Amaia pasó el resto de la tarde inspeccionando con cuidado las carpetas que contenía el mensaje de Jonan. Puso especial atención en la de Inma Herranz. Estudió detenidamente las fotos en las que aparecía con Yolanda Berrueta. En una de ellas casi podía verse cómo el sudor hacía brillar su rostro. Se preguntó qué relación tenía con Inma Herranz. No parecían amigas; en todas las fotos se podía ver que la que hablaba era Yolanda y que Herranz la escuchaba paciente. La propia Yolanda le había dicho que había revuelto cielo y tierra, que había buscado toda clase de ayudas; no sería raro que, enterada de que Herranz era asistente personal de un juez, la hubiese abordado para hablarle de su historia. Tendría que comprobarlo. Sonó el teléfono. Era él.
—Quiero verte.
Al dejar de mirar la pantalla, Amaia notó la vista cansada y un incipiente dolor de cabeza. Aun así, sonrió antes de responder:
—Yo también.
—Pues ven.
—¿Cocinarás de nuevo para mí?
—Cocinaré para ti, si es lo que quieres.
—Eso es lo que quiero, además —dijo mientras apagaba el ordenador.
La llamada de Iriarte llegó justo cuando aparcaba frente a la casa de Markina.
—Inspectora, será mejor que venga a Elizondo. Inés Ballarena y su hija se han acercado esta tarde al cementerio a visitar la tumba de la niña e inmediatamente han notado que algo extraño pasaba. Todas las flores que habían sido colocadas en el momento del entierro aparecían amontonadas, puestas de cualquier manera como si alguien las hubiera revuelto; han avisado al enterrador, que nos ha llamado, seguro de que la tumba ha sido forzada. Voy ahora mismo hacia allí…
Markina descorchaba una botella de vino cuando sonó el teléfono. Atendió la explicación de Amaia de por qué no podría ir y de que no sabía cuánto iba a tardar. Colgó inmediatamente e hizo otra llamada. Su gesto se había ensombrecido.
—Acaban de informarme de que al parecer la tumba de la familia de Esparza ha sido violada. Los familiares fueron a visitarla y encontraron algo raro. La Policía Foral va para allá. ¿Qué puede decirme de esto?
Escuchó a su comunicante. Colgó el teléfono y lo lanzó con furia alcanzando la botella de vino, que explotó y derramó su contenido por toda la encimera.
Amaia aparcó en la puerta del cementerio, que para ser de noche se veía bastante iluminado. Vio a Iriarte, Montes y Zabalza, así como a un par de funcionarios del ayuntamiento, junto a las tres mujeres. Inés, su hija y la vieja amatxi, a pesar del frío y la hora, estaban tranquilas y permanecieron en silencio mientras el inspector Iriarte le explicaba de nuevo lo que ya sabía. Ella echó una mirada al panteón, casi por completo cubierto de coronas y arreglos florales, y volviéndose hacia las mujeres preguntó:
—¿Qué es lo que han notado diferente?, ¿y cómo es que estaban aquí tan tarde? Hace mucho frío.
—Vinimos a poner velas —contestó la vieja amatxi—. Para que la niña tenga luz —dijo señalando un par de velas encendidas a los pies de la sepultura.
Inés Ballarena dio un paso adelante.
—Perdone a mi madre, es una vieja costumbre de Baztán. Se traen velas para que…
—… para que los difuntos encuentren su camino en la oscuridad —dijo Amaia—. Mi tía también conoce esa costumbre, alguna vez me ha hablado de ella.
—Bueno —continuó Inés—, durante el entierro trajeron muchísimas flores, ya lo ve. Después de poner la losa las fuimos colocando con cuidado. Detrás, las coronas más grandes apoyadas contra la pared del panteón; delante, los ramos más pequeños… Si se fija, verá que ahora está todo mezclado, como si alguien lo hubiera retirado y vuelto a poner sin ningún orden, pero lo más evidente es que algunas de las coronas están al revés y las bandas aparecen invertidas y no se pueden leer. Le aseguro que tuve buen cuidado de colocarlas como es debido.
—Como es debido —susurró Amaia. Se dirigió entonces al enterrador.
—¿Han estado realizando algún arreglo en esta parte del cementerio o se ha producido algún entierro en las tumbas colindantes que haya obligado a mover lo que hay en la superficie de la losa?
El funcionario la miró como si aquello le pareciese absurdo. Negó meneando con parsimonia la cabeza. Ya había tenido que hablar otras veces con él y sabía que era hombre de pocas palabras.
—Puede ser una gamberrada, quizá un grupo de chavales entró durante la noche en el cementerio y movió las flores como parte de algún juego tonto —propuso ella.
El enterrador carraspeó.
—Perdone, señora, no había terminado de hablar…
Ella miró a Montes, que había puesto los ojos en blanco, y, sonriendo, asintió animándole a continuar.
—La losa está desplazada de su lugar por lo menos cinco centímetros —dijo colocando un par de gruesos dedos entre la piedra y el borde de la tumba.
—¿Es posible que se quedase así tras el entierro? —preguntó ella, introduciendo sus propios dedos en la abertura.
—Ya le digo a usted que no. Tengo mucho cuidado de que todas las piedras queden bien ajustadas, por el agua, ¿sabe? Si no lo hiciera estarían todas las sepulturas inundadas… Además, si está ladeada tiene más riesgo de romperse. Cuando acabó el entierro, esta losa estaba en su sitio. Se lo garantizo —afirmó el hombre, tajante.
Montes se situó junto a la piedra e intentó empujarla sin ningún resultado.
—Así no conseguirá nada —dijo otro de los funcionarios—. Nosotros utilizamos una palanca y unas barras de acero sobre las que la deslizamos.
Amaia contempló interrogante a Inés Ballarena y a su hija. Ellas miraron primero a la vieja amatxi y luego contestaron:
—Ábranla.
Amaia miró al enterrador.
—Ya ha oído a las señoras. Ábranla.
Tardaron unos minutos en traer las barras de acero y la palanca mientras ellos ayudaban a apartar las flores. Tal y como había explicado el enterrador, su sistema era muy sencillo. Tras levantar un poco la losa, introducían las barras bajo la piedra y después la hacían rodar sobre éstas deslizándola. En cuanto la tumba quedó descubierta, todos apuntaron sus linternas al interior. En el fondo se veían dos viejos ataúdes, además del de la niña. Introdujeron una escalera metálica en el interior y el enterrador descendió llevando en la mano una palanca más pequeña, que no fue necesaria. El féretro estaba abierto. Y aunque todos pudieron verlo, se volvió hacia arriba para decir:
—Aquí dentro no hay nada.
—Oh, Dios mío, al final se la ha llevado, ha regresado y se ha llevado a nuestra hija.
Sonia Ballarena se desplomó en el suelo.