51

La llamada de Iriarte se produjo una hora más tarde. Estaba de buen humor. La mujer de Igantzi se había mostrado muy colaboradora; estaba divorciada de su marido, un arquitecto al que le fue muy bien después de que falleciera la única hija que tuvieron juntos. Por lo visto, él había vuelto a casarse y tenía dos hijos; ella lo odiaba por eso. Estaba convencida de que la había dejado por negarse a tener otro hijo tras morir su bebé, una niña que contaba un mes de edad en el momento del fallecimiento y estaba sin bautizar. Reposaba desde el día de su muerte en el panteón de su propiedad, que había heredado de su familia. Le habían explicado el caso Esparza; no recordaba a la enfermera Hidalgo, aunque dio a luz a la niña en la clínica Río Bidasoa en el período en que la enfermera trabajaba allí. Habían visitado el cementerio con ella aquella misma tarde y ya habían hablado con el enterrador para comunicarle su petición de abrir el panteón al día siguiente.

—Y hemos hecho doblete, aunque podría haber sido triplete. Una de las mujeres de Hondarribia está totalmente convencida de que su hija no está enterrada en su ataúd, dice que vio algo raro el día del sepelio; por desgracia, no puede hacer nada, el panteón pertenece a la familia de su marido, del que lleva divorciada más de diez años. La otra mujer divorciada de Hondarribia también nos autoriza a abrir la suya; su marido es cliente de Lejarreta y Andía, y tuvieron una fuerte bronca cuando la niña falleció sobre la cuestión de dónde iba a ser enterrada; finalmente se hizo en el panteón propiedad de ella. Con ésta, en el peor de los casos y si las cosas se ponen difíciles, no creo que tengamos problemas para conseguir una orden judicial, su padre es juez de paz de Irún.

—Realmente son buenas noticias —admitió ella—. Buen trabajo.

—Gracias. Y respecto a Tabese, hemos solicitado el certificado de defunción, que lo más seguro es que llegue mañana, pero en el cementerio nos facilitaron la cédula de enterramiento. La fecha que consta se corresponde con la de la lápida, y es de hace quince años. En la causa del fallecimiento de la que se toma nota para el registro del cementerio pone ahogado en accidente náutico. Le envío por correo electrónico foto de la cédula y un par más que hemos hecho del panteón, que, por cierto, es impresionante.

Ella abrió los archivos y pudo ver un antiguo y señorial panteón rodeado por cuatro gruesos postes y una cadena con eslabones como puños que lo circundaban; el único nombre que aparecía en la losa apenas era visible por la cantidad de flores que lo cubrían.

—Parece que alguien recuerda aún al doctor… Entérese de quién le lleva tantas flores, parecen todas de la misma especie; en la foto no se aprecia muy bien.

—Sí, son orquídeas. Ya me llamó la atención y se lo pregunté al enterrador; me dijo que cada semana vienen con una furgoneta de una floristería de Irún y las reponen. Tenemos el nombre, y ya le hemos dejado un aviso al propietario para que nos llame.

—De acuerdo, será muy tarde cuando lleguemos a Elizondo, así que nos vemos mañana en la comisaría a las diez para salir hacia Igantzi.

Había dejado a Zabalza frente a la comisaría para que pudiera coger su coche, y ahora, detenida delante de la casa de la tía, se sentía incapaz de entrar, incapaz de enfrentarse con Engrasi y con sus hermanas, que, en la docena de mensajes que le habían dejado en el móvil, le decían que la esperarían hasta que llegase. Se demoró unos minutos mientras ordenaba sus pensamientos y apuntaba un par de preguntas que quería hacerles a Montes e Iriarte por la mañana, hasta que a ella misma le pareció ridículo seguir dilatando su entrada en la casa, que, acogedora, la esperaba con las luces encendidas.

Levantó las manos y se cubrió la cara intentando hacer desaparecer la sensación de rigidez que tensaba los músculos de su rostro. Al apartar las manos, recordó la sensación de la nuez que Sara había depositado en ellas, rememorando de pronto aquello que le había sido esquivo toda la tarde. Arrancó el motor y condujo por la carretera de los Alduides hasta detenerse frente a la verja del cementerio. No había ni una farola en aquella carretera, y en la noche fría y despejada, las estrellas eran insuficientes para proporcionar un poco de claridad. Sin apagar las luces de su coche, lo situó frente a la verja dejando que los faros iluminasen el interior del camposanto. El efecto no fue el deseado, pues la mayor parte del haz de luz chocaba contra los primeros escalones y perdía el efecto de profundidad que había esperado lograr. Abrió el maletero, cogió la potente linterna que siempre llevaba allí y entró en el cementerio. La tumba que buscaba estaba en línea recta a la entrada, un poco a la derecha. Cuando llegó, el ángel que se sentaba sobre ella quedó cubierto por la sombra de su silueta, que las luces de su coche proyectaban contra las paredes altas de los panteones. Recorrió con el haz de su linterna la superficie de la losa y, escondida entre los tiestos, encontró la nuez. La cogió y notó que estaba fría y mojada por el rocío de la noche. Se la metió en el bolsillo del abrigo y salió del cementerio. A continuación, condujo hasta la casa de Engrasi, aparcó y, esta vez sí, salió del coche. Odiaba los susurros de velatorio, el tono de voz que la gente adoptaba para hablar de los recién muertos. Se había encontrado en esta situación en el caserío Ballarena cuando la pequeña falleció; en la sala de espera del Instituto Navarro de Medicina Legal mientras sus compañeros, cabizbajos, hablaban de Jonan, y fue exactamente lo que encontró en su casa al entrar aquella noche. Su tía y sus hermanas hablaban con un tono quedo, cargado de culpas y silencios, y enmudecieron en cuanto la oyeron entrar. Se quitó el abrigo, lo colgó en la entrada y se asomó a la puerta del salón. Ros fue la primera en ponerse en pie y arrojarse a sus brazos.

—Oh, Amaia, lo siento, lo siento, tenías razón, siempre tienes razón; no sé cómo fuimos tan estúpidas al no hacerte caso.

Flora se puso en pie y dio dos pasos hacia ella, pero se detuvo antes de llegar a tocarla. Ros se apartó de Amaia y las dejó frente a frente.

—Bueno, como ha dicho Ros, al final ha resultado que tenías razón.

Amaia asintió. Aquello era bastante más de lo que había esperado de Flora; estaba segura de que habría preferido morirse antes que pronunciar aquellas palabras. Entonces Ros miró a Flora y le hizo un gesto para que continuara. Flora se humedeció los labios, incómoda.

—Y lo siento, Amaia, no sólo por no haberte escuchado, sino por todo lo que has tenido que pasar durante estos años. Lo único positivo que podemos extraer de esta historia es que por fin ha terminado.

—Gracias, Flora —dijo francamente, no porque pensara que su hermana estaba siendo sincera, sino para premiar el esfuerzo que le costaba ser cortés. La tía se acercó para abrazarla.

—¿Estás bien, mi niña?

—Estoy bien, tía, no tenéis por qué preocuparos. Estoy bien.

—No cogías el teléfono…

—La verdad es que ha sido un día muy raro. A pesar de todo, nunca esperé un final así.

Flora volvió a sentarse, visiblemente aliviada por la falta de emoción que demostraba Amaia, como si hubiera esperado una explosión de gritos y reproches que al final no había llegado.

—Imagino que mañana nos entregarán el cuerpo y lo propio sería que celebrásemos algún tipo de ceremonia.

—No cuentes conmigo, Flora —la cortó Amaia—. Por lo que a mí respecta, los funerales, entierros y ceremonias por nuestra madre ya han sido más que suficientes. Estoy segura de que te encargarás gustosa de sus restos y de proporcionarle un entierro digno, pero yo no quiero saber nada más de este asunto. Y te agradeceré que no vuelvas a mencionármelo.

Flora abrió la boca para contestar, pero la tía Engrasi la fulminó con una dura mirada y dijo:

—Bueno, chicas, podéis aprovechar para darle la buena noticia a vuestra hermana.

Amaia las miró expectante.

—Que lo cuente Flora. Al fin y al cabo, ha sido idea suya —dijo Ros.

No se le escapó la dura mirada de Flora a Ros antes de comenzar a hablar.

—Bueno, lo cierto es que en los últimos días he estado dando muchas vueltas a todo este asunto del obrador. He pensado en los pros y los contras, y me he dado cuenta de que regresar ahora a la gerencia del obrador me restaría mucho tiempo de otros importantes proyectos que tengo en mente, además de la televisión. Así que he decidido que, puesto que Ros ya ha demostrado que puede llevar bien el negocio familiar, lo más acertado será que siga haciéndolo. En unos días arreglaremos los papeles y Ros será a partir de entonces la única propietaria del negocio Mantecadas Salazar.

Amaia miró a Ros alzando las cejas incrédula.

—Sí, Amaia, Flora vino a verme ayer y me lo comunicó. Estoy tan sorprendida como vosotras.

—Pues enhorabuena a las dos —dijo Amaia estudiando las miradas de ambas, los gestos hostiles, el evidente dominio de Ros.

—Bueno, a mí me vais a perdonar. Como dice Amaia, ha sido un día muy largo y muy raro. Necesito descansar e imagino que vosotras también lo necesitaréis —se despidió Flora puesta en pie, tras lo que se inclinó para besar a la tía y cogió su abrigo y su bolso.

Amaia la siguió hasta la entrada.

—Espera, Flora, que te acompaño. Tengo que hablar contigo —dijo cogiendo su abrigo y volviéndose sobre el hombro para decir—: y a vosotras os advierto que no me esperéis levantadas, y sobre todo lo digo por ti. —Señalaba con un dedo a la tía.

—Ya soy demasiado mayor para recibir órdenes de una niñata. Y más vale que vuelvas pronto a casa, jovencita, o avisaré a la policía —respondió bromeando.

La diferencia de temperatura entre el salón de Engrasi y la calle la hizo estremecer. Se abrigó abrochándose los botones y levantando las solapas para que protegieran su cuello, y, durante un rato, simplemente caminó en silencio al lado de su hermana.

—¿Qué era eso que querías decirme? —Se impacientó Flora.

—Dame tiempo, hermana, ha sido un día muy complicado. Tengo que pensar, y ya te he dicho que iba a acompañarte hasta tu casa.

Continuaron en silencio y se cruzaron con una patrulla de la policía municipal y un par de vecinos que sacaban a sus perros a un paseo tardío. Flora tenía en Elizondo una preciosa casa unifamiliar de nueva construcción rodeada por un pequeño jardín y adornada con gran cantidad de flores que alguien se encargaba de regar cuando ella no estaba en el pueblo. Se detuvieron frente a la puerta mientras Flora manipulaba la cerradura. Ni siquiera se le ocurrió plantear la posibilidad de que se despidieran allí. La determinación en la actitud de Amaia dejaba claro que no la había acompañado únicamente para evitar que caminara sola por la calle.

Entraron directamente en el salón, y Amaia se detuvo ante una ampliación de la foto de Ibai que ya había visto en la casa de Zarautz y que aparecía rodeada por un fino marco metálico que resaltaba la belleza del retrato en blanco y negro. Iba a ser cierto lo que la tía pensaba respecto a lo que Flora sentía por el niño, sobre todo visto cómo fingía indiferencia ante su interés arrojando el abrigo sobre el sillón y entrando en la cocina, desde donde dijo:

—¿Te apetece tomar algo? Creo que yo me tomaré una copa.

—Sí —aceptó—. Tomaré whisky.

Flora regresó con dos vasos de líquido ambarino en las manos; depositó uno sobre una mesita y se sentó en el sofá mientras tomaba un trago. Amaia hizo lo propio colocándose justo a su lado, tomó una de las manos de Flora y, tal y como Sara había hecho aquella tarde, depositó en ella la nuez que había cogido de la tumba de Anne Arbizu.

Flora no pudo disimular el susto, y su movimiento fue tan brusco para deshacerse del fruto que la mayor parte del whisky se derramó sobre su falda. Amaia lo recuperó de entre los cojines del sofá y, sujetándolo entre el pulgar y el índice, lo sostuvo ante sus ojos. Flora lo miró espantada.

—Saca eso de esta casa.

Amaia la miró asombrada, no era la reacción que había esperado.

—¿De qué tienes miedo, Flora?

—Tú no sabes lo que es eso…

—Sí que lo sé. Sé lo que significa. Lo que no entiendo es por qué las dejas sobre la tumba de Anne Arbizu.

—No debiste tocarla, es… Es algo para ella —dijo entristecida.

Amaia observó a su hermana y el modo en que miraba la nuez. Impresionada, la guardó de nuevo en su bolsillo.

—¿Qué era Anne Arbizu para ti, Flora? ¿Por qué dejas nueces sobre su tumba? ¿Por qué niegas que la amabas? Créeme, Flora, nadie va a juzgarte. Ya he visto a demasiada gente destrozarse la vida por no admitir a quién ama.

Flora dejó sobre la mesa el vaso que aún sostenía en las manos y con un pañuelo de papel comenzó a frotar furiosa la mancha de la falda, una y otra vez, una y otra vez, con gran ímpetu. Y de pronto rompió a llorar. Ya la había visto llorar así en otra ocasión, e igualmente había sido cuando le había mencionado a Anne y su relación con ella. El llanto le brotaba desde las tripas agitando su cuerpo y haciéndola hipar, incapaz de controlarse; estrujaba el pañuelo que había utilizado para frotar la mancha para enjugar ahora las lágrimas que corrían por su rostro, y estuvo así un rato hasta que consiguió calmarse lo suficiente como para hablar.

—No es lo que crees —acertó a decir—. Estás totalmente equivocada. Quería a Anne igual que tú quieres a Ibai.

Amaia la miró desconcertada.

—Exactamente igual que tú quieres a Ibai. Porque Anne Arbizu era mi hija.

Amaia quedó muda por el asombro.

—Tuve a Anne a los dieciocho años. Quizá recuerdes aquel verano que pasé con nuestras tías de San Sebastián…, bueno, pues nunca estuve en casa de las tías. Tuve el bebé y lo di.

—Entonces ya salías con Víctor…

—El bebé no era de él.

—Flora, me estás diciendo que…

—Conocí a un hombre, era un tratante de ganado que vino para una de las ferias, bueno… Ocurrió lo que ocurrió y no volví a verle. Unas semanas después, descubrí que estaba embarazada.

—¿Lo intentaste, al menos?

—Amaia, no soy tonta ni lo he sido nunca, ni siquiera con dieciocho años. Fue una aventura, algo que no tenía que haber pasado y que tuvo unas consecuencias que no deseaba, pero no tenía en la cabeza ninguna tontería de historia romántica, no fue nada más que alguien que pasó por aquí.

—¿Lo supieron nuestros padres?

—La ama, sí.

—¿Y ella estuvo de acuerdo en…?

—No, al principio conseguí ocultarlo. Reuní algo de dinero; el aborto estaba prohibido en todo el país, así que acudí a la consulta de un médico, al otro lado de la frontera, que era conocido por hacer ese tipo de trabajos. Me practicó un aborto, o eso creí yo a la vista de cómo sangraba y cómo me dolía. Aquel carnicero me arrancó los ovarios, Amaia, me destrozó por dentro y me incapacitó para tener hijos. Sin embargo, no hizo lo que tenía que hacer. A pesar de la hemorragia, a pesar de la pérdida de líquido y sangre, el embarazo siguió adelante. Cuando llegué a casa, estaba tan mal que no pude ocultárselo a la ama, que me llevó a casa de la enfermera Hidalgo. Ella detuvo la hemorragia. La ama se disgustó, como es normal. Por supuesto, quedaba descartado que pudiera criar al bebé; lo ocultaríamos hasta el parto y después lo entregaríamos; me hizo prometer que no se lo diría a nadie, ni siquiera al aita. Me dijo que quizá aquel error podría ser mi oportunidad de que todo fuese bien a partir de aquel momento. En una ocasión en que le saqué el tema de la adopción, me miró como si hablase otro idioma y me contestó que el bebé no iba a ser adoptado, sino entregado.

Amaia la interrumpió alarmada por lo que acababa de oír.

—¿Te explicó qué significaba eso de entregarla? ¿La ama te llevó a conocer al grupo?

—No conocí a ningún grupo, sólo conocí a Hidalgo, la enfermera que me salvó y que me ayudaría en el momento del parto. Ellas iban a ocuparse de todo y yo no quise saber más…, pero había algo en aquella enfermera que me recordaba al matarife que me había practicado el intento de aborto, todo sonrisas y promesas de que se ocuparían de todo, de que acabarían con mi problema y después las cosas irían mejor. Yo había oído hablar de las parteras que no ataban los cordones umbilicales y dejaban morir a los hijos no deseados que habían llegado a término. Amaia, no sé ni me importa lo que puedas estar pensando de mí, pero créeme si te digo que quería lo mejor para la criatura, que fuese a parar a una buena familia, como se decía entonces, con posibles. Cuando estaba de seis meses, y antes de tener problemas para ocultar mi barriga, cogí mis ahorros y acudí a una casa de la caridad regentada por religiosas que había en Pamplona y que en aquellos tiempos recogían a descarriadas como yo que habían quedado preñadas de cualquier manera. No estuvo tan mal. Viví allí hasta que tuve a la niña. El mismo día en que nació me despedí de ella y la di en adopción con la promesa de que iría a una buena familia. A los pocos días regresé a casa… Seguí saliendo con Víctor; continué con mi vida y no volvimos a hablar del tema, pero la ama nunca me lo perdonó y se encargó de hacérmelo pagar. Imagínate mi sorpresa cuando se empezó a rumorear que los Arbizu habían adoptado a una niña y me asomé a su carrito para verla: era Anne; podría haberla reconocido entre un millón de niñas —dijo mientras las lágrimas volvían a correr por su rostro—. He tenido que vivir todos estos años viendo a mi hija en la casa de otros y sin atreverme a mirarla dos veces para que nadie notase lo que sentía por ella. He estado amargada toda mi vida viéndola crecer, atormentada por su presencia, que me mantenía encadenada a este pueblo sólo para poder estar cerca de ella. Y de pronto, el año pasado vino a verme; se presentó en el obrador una tarde a última hora y me dijo que sabía quién era yo y quién era ella. Amaia, no puedes imaginar cómo era, guapa, segura, inteligente; había investigado hasta dar conmigo. No me reprochó nada, me dijo que lo entendía y que lo único que quería era seguir teniendo trato conmigo sin herir los sentimientos de sus ancianos padres… Hasta propuso que lo contáramos a todo el mundo cuando ellos hubieran fallecido. Ella me regaló esa foto para que tuviera un recuerdo de cuando era un bebé —dijo señalando la foto que ocupaba buena parte de la pared.

—Creí que era Ibai —dijo Amaia—, me preguntaba cuándo se la habías tomado…

—Sí, el parecido es asombroso; me rompe el corazón ver a tu hijo, y a la vez lo adoro por parecerse tanto a ella. En el corto período de tiempo en el que la traté, me hizo sentir cosas que no había imaginado jamás. Anne era muy especial, no puedes imaginar cuánto. Nunca he sido tan feliz, Amaia, y nunca volveré a serlo, porque entonces, cuando creía que por fin había encontrado mi felicidad, él la mató, mató a mi niña… —Flora lloraba sin cubrirse el rostro, rotas todas las reservas. Confesados todos los pecados, ya no pareció importarle que su hermana la viera así.

Amaia la había escuchado anonadada. Entre todos los tipos de relaciones que había imaginado entre su hermana y Anne Arbizu, aquélla era la única que no se le había pasado por la cabeza. La miró llorar conmovida y entendiendo muchas cosas.

—¿Y lo mataste por eso? ¿Mataste a Víctor porque él mató a tu hija? —Flora negó pasándose las manos por el rostro para enjugarse las lágrimas, que no parecían tener fin—. ¿Sabías lo que estaba haciendo? —Ella negó—. Flora, mírame —dijo obligándola a serenarse—. ¿Tenías alguna sospecha de que era Víctor el que estaba matando a las niñas?

Flora miró a su hermana obligándose a ser cauta. Si en algo tenía razón Ros, era en que Amaia no sería tolerante con el crimen fueran cuales fuesen las razones con las que intentara justificarlo.

—No estuve segura hasta que fui a verle aquella noche a su casa y él me lo confirmó.

—Pero llevaste un arma contigo, Flora. —Ella no contestó—. Así que sospechabas. ¿Por qué pensaste que había sido él el que había matado a Anne?

—Ten en cuenta que yo lo conocía mejor que nadie.

—Sí, eso lo sé, pero ¿cuándo lo supiste?

—Lo supe y punto.

—No, Flora, y punto no: mató a dos chicas más, además de Anne, y a muchísimas otras antes incluso de que os casarais… ¿Desde cuándo lo sabías? ¿Sospechabas de él y permitiste que continuara matando niñas hasta que le tocó a Anne?

—No lo sabía, te lo juro —mintió—. Recuerda que ninguno de los crímenes se produjo mientras estuvo casado conmigo, y volvió a empezar cuando nos separamos. No se me ocurrió en ningún momento que Víctor fuese el responsable de los crímenes del basajaun hasta la muerte de Anne.

—Pero ¿por qué?, ¿por qué cuando mató a Anne?

—Por el modo en que las elegía —dijo con rabia dejando de pronto de llorar—. Cuando mató a Anne, supe con qué criterio las estaba eligiendo.

Amaia permaneció un par de segundos inmóvil mirando a su hermana.

—Flora, creemos que escogía a chicas en el paso entre la niñez y la adolescencia, y que las víctimas fueron casuales. Carla se bajó del coche de su novio en el monte, Ainhoa perdió el autobús, Anne llevaba una doble vida de secretos y relaciones que ocultaba a sus padres; simplemente estaban solas en el lugar equivocado en el momento equivocado. —Flora negó, sonriendo con amargura—. ¿Qué quieres decir, Flora?

—Por el amor de Dios, se supone que eres una experta —respondió dejando emerger su habitual falta de paciencia—. ¿Qué hacía con los cuerpos?

Amaia la miró sin entender muy bien adónde quería llegar.

—Les abría la ropa, les rasuraba el vello púbico, les quitaba los zapatos de tacón, les borraba el maquillaje y las colocaba… —Amaia se detuvo pensativa y miró a su hermana con ojos nuevos mientras repasaba mentalmente. Las llevaba de vuelta a la infancia borrando de sus cuerpos los signos que las hacían adultas; las disponía con las palmas de las manos en actitud de ofrecimiento y las abandonaba a la orilla del río Baztán. Como ofrendas al pasado, a la pureza. El carácter ritual de los crímenes había estado de manifiesto desde el principio. Hasta las mataba privándolas de aire. Se estremeció al pensarlo—. ¿Qué quieres decir, Flora? Habla claro.

—Que las entregó, las sacrificó —dijo completamente dueña de sí.

—Pero…, pero ¿cómo iba Víctor a saber? ¿Se lo dijiste tú?

Flora compuso un gesto que recordaba vagamente una sonrisa.

—¿Yo? Antes habría muerto que hablar de eso, y menos con él.

—¿Cómo lo supo, cómo supo que Anne era tu hija?

—Ya te he dicho que la ama nunca me lo perdonó.

—Ella se lo dijo —concluyó Amaia—. Le dijo a Víctor que esa chica era tu hija. ¿Por qué crees que lo hizo, quizá para perjudicar tu matrimonio?

—No, ya estábamos separados.

—Entonces, ¿para qué?

—Quizá para que terminase lo que ella pensaba que debía hacer, del mismo modo que pretendió acabar con Ibai la noche en que se fugó, igual que ha intentado acabar contigo durante toda la vida: para completar lo que hizo con nuestra hermana.

—¿Crees que Víctor eligió a sus víctimas porque eran algo así como ofrendas fallidas, algo que no se llegó a completar?

—No sé por qué escogió a las demás, pero él mató a mi hija porque no la entregué… Yo no lo hice, y él lo hizo por mí porque ella se lo dijo. —Amaia miraba a su hermana anonadada—. ¿Por qué me miras así?

—Flora, acabo de darme cuenta de que tú has aborrecido a nuestra madre durante la mayor parte de tu vida, e incluso más que yo.

Flora se levantó, tomó los dos vasos vacíos, los llevó a la cocina y se puso a fregarlos. Amaia la siguió.

—¿Por qué dejas nueces sobre la tumba de Anne?

—No lo entenderías.

—Prueba.

—Anne no era una chica como las otras, era excepcional en muchos aspectos, y ella lo sabía; tenía un gran dominio sobre los demás de un modo que no sabría explicarte.

Amaia pensó en cómo Anne había seducido a Freddy, en cómo tenía engañados a sus padres con su doble vida, en su estrategia para deshacerse del teléfono móvil al que Freddy la llamaba y que les había traído de cabeza durante la investigación, y recordó a la hermana de su madre adoptiva diciéndole: «Era una belagile».

—Ella me contó lo de las nueces, me dijo que simbolizaban el poder femenino que durante siglos las mujeres habían ejercido en Baztán, que podía concentrarse en modo de deseo en una pequeña nuez y que ella sabía cómo usarlo… Sólo eran fantasías de adolescente, ya sabes, a todas les gusta sentirse especiales, Amaia, pero ella lo creía, y cuando estaba con ella, yo también. Decía que esa energía no terminaba con la muerte, y me gusta pensar eso, que de alguna manera la energía de Anne se concentra en esos frutos que ahora son lo único que me une a ella, lo único que le puedo llevar para que su voluntad siga viva en su interior.

—¿Y tan terrorífico te resulta lo que pudiera haber en su alma que no puedes ni tocar la nuez?

Flora no contestó.

Amaia suspiró mientras miraba a su hermana. Era hábil. Había sido sincera, probablemente como no lo había sido en su vida, pero no dudaba de que también había intentado colar un par de embustes. La habilidad consistía en distinguirlos.

—¿Y qué hay de toda esa pantomima del obrador que habéis representado en casa de la tía?

—No hay ninguna pantomima. Las cosas son como te las hemos contado. Eso no significa que todas las diferencias entre Ros y yo estén resueltas, pero lo intentamos.

Amaia la miró con recelo. Ros y Flora no se habían puesto de acuerdo en nada en toda su vida, y que lo hicieran de la noche a la mañana en el momento en que las espadas estaban en alto no terminaba de cuadrarle. Aun así no tenía modo de probarlo, pero no podía dejar de preguntárselo.

Salió de la casa de Flora y, sin siquiera consultar la hora, enfiló la cuesta hacia la comisaría. Al acercarse pudo ver que el portón exterior estaba cerrado. Lo abrió usando su tarjeta y saludó a los policías que hacían el turno de noche. Subió al segundo piso y se dirigió directamente a los ficheros donde guardaban toda la información relativa al caso Basajaun. Durante las horas siguientes se dedicó a colocar sobre la pizarra las fotos de los escenarios, de las tres víctimas, de las autopsias que habían guardado un año atrás y que había esperado no tener que volver a ver nunca. Ainhoa Elizasu, Carla Huarte y Anne Arbizu volvieron a mirarla desde el panel de aquella sala. Se sentó ante ellas estudiando el gesto tímido con el que Ainhoa miraba a la cámara, el descaro de Carla y su pose sexy, y la intensa y poderosa mirada de Anne. Recordó sus cuerpos sobre la mesa de acero de San Martín, las declaraciones de sus padres y de sus amigos, y el perfil que sobre la personalidad del asesino habían elaborado en aquella misma estancia. «Rasga sus ropas y expone los cuerpos, que aún no son los de las mujeres que ellas quieren ser, y en el lugar que simboliza el sexo y la profanación de su concepto de infancia elimina el vello, que es la señal de madurez, y lo sustituye por un dulce, un pastelito tierno que simboliza el tiempo pasado, la tradición del valle, el regreso a la infancia, quizás a otros valores. Este asesino se siente provocado, confiado y con mucho trabajo por hacer, va a seguir reclutando chiquillas y las traerá de vuelta a la pureza… Incluso el modo en que les coloca las manos vueltas hacia arriba simboliza entrega e inocencia». A su mente acudieron las palabras del testigo oculto en la casa del Opus Dei: «Entre el nacimiento y los dos años, el alma se encuentra aún en transición; es cuando son más válidos para la ofrenda, lo son durante toda la infancia, justo hasta que empiezan a transformarse en adultos; ahí se produce otro momento de transición que los hace deseables para las fuerzas, pero es más fácil justificar el fallecimiento de un bebé antes de los dos años que el de una adolescente».

En aquellos crímenes, que incluso la prensa había catalogado como rituales, el asesino asfixiaba a sus víctimas privándoles del aire con un fino cordel, en un movimiento tan rápido que apenas dejaba huellas en los cuerpos, que después llevaba a hombros hasta la orilla del río Baztán, donde procedía a rasgar sus ropas dejando sus cuerpos de niñas expuestos al rocío del río; luego rasuraba sus pubis eliminando el vello, peinaba sus cabellos a los lados de la cabeza formando dos mitades, abría sus manos a los lados y las colocaba en actitud de ofrecimiento con las palmas vueltas hacia arriba como vírgenes, como ofrendas, en una ceremonia de purificación, de regresión a la infancia, de nuevo niñas, de nuevo puras, de nuevo ofrendas. Comprobó, aunque lo recordaba perfectamente, sus pueblos de procedencia. Ainhoa en Arizkun y Carla y Anne en Elizondo. Se puso en pie atrapada en la mirada de Anne Arbizu, que un año después de su muerte seguía fascinándola por su fuerza. Incomodada, evitó sus ojos mientras se acercaba a la pizarra, donde, con cautela, colocó tres nuevas marcas en el mapa que trazaba un siniestro recorrido del río.