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Introdujo la llave en la cerradura e inmediatamente notó que algo andaba mal. Siempre cerraba con dos vueltas; sin embargo, la puerta se abrió al primer giro de su muñeca. Retrocedió un paso para dirigir su mirada a la calle desierta, sacó su arma y volvió a acercarse para escuchar, intentando percibir si había movimientos en el interior de la casa. Nada. Con cuidado, empujó la puerta e inspeccionó la entrada, que parecía en orden, mientras dirigía una mirada a la oscuridad que reinaba en la escalera; entró y encendió la luz mientras escuchaba. Abrió la puerta del estudio de James, en la planta baja, y comenzó a subir las escaleras. La cocina, una habitación vacía, el salón, un baño, la habitación que su suegra, Clarice, le había montado a Ibai, su dormitorio y su baño, armarios huecos; no había nadie. Desanduvo sus pasos apagando luces, sin lograr desprenderse de la sensación de que alguien había estado en la casa en su ausencia. Observó concienzuda cada superficie, cada objeto, con la pistola aún en la mano y el oído atento. Entró en el salón y, mientras observaba los mapas prendidos en la estantería, estuvo tan segura de que alguien había estado allí que casi podía dibujar en el aire el espacio viciado que había ocupado. Nada parecía cambiado. Todo seguía en su lugar, pero el pálpito era tan fuerte que apenas podía contener la rabia que le producía la certeza de aquella presencia extraña en su casa. Se felicitó por haber borrado los datos del ordenador y reparó entonces en que el segundo pen drive que había dejado sin usar había desaparecido. Tomó de nuevo su bolso, bajó las escaleras, salió de la casa y cerró la puerta con dos vueltas, como siempre. Después llamó a Montes.

—Quiero que me haga un favor.

—Pida.

—Vaya a casa de mi tía y quédese en la puerta hasta que yo llegue. Luego le explico.

Al entrar en la calle Braulio Iriarte vio el coche desde el que el inspector Montes le daba las luces. Aparcó y subió a su lado en el asiento del copiloto.

—Gracias.

—De nada, pero a cambio me lo cuenta —respondió él.

—Ayer la familia de Jonan me pidió que fuese a su piso. Cuando esperaba a los de limpiezas traumáticas hallé unas fibras y entregué una muestra a la doctora rusa que suele hacernos las analíticas paralelas en Aínsa. Mientras se dirigía a su casa, alguien la sacó de la carretera y registró el coche; se recuperará, pero hace un rato, al regresar a mi domicilio de Pamplona, he notado que alguien había entrado en mi casa. Se han llevado un pen drive vacío. Por eso le pedí que vigilase la casa de mi tía, por si al fulano se le ocurría buscar aquí.

—Vale —dijo Montes pensativo—. Dice que halló esas fibras en el piso de Jonan.

Ella asintió.

—Y por supuesto le llevó una muestra a nuestro amigo el inspector Clemos.

—Fui hasta la comisaría de Beloso, pero Clemos ya tiene el caso cerrado, mafias del Este y tráfico de drogas. Le dije que no tenía una sola prueba y me contestó que ya aparecerían.

—¿No le dejó la muestra?

Ella negó.

—Sólo parte.

—¡Olé sus cojones! —exclamó Montes.

—¡Fermín!, no sea crío.

—¿Consiguieron llevarse la muestra de la doctora rusa?

—No, es una mujer muy lista, la había enviado por DHL.

—Desde luego, parece que esa fibra es importante para alguien, pero lo que no entiendo es que si alguien entra en su casa buscando unas muestras de fibra termine llevándose un pen drive.

Ella suspiró.

—Jonan me envió un mensaje.

—¿Cuándo?

—Bueno, no lo sé, lo recibí el día después de su funeral, pero ya sabe cómo son esos informáticos; me ha dicho Zabalza que es un envío programado.

—Sí, me lo ha explicado, y también que creía que Jonan le había mandado algo más.

Amaia se sorprendió.

—¿Le ha dicho eso?

—No sé de qué se extraña, a mí me lo cuenta todo, somos amigos. Ya le he dicho muchas veces que es un buen tío. De todos modos, estoy pensando que tuvo que ser acojonante encontrarse el mensaje de Etxaide cuando llevaba horas muerto. ¡Qué cabrón de chaval! —dijo riendo—. ¡Si me lo manda a mí me da un infarto!

Rieron juntos durante un rato.

—Lo malo es que a Iriarte esto no va a gustarle un pelo —expuso Montes.

—Claro que no, por eso no vamos a decirle nada.

—Joder, jefa, claro que no, a mí me parece bien. Al fin y al cabo, si un muerto te manda un mensaje desde el otro mundo, estás en tu derecho de no compartirlo. Sería una especie de última voluntad o algo así. Y por Zabalza no se preocupe, no va a decir nada. En cuanto al tipo ese del que nos pasó el nombre, no hemos encontrado a nadie que se llame Xabier Tabese, Javier Tabese, ni ninguna variante.

—¿Han tenido en cuenta la edad?

—Sí, unos setenta y cinco años, aunque claro, también puede que ya haya muerto, pero de entrada no hay nada; mañana seguiremos buscando. De lo que sí hay novedades es de las muertes de cuna en Guipúzcoa; hemos encontrado cuatro casos de niñas fallecidas en las orillas del río Bidasoa, en Hondarribia. De momento no hemos terminado con todos los datos de las familias, pero le adelanto que a todas les va bastante bien, empresarios, banqueros, médicos. A todas les fue realizada la autopsia en el anatómico forense de San Sebastián y la causa oficial de la muerte en todos los casos es muerte súbita del lactante. Usted dirá por dónde continuamos; no tenemos jurisdicción en Guipúzcoa, así que o convence al juez para que curse la petición a un juez de Irún o lo veo difícil.

—Es pronto para eso. Reúna los datos y ya veremos. ¡Ah!, y acuérdense de descartar a las niñas que hubieran sido bautizadas.

—Eso va a ser tedioso, ese tipo de información no aparece en los certificados de defunción y habrá que llamar parroquia por parroquia —dijo con fastidio.

Ella se bajó del coche y le dio las buenas noches.

—Ah, se me olvidaba, en el Saint Collette han aceptado al fin la visita a Yolanda Berrueta, mañana a las diez de la mañana.