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Era curioso. No había sentido la presencia de Jonan en su propia casa; sin embargo, ahora, mientras miraba por aquella ventana de la comisaría como tantas veces, su ausencia adquiría una presencia extraordinaria, un espacio del que casi se podían definir los límites del lugar que habría ocupado. Jonan, que se había ido dejándole una carga de intrigas y sospechas. Jonan y todo lo que había a su alrededor, lo que le había motivado a llevar una investigación paralela y oculta. Jonan y sus razones y motivaciones. Jonan espiándola, ¿desconfiaba acaso de ella? Y si era así, entonces, ¿por qué le había enviado aquel archivo, ¡un día después de morir!? ¿Y a través de quién? Jonan y sus palabras a Marc delatando su temor. Jonan y la extraña clave que había dejado para ella.

«Mierda, Jonan, ¿qué has hecho?».

Entendía a Clemos y a los de Asuntos Internos; por más que odiase admitirlo, si ella hubiera estado al mando de la investigación y se tratase de un desconocido, habría sospechado de él. Pero era Jonan, ella lo conocía, y hasta en la propia clave que había elegido para hacerle llegar su mensaje ponía de manifiesto su honor. Sin embargo, la carga era pesada; ya había escarmentado de intentar resolverla sola. Sabía que no podía contarlo todo porque al hacerlo estaría traicionando la última voluntad de Etxaide, que se lo había hecho llegar sólo a ella, pero la sensación de no saber en quién podía confiar le causaba una gran desazón. Contaba con Montes, sabía que él la seguiría; tenía dudas respecto a Zabalza, pero estaba claro que el que más problemas le planteaba era Iriarte. Era evidente el desasosiego que le causaban aspectos que escapaban a su control, como en el momento de la muerte de Elena Ochoa. Todas aquellas historias de tumbas vacías estaban muy alejadas de lo que un policía práctico como él podía catalogar de normal dentro del desempeño de sus funciones. Para él, el cumplimiento de las normas era religión, y lo que iba a contarles, y sobre todo lo que iba a pedirles, entraba en conflicto con la investigación paralela que desarrollaba el equipo de Pamplona… Miró apenada la niebla que se derramaba por las laderas de los montes añorando a Jonan una vez más y de pronto su presencia fue tan fuerte que se volvió, segura de que lo encontraría a su espalda.

El subinspector Zabalza se hallaba junto a la puerta. Sostenía en una mano una taza de porcelana, que levantó ante sus ojos como deseando justificar su presencia.

—He pensado que quizá querría un café.

Ella lo miró, miró la taza. Jonan siempre le traía el café… ¿Qué cojones creía que estaba haciendo aquel imbécil? Los ojos se le llenaron de lágrimas y se volvió de nuevo hacia la ventana para evitar que pudiera verlas.

—Déjelo sobre la mesa —contestó—, y avise por favor a Montes y a Iriarte. En diez minutos aquí, tengo algo que contarles.

Él salió sin decir nada.

Iriarte traía en las manos un par de folios, de los que fue leyendo notas.

—Hemos establecido que la última visita de la familia Ballarena al cementerio antes de percatarse de los movimientos en la tumba había sido la tarde anterior. El enterrador no se había fijado especialmente en la sepultura, así que no podemos constatar desde cuándo estaban movidas las flores, pero todo lleva a pensar que, si se han arriesgado a abrir la tumba, habrá sido durante la noche anterior. Como saben, avisamos a las patrullas de carreteras y se establecieron controles rutinarios sin ningún resultado.

Montes continuó:

—He hablado de nuevo con la familia Ballarena. La joven madre está en estado de shock, e Inés, un poco más serena, dice que evidentemente alguien que conocía las intenciones de Valentín Esparza cumplió su voluntad llevándose el cuerpo, aunque puede entender a la perfección que su hija piense que su marido ha regresado de la tumba. La vieja amatxi ha sido la más original. Afirma que a ella no le ha sorprendido, que se la ha llevado Inguma. Ha dicho de forma literal: «Desde que murió era para él, nuestra pequeña se convirtió en una ofrenda».

Amaia levantó la cabeza.

—¿Ha dicho «ofrenda»?

—Es una mujer mayor —contestó Iriarte, entendiendo que Amaia quería una justificación a aquellas palabras.

—También hemos hablado con los familiares de Valentín Esparza —continuó Montes—, y establecido el lugar en el que estuvieron durante las últimas horas, y, bueno, lo cierto es que todos tienen coartada y parecían absolutamente espantados ante el hecho y bastante indignados por las sospechas. Han contratado a un abogado.

Amaia se puso de nuevo en pie y se dirigió hacia la ventana, como si en la niebla que ya cubría del todo el valle pudiese encontrar alguna clase de inspiración.

—Estarán de acuerdo conmigo en que la desaparición del cadáver de la niña Esparza relanza el caso. Hay algo que quiero mostrarles —dijo volviéndose hacia el escritorio y extrayendo de un sobre unas copias impresas, que fue colocando en orden encima de la mesa—. Recordarán que en el momento del fallecimiento de Jonan estábamos pendientes de que nos enviase las ampliaciones de las fotografías que se habían tomado en Ainhoa la noche en que Yolanda Berrueta hizo volar en pedazos la tumba de sus hijos. Pues bien, son éstas. Jonan me las debió de dejar en el buzón, las recogí ayer en mi casa de Pamplona.

La reacción de Iriarte no se hizo esperar.

—¿Se las dejó en el buzón? Eso es del todo irregular. ¿Por qué haría algo así en lugar de enviarlas por correo electrónico a la comisaría?

—No lo sé —contestó ella—. Quizá quería que apreciase los detalles de las ampliaciones…

—Debemos enviar esta información inmediatamente a Asuntos Internos y al inspector Clemos.

—Así lo he hecho esta misma mañana, pero como jefa de Homicidios considero que estas fotos constituyen también pruebas relativas al caso en el que trabajamos; no creo que el cumplimiento de las normas deba impedirnos continuar con la investigación.

Iriarte pareció satisfecho, aunque miró las fotos con recelo.

—Lo que tienen delante son ampliaciones del interior de la tumba de Ainhoa, y pueden distinguirse, además de los féretros de adulto, tres ataúdes diferentes. Como saben, se confirmó que los niños de Yolanda Berrueta estaban en su interior, pero a Jonan le llamó la atención la tercera cajita —dijo apuntando con el dedo al pequeño féretro, a la vez que extendía ante ellos una nueva remesa de fotografías—, y sobre todo su contenido. Hizo estas ampliaciones y comparativas y logró establecer que la bolsa que había en el interior del ataúd, y que dimos por hecho que contenía cenizas humanas, no era una bolsa de las habitualmente utilizadas para contener cenizas, sino una bolsa alimentaria, concretamente un envase de azúcar.

—¡Joder! —exclamó Montes—. ¿A quién se supone que pertenecían?

—A la primera hija de Yolanda Berrueta y Marcel Tremond, una niña que nació un año antes que los mellizos, una niña que falleció al poco de nacer, en el domicilio de los padres de Yolanda en Oieregi. ¿A ver si adivinan de qué?

—Muerte de cuna —susurró Iriarte.

—Muerte de cuna —repitió ella—. Y hay más. Tanto el padre de Yolanda como el encargado de la funeraria de Oieregi que se ocupó del velatorio y del traslado hasta el cementerio de Ainhoa están dispuestos a jurar que la niña no fue incinerada. Que el cadáver estaba en el interior de aquel ataúd.

—No creo que la jueza nos permita volver a inspeccionar la tumba, pero puedo hablar con el jefe de gendarmes y pedirle que lo compruebe.

—No serviría de nada. Marcel Tremond se encargó de que a la mañana siguiente la losa de la tumba fuera sustituida. Según el sacerdote de Nuestra Señora de la Asunción, los miembros de la familia Tremond estaban tan afectados que ni siquiera permitieron que el enterrador descendiese al interior a retirar los cascotes y a levantar los ataúdes volcados. Ordenaron cerrarla inmediatamente, y así se hizo.

—¡Qué cabrón! —exclamó Montes.

Amaia asintió.

—No sabe hasta qué punto. El padre de Yolanda Berrueta me contó que, tras la muerte del primer bebé, su hija cayó en una terrible depresión y que fue el marido el que casi la forzó a quedar de nuevo embarazada, a pesar de que los médicos recomendaban lo contrario.

—Porque así olvidaría antes el disgusto de haber perdido a la niña… —dijo Iriarte.

—Llevó muy mal el embarazo, pero se volcó en ellos en cuanto nacieron, cargada de culpabilidad y amargura. —Hizo una pausa mientras daba tiempo a que sus compañeros asimilasen lo que acababa de decirles—. No tenemos ninguna posibilidad de confirmar nuestras sospechas ni de justificar que la niña no está en su tumba en Ainhoa, y obtener un permiso judicial para verla de nuevo queda totalmente descartado. Aun así, este nuevo caso dibuja un mapa bastante definido en Baztán y alrededor del río —dijo colocando un mapa sobre la mesa y dibujando puntos rojos sobre los pueblos de alrededor del río Baztán hasta llegar al límite con Guipúzcoa—. Pasos a dar. Hay que establecer un perfil de comportamiento y actuación de los sospechosos. ¿Qué tienen en común estas familias, aparte del hecho de que perdieron a sus hijas de muerte de cuna en la mayoría de los casos o bien cuando eran muy pequeñas? ¿Qué sabemos?

»Uno, todas eran niñas. Dos, las familias no gozaban de muy buena situación económica en el momento del fallecimiento de las criaturas. Tres, todas las familias experimentaron una bonanza económica en los años siguientes. Cuatro, por lo menos en cuatro de los casos, los dos que investigaron los de servicios sociales, el de Yolanda Berrueta y el de Esparza, sabemos que en el momento de la muerte de las niñas manifestaron que todo iba a ir mejor a partir de ese momento.

Se detuvo y les miró esperando.

—¿Algo más que podamos añadir?

—Podría llevarnos a pensar que alguien les pagó o compensó económicamente por la muerte de sus hijas —sugirió Montes.

—Sí, pero ¿para qué iba a querer alguien cadáveres de niñas? —preguntó Iriarte.

—¿Podemos establecer que de verdad estaban muertas? Por lo menos en el caso de la niña de Argi Beltz, no ha sido posible localizar el certificado de defunción debido a esa historia que cuentan los padres sobre su viaje a Inglaterra. Podría tratarse de una adopción ilegal, quizá fueron vendidas… Se han dado casos parecidos de tumbas vacías con niños robados —expuso Zabalza.

—Sí, yo también tuve esa sospecha con el caso de la desaparición del cuerpo de mi propia hermana, pero en los casos en los que hubo autopsias está descartado y en el de la niña Esparza yo misma vi el cadáver. De todos modos no estaría de más que buscase usos para los que pueda utilizarse el cadáver de un bebé.

—Se me ocurren prácticas médicas y forenses, pero desde luego por los cadáveres no se paga tanto como para enriquecer a una familia; venta ilegal de órganos, que se habría puesto de manifiesto en las autopsias; y, bueno, es una práctica asquerosa, pero algunos cárteles de la droga han aprovechado cadáveres de bebes previamente vaciados y rellenados de nuevo de droga para colar importantes alijos a través de los aeropuertos, ya que los bebés no pasan por el escáner ni son cacheados.

—Eso explicaría el enriquecimiento.

—No creo que un cártel de la droga pague tanto. Puede que puntualmente recibieran dinero, pero es que se han hecho ricos y todos tienen negocios a primera vista legales.

Montes intervino.

—Hay algo que se nos olvida. Aparte de la riqueza económica, lo que a mí me dejó impresionado es que, por lo menos en uno de los casos, una de las madres experimentó la curación milagrosa de un cáncer terminal, y no es que sea inaudito, se han dado algunos casos, pero no deja de ser asombroso que una persona desahuciada experimente una recuperación tan extraordinaria hasta sanar por completo. He investigado su caso, y ya hace años que fue dada de alta definitivamente como paciente oncológica. No digo que tenga nada que ver, pero hay que reconocer que esta gente tiene una flor en el culo: una cosa es tener suerte y otra la buena estrella de la que parecen disfrutar todos ellos.

Amaia resopló.

—Éste es otro aspecto de esta investigación del que quiero hablarles —dijo dirigiendo una intensa mirada a Iriarte—. Partimos de la base de que debemos tener la mente abierta y no cerrarnos a ninguna posibilidad. Hemos establecido la relación del doctor Berasategui con los padres de estas niñas, todos sabemos el trato que él daba a los cadáveres de las víctimas que inducía a matar siendo el tarttalo, y sabemos, por los restos que encontramos en su domicilio, que las prácticas caníbales no le eran ajenas. Creo que, teniendo en cuenta el errático comportamiento de Esparza tras el fallecimiento de su hija y el hecho de que alguien ha completado su labor llevándose el cadáver días después, no deberíamos descartar otro tipo de prácticas. Cuento con una testigo que puede corroborar parte de la declaración de Elena Ochoa de que en los años setenta, en el caserío de Argi Beltz, aquí mismo, en Baztán, se estableció una secta que practicaba rituales cercanos al satanismo, con sacrificios de animales incluidos; y un informante muy fiable, del que no puedo revelar el nombre, me ha confirmado que se dieron prácticas similares en otro caserío de Lesaka, probablemente dirigidas por un mismo hombre, su sacerdote, un maestro de ceremonias, una especie de líder o gurú, un hombre que debía de tener entonces unos cuarenta y cinco años, y que se movía entre ambos grupos, aunque no residía con ninguno de ellos. Mi informante afirma que en Argi Beltz nació una niña, un hecho refrendado por la otra testigo, que declara que la niña murió en extrañas circunstancias, ¿la recuerdan? Ainara Martínez Bayón. Sus padres sostienen que la niña falleció de un ictus durante un viaje al extranjero. El subinspector Etxaide trabajaba en esto en el momento de su muerte y llegó a establecer que muy probablemente esa niña jamás estuvo en el Reino Unido porque nunca salió de España, lo que explicaría que no exista certificado de defunción, informe de autopsia ni acta de enterramiento. Esa niña era hija de los actuales propietarios del caserío, una pareja rica que fue la anfitriona en las reuniones de Berasategui, a las que en ocasiones acudía la enfermera Hidalgo, el exmarido de Yolanda Berrueta y Valentín Esparza. Esto no puede ser casual, y aunque inicialmente lo justificaron como sesiones de ayuda en el duelo, mi informante me ha asegurado que la naturaleza de las reuniones era muy distinta.

Iriarte se puso en pie.

—Inspectora, ¿qué nos está diciendo? ¿Que hacían prácticas de brujería? No podemos sustentar una investigación en teorías inadmisibles, a menos, claro, que nos diga quién es ese informante.

Amaia lo pensó durante unos segundos.

—Está bien, si me dan su palabra de que no saldrá de aquí. El interés de esta persona es que este caso se resuelva, ha obrado de buena fe, pero si esto se hiciera público nos traería graves complicaciones; ya me ha advertido que lo negará categóricamente.

Los tres asintieron.

—Se trata del padre Sarasola.

Era evidente que Iriarte no se esperaba aquello. Volvió a sentarse.

—Me confesó que hallaron en la clínica un fichero sobre las prácticas del doctor Berasategui que tenían que ver con sus investigaciones relativas a algo que ellos llaman el matiz del mal, lo que se podría traducir como la búsqueda de aspectos satánicos, demoniacos o malignos, mezclados con alteraciones psicológicas y prácticas de todo tipo. El padre Sarasola me contó que esos ficheros, por su naturaleza maligna, salieron del país en valija diplomática y fueron trasladados al Vaticano. Nada puede hacerse al respecto. Él lo negará, la Santa Sede lo negará y el Gobierno nos zumbará a nosotros si se nos ocurre hacer ruido con esto; pero me dijo también que la naturaleza del contenido era tan oscura que, al enterarse del asesinato del subinspector Etxaide, había creído que debíamos conocer esta circunstancia por si nuestras investigaciones nos habían acercado, sin saberlo, hasta algo peligroso.

Todos se quedaron en silencio pensando lo que acababa de decir.

Fue Iriarte el que habló de nuevo.

—Ya veo que el doctor Sarasola lo tiene todo bien atado… Espero que usted tenga alguna idea, porque lo cierto es que yo no sé por dónde continuar. No podemos hacer nada más que comprobar las coartadas de los familiares y amigos de Valentín Esparza para averiguar si alguien tuvo algo que ver con el expolio de la tumba, y de momento parece que esto no está dando resultados. Esparza y Berasategui están muertos. Volver a pedir la colaboración de la jueza francesa está fuera de todo lugar, y si no puede justificar ante el juez una relación plausible entre Esparza, los demás padres de las niñas y Berasategui que justifique la apertura de las tumbas de los otros bebés, éste se mantendrá en su postura. Así que usted dirá qué hacemos ahora.

—Se olvida de la enfermera Hidalgo. Ella es, sin duda, el nexo; como ayudante de su hermano y como partera tuvo información privilegiada sobre los embarazos en el valle. Nos consta que era una habitual en las presuntas reuniones de ayuda en el duelo de Argi Beltz. Y algo que no debemos olvidar, me insinuó sin pudor que había colaborado con algunos padres para «solucionar el problema» que suponía traer a algunos niños al mundo. Creo que debemos seguir investigándola.

—Yo me encargo —dijo Montes.

—Quiero que revisen de nuevo todos los datos relativos a la muerte de cuna, pero no sólo en el valle, sino en toda la comunidad de Navarra, prestando especial atención a aquellos casos en los que las víctimas fueron niñas y sus poblaciones de origen colinden con el río Baztán. Si aparece alguna, investiguen las finanzas de su familia antes y después del fallecimiento de la niña. Si podemos establecer que se lucraron de alguna manera de la muerte de sus hijas, estaremos definiendo un patrón.

»De momento, no se me ocurre nada más que hacer; sigan con los interrogatorios a los familiares y amigos de Esparza, y si algo les parece sospechoso, conseguiremos una orden para registrar sus propiedades, aunque lo cierto es que tengo pocas esperanzas de hallar el cuerpo de esa niña.

—Quizá Sarasola pueda darle alguna pista —dijo despectivo Iriarte.

Ella le miró.

—Si es tan experto en prácticas de ese tipo, sabrá dónde suelen llevar los cuerpos.

Ya se había puesto en pie cuando los detuvo.

—Antes de que terminemos, hay algo que quiero decir sobre el subinspector Etxaide. En los años que trabajé con él me demostró constantemente su lealtad y su honestidad, y tengan en cuenta que la investigación que lleva a cabo Asuntos Internos aún no ha concluido. Jonan era nuestro compañero y no tenemos ninguna razón para pensar nada malo de él.

Asintieron mientras se dirigían a la puerta.

—Zabalza, quédese. Tengo una duda sobre un aspecto informático, y me temo que ahora es usted el que más conocimientos de este tipo tiene. —Él hizo un gesto afirmativo—. Lo que quería preguntarle es muy simple: ¿hay alguna manera de programar el correo electrónico para que se envíe en un día y a una hora concretos?

—Sí, puede hacerse; de hecho, el spam se envía así.

—Sí, ya imaginaba que podría hacerse, pero voy un poco más allá. ¿Sería posible programar el correo para que se enviase automáticamente si se produjera una circunstancia concreta?

—¿Puede ser más específica? —dijo él, interesado.

—Imagine que quiero enviar un correo que contiene información sensible, y que yo deseo que sea revelada si, por ejemplo, por alguna circunstancia yo no pudiera enviarlo.

—Se podría programar una especie de temporizador, que se pondría en marcha diariamente y que podría ser detenido o reiniciado con una clave. El día en que la clave no se introdujese, una vez que se cumpliera el tiempo establecido como límite, el correo se enviaría de forma automática.

Ella lo pensó.

—¿Es así como le envió las fotos?

Ella no contestó.

—Habría sido algo propio de él… Le envió algo más, ¿verdad? —Hizo una pausa y la miró fijamente sabiendo que no habría respuesta—. No soy el topo, no dije una palabra sobre la orden, no lo hablé con nadie ni por casualidad.

Ella le observó sorprendida ante su arranque.

—Nadie le ha acusado de serlo.

—Sé que lo ha pensado. Quizá no nos hemos entendido muy bien, pero, más allá de las diferencias personales, nunca traicionaría ni a mis compañeros ni a mi trabajo.

Ella asintió.

—No… tiene por qué justificarse…

—Confíe en mí.

Lo recordó abatido en el portal de Jonan. El modo en que había intentado impedir que ella lo viese así, y tras la reunión en la casa de los padres, afligido, escuchando a los amigos de Etxaide, aniquilado, como si aquel día hubiese sido destruido y vuelto a componer con trozos de su cuerpo muerto.

El teléfono de ella sonó en aquel instante; comprobó la pantalla y vio que era el doctor González, de Huesca. Zabalza se puso en pie, se despidió con un gesto y salió mientras ella contestaba la llamada.

—Doctor, no esperaba tener noticias suyas tan pronto.

—Inspectora Salazar, me temo que no son la clase de noticias que usted espera. Ayer, mientras mi esposa se dirigía hacia aquí, un vehículo la embistió y la sacó de la carretera.

—Oh, Dios mío, está…

—Está viva, gracias a Dios. Varios conductores lo presenciaron, se detuvieron a socorrerla y avisaron enseguida a los servicios de emergencias…, inspectora, los bomberos tardaron más de cuarenta minutos en liberarla. Tiene rotas la pelvis, la cadera, una pierna, la nariz, la clavícula y un feo corte en la cabeza, pero está consciente, ya sabe lo dura que es. No se me ocurrió llamarla en las primeras horas, compréndame, sólo pensaba en ella.

—Claro, no tiene por qué disculparse.

—Aún está en la UCI y no me permiten acompañarla, pero hace un rato me han dejado hablar con ella un minuto y me ha pedido que la llame. No recuerda muy bien cómo ocurrió el accidente, aunque los testigos que llegaron al lugar afirman que otro vehículo implicado en el accidente estaba detenido en el arcén, que vieron a dos hombres ascender por la ladera, subir al coche y largarse. La policía me ha confirmado que el automóvil fue registrado, esparcieron todo el contenido de su bolso, abrieron su equipaje, buscaron hasta bajo los asientos, en la guantera, en todos los huecos del coche. Cuando hoy se lo he dicho, ella me ha llamado la atención sobre algo que casi había olvidado: por lo visto, usted le dio algo, algo que le pidió que analizásemos. Ayer, justo cuando me avisó la policía, acababa de llegar un sobre por un servicio de mensajería; me sorprendió ver que mi mujer lo había enviado desde Pamplona. Creo que los hombres que registraron el coche buscaban ese sobre.

Amaia quedó desconcertada mientras intentaba pensar y sólo conseguía una imagen mental de las graves lesiones de Takchenko.

—La doctora me ha dicho que se trata de una muestra de tejido.

—Así es.

—Pues está de suerte: nosotros no habríamos podido hacer gran cosa con él más allá de obtener la composición exacta, pero conozco a la persona ideal para este trabajo. Andreas Santos es un experto forense en tejidos; le conozco desde hace años y es el mejor. En una ocasión desmontamos un nido de cigüeñas en la localidad riojana de Alfaro y, de entre la composición del nido, se extrajeron cantidad de tejidos, que fue analizando y datando. Para sorpresa de todos, había entre ellos algunos que databan del medievo. Las cigüeñas recogen todo tipo de materiales para la composición de sus nidos y, por lo visto, algunas también son aficionadas al robo en tenderetes. Con las telas y barro hacen los nidos tan recios que se mantienen durante siglos sobre las torres. Santos ha trabajado con varios museos y posee el mayor registro de telas y urdimbres fabricadas en Europa en los últimos diez siglos. Si me autoriza, querría enviarle su muestra, yo no voy a poder encargarme. La doctora me ha dicho que me vaya a casa, pero no pienso moverme de aquí.

—Si usted se fía, yo me fío —claudicó.