46

Yolanda Berrueta no estaba en su habitación. Amaia salió a la puerta y comprobó que el número que la enfermera le había indicado era el correcto. Se dirigió entonces al control de enfermería de la planta y justo en ese momento la vio venir por el pasillo acompañada por una enfermera. Le sorprendió su aspecto. Caminaba por su propio pie, aunque, prudente, la enfermera que la custodiaba la sujetaba por el brazo y la cintura. Tenía algunos cortes en el rostro no demasiado profundos y llevaba un parche médico que le cubría el ojo izquierdo y se prolongaba hacia la oreja del mismo lado. Sin duda, era la mano la que presentaba peor aspecto, el vendaje cubría casi totalmente el brazo, recogido en cabestrillo, y el volumen hacía que pareciese algo grotesco, y sobre el codo, que la manga corta del camisón hospitalario no llegaba a cubrir del todo, el tejido se veía tumefacto y la piel tirante por la hinchazón.

—Perdone la confusión. La habíamos bajado a otra planta para las curas —dijo la enfermera.

Yolanda rechazó meterse en la cama y la enfermera la ayudó a acomodarse en un sillón.

Cuando se quedaron a solas, Amaia habló.

—Yolanda, quiero que sepa que lamento profundamente lo que pasó, lo siento.

—Usted no tuvo la culpa.

—Cometí un error y por eso la jueza paralizó la apertura de la tumba; de no haber sido así, usted habría podido comprobar que sus hijos estaban allí y se habría quedado en paz y sin sufrir daño alguno.

—Nadie tuvo la culpa, inspectora, pero yo fui la responsable, y si las cosas hubieran sido como usted dice, yo habría comprobado que mis hijos estaban allí, pero nunca nadie se habría dado cuenta de que faltaba la niña, habrían seguido pensando para siempre que estaba loca y quizá no habrían escuchado a esa pobre chica de Elizondo a la que también le falta su niña.

Debió haberle dicho a Berrueta que no le mencionase nada a su hija, aunque ella también lo habría hecho en su lugar. Más allá de la aparatosidad de los vendajes, Yolanda presentaba un excelente aspecto, aparentaba estar sobria, orientada, despierta, y toda la confusión y la apatía que parecían formar parte de su personalidad habían desaparecido.

—Estaba ofuscada y asustada, y la medicación me hizo confundir los ataúdes, pero ya ve que tenía razón, me robaron el cuerpo de mi bebé. Ahora sólo debo centrarme en salir de aquí para ir a buscarla.

Amaia la miró alarmada. Se había equivocado de nuevo, la inicial sensación de control de Yolanda era tan sólo la firme decisión de seguir con su búsqueda.

—Ahora debería centrarse en recuperarse; deje que la policía haga su trabajo. Le prometo que seguiremos buscando a su hija. —La mujer le dedicó una sonrisa condescendiente y cargada de intención—. Yolanda, la razón principal de que esté aquí hoy es preguntarle por una cuestión muy concreta. —Sacó de su bolso la foto en la que aparecía junto a Inma Herranz y se la mostró.

—Es la secretaria de un juez. ¿Qué quiere saber?

—Ya sé quién es. Lo que quiero que me diga es de qué se conocen y de qué hablaron.

—Ya le dije que había escrito a todos los juzgados, al defensor del pueblo, a la presidenta de Navarra, a todas partes pidiendo que me dejasen abrir la tumba de mis hijos. Esa mujer me llamó y me citó en una cafetería. Yo le expliqué los detalles y ella se mostró muy interesada y me consiguió una cita con el juez.

Amaia abrió los ojos, asombrada.

—¿Con qué juez?

—Con el juez Markina. Él fue muy amable, aunque no podía ayudarme; me recomendó que me pusiera en contacto con usted, dijo que era una policía muy buena y que, si había posibilidades, usted sacaría adelante la investigación.

Amaia la escuchaba con la boca abierta.

—Me dijo también que fuera discreta, que procurase que pareciese un encuentro casual, que si no era así usted no se interesaría por el caso.

Amaia quedó en silencio mirando fijamente a Yolanda y recordó que, cuando la conoció frente a Argi Beltz, Yolanda se había sorprendido de lo joven que era y había comentado que no la imaginaba así. Sólo después de un rato acertó a hablar.

—El juez Markina le indicó que viniera a mí con discreción, como si fuera una casualidad porque si no yo no me interesaría por el caso.

—Sí, y dijo además que era muy buena en lo suyo. También me pidió que nunca le comentase que él la había recomendado, pero supongo que ahora ya da igual y usted tiene derecho a saberlo.

Paseó por los jardines del hospital durante un rato antes de subir al coche mientras intentaba entender el propósito de lo que acababa de escuchar y vencer la confusión que le producía. Markina le había enviado a Yolanda Berrueta, pero, si era su intención que la ayudase, ¿por qué había paralizado la exhumación de los cuerpos en el cementerio de Ainhoa?, ¿quizá había esperado que le pidiese su colaboración, que por otra parte habría sido lo ortodoxo? Y después de enviársela, casi la crucificó por lo ocurrido en el cementerio, tal vez porque pensaba, como ella, que todo aquel dolor se podía haber evitado yendo por los cauces normales.

No entendía nada. Subió al coche y salió del recinto del hospital. Acababa de incorporarse a la carretera cuando su teléfono sonó. Era él; activó el manos libres y contestó.

—Vaya, precisamente estaba pensando en ti —dijo.

—Y yo en ti —contestó dulcemente él—, pero casi no tengo tiempo, ahora mismo entro a una vista y llevo hasta la toga puesta. Te llamo para decirte que ya he preguntado a mi secretaria y me ha dicho que, en efecto, Yolanda se le acercó un día en la cafetería, le dijo que quería hablar con ella, le explicó el caso de sus hijos y le pidió que mediase ante el juez por ella. Inma la escuchó y no le dio ninguna importancia; dice que pensó que estaba loca.

Una vez que se despidió y colgó, tuvo que detener el coche a un lado de la carretera para asimilar lo que acababa de oír. Le había mentido.

El teléfono sonó ensordecedor dentro del vehículo detenido en el arcén.

—Iriarte.

—Inspectora, buenas noticias. La policía nacional ha detenido a Mariano Sánchez, el funcionario de la cárcel huido; estaba en Zaragoza, en casa de un amigo. Por lo visto, ayer por la noche salieron de juerga y tuvieron un accidente de chapa con otro coche. Montes y Zabalza han ido a buscarlo y estarán aquí en un par de horas. Y tenemos unos cuantos avances en cuanto a localización de posibles víctimas, creo que esto le va a interesar.

Mariano Sánchez aún tenía resaca como consecuencia de la juerga de la noche anterior. Los ojos enrojecidos y la boca pastosa. En el rato que llevaba sentado en la sala, había pedido agua en tres ocasiones.

—No voy a decir nada —les espetó al verlos entrar.

—Me parece perfecto, pero mientras, ¿qué tal si voy hablando yo? Usted no tiene por qué responder, no tiene que decir nada —dijo Iriarte colocando ante él una foto ampliada en la que se le veía en la puerta de la celda de Berasategui introduciendo algo por el portillo—. A pesar de que el preso estaba incomunicado, usted se acercó a su celda y, como puede apreciarse en la imagen, le suministró el medicamento con el que acabó con su vida.

—La foto no prueba nada. No se distingue nada. Es verdad que me acerqué a la celda, pero sólo le di un apretón de manos, me caía bien.

—Sería una buena justificación —respondió Iriarte mientras ponía ante el detenido una bolsa de pruebas que contenía el envoltorio de la farmacia en la que había adquirido el tranquilizante— si no fuera porque el farmacéutico le recuerda perfectamente. —El hombre miró la bolsa con fastidio, como si aquel nimio detalle hubiese dado al traste con su elaborado plan—. Me parece que no se da cuenta del problema en el que se ha metido, no se trata de la desobediencia de las normas, de que perderá su trabajo y de que seguramente le procesarán por tráfico de drogas. Le presento a la inspectora Salazar, de Homicidios. Está aquí porque van a acusarle de la muerte del doctor Berasategui.

El hombre miró a Amaia y comenzó a temblar.

—Oh, mierda, mierda —repitió llevándose las manos a la cabeza.

—No se desespere, no está todo perdido —dijo Amaia—, aún le queda una opción.

El hombre la miró esperanzado.

—Si me ayuda, yo podría convencer al juez de que ha colaborado y dejarlo todo en que vulneró las reglas al llevarle algo a un preso, aunque, claro, no tenía por qué saber qué era aquello; podía haber sido simplemente un medicamento. Quizá el doctor se sentía mal y le pidió que le comprase aquello para calmar su dolor de estómago, por ejemplo.

El hombre asintió con demasiado ímpetu.

—Eso fue exactamente lo que pasó. —El alivio en su voz era evidente—. El doctor me pidió que le comprase un medicamento. Yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer con él. Eso seguro que el juez lo entenderá, él me dijo que cuidase del doctor.

—¿Qué juez?

—El juez que fue a la cárcel aquel día.

—¿Se refiere al juez Markina?

—No sé cómo se llama; es ese juez joven.

—¿A qué hora fue eso?

—Cuando acabábamos de trasladar al doctor.

—¿Y dice que el juez le pidió que cuidase de Berasategui? —preguntó Iriarte.

—No, exactamente, me dijo algo así como que le procurase atenciones. Ya sabe lo raro que hablan esos tipos.

—Intente recordarlo —le animó Amaia—. Hay una gran diferencia entre que le dijese que estuviese atento al doctor o que le dijese que cuidase de él.

El hombre la miró con gesto confuso y tardó un buen rato en responder, mientras ponía cara de estar haciendo un esfuerzo casi doloroso por recordar.

—No lo sé, fue algo así. Me duele mucho la cabeza, ¿pueden darme un ibuprofeno?

Salió de la sala y subió a su despacho segura de que se le había pasado algo por alto, algo que la conversación con el funcionario le había hecho recordar. Desplegó las fotos que Jonan había incluido en la carpeta Berasategui… Las repasó de nuevo una por una. Era evidente que eran las mismas que Iriarte acababa de mostrarle a Mariano Sánchez y estaban extraídas de la filmación de la cámara con la que habían establecido que el funcionario había sido el que había proporcionado la ampolla de droga a Berasategui. Pero Jonan se había detenido en las horas siguientes. Se veía a sí misma junto a sus compañeros entrando y saliendo de la celda. Al director de la prisión hablando con Markina. A ella junto a los dos; otra en la que se les unía San Martín, y a Markina solo…, de esta última había varias ampliaciones, y al fijarse entendió por qué había llamado la atención de Etxaide. En las fotografías en las que Markina aparecía junto a San Martín y ella misma hablando en los pasillos, el juez llevaba vaqueros y una camisa azul; recordó lo guapo que estaba, lo mucho que le había desconcertado verle tras soñar con él la noche anterior. En la otra foto vestía de traje, seguramente el atuendo que llevaba en el juzgado, lo que tenía puesto cuando aquella mañana ella le llamó para alertarle de lo ocurrido con Berasategui. Movió la foto para comprobar la hora que aparecía al pie. Era de las doce de la mañana.

El director de la prisión le había dicho que Markina le había llamado por teléfono para pedirle que trasladase urgentemente al preso; como él no se encontraba en la ciudad, se lo había encargado a su adjunto, que en ningún momento había mencionado que el juez hubiera visitado la prisión. Cerró la carpeta, extrajo el pen drive y se lo guardó en el bolsillo.

No había pedido cita, aunque comprobó por teléfono que Manuel Lourido estaba trabajando en el turno de mañana. Cuando llegó al acceso exterior, dio como referencia su nombre y pudo ver la cara de sorpresa del hombre en cuanto accedió a las instalaciones interiores de la prisión.

—No sabía que fuese a venir, inspectora —dijo repasando su lista de visitas—. ¿A quién quiere ver?

—No me encontrará en la lista —respondió ella sonriendo—. No vengo a visitar a ningún preso, sino a hablar con usted.

—¿Conmigo? —se extrañó el hombre.

—Es relativo a la investigación sobre el suicidio de Berasategui. Hemos detenido a Mariano Sánchez y él ha confesado haberle proporcionado la droga como prueban las imágenes, pero parece que no quiere caer solo y pretende salpicar a algún compañero más —mintió—. No es que nosotros lo creamos, pero, ya sabe, hay que comprobarlo todo.

—¡Será cabrón! Ya le digo yo que no hay nada de eso, sólo él y esos dos atontados que eran como Pin y Pon, siempre juntos y con menos cerebro que un mosquito.

—Necesito comprobar que no hubo ninguna otra visita al preso aquella mañana.

—Por supuesto —dijo tecleando su clave en el ordenador—. Aquel día Berasategui no tuvo más visitas que la suya.

—¿Quizá su abogado, o el juez Markina, que aconsejó el traslado a aislamiento?

—No, nadie más que usted.

Decepcionada, dio las gracias al hombre y se volvió hacia la salida.

—… Pero sí que estuvo aquí.

—¿Qué?

—Yo aún estaba trabajando y recuerdo que le vi, y si no consta entre las visitas es porque no vino a ver a Berasategui ni a ningún otro preso; vino a ver al adjunto al director, y esas visitas no constan en el mismo lugar; aquí sólo aparecen las de los reclusos —dijo señalando la pantalla.

Amaia lo pensó un par de segundos.

—¿Podría avisar al director de que estoy aquí? Pregúntele si me haría el favor de recibirme.

Manuel levantó el auricular del teléfono interno, marcó una serie de números y transmitió la petición.

El silencio se alargó durante unos segundos mientras el director se lo pensaba. No le extrañó dada la dureza de su último encuentro con él en urgencias del hospital.

—De acuerdo —contestó el funcionario a la línea. Colgó y salió de detrás del mostrador.

—La verá ahora, acompáñeme.

—Una cosa, Manuel, no hable de nuestra conversación con nadie; forma parte de la investigación policial.

Se preparó antes de entrar en el despacho. Era consciente de que sería un encuentro hostil, pues había sido muy dura con aquel hombre; pero ahora estaban en sus dominios, un paso en falso y la echaría de allí.

Se puso en pie para recibirla y le tendió una mano cautelosa.

—¿En qué puedo ayudarla, inspectora?

—Estoy ultimando aspectos sobre el caso del suicidio de Berasategui antes de cerrarlo definitivamente ahora que hemos detenido a Mariano Sánchez, que se hace responsable de haber entregado el medicamento por su cuenta a Berasategui. —Casi oyó el suspiro de alivio del hombre—. Entiendo que han sido tiempos duros para usted, con lo difícil que tiene que ser dirigir una prisión y todas estas desgracias…

La cosa iba bien. Hablar de desgracias hacía parecer que eran algo inevitable de lo que no se le podía hacer responsable. Él pareció ceder un poco y hasta esbozó una leve sonrisa de circunstancias. En el fondo no era mal tipo.

—Para ir cerrando el tema… El día en el que ocurrieron los hechos yo visité al preso por la mañana. ¿Recibió alguna otra visita?

—Bueno, tendría que consultarlo, pero todo parece indicar que no.

—El juez le llamó por teléfono inmediatamente cuando yo le avisé para decirle que era conveniente que Berasategui fuese trasladado.

—Sí, y yo le pedí a mi adjunto que lo hiciera; volví a llamar a los quince minutos para comprobar que, en efecto, se había llevado a cabo el traslado, y él me confirmó que así era.

—¿Le importaría que hablase con su adjunto? Es sólo para verificarlo, pura rutina.

—Claro, por supuesto. —Apretó una tecla del interfono y pidió a un funcionario que avisasen a su adjunto, que entró enseguida, lo que le produjo la sensación de que había estado esperando tras la puerta.

Se puso un poco nervioso al verla. Ella, todo sonrisas, se levantó y le dio la mano.

—Siento molestarle. Le contaba al director que estamos terminando de cerrar el caso Berasategui. Como sabrá, hemos detenido a Mariano Sánchez, que se hace enteramente responsable de haber entregado el vial al doctor, pero estoy tratando de ordenar un poco todo el papeleo; ya sabe cómo son estas cosas.

Él asintió comprensivo.

—El director me dice que le llamó por teléfono a petición del juez para que llevase a cabo el traslado del preso y unos quince minutos más tarde para comprobar que se hubiera realizado sin incidentes.

—Sí, así es —reconoció el adjunto.

Amaia se volvió hacia el director.

—… y entonces el juez volvió a llamarle a usted para corroborarlo.

—No, lo hice yo, yo le llamé.

—Muy bien —dijo fingiendo apuntarlo—. ¿Y el juez vino por aquí para comprobarlo?

El director se encogió de hombros y miró al adjunto dudando.

Amaia sonrió.

—¿Vino aquella mañana el juez Markina a la cárcel para verificar el traslado del preso? —repitió.

El hombre la miró a los ojos.

—No.

Ella sonrió.

—Pues nada más, hemos terminado. Muchísimas gracias a los dos, han sido muy amables, les agradezco mucho su tiempo. Porque la verdad es que estoy deseando terminar con este caso.

El alivio del director era evidente, y la preocupación apenas disimulada en el rostro del adjunto también.

Subió al coche, por teléfono convocó la reunión de la tarde y salió de la ciudad rumbo a Baztán mientras pensaba en toda aquella sarta de mentiras. El adjunto negaba la presencia del juez en la prisión, pero no sólo había estado allí, sino que además había una grabación que lo situaba frente a la celda del doctor Berasategui.