuntos asesinos están muertos. No puedo comprender su empeño en hacer de un caso de expolio en un cementerio un misterio de proporciones épicas. El robo de cadáveres no pasa de ser un delito contra la salud pública.
—¿Eso es para usted? ¿Un expolio en un cementerio? ¿Se le olvida cuánto sufrimiento se ha generado alrededor de todo esto, esas madres, esas familias…?
Él bajó un poco la mirada, pero no contestó.
—… y se le olvida también, por lo visto, que el subinspector Etxaide trabajaba en este caso cuando fue asesinado. ¿O va a decirme que su inviolable corporativismo le ha llevado también a aceptar la teoría del inspector Clemos?
Iriarte levantó la cabeza y la miró furioso. Sus ojos ardían lo mismo que su rostro, que se había tornado tan rojo que parecía a punto de sufrir un ataque.
No dijo nada. Salió de la sala y se refugió en su despacho tras cerrar de un portazo.
—Vamos, nos esperan en Igantzi —dijo ella—. Creo que el inspector Iriarte no nos acompañará hoy.