Los gestos, los detalles, las pequeñas cosas que conformaban su mundo y se habían hecho imprescindibles se ponían de manifiesto con la ausencia de James. Llevaba al menos quince minutos despierta acariciando con el dorso de su mano la superficie vacía de la almohada. Los besos breves y en cantidad que depositaba por toda su cabeza para despertarla; el café con leche en un vaso que ponía sobre su mesilla cada mañana; sus manos grandes y rudas de escultor; el olor de su pecho aspirado a través del jersey; el espacio entre sus brazos reservado para ser su refugio.
Salió de la cama y bajó descalza a la cocina para prepararse un café con leche, con el que regresó para meterse de nuevo bajo el edredón. Miró con disgusto el teléfono, que comenzó a sonar en el instante en que lo hacía, aunque el fastidio quedó mitigado por la sorpresa al ver que se trataba del padre Sarasola.
—Inspectora… Lo cierto es que no sé cómo decirle esto. —Ella se sorprendió, si había un hombre en el mundo capaz de explicar cualquier cosa, ése era Sarasola; no podía imaginar que hubiera algo que pudiera plantearle semejantes dudas—. Rosario ha vuelto.
—¿Qué? ¿Ha dicho que…?
—Hace escasamente quince minutos su madre entró en la recepción de la clínica, se situó frente a las cámaras de seguridad, sacó de entre su ropa un cuchillo y se cortó el cuello.
Amaia comenzó a temblar de la cabeza a los pies.
—Los recepcionistas y los dos guardias de seguridad de la puerta avisaron inmediatamente a varios médicos, que intentaron por todos los medios salvarle la vida. Lo siento, inspectora, su madre falleció mientras la trasladaban al quirófano. No pudieron hacer nada, la pérdida de sangre ha sido descomunal.
El despacho del doctor Sarasola le pareció tan frío e impersonal como la primera vez; no parecía su hábitat. Para un hombre tan culto y refinado parecía más acertada una estancia similar a la que el doctor San Martín ocupaba en el Instituto de Medicina Legal, pero el suyo había sido decorado con sobriedad monacal. Sobre las paredes blancas, tan sólo un crucifijo. El mobiliario, aunque de buena calidad, era tan anodino como el de cualquier sucursal bancaria; sólo la mesa de cerezo desentonaba y añadía, a la vez, una nota de personalidad y buen gusto. No obstante, era un buen lugar para pensar: la ausencia de distracciones, de elementos de cualquier clase que pudieran atraer la mirada, invitaba a la introspección, el recogimiento y el análisis. Y eso era exactamente lo que estaba haciendo allí en la última hora. Se había vestido a trompicones, obligándose durante todo el trayecto a conducir con prudencia mientras un millón de recuerdos de su infancia se reproducían en su mente como una moviola constante en la que se veía atrapada entre recuerdos dolorosos que, sin embargo, le produjeron una extraña sensación de melancolía, muy cercana a la nostalgia de algo que nunca había tenido.
No era algo que se pensase, pero sin duda había deseado un millón de veces verse libre de la carga que suponía tener miedo, verse libre de ella. Había pasado el último mes defendiendo su teoría de que estaba viva, de que se hallaba escondida en algún lugar, esperando. La había sentido en la piel, como las ovejas sienten la presencia del lobo, e igual de loca de miedo y angustia había luchado contra la lógica de los que sostenían que se la había llevado el río. Y ahora, sentada en el despacho de Sarasola, la incredulidad inicial daba paso al desencanto y la decepción. Y no sabía por qué.
Sarasola la había acompañado por un largo pasillo, conduciéndola de nuevo hasta la sala de seguridad que ya conocía de la noche en que escapó Rosario, mientras le explicaba otra vez cómo se había producido el regreso.
—Tengo que advertirle que las imágenes son muy fuertes. Ya sé que es usted inspectora de Homicidios, pero Rosario era su madre; a pesar de lo terrible de sus relaciones, eso no implica que no vaya a ser impactante verla en estas circunstancias. ¿Lo comprende?
—Sí, pero tengo que verlo con mis propios ojos.
—Eso también lo comprendo.
Hizo una seña al jefe de seguridad, que accionó la reproducción. La imagen en la pantalla mostró la recepción de la clínica en un plano abierto que sugería que las cámaras estaban situadas sobre las puertas de los ascensores. La zona de admisiones de la clínica estaba bastante concurrida a aquella hora; imaginó que eran pacientes de visitas externas, o médicos y personal que llegaban a trabajar o que salían de turno. Vio entrar a Rosario, llevaba una mano oculta bajo el chaquetón y con la otra se rodeaba la cintura. Caminaba lentamente, pero no con dificultad, sólo como alguien que está muy cansado o abatido. Se dirigió directamente hasta el punto central del hall y, sin mirar a nadie, levantó la cabeza hasta asegurarse de ser captada por las cámaras. Lloraba. Su rostro estaba surcado de lágrimas y su expresión era de gran abatimiento. Sacó de debajo de su ropa la mano que había permanecido oculta, y a la vista quedó un cuchillo de grandes dimensiones. Lo levantó a la altura de su garganta, lo apoyó de costado en ésta mientras en su rostro la boca se contraía en un rictus de crueldad que Amaia ya conocía, y con un gesto rápido y firme, deslizó el cuchillo de izquierda a derecha cercenándose el cuello. Aún permaneció en pie tres segundos. Cerró los ojos antes de caer al suelo. Después, carreras, alarma, el gran grupo que la rodeaba impedía verla. El jefe de seguridad apagó la pantalla. Ella se dirigió a Sarasola.
—¿Querrá ocuparse de llamar a mis hermanas, por favor?
—Por supuesto. No tiene que preocuparse, yo lo haré.
No había querido hablar con nadie, ni con sus hermanas, ni con San Martín, ni con Markina, ni con el comisario que la había llamado hacía más de veinte minutos. Sarasola la había conducido hasta su despacho y se había ocupado de quitárselos de encima con un perfectamente ensayado «respeten su dolor». Pero no era verdad, no le dolía; no había dolor, ni paz, no había alivio, ni una suerte de alegría reservada a los que se libran de sus enemigos. No había descanso y no había satisfacción, y sólo tras pensarlo durante mucho rato supo por qué. No le cuadraba, no se lo creía, no era lógico, no tenía sentido, no era lo que podía esperarse. No se vencía así al lobo. Al lobo había que perseguirlo, sitiarlo y enfrentarse a él cara a cara para arrebatarle su poder. El lobo no se suicidaba, el lobo no se arrojaba a los acantilados; al lobo había que matarlo para que dejase de ser lobo. No podía quitarse de la cabeza el abatimiento de sus gestos, el sufrimiento que reflejaba su rostro, la desesperación de las lágrimas resbalando por su piel, el gesto último de crueldad dibujado en su boca para poder acometer aquello que había ido a hacer. Ya lo había visto antes en otro lobo suicidado, en otra pantomima de inmolación, en el que otro monstruo había muerto llorando de autoconmiseración por la gran pérdida que su vida suponía. Había llorado tanto que había empapado la almohada de su celda. En aquel instante, tras ver morir a Rosario, estuvo más segura que nunca de que ninguno de los dos lo había hecho voluntariamente.
La invadió entonces una sensación de asco, de pura repulsión, que reconoció de inmediato. Era lo que sentía ante la mentira, ante la inmunda impresión de estar rodeada de mentiras.
Salió del despacho de Sarasola y, sin despedirse, regresó directamente a la comisaría de Elizondo.
Subió de dos en dos las escaleras hasta el segundo piso y se asomó a los despachos buscando a sus compañeros. Zabalza trabajaba en su ordenador.
—¿Dónde están Iriarte y Montes?
—Iban a Igantzi, a entrevistarse con una mujer que perdió a una niña por muerte de cuna y se divorció a las tres semanas; después iban a verse con otra en Hondarribia. Jefa… Me he enterado de lo de su madre…
—No diga nada —fue su respuesta, y sin añadir más se dirigió a su despacho. Conectó el pen drive con los ficheros de Jonan en su ordenador y comenzó a abrir carpetas. Por primera vez entendió qué era lo que veía; una colección de mentiras, simulaciones y engaños.
La tumba de Ainhoa en la que no debería haber habido bebés. Mentira. La misma tumba donde debía descansar el cuerpecillo de una niña ocultaba otra mentira. La entrevista entre Yolanda Berrueta e Inma Herranz urdiendo una mentira. La vida laboral de la enfermera Hidalgo ocultaba una mentira. Berasategui y su vínculo con el grupo de Argi Beltz escondía una mentira. Las fotos del juez en la prisión el día en que murió Berasategui, otra mentira. Jonan le había enviado una colección de embustes y falsedades que había tras otras apariencias y se representaban a su alrededor. Abrió la carpeta con las fotos de aquella noche con Markina frente al auditorio Baluarte mientras se preguntaba qué significaba aquello, qué había tras aquellas imágenes. Cerró la carpeta y abrió la siguiente. Era la que contenía la dirección de la clínica de reposo en Madrid en la que estaba internada una mujer llamada Sara. Se preguntó qué clase de mentira había tras aquel nombre.
El teléfono vibró sobre la mesa desplazándose unos centímetros y produciendo su desagradable zumbido de insecto moribundo. Era Padua, de la Guardia Civil. Estuvo a punto de colgar, pero finalmente contestó la llamada. Padua, a pesar de ser de los que apostaban por que Rosario estaba muerta desde la noche de la riada, se había implicado en la búsqueda personal del cuerpo, según él; de la evidencia de que seguía viva, según ella. Escuchó las condolencias del teniente y le dio las gracias. Dejó el teléfono sobre la mesa en el momento en que volvía a sonar; esta vez no lo cogió. Silenció la llamada, era de nuevo Markina.
El subinspector Zabalza se asomó a la puerta de su despacho; su gesto delataba la ansiedad contenida a duras penas.
—Jefa, creo que tenemos algo importante.
Ella le hizo un gesto indicándole que entrase.
—El dato de que Tabese hubiera podido estar relacionado con la medicina ha sido crucial. El Colegio de Médicos de Madrid acaba de confirmar que hubo una clínica Tabese en Las Rozas en los años setenta, ochenta y hasta mediados de los noventa; su titular, conocido como doctor Tabese, fue muy popular entre la sociedad madrileña en esas décadas, pues gozaba de un gran prestigio por sus novedosos tratamientos importados de Estados Unidos. El doctor falleció; no saben exactamente cuándo, aunque lo que sí me confirman es que llevaba tiempo retirado de la vida pública. Está enterrado en Hondarribia, donde residía desde que dejó la práctica de la psicología. Era normal que no hallásemos nada, el doctor adoptó para el ejercicio médico el nombre de su clínica, aunque su nombre era Xabier Markina —dijo poniendo ante ella una fotografía en blanco y negro muy ampliada.
—¿Markina?
—El doctor Xabier Markina era el padre del juez Markina.
Amaia estudió la imagen del hombre, que guardaba un gran parecido con el juez en una versión bastante más mayor.
Aquello no se lo esperaba. Recordaba que le había dicho que su padre se dedicaba a la medicina y que falleció poco tiempo después que su madre, consumido por el dolor tras los repetidos intentos de suicidio de ésta, ingresada en un centro psiquiátrico hasta su muerte. Tomó su teléfono y marcó el número de Iriarte; mientras hablaba, Zabalza regresó discretamente tras su mesa.
—¿Han llegado ya a Hondarribia?
—Estamos muy cerca —respondió Iriarte.
—Necesito que localicen en el registro del ayuntamiento la sepultura de Xabier Tabese. El Colegio de Médicos de Madrid acaba de confirmarnos que era un médico psicólogo que ejerció durante años en una clínica para ricos llamada Tabese y que se retiró a vivir a Hondarribia hasta el momento de su muerte. Por lo visto está enterrado ahí; también puede que aparezca con su verdadero nombre, Xabier Markina, era el padre del juez.
Iriarte se quedó en silencio, pero de fondo pudo oír el largo silbido de Montes, que sin ninguna duda conducía y había oído la conversación a través del manos libres.
—Sean discretos, pregunten por el certificado de defunción y el acta de enterramiento en el cementerio y localicen la tumba.
Antes de colgar, Iriarte le dijo:
—Nos ha llamado San Martín para contarnos lo sucedido esta mañana… No sé qué decir, inspectora, estábamos equivocados… Usted tenía razón, no es algo para hablarlo así, pero quiero que sepa que lo siento.
—Está bien, no se preocupe… —dijo cortando sus disculpas. Colgó el teléfono, guardó el pen drive de Jonan, apagó el ordenador y tomó su abrigo. Ya estaba en la puerta del ascensor cuando volvió atrás y se asomó al cubículo de Zabalza.
—¿Quiere acompañarme?
Él no contestó, se puso en pie y cogió del cajón su arma de servicio.
Subieron a su coche y durante casi una hora ella condujo en silencio hasta Pamplona. Al llegar allí, lo detuvo en una gasolinera y preguntó:
—¿Le gusta conducir? Yo tengo que pensar.
Él sonrió.
Cuatrocientos cincuenta kilómetros son mucho tiempo para permanecer en silencio, o al menos eso debió de pensar el subinspector Zabalza, que parecía incómodo ante el mutismo de Amaia. Al cabo de un rato, y con el comedimiento de quien se lo ha pensado mucho, preguntó si podía poner música y ella asintió, pero, cuando llevaban dos horas de trayecto, él apagó la radio, sacándola de su abstracción.
—He suspendido la boda —dijo.
Ella le observó sorprendida.
Él no la miraba, mantenía la vista fija en la carretera, y supo que aquello le costaba un gran esfuerzo. Resuelta a no violentarlo más, permaneció en silencio mirando hacia fuera.
—Lo cierto es que nunca debí dejarme llevar tan lejos. Ha sido un error desde el principio… ¿Y sabe qué es lo más terrible?, que ha sido la muerte de Etxaide lo que me ha hecho decidirme. —Ella le contempló entonces brevemente, asintió y dirigió de nuevo su mirada a la carretera—. Cuando la otra noche estuve en su casa, en la casa de sus padres, y conocí a sus amigos y a su novio… Bueno, nunca había visto nada igual. Sus padres estaban tan orgullosos… Y no era una pose de funeral de vacías alabanzas a alguien que ha muerto. ¿Vio cómo trataban a su pareja? —Amaia asintió en silencio—. Estuve horas escuchando hablar a sus amigos, contando lo que solía hacer, lo que solía decir, lo que solía pensar… Y mientras lo hacía me daba cuenta de que no le había conocido y de que probablemente no lo había hecho porque él representaba todo lo que yo quería ser, lo que yo no soy. Me da igual lo que digan los de Asuntos Internos, como me dará igual el previsible resultado de su investigación: Jonan Etxaide era un tipo íntegro, leal y honesto, y además era valiente, con esa clase de valor que hace falta para vivir.
Guardó silencio y, al cabo de unos segundos, fue Amaia la que preguntó:
—¿Se encuentra bien?
—No, pero lo estaré. Ahora mismo todavía estoy sufriendo el maremoto que ha supuesto la noticia, pero me siento mejor, así que si en los próximos días necesita que meta horas, que me quede en comisaría o que conduzca hasta el Sáhara Occidental, estaré encantado de estar ocupado. —Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Y usted tenía razón. ¿Recuerda lo que me dijo la noche de la profanación de la iglesia de Arizkun? Me sentí identificado con aquel chico, con su incapacidad para afrontar lo que ocurría, con esa sensación de vivir atrapado. Usted tenía razón y yo no.
—No es necesario…
—Sí que lo es, es necesaria esta explicación porque tiene que poder confiar en mí…, estaba resentido y eso me hacía verla como un enemigo.
—Sí —sonrió ella—. ¿Cómo fue aquello que dijo? Poli estrella de los cojones…
—Sí, lo siento.
—No lo sienta, me gusta. Igual hasta hago que me lo borden en la gorra del FBI, el éxito que iba a tener entre los agentes norteamericanos.
Él volvió a encender la radio.
La clínica La Luz se ubicaba en un viejo edificio que podría ser una muestra de la arquitectura socialista centroeuropea y que, curiosamente, tanto se había utilizado, sobre todo en edificios oficiales durante el régimen franquista. La proximidad del complejo a la localidad de Torrejón de Ardoz y a la base militar le dio algunas pistas del posible uso que pudo tener aquel edificio en otros tiempos; sus instalaciones distaban millas en cuanto a seguridad comparadas con la clínica Nuestra Señora de las Nieves o la universitaria de Pamplona, donde había estado alojada su madre. Dejaron el coche en un desproporcionado aparcamiento para los escasos vehículos que se apiñaban en batería en la línea más cercana al edificio.
Un portón de hierro y un portero automático constituían toda la seguridad en la entrada. Llamaron al timbre y, a la pregunta, simplemente contestaron: policía.
La recepción de la clínica estaba despejada, aunque contra la pared del fondo se veían alineados una docena de carros llenos de toallas, esponjas y pañales de contención urinaria. Sin embargo, lo que sin duda se convirtió en el elemento distintivo desde el momento en que cruzaron la puerta fue el olor. Olía a viejo, a heces, a verduras hervidas y a colonia barata de lavanda. Y mientras avanzaban hacia el mostrador, vieron cómo la joven que se encontraba tras él colgaba un teléfono y se volvía hacia una puerta lateral, de la que salió una mujer de unos cincuenta años vestida con un traje chaqueta. Avanzó directamente hacia ellos tendiéndoles la mano.
—Buenos días, soy Eugenia Narváez. La recepcionista me ha dicho que son de la policía —dijo escrutando sus rostros—. Espero que no haya ningún problema.
—No hay ningún problema. Soy la inspectora Salazar y él es el subinspector Zabalza. Nos gustaría hablar sobre una de sus pacientes.
El alivio se reflejó de inmediato en su cara.
—Una paciente, claro, por supuesto —dijo avanzando hacia el mostrador de recepción mientras hacía un gesto para que la siguieran—. ¿Y de quién se trata?
—De una mujer que estuvo ingresada en este centro hace años, hasta que falleció. Se llamaba Sara Durán.
La mujer les miró sorprendida.
—Debe de haber un error, Sara Durán es paciente de este centro desde hace mucho tiempo, pero está viva, o al menos lo estaba hace un rato, cuando le he dado sus pastillas —aclaró sonriendo.
—Vaya, es una sorpresa —contestó Amaia tratando de pensar—. Nos gustaría verla, si no hay problema.
—Problema ninguno —respondió la mujer—, pero es mi obligación advertirles de que Sara lleva con nosotros muchos años y no está aquí precisamente de vacaciones. Su percepción de la realidad es por completo distinta a la que ustedes o yo podamos tener, y cualquier cosa que les diga resultará bastante liosa; su mente está muy confusa. Además es una mujer extraordinariamente emotiva, los cambios en su comportamiento son constantes y pasa de la risa al llanto en un instante, así que si eso les ocurre no se asusten, vuelvan a la conversación y manténganse firmes. Ella tiene una gran tendencia a despistarse. Ahora mismo aviso a un celador —dijo levantando el auricular del teléfono.
Había una veintena de sillones alineados frente al televisor, que emitía una película del oeste. Una docena de residentes se agrupaban en los primeros puestos para ver mejor el programa. El celador se dirigió directamente a la única mujer del grupo.
—Sara, tienes visita, estos señores han venido a verte.
La mujer miró incrédula al celador y luego a ellos. En su rostro se dibujó una gran sonrisa. Se levantó de su sillón sin demasiado trabajo y, coqueta, se agarró del brazo del celador, que la guio hasta una mesa rodeada por cuatro sillas, al fondo del salón.
Estaba muy delgada y el rostro se veía arrugado y consumido hasta marcar su calavera. Sin embargo, el cabello no había encanecido del todo; detenido en una gama del acero al estaño, se veía abundante y lustroso, y lo llevaba recogido en una coleta baja. Sara aún iba en camisón, a pesar de que ya eran más de las cuatro de la tarde. Sobre éste, una bata abrochada en la que se veían varias manchas de comida.
—Hola, Sara, he venido a verte porque quiero que me hables de tu marido y de tu hijo.
La sonrisa que la mujer había mantenido en su rostro hasta ese instante se borró de pronto y ella comenzó a llorar.
—¿Es que no lo sabe? ¡Mi bebé murió! —exclamó cubriéndose el rostro con las manos. Amaia se volvió hacia el celador, que les miraba desde el otro lado de la sala. El hombre les hizo un gesto de que continuaran.
—Sara, no es de tu bebé de quien quiero que hablemos, sino de tu otro hijo, y sobre todo de tu marido.
La mujer dejó de llorar.
—Señora, usted se equivoca, yo no tengo otro hijo, sólo tuve a mi bebé, mi bebé que murió —dijo componiendo una mueca triste.
Amaia sacó su teléfono móvil y le mostró en la pantalla una foto del juez.
La mujer sonrió.
—Ah, sí, qué guapo está, ¿verdad? Pero creí que estaba hablando de mi hijo; éste es mi marido.
—No, no es su marido, es su hijo.
—¿Cree que soy tonta y no sé distinguir a mi marido? —le increpó, arrebatándole el teléfono de las manos mientras miraba la fotografía. Sonrió de nuevo—. Claro que es mi marido, ¡qué guapo está! Es tan hermoso, sus ojos, su boca, sus manos, su piel —dijo tocando la pantalla con las yemas de los dedos—. Es irresistible. Usted lo entiende, ¿verdad? Usted tampoco puede resistirse a él, pero no se lo reprocho, nadie puede. Nunca he podido olvidarlo, nunca he amado a nadie como le amé a él, aún lo sigo amando y lo sigo deseando a pesar de que él nunca viene a verme. Ya no me quiere, no, ya no me quiere. —Y comenzó a llorar de nuevo—. Pero me da igual, yo le sigo amando.
Amaia la miró con tristeza. Había conocido bastantes casos de Alzheimer en los que los afectados no reconocían a sus propios hijos o los confundían con versiones más jóvenes de personas que conocieron en el pasado. Se preguntó si valdría la pena intentar explicarle que, si su esposo no iba a verla, era porque había fallecido, o sería mejor ahorrarle un disgusto que, por otra parte, sólo le duraría el poco tiempo que tardara en olvidarlo.
—Sara, éste es su hijo. Imagino que se parece mucho a su marido.
Ella negó con la cabeza.
—¿Es eso lo que dice?, ¿que soy su madre? Claro, debo de estar horrible —murmuró pasándose las manos por la cara arrugada—. No me dejan mirarme en el espejo… ¿Usted podría hablar con ellos y decirles que me pongan un espejo en mi habitación? No volveré a cortarme. Lo prometo —dijo mostrándoles la muñeca de la mano que tenía libre, en la que se veían varias cicatrices de cortes.
La mujer concentró de nuevo toda su atención en la foto.
—¡Qué guapo es! Aún me vuelve loca, es irresistible para mí. —Se levantó el camisón, introdujo la mano entre sus piernas y comenzó a moverla rítmicamente—. Siempre lo ha sido.
Amaia le arrebató el teléfono e hizo un gesto al celador para que se acercara.
—¿No recuerdas a tu otro hijo, Sara?
El celador había llegado a su lado y la reprendió con una dura mirada. Ella detuvo el vaivén de su mano bajo el camisón y se volvió airada hacia Amaia.
—No, no tengo otro hijo. Mi bebé murió y yo estoy condenada por eso. Porque a pesar de que llevo años intentando no pensar en él lo hago cada día; a pesar de que no ha vuelto a verme, de que sé que ya no me quiere, de que él fue mi perdición, aún querría que me follase —dijo retomando el cadencioso movimiento bajo el camisón.
—¡Sara! —la reprendió de nuevo el celador consiguiendo que se detuviese—. Será mejor que lo dejen ya, está muy nerviosa —pidió dirigiéndose a los dos.
Se levantaron para irse y, entonces, la mujer se volvió hacia Amaia; su expresión había mutado hacia la más horrible demencia.
—Y tú también —gritó mientras el celador la sujetaba por los brazos—. Tú también te mueres por que te folle. —Se detuvo en seco, como fulminada por un rayo de certeza, y comenzó a gritar de nuevo—: No, ya lo ha hecho, se ha metido en tu coño y en tu cabeza, y ya nunca podrás sacarlo de ahí.
Los gritos, que ya habían cesado cuando llegaban a la escalera, se reanudaron. La mujer fue corriendo hacia ellos; cuando llegó a su altura, sujetó por la muñeca a Amaia y levantó su mano, en la que depositó una nuez. Después se volvió hacia el celador, que llegaba corriendo detrás, y alzó ambas manos en gesto de rendición. Amaia observó el fruto pequeño, compacto, brillante de sudor y seguramente de algo más procedente de las manos de Sara.
—¡Eh, Sara! —llamó.
Cuando la mujer se volvió a mirarla, dejó caer la nuez al suelo y la aplastó de un pisotón, dejando alrededor del fruto una estela de esporas negras del moho que había en su interior.
La mujer rompió a llorar.
Eugenia Narváez los esperaba en el mismo lugar donde les había recibido.
—Vaya, lo lamento, imagino que no habrá sido nada agradable —dijo observando que Amaia mantenía las manos alejadas de sí.
—No se preocupe. Sólo una cosa más, necesitaríamos ver la ficha relativa al ingreso de Sara en esta clínica; también nos gustaría saber quién se hace cargo de los gastos y si su hijo ha venido alguna vez a verla.
—No puedo facilitarle esos datos, son privados. En cuanto a su hijo, que yo sepa, el único bebé que tuvo fue la niña que se le murió.
—¿Una niña? Creí que había dicho que era un niño…
—Siempre dice «mi bebé», pero era una niña; aquí lo sabemos todos, consta en su historia clínica y ella se lo cuenta a todo el que quiere escucharla.
—¿Y este hombre? —Zabalza le mostró la foto del juez.
La mujer sonrió.
—No, créame, si hubiera visto a ese hombre no lo habría olvidado.
—Señora Narváez, no estamos interesados en los datos médicos. Sólo quiero ver la ficha de ingreso y saber quién paga los gastos. Está bien esta clínica suya; parece un negocio bien montado, es evidente que tienen muchos residentes, y a pesar de que sólo he visto un par de salas, ha sido suficiente para darme cuenta de que todavía van en pijama a las cinco de la tarde. Sara tenía manchas de comida por toda la ropa y olía como si hiciera días que no recibe un baño. No tengo jurisdicción aquí, pero puedo avisar a unos compañeros de Madrid, que tardarán cinco minutos y pondrán patas arriba su clínica, que no sé si cumple o no estrictamente la normativa, aunque seguro que será molesto. No querrá eso, ¿verdad?
La sonrisa en su cara se había borrado. No dijo nada, suspiró sonoramente y se volvió hacia su despacho. Tardó tres minutos exactos, los que Amaia invirtió en lavarse las manos, en volver con un papel fotocopiado.
—Es una copia de la ficha de ingreso. En cuanto a quién paga, no lo sé; ingresamos los cargos a ese número de cuenta —dijo indicando una serie de números escritos con bolígrafo justo debajo.
Aspiraron profundamente el aire frío del exterior en cuanto cruzaron la puerta.
—Creo que me costará semanas sacarme de dentro la impresión de ese olor —dijo Zabalza escrutando el contenido del papel—. El número de cuenta es de Navarra, reconozco la clave que indica la zona, concretamente Pamplona. El ingreso está firmado por el doctor Xabier Tabese en 1995.
Quince minutos más tarde sonó el teléfono. Era Markina. Respondió a la llamada, aunque no puso el manos libres.
Su tono de voz delataba gran tristeza y decepción.
—Amaia, ¿qué está pasando? Acaban de llamarme de la clínica de Madrid en la que está ingresada mi madre, me han dicho que has ido a verla.
«¡Vaya, para no saber quién pagaba las cuentas se han dado mucha prisa en avisarle!», pensó, aunque no respondió.
—Amaia, cualquier cosa que hubieras querido saber podrías habérmela preguntado a mí.
Ella siguió en silencio.
—Llevo todo el día llamándote. Me han dicho que estabas en la clínica esta mañana, adonde he llegado para el levantamiento del cadáver, pero te has ido sin que pudiéramos hablar, no me coges el teléfono… Amaia, estoy preocupado por ti, y resulta que tú estás resolviendo misterios imaginarios que yo podría aclararte con sólo que te dignases hablar conmigo. —Ella siguió en silencio—. Amaia… Contéstame. Me estoy volviendo loco. ¿Por qué no me hablas? ¿Qué he hecho mal?
—Me mentiste.
—¿Porque te dije que había muerto? Bueno, pues ya la has visto, ya sabes por qué llevo años diciendo que murió cuando yo era un crío. Al fin y al cabo, yo estoy muerto para ella, ¿por qué no pagarle con la misma moneda? —Ella quedó en silencio. Él casi gritaba. Vio el gesto de Zabalza, que evidentemente estaba oyendo la conversación—. ¿Por qué te cuesta tanto entenderlo? Tú misma te has pasado años evitando mencionar que tu madre estaba en un psiquiátrico y dejando que todo el mundo supusiera que había muerto, tú me lo contaste… Mira cómo has reaccionado hoy, ni siquiera quieres hablar del tema, eres incapaz de enfrentarte al hecho de que ha muerto, de que ya estás libre de ella, y en lugar de eso huyes y te largas a Madrid a desenterrar los cadáveres de mi pasado. ¿Lo que vale para ti no vale para los demás? Hay algo que me dijiste el otro día y en lo que tienes razón: tú eres así, y así debo aceptarte. Amaia, sé quién eres, sé cómo eres, y sin embargo no puedo dejar de preguntarme qué más necesitas, qué estás buscando ahora… Ya tienes a tu madre, ya tienes a la mía. ¿Cuántos demonios más tienes que exorcizar para estar en paz? ¿O quizá has entrado en un juego que te gusta más de lo que eres capaz de reconocer? —dijo, y colgó el teléfono sin darle opción a responder.
De nuevo tenía razón. Ella misma había evitado hablar de su madre durante años, hasta el punto de que muchas personas de su alrededor pensaban que estaba muerta. Había escondido su pasado maquillándolo de normalidad mientras soñaba cada noche con el monstruo que se abocaba sobre su cama para comérsela. Podía entenderlo perfectamente.
—Parece que se ha molestado un poco —dijo Zabalza al cabo de unos segundos.
—… Y eso que aún no sabe que investigamos a su padre —dijo ella malhumorada.