La niebla que se había descolgado desde los montes ocupaba las calles como legítima dueña del valle produciendo la falsa sensación de que era más temprano, justo en ese momento antes del amanecer en el que el día quedaría detenido si el sol no lograba abrirse paso entre las nubes. Condujo con cuidado su coche por las estrechas calles de Txokoto para salir hacia la carretera de Francia cuando vio a Engrasi envuelta en un grueso abrigo. Caminaba pegada a las antiguas casas del primer barrio de Elizondo, a la altura del puente. Cuando estuvo a su lado detuvo el coche y bajó la ventanilla.
—Tía, ¿adónde vas tan temprano?
—¡Cariño! —exclamó sonriendo—. ¡Qué sorpresa!, creía que estabas en Pamplona.
—Iba para allá ahora mismo. ¿Y tú?
—Voy al obrador, Amaia. Estoy preocupada por tus hermanas. Siguen con esa absurda idea de la partición, andan a bronca diaria, y creo que es mejor que me pase por allí porque ayer noche Flora llamó a Ros y la avisó de que esta mañana iría al obrador acompañada por el auditor y un tasador.
Amaia abrió la puerta del acompañante.
—Sube, tía, voy contigo.
Había aparcados frente a la puerta del almacén varios coches desconocidos, además del Mercedes de Flora. El encargado las saludó muy serio, en un gesto que se extendía por los rostros de todos los operarios que trabajaban en las mesas de acero. Ros, sentada tras la mesa del despacho, circunspecta y silenciosa, parecía decidida a no abandonar aquel puesto, como si se tratase de un fuerte o una atalaya, quizá sólo el símbolo del poder en aquel negocio, desde el que vigilaba las idas y venidas de los dos hombres trajeados. Uno medía el local y fotografiaba la maquinaria y los hornos; el segundo estaba sentado junto a Flora y el administrador, que desde hacía años llevaba la contabilidad de Mantecadas Salazar, en las altas banquetas que rodeaban la barra y en las que, sin duda, debían encontrarse bastante incómodos. Flora sonrió al verlas y Amaia se dio cuenta de que estaba nerviosa, aunque intentaba disimularlo bajo su habitual barniz de despótica complacencia, como si fuese la dueña, la reina roja que con sus seguros ademanes y su voz un poco más alta de lo preciso pusiese de manifiesto todo el tiempo quién mandaba allí. Pero Amaia la conocía, y supo que no era más que una pose que ofrecía a su público y que quedaba desmentida por las furtivas miradas que dedicaba a Rosaura, que, impasible, asistía a aquella representación de fuerza como una espectadora paciente que esperaba al final de la obra para decidir si le había gustado o no. Y eso asustaba a Flora. Estaba acostumbrada a obtener el efecto deseado con sus acciones, a provocar que el mundo se moviese a su antojo, y la reacción, o más bien la falta de reacción de Ros, la sacaba de quicio, Amaia podía notarlo en el modo en que aspiraba el aire lenta y profundamente cada vez que la miraba. Pero Flora no era la única alarmada por la pasividad de Ros. La tía y ella lo habían hablado, y estaban de acuerdo en que aquello que no suponía más que un pulso para Flora, una ocasión más para demostrar su fuerza y su dominio, hundiría a Ros, para la que el obrador se había convertido durante el último año en el centro de su existencia, el lugar para el que soñaba proyectos, y probablemente el primer gran éxito de su vida.
—Le he ofrecido mi ayuda —le había confesado la tía—. Ya sé que en igualdad de condiciones no debería hacerlo, pero creo que para Ros significa algo mucho más importante y profundo que para Flora.
—James también lo hizo, pero Ros la rechazó; nos dijo que tenía que hacerlo sola.
—Lo mismo me dijo a mí —respondió apenada la tía—. A veces no sé si es bueno que seáis tan independientes; no sé quién os ha dicho que haya que hacerlo todo solas.
Tranquilizada por la apariencia de calma, dejó a la tía allí y, tras unos minutos, reemprendió su camino a Pamplona.
La niebla la acompañó hasta pasar el túnel de Almandoz, obligándola a reducir la velocidad y prestar atención a aquella carretera que cada año se cobraba su impuesto de vidas entre los camioneros que viajaban de Pamplona a Irún y los vecinos del valle, que, resignados, aceptaban aquella cruel tributación como admitían la lluvia, la niebla o los períodos en que el túnel estaba cerrado y debían dar la vuelta por la aún más peligrosa carretera vieja.
No podía quitarse de la cabeza a la doctora Takchenko, lo ocurrido y el instinto que la había llevado a enviar la muestra de tejido a través de una mensajería. El doctor tenía razón, Takchenko era dura, pero también era lista. En el tiempo que hacía que la conocía ya le había demostrado en más de una ocasión tener una mente brillante y un instinto de supervivencia que la había mantenido viva cuando aún residía en su país, lo que, por circunstancias que no contaba, le generó una fuerte alergia a las comisarías. Ahora había sido capaz de valorar la importancia y la amenaza que subyacía en la prueba que le había entregado, algo que a ella se le había escapado. No había considerado el valor de su hallazgo y con su gesto la había puesto en peligro. Pero si aquel resto constituía una prueba, una prueba que a los de rastros se les había pasado por alto, y nadie le había visto recogerla, sólo el asesino podía saber que aquel indicio estaba allí y que tenía tanta importancia como para delatarle, o al menos para apuntar las sospechas en su dirección. Resonaron en su cabeza las palabras de Sarasola: «Quizá se han acercado demasiado sin saberlo a algo realmente peligroso».
Le había llamado antes de salir de comisaría, y quizá la propuesta de Iriarte de preguntarle no fuese tan descabellada. Pero antes tenía que hacer algo. Se detuvo en una tienda de informática a la entrada de Pamplona y compró un par de pen drives; después fue a la casa de Mercaderes y repasó de nuevo los archivos de Jonan relativos a la enfermera Hidalgo. Además de la orden de registro y una ficha con sus datos básicos, aparecía su vida laboral. Se preguntó por qué aquello habría interesado a Etxaide. Ella misma les contó que, tras el fallecimiento de su hermano, había tenido la oportunidad de trabajar en otros hospitales. Los repasó de nuevo, aunque era un dato que ya tenían. Antes de jubilarse había estado en el Hospital Comarcal de Irún y, anteriormente, en dos clínicas privadas, una en Hondarribia, Virgen de la Manzana, y la otra también en Irún, la clínica Río Bidasoa, y en todas como comadrona. Releyó el nombre de los hospitales y supo entonces qué era lo que había llamado la atención de Jonan: río Bidasoa. El río Baztán se llamaba así sólo hasta Oronoz-Mugaire; a partir de Doneztebe tomaba el nombre de Bidasoa, un cambio de nombre al cambiar de provincia, pero el mismo río. Sorprendida y animada por el descubrimiento, cogió el teléfono y marcó el número de Montes.
—Inspectora.
—Creo que erróneamente estamos limitando la búsqueda al río Baztán, pero el río continúa, sale de Navarra, entra en Guipúzcoa y desemboca en el mar Cantábrico, y allí se llama río Bidasoa; si la enfermera Hidalgo estaba relacionada con las prácticas y actuaba como captadora de los padres de estas niñas, es probable que extendiera su acción allí donde trabajaba. Dígale a Zabalza que deben ampliar la búsqueda no sólo a las niñas fallecidas por muerte de cuna en Navarra, sino también en Guipúzcoa, poniendo especial atención a las que viviesen en localidades cercanas al río Bidasoa.
Colgó el teléfono e introdujo el pen drive en el puerto del ordenador; grabó el contenido del archivo que Jonan le había enviado y el encargo que lo acompañaba; dudó un instante mientras releía aquellas palabras generadas por un mensaje automático y que, sin embargo, constituían la última voluntad de su amigo. Lo borró sintiendo, mientras lo hacía, que rompía un nexo, casi espiritual, que constituía para alguien una amenaza tan importante que Jonan había muerto por ello, tan peligrosa e inminente que también la doctora Takchenko había estado a punto de fallecer. Antes de irse, guardó en su bolso el pen drive y, en un arrebato, arrojó también a su interior el libro de Dupree. Salió de la casa y condujo hasta el aparcamiento de un centro comercial, bajó del coche y saludó al chófer de Sarasola antes de subir al vehículo donde el sacerdote la esperaba.
Fue directa al grano.
—Dijo que había un testigo.
—Sí, un miembro arrepentido.
—Necesito hablar con él.
—Eso es imposible —objetó.
—Puede que para mí, sí; pero no para usted —replicó ella.
—Es un testigo protegido por la policía.
—Policial y eclesiásticamente, me dijo —le recordó.
El padre Sarasola quedó en silencio. Pensativo. Tras unos segundos, se inclinó hacia adelante y le dio unas indicaciones al chófer, que puso el motor del vehículo en marcha.
—¿Ahora?
—¿Qué ocurre?, ¿no le viene bien? —respondió sarcástico.
Ella permaneció en silencio hasta que el vehículo se detuvo en la esquina de una céntrica calle.
—Pero ¿está aquí, en Pamplona?
—¿Se le ocurre un lugar mejor? Baje del coche y entreténgase un cuarto de hora; después camine hasta el número 27 de la calle paralela y llame al primer piso.
—¿Es seguro?
—Toda la manzana pertenece a la Obra, y, créame, es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja a que entre alguien ajeno a esta casa.
El piso al que la condujeron era impresionante, con artesonados y molduras que se extendían por los altos techos, hasta los que llegaban las hojas de las ventanas, que, como largos cortes en el edificio, permitían la entrada de luz, escasa en el invierno pamplonés, pero que habían tamizado con finas cortinas blancas que reducían la iluminación de la estancia a una expresión mortecina. El piso estaba caldeado; sin embargo, la amarillenta y lánguida bombilla sepultada entre las molduras, a tres metros de sus cabezas, era tan pobre que, combinada con la austeridad de los escasos muebles, contribuía a crear un ambiente frío e incómodo. El hombre que tenía ante ella vestía un traje gris que le quedaba grande y una impoluta camisa blanca; Amaia reparó en que, a pesar del traje, iba en zapatillas de estar por casa. El corte de pelo a maquinilla y el afeitado un tanto descuidado, que delataba gran cantidad de canas, le hacían parecer más mayor de los cincuenta y cinco años que le había dicho Sarasola que tenía.
El hombre la miró con desconfianza, pero atendió con respeto exagerado a las palabras del sacerdote y accedió sumiso a su petición.
Estaba muy delgado y jugueteaba nervioso con la alianza que colgaba floja de su dedo.
—Hábleme de su estancia en Lesaka.
—Tenía veinticinco años y acababa de terminar la universidad, y aquel verano me vine con unos amigos a pasar San Fermín. Aquí conocí a una chica; ella nos invitó a la casa que compartía con unos amigos. Al principio todo nos pareció divertido, era una especie de comuna que exploraba la búsqueda de lo tradicional, el ser humano y las fuerzas de la naturaleza. Tenían una pequeña plantación de maría y nos colocábamos para escuchar el viento, a la madre tierra, para bailar alrededor del fuego. El grupo organizaba charlas a las que a veces invitaba a nuevos candidatos a unirse, gente del pueblo o turistas como yo que acababan allí buscando espiritualidad, la brujería de Baztán, magia, espiritismo. A menudo hablaban de un tal Tabese, de lo que él decía, de lo que él sabía, pero durante ese tiempo no le vi. Cuando acabó el verano, la mayoría de la gente se fue, pero a mí me invitaron a quedarme en la casa. Y entonces fue cuando comenzaron a mostrar la verdadera naturaleza del grupo. Durante aquel septiembre le conocí. Me fascinó desde el momento en que lo vi. Tenía un buen coche y vestía muy bien, y sin hacer ostentación mostraba ese aire propio de la gente con mucho dinero y que lo ha tenido siempre; no sé si sabe a lo que me refiero. Había algo en su piel, su corte de pelo o sus modales que era en verdad seductor, era muy especial; creo que todos estábamos enamorados de él, incluido yo —dijo, y Amaia vio que mientras hablaba sonreía un poco y se embelesaba recordando a aquel hombre—. Todos lo amábamos, habríamos hecho cualquier cosa que nos pidiera… De hecho, lo hicimos. Era muy atractivo y sensual, sexualmente irresistible; nunca he vuelto a sentir algo así por un hombre, ni siquiera por una mujer —musitó con lástima.
—¿Dónde vivía?
—No lo sé, nunca sabíamos cuándo iba a venir; de pronto aparecía y todo era una fiesta cuando llegaba. Después, cuando se iba, sólo vivíamos esperando a que volviera de nuevo.
—¿Recuerda su nombre completo?
—Nunca lo olvidaré, se llamaba Xabier Tabese, y calculo que tendría unos cuarenta y cinco años. No sé nada más, entonces no necesitábamos saber nada más. Sólo que lo amábamos y que él nos daba el poder. Tabese nos indicaba exactamente qué era lo que teníamos que hacer y de qué modo, nos enseñó la antigua brujería, defendía la vuelta a lo tradicional, el respeto por los orígenes, por las fuerzas primigenias y el modo de relacionarse con ellas, que no es otro que la ofrenda. Nos reveló la olvidada religión, las presencias mágicas de criaturas extraordinarias que desde antaño han estado en ese lugar. Nos explicó cómo los primeros pobladores de Baztán establecieron marcadores en forma de monumentos megalíticos y líneas ley que atravesaban todo el territorio. Las alineaciones de Watkins las databan en el Neolítico, y ya indicaban la presencia de los genios; sólo teníamos que despertarlos y dedicarles ofrendas, y así obtendríamos lo que quisiéramos. Nos explicó cómo durante miles de años el hombre se había relacionado con aquellas fuerzas en una unión provechosa y muy satisfactoria para ambas partes, y lo único que había que entregar a cambio eran vidas, pequeños sacrificios de animales que debían ofrendarse de un modo concreto. —El hombre se pasó las manos por el rostro con fuerza, como si quisiera borrar los rasgos de su cara—. Pronto obtuvimos los primeros favores, las primeras muestras de su poder, y nos sentimos pletóricos y poderosos como brujos medievales… No puede ni imaginar la sensación de saber que has provocado un efecto, el que sea; es tan grandioso que te sientes un dios. Pero a medida que íbamos obteniendo gracias, iban pidiéndonos más a cambio. Durante casi un año viví con el grupo y tuve acceso a conocimientos, poderes y experiencias extraordinarias… —Se detuvo y quedó en silencio, mirando al suelo durante tanto tiempo que Amaia comenzó a impacientarse. Entonces levantó el rostro y continuó—. No hablaré de «el sacrificio», no puedo. El caso es que lo hicimos, y aunque todos participamos, fueron sus propios padres los que la ofrecieron y le dieron muerte, debía hacerse así. Cuando todo hubo acabado, se llevaron el cuerpo, y a los pocos días el grupo comenzó a disgregarse; todos desaparecieron en menos de un mes y Tabese no regresó jamás. Yo fui uno de los últimos en irme; entonces ya sólo quedó la pareja que había hecho la ofrenda.
»Durante años no volví a ver a ninguno de los integrantes, aunque sé que la vida les fue bien, por lo menos tanto como a mí. Encontré trabajo, emprendí negocios y en pocos años era rico. Me casé —dijo tocando de nuevo la alianza—, tuve un hijo, mi hijo. Cuando tenía ocho años enfermó de cáncer y, en una de las visitas al hospital, reconocí entre los médicos a uno de los miembros del grupo. Se acercó a mí y, al conocer la suerte de mi hijo, me dijo que podía solucionarlo; sólo tenía que entregar un sacrificio. El dolor y la desesperación de ver a mi pequeño tan enfermo me hicieron llegar a planteármelo. Para bien o para mal, uno se pregunta muchas cosas cuando está viendo a su hijo morir, pero, sobre todo, ¿por qué me pasa esto a mí, qué he hecho para merecerlo?, y en mi caso la respuesta era tan clara como la voz de Dios atronando en el interior de mi cabeza. Mi hijo falleció a los pocos meses. A la semana siguiente me presenté en una comisaría y hasta hoy. Hicimos lo que hicimos y obtuvimos los beneficios que obtuvimos, es tan real como que estoy aquí. Desde el mismo instante en que denuncié y confesé, todo se desmoronó a mi alrededor. Perdí el trabajo y mi dinero, perdí a mi mujer y mi casa, perdí a mis amigos. No me queda ningún lugar a donde ir, nadie a quien recurrir.
—Tengo entendido que había más grupos en otras localidades.
El hombre asintió.
—¿Sabe si alguien más realizó uno de esos sacrificios?
—Sé que en Baztán se hablaba de que pronto harían uno. Recuerdo que en una ocasión en que visité la casa vi que una de las parejas tenía una niña… Y parecía destinada…
—¿Qué quiere decir?
—Ya lo había visto antes con mi propio grupo; la niña estaba allí, los padres la alimentaban y poco más, y el resto del grupo evitaba relacionarse con ella con normalidad. Estaba destinada a ser un sacrificio, y una relación de otra clase lo habría complicado. Se la trataba como al resto de las criaturas destinadas a ser ofrendadas, sin nombre, sin identidad ni vínculo.
Amaia buscó en su móvil una foto de su madre cuando era joven y se la mostró al hombre.
—Sí —respondió apesadumbrado—. Era una de las integrantes del grupo de Baztán; no sé si lo hizo, pero recuerdo que estaba embarazada cuando la conocí.
—¿Cómo debía hacerse? ¿Cuál era el procedimiento para obtener el resultado esperado?
El hombre se cubrió la cara con ambas manos y habló a través de ellas.
—Por favor, por favor —rogó.
—Hermano —le reconvino Sarasola con firmeza.
El hombre apartó las manos de su rostro y lo miró intimidado por su voz.
—Había que sacrificarla al mal, a Inguma, y debía ser como Inguma, privándoles de aire, y después como ofrenda su cuerpo debía ser cedido.
«Un démon sur vous», pensó Amaia.
—¿Con qué fin?
—No lo sé.
—¿Es eso lo que hicieron con el cuerpo de la niña de Lesaka?
—Yo no lo sé, es algo que también debían hacer los padres. Era parte del ritual, de las condiciones que se debían cumplir. Tenía que ser una niña, debía tener menos de dos años y estar sin bautizar.
—Sin bautizar —repitió ella y tomó nota del dato—. ¿Por qué?
—Porque el bautizo también supone una ofrenda, un ofrecimiento y un compromiso con otro dios. Debían estar sin bautizar.
Amaia no pudo evitar pensar en su hijo tendido en el suelo de aquella cueva mientras se admiraba del prodigioso modo en que se habían alineado los planetas para impedir su muerte desde mucho antes de que naciera.
—¿Y la edad?
—Entre el nacimiento y los dos años, el alma se encuentra aún en transición; es cuando son más válidos para la ofrenda, lo son durante toda la infancia, justo hasta que empiezan a transformarse en adultos; ahí se produce otro momento de conversión que los hace deseables para sus propósitos, pero es más fácil justificar el fallecimiento de un bebé antes de los dos años que el de una adolescente.
—¿Por qué niñas y no varones?
—Los sacrificios deben hacerse por grupos de sexo, no sé la razón, pero Tabese nos contó que siempre había sido así. Cuando Inguma despierta, se lleva a un número de víctimas, pero siempre de un mismo sexo, de un mismo grupo de edad, en idénticas circunstancias hasta que se completa el ciclo. Él nos explicaba cómo debía hacerse, la importancia que tenía, los beneficios que obtendríamos… Por norma general, los más entregados eran los hombres. A algunas mujeres les costaba más, aunque estuvieran decididas, y cuando lo hacían caían en una depresión, y la consigna era tener hijos de nuevo, enseguida. Pero sé que alguna no lo llevó demasiado bien. Otras simplemente desconocían lo que sus maridos iban a hacer. Me dijeron que en algún caso la cosa acabó bastante mal. Yo entonces no podía entenderlo, pero, ahora que he pasado por lo que es perder un hijo, sé que no podría amar a otro que viniera a sustituirlo… Si me forzaran a ello, puede que hasta lo odiase.
—¿Qué se obtenía a cambio de una ofrenda?
—Lo que se deseaba, pero dependía de la naturaleza de la ofrenda: salud, dinero, riqueza, quitarse de en medio a competidores, dañar a terceros, venganza; a cambio de «el sacrificio» podía obtenerse cualquier cosa.
—¿Y por qué debían llevarse después el cuerpo?
—Porque eso es lo que se hace con las ofrendas, cederlas, entregarlas. Llevarlas al lugar donde cumplen su función.
—¿Qué clase de lugar es ése?
—No lo sé —respondió el hombre, cansado—. Ya se lo he dicho.
—Haga un esfuerzo, piense un poco más, ¿de qué lugares solía hablarles?
—De lugares mágicos, de lugares que conservaban poderes mucho más antiguos que el cristianismo y donde las mujeres y los hombres habían ido tradicionalmente a depositar sus ofrendas para obtener desde buenas cosechas hasta desencadenar tormentas. Los poderes pueden ser utilizados tanto de forma positiva como negativa. Decía que aquellos lugares eran como grandes lupas del universo donde se concentraban energías y fuerzas que el hombre moderno había olvidado.
Pensó en el modo en que ella misma lo había hecho, la piedra mesa y la gruta de Mari, y en la sensación de su presencia la última vez que estuvo allí.
—¿Y en el bosque? —preguntó.
El hombre la miró alarmado.
—Se refiere al guardián del equilibrio. No todas las energías son de la misma naturaleza, y ésa, en concreto, nos era hostil. Debe entender que todo funciona como en una teoría de cuerdas que rige todos los mundos que están en éste: cuando se fuerza una acción que no estaba destinada a producirse, debe entregarse algo a cambio, una ofrenda, un sacrificio, pero pretender que una acción quede sin consecuencia es ridículo. El universo debe ajustarse de nuevo y las ondas expansivas de un acto pueden tener consecuencias mucho tiempo después. Nuestras acciones despertaron a Inguma, pero también a otras fuerzas antagónicas a ésa. —Hizo una pausa, sonrió amargamente—. ¿Cree que mi hijo murió porque sí? ¿No cree que la circunstancia en la que me veo es consecuencia directa de lo que pasó en aquella casa hace más de treinta años? Yo lo creo. Yo lo sé.
—¿Qué hay de los miembros que decidían abandonar el grupo?
—No lo entiende —contestó sonriendo con amargura—. Nadie puede abandonar el grupo y nadie queda exento de hacer su ofrenda, pase el tiempo que pase, tarde o temprano Inguma se lo cobrará. Nos dispersamos porque era parte del acuerdo, pero nunca dejamos de pertenecer al grupo.
—Conozco a alguien que lo hizo —dijo pensando en Elena Ochoa—, y parece que usted lo ha logrado.
—… Y he pagado las consecuencias, todavía no he terminado de pagarlas. Yo haré lo que debo hacer, pero ellos acabarán conmigo.
—Parece que le están dando buena protección —dijo ella mirando a Sarasola.
—Usted no lo entiende, esto es temporal. ¿Cree que podré quedarme aquí para siempre? Esperarán lo que haga falta, pero cuando ellos vengan a por mí, nadie podrá protegerme.
Amaia pensó entristecida en Elena entre aquel charco de sangre y cáscaras de nuez.
—Conocí a alguien que me dijo algo parecido.
Tendió la mano al hombre, que la miró aprensivo mientras cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Gracias por su colaboración —dijo entonces. Como respuesta, él asintió con gesto cansado—. Una última pregunta, ¿significan para usted algo las nueces?
El gesto del hombre se heló en su cara y comenzó a temblar visiblemente mientras su rostro se arrugaba y rompía a llorar.
—Las dejaron en el portal de mi casa, las encontré dentro de mi coche, en mi bolsa de deporte, en el buzón —gimió el hombre.
—Pero ¿qué significan?
—Simbolizan el poder. La nuez porta la maldición de la bruja o el brujo dentro de su pequeño cerebro, significa que eres su objetivo, que viene a por ti.