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No reconoció la voz cuando cogió el teléfono.

—Amaia, soy Marc. No sabía a quién llamar.

Le costó un par de segundos ubicarse.

—Hola, Marc, perdóname, no te había reconocido. ¿Qué puedo hacer por ti?

—La policía ha terminado con el registro en la casa de Jonan y esta mañana nos han entregado la llave. No quería que los padres pasaran por ese trago, así que he ido yo solo, pero nada más entrar he visto la mancha de sangre del suelo. —Su voz se entrecortó presa de la angustia—. No sé por qué razón había pensado que alguien habría limpiado, que aquello no estaría así… No he podido entrar. Estoy en el portal… Y no sé qué hacer.

No tardó ni diez minutos en llegar. Marc, de pie en la acera y mortalmente pálido, intentó sonreír al verla, aunque el gesto se quedó en una mueca en su boca.

—Debiste llamarme desde el principio.

—No quería molestar a nadie —dijo tendiéndole la llave.

Ella la tomó y la observó durante un instante en la palma de su mano como si se tratase de un objeto extraño que le costase reconocer. Marc cubrió entonces con su mano la de ella, se inclinó y le dio un beso. Después se volvió hacia la calle y se fue sin decir nada más.

Es extraordinario lo que puede llegar a oler la sangre. El delator zumbido de las moscas indicaba que ellas también la habían olido. La sangre, otrora roja y brillante, se había tornado pardusca, casi negra en los bordes del charco, donde había comenzado a secarse, y en el centro producía una nauseabunda sensación de movimiento por los cientos de larvas que, aunque en su primer estadio, presentaban una frenética actividad. Ahí seguían los guantes que el forense y los policías habían utilizado, restos de cápsulas plásticas y pañuelos de papel, el aire viciado por la presencia de la muerte y las superficies cubiertas del polvo blanco y negro con que sus compañeros habían elevado las huellas. No era ni muchísimo menos el peor escenario de un crimen que le había tocado ver. En ocasiones, cuando el cadáver era descubierto días, incluso semanas después, cuando el olor delataba su presencia alertando a los vecinos, los escenarios llegaban a ser realmente espeluznantes.

Sacó su teléfono y buscó en la agenda el número de una empresa de limpiezas traumáticas, auténticos especialistas, solucionadores, señores lobo. Explicó brevemente el estado del escenario y les prometió esperar allí hasta que llegaran. Solían ser eficaces, se desplazaban en poco tiempo, hacían su trabajo y desaparecían, igual que ella.

Se sentía tan extraña al estar allí sin Jonan, y lo más desolador era que, aunque estaba en su casa, viendo lo que él veía cada día, lo que él tocaba cada día, no podía sentirle, no quedaba ni un solo rastro de su presencia allí. Ni siquiera aquella sangre vertida en el suelo era ya la suya. Ahora era de las moscas, y pensó en cómo aquella sangre amada se había vuelto despreciable.

Agotada, se volvió para inspeccionar el lugar y, al ver el sofá, recordó la teoría de la forense sobre un disparo desde abajo, desde la posición de sentado. «O el asesino era bajito», murmuró. Se sentó y levantó su mano como si blandiera un arma. El cadáver no había sido movido del lugar donde cayó, pero si el agresor hubiera estado allí, donde ella estaba ahora, no habría podido dispararle de frente. Se agachó para mirar bajo el sofá y comprobó que, en efecto, no parecía haber sido desplazado de su lugar, no había marcas que indicasen que lo hubieran arrastrado y, debajo, el polvo se había depositado uniformemente. Desde su posición agachada volvió a mirar la mancha oscura que cubría buena parte de la superficie del salón. La imagen de Jonan tirado en el suelo se reprodujo en su mente con precisión fotográfica. Sintió una arcada que contuvo a duras penas. Se puso en pie y se dirigió a la ventana. Si la abría, entrarían más moscas, eso seguro, pero al menos se disiparía un poco el nauseabundo olor. No acertó a apartar las cortinas, y aun así abrió la ventana, por la que entró una heladora brisa que las sacudió, haciéndolas ondear hacia el interior del salón. De la superficie gris de una de ellas se desprendió un trozo de fibra del mismo color, que salió volando por encima del charco de sangre y cayó al suelo, al otro lado de la habitación. Se acercó curiosa y observó que, aunque era del mismo color que las cortinas, era evidente que no se trataba del mismo tejido. Era un hilo brillante, un trozo de unos pocos milímetros. Miró a su alrededor intentando identificar el origen de aquella tela y no encontró en aquella habitación ni en ninguna otra de la casa un tejido del que pudiera proceder. Seleccionó la cámara en su teléfono móvil e hizo varias fotos desde distintos ángulos. Abstraída por sus pensamientos, la llamada entrante la cogió desprevenida y el sobresalto hizo que el teléfono se le escapara de las manos cayendo a sus pies; lo recogió nerviosa y contestó. Era Markina. Su voz le llegó cálida y cargada de sensualidad. Cerró los ojos y los apretó con fuerza descartando los pensamientos que acudían a su mente con sólo escucharle.

—Estoy en el piso de Jonan —contestó.

—¿Un nuevo registro?

—No, ya han terminado. Esta mañana han autorizado a entrar a la familia y me han pedido que me encargue de recibir al equipo de limpiezas traumáticas. Les estoy esperando.

—¿Estás ahí sola?

—Sí.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, no te preocupes, llegarán enseguida y me iré —dijo sin quitar los ojos del trozo de tela—. Ahora no puedo continuar hablando.

Colgó el teléfono y buscó sobre el aparador hasta hallar unos sobres de correo publicitario. Vació el contenido de uno y con cuidado depositó el tejido en el interior. Entonces se fijó en que la tela parecía presentar un dibujo que casi creyó reconocer como una letra que se repetía a intervalos sobre el retal, y aunque no era una experta, se notaba que el paño era rico y delicado. Cerró el sobre, lo guardó en su bolso y se centró en inspeccionar con atención las cortinas y el resto de superficies. No encontró nada más que el polvo utilizado para las huellas. La científica había hecho un buen trabajo; probablemente el trozo de tela no tendría ninguna importancia, hasta era posible que llevase prendido allí y disimulado por el color de las cortinas mucho tiempo.

Dejó a los de limpiezas traumáticas enfundados en sus buzos blancos y en sus mascarillas trabajando en el piso y se dirigió a la comisaría de Beloso.

Cinco minutos de conversación con Clemos bastaron para poner de manifiesto sus peores sospechas. Se encontraba tan satisfecho como un cerdo en una charca. Le expuso brevemente la información que Iriarte ya le había adelantado sobre la procedencia de la pistola y, a pesar de su insistencia en que debían continuar con otras líneas y de que le arrancó la promesa de que así sería, estaba segura de que la línea de investigación seguiría en aquella dirección.

Mordazmente, le insinuó que debía de tener ya alguna prueba que relacionara a Etxaide con esa clase de grupos, pero el policía no se dio por aludido. Es cuestión de tiempo, contestó.

Se disculpó un minuto ante Clemos, cogió de una mesa vacía un folio de una impresora y unas tijeras, entró en los baños de la segunda planta, sacó de su bolso un par de guantes, que se puso, y el sobre con el trozo de tejido, del que cortó un fino filamento, que guardó de nuevo en el sobre; el resto lo envolvió con cuidado en la hoja de papel. Salió de los servicios y buscó de nuevo a Clemos.

—Esta mañana la familia del subinspector Etxaide me ha pedido que acompañase a los de limpiezas traumáticas al piso. Un momento antes de que iniciasen su trabajo he abierto la ventana y este trozo de tela ha salido volando; lo he comprobado y no se corresponde con ningún otro tejido de la casa, al menos a la vista —dijo tendiéndole el sobre.

—Debió avisar a la científica.

—No me joda, si no llego a estar allí, los de las limpiezas habrían destruido esto, que puede ser una prueba. Lo recogí observando el procedimiento.

—¿Hizo fotos? —preguntó molesto.

—Sí, se las acabo de enviar.

Clemos tomó el sobre.

—Gracias —gruñó—. Seguramente no será nada.

Amaia se volvió hacia la salida sin tomarse la molestia de contestarle.

Salió del edificio y, sin abandonar aún el recinto de la comisaría, llamó desde su coche a la doctora Takchenko.

—Doctora, ¿está aún en Pamplona?

—Sí, pero por poco tiempo, acabo de terminar mi conferencia. A mediodía salgo hacia Huesca.

—¿Cree que podríamos vernos? Tengo algo para usted.

—Estoy en una cafetería en la calle… —Oyó cómo alargaba la frase mientras buscaba la dirección—. Monasterio de Iratxe. ¿Quiere que quedemos por aquí?

—En diez minutos estoy con usted.

El encuentro fue breve. La doctora Takchenko tenía pensado llegar a casa para comer con su marido y no quiso entretenerse más que el tiempo que les llevó tomar un café. Lamentó no haber reparado antes en que aquélla era una calle muy próxima al juzgado y la elegante cafetería estaba muy frecuentada por abogados y jueces.

Cuando salían del bar, la doctora le preguntó:

—Inspectora, ¿conoce a esa mujer? He observado que no ha dejado de mirarla desde que estamos aquí.

Amaia se volvió advirtiendo la furtiva mirada de Inma Herranz, que tomaba café con otras dos mujeres apoyada en la barra. Aquella cafetería estaba cerca de los juzgados. Maldijo la casualidad.

A la doctora Takchenko le gustaba su coche alemán. Su marido solía reírse de su obsesión por la seguridad, pero era cierto que cuando se decidió por aquel coche no lo había hecho pensando en su lujosa apariencia externa, sino en los sistemas de seguridad, que lo hacían uno de los más fiables vehículos que se podían poner sobre la calzada. Le gustaba conducir en carretera, pero hacerlo por el centro de una ciudad, además desconocida para ella, le resultaba particularmente desagradable. Al salir de la cafetería con el sobre que la inspectora Salazar le había confiado, le había dicho que saldría de inmediato para Huesca; sin embargo, llevaba cerca de quince minutos dando vueltas por el centro de Pamplona mientras buscaba a la antigua usanza la dirección que aquel inútil navegador parecía incapaz de encontrar. Esquivando un autobús de línea que casi se le había echado encima y aguantando las pitadas de un taxista energúmeno, detuvo al fin su coche frente a una agencia de envíos rápidos, dejó encendidas las luces de emergencia y apresurada se dirigió al interior, introdujo el sobre que Amaia le había dado en otro y se lo entregó al hombre de mediana edad que había tras el mostrador.

—Envíelo con toda urgencia a esta dirección.

Después subió a su coche alemán y continuó su camino.