39

Oh, Jonan, Jonan. Sentía los brazos de Zabalza sujetándola con firmeza, impidiéndole moverse mientras ella se deshacía en llanto por su amigo muerto, por la sangre derramada, por sus manos contra el suelo… Gimió, y despertó en la oscuridad, sólo rota por la escasa luz que, proveniente de las ventanas del salón, se colaba por la abertura de la puerta entornada. Estiró la mano para alcanzar su teléfono móvil, un poco más de las siete. El destello de la pantalla iluminó la habitación mientras entraba una llamada y ella se felicitaba por haber silenciado el sonido. Era Iriarte. Se deslizó fuera de la cama y salió de la habitación.

—Inspectora, espero no haberla despertado.

—No se preocupe —apremió.

—Tenemos noticias. Los resultados del análisis de balística. Según los trazos impresos en los dos proyectiles recuperados en la autopsia, la pistola con la que se dispararon es la misma con la que se asesinó al portero de una discoteca en Madrid hace seis años. Una pistola vinculada a las mafias del Este que fue hallada en el escenario del crimen y posteriormente desapareció del depósito de pruebas de un juzgado de Madrid.

—¿Cómo es posible, de un juzgado?

—Por lo visto hubo un pequeño conato de incendio y algunas pruebas resultaron destruidas o dañadas por la acción de los bomberos, y tras el desescombro se echaron en falta varias cosas. Acabo de enviarle el informe de balística por correo. Y le adelanto que es probable que los de Asuntos Internos quieran volver a interrogarnos…

Ella resopló como respuesta.

—¿Vendrá hoy por la comisaría?

Ella miró hacia la puerta del dormitorio.

—No, a menos que me necesite; oficialmente estoy de vacaciones.

Él no respondió.

—Iriarte…, lo de la pistola no significa nada, la investigación aún no ha concluido.

—Claro.

Regresó a la habitación y a tientas recogió su ropa mientras sus ojos se acostumbraban de nuevo a la penumbra y ella comenzaba a vislumbrar la silueta de los hombros, de la espalda del hombre que dormía sobre la cama. Se detuvo asombrada por la fuerza de las fantasías que la sola visión de su cuerpo desencadenaba en su mente.

Arrojó la ropa al suelo y se deslizó de nuevo a su lado.

Quería hablar personalmente con Clemos. No le gustaba el cariz que estaba tomando el caso, y aunque entendía que el resultado de las pruebas era el que era, no quería que la desidia les llevase a abandonar otras líneas de investigación. Decidió pasar por casa para cambiarse de ropa. Comprobó satisfecha que su buzón seguía libre de la plaga publicitaria y subió las escaleras planeando la conversación con el inspector Clemos. Al pasar frente al salón vio los mapas que había prendido el día anterior de su estantería y percibió el suave zumbido del ventilador del ordenador, que, recordó de pronto, no había apagado. Encendió la pantalla y fue cerrando las páginas de las que había sacado los mapas, hasta que a la vista quedó tan sólo el escritorio, en el que parpadeaba un sobrecito azul indicando que tenía correo. Era una vieja cuenta que había abierto para navegar y que jamás usaba, pues recibía todo su correo oficial en la cuenta de interior en la comisaría y el personal en una de Gmail que solía consultar desde el teléfono.

Clicó sobre el icono y lo que vio en la pantalla la dejó helada. Era un mensaje de Jonan Etxaide.

Estaba asombrada, nunca había recibido correo de Jonan ni de nadie del trabajo en aquella dirección; excepto James, sus hermanas y un par de amigas de la universidad, dudaba de que nadie más conociera la existencia de aquella cuenta. Pero lo que terminó de confundirla fue que, según la fecha, el correo había sido enviado hacía dos días, por la tarde, a la hora del funeral, cuando Jonan Etxaide llevaba más de veinticuatro horas muerto y ya había sido incinerado. Tiritando, abrió el mensaje, que lejos de disipar sus dudas resultó ser, si cabía, más misterioso.

Jonan Etxaide desea compartir este elemento con usted.

Tipo-Documentos e Imágenes

Título-***********

Este correo le permite el acceso a estos archivos previa inserción de la clave

Había dos recuadros para rellenar: cuenta y clave.

Durante unos segundos, miró el cursor parpadeando en la pantalla con el corazón acelerado, la boca seca y un leve temblor que desde la punta de su dedo índice detenido sobre el ratón comenzaba a extenderse por todo su cuerpo. Se levantó y, medio mareada, fue hasta la cocina, cogió de la nevera una botella de agua helada y tomó un trago apoyada contra la puerta antes de regresar a la sala. El cursor seguía parpadeando apremiante. Releyó un par de veces más el corto mensaje como si de una nueva lectura fuese a ser capaz de extraer alguna clase de información que se le había escapado. Y miró de nuevo el cursor sobre la casilla «cuenta», que, ineludible, parecía demandarle una respuesta.

Tecleó «amaiasalazariturzaeta@gmail.com».

Desplazó el cursor hasta la casilla «clave».

Las palabras de Marc sonaron claras en su cabeza. «Ofrenda» y el número.

Escribió «Ofrenda» y se detuvo…, ¿qué número? Sacó su móvil y consultó en la agenda el número de teléfono de Jonan mientras casi a la vez lo descartaba; no podía ser nada tan evidente. Tecleó una sucesión de ceros hasta que el cursor le indicó que había llegado al límite. Eran cuatro cifras, diez mil combinaciones posibles, pero él había dicho su número. Sacó de nuevo su teléfono.

Iriarte le contestó al otro lado.

—Inspector, ¿puede decirme cuál era el número de placa del subinspector Etxaide?

—Lo miro, espere.

Oyó el auricular golpeando sobre la mesa y el teclado de fondo.

—Sí, 1269.

Dio las gracias y colgó.

Escribió el número tras la clave, dio a enter y el drive se abrió.

Le sudaban las manos; la ansiedad se agolpaba en su pecho mientras el mensaje se abría ante sus ojos.

No había ningún texto, sólo una docena de carpetas ordenadas alfabéticamente. Movió el cursor sobre ellas para ver los títulos: Ainhoa, Escenarios, Berasategui, Hidalgo, Salazar… Abrió una al azar. Por el modo en que la información había sido agrupada, todo apuntaba a que la nube había actuado tan sólo como una copia de seguridad. Los documentos en el interior de las carpetas no guardaban una disposición reconocible; encontró la orden de registro para la casa de la enfermera Hidalgo, un audio con la declaración en comisaría de Yolanda Berrueta y la vida laboral de la enfermera. Abrió la carpeta titulada Markina y vio una serie de fotos en las que se reconoció a sí misma junto al juez en la explanada frente al auditorio Baluarte.

—Jonan, ¿qué significa todo esto? —susurró aterrada.

Abrió la carpeta titulada Ainhoa y ante ella se desplegaron varias fotos del interior de la tumba de los hijos de Yolanda Berrueta, unas cuantas ampliaciones de los detalles del interior. Interesada e impresionada, miró las manitas de un bebé que asomaban del interior de la caja y la hipnótica carita del otro, completamente ennegrecida. Había muchas ampliaciones. Jonan había tomado el detalle de las iniciales que identificaban los ataúdes: D. T. B., correspondiente a Didier Tremond Berrueta, y M. T. B., a Martín Tremond Berrueta. Había una serie de más de veinticinco fotos, pero vio que Jonan se había fijado sobre todo en el ataúd metálico destinado a contener cenizas, que aparecía volcado y completamente abierto. En un costado aparecían las iniciales, que Jonan había ampliado y volteado para que fuesen legibles: H. T. B. Había ampliado también una esquina visible de una bolsa de plástico que contenía las cenizas, en la que podía apreciarse lo que parecía el borde de un logo azul y rojo. Amaia estudió las fotos entendiendo por qué a Jonan le había llamado la atención aquello. Una bolsa para restos humanos de colores era algo inusual. En la sucesiva secuencia de fotos, Jonan había reunido al menos doce envases de alimentos entre los que había lentejas, sal de mesa, harina y azúcar, todos productos franceses, todos en bolsas transparentes de plástico y con logos azules y rojos. En la siguiente fotografía, Etxaide había recortado la ampliación de la esquina de la bolsa visible y la había colocado junto a un envase de azúcar de un kilo; el logo se correspondía exactamente.

—Joder —exclamó Amaia.

De inmediato vinieron a su mente la bolsa de grava que había dentro del ataúd de su hermana y las bolsas de azúcar que Valentín Esparza había cubierto con una toalla para disimular el fondo del ataúd de su hija. Con el corazón latiéndole a mil por hora volvió a revisar una por una las fotos mientras acudía a su mente la pregunta de Yolanda Berrueta: «¿Por qué iba alguien a meter azúcar en una cajita de muertos?». Las imprimió y, con ellas en la mano, comenzó a pasear como una fiera enjaulada por el salón. Cogió el teléfono, llamó al hospital Saint Collette y preguntó si sería posible hablar con Yolanda Berrueta; le dijeron que, aunque estaba bastante mejor, era prudente esperar un poco más. Colgó desolada, estaba claro que no podía preguntárselo a su exmarido. Fue hasta la habitación, volcó el contenido de su bolso encima de la cama y sobre su uniforme de gala y encontró la tarjeta del padre de Yolanda. Marcó su número. El hombre respondió enseguida.

—¿Podría ir a hablar con usted ahora? Es muy importante.

Las nubes se desplazaban por el cielo plomizo a gran velocidad arrastrando la lluvia lejos del valle y haciendo que la sensación térmica descendiese al menos cuatro grados. A pesar de la baja temperatura, el padre de Yolanda insistió en que hablasen fuera de la casa.

—Es por mi mujer, ¿sabe? Todas estas cosas le afectan muchísimo, y bastante está sufriendo ya con lo de Yolanda.

Ella asintió comprensiva, se sujetó el pelo metiéndoselo dentro del gorro y, como en un acuerdo tácito, comenzaron a andar alejándose de la puerta de la casa.

—No le molestaré mucho; de hecho, sólo tengo que hacerle una pregunta. En el interior de la tumba de Ainhoa hay otro pequeño ataúd con las iniciales H. T. B.

Él asintió apesadumbrado.

—Sí, es el de Haizea, mi nieta.

—¿Tuvo otra nieta?

—Un año antes de que nacieran los niños, Yolanda tuvo a esa niña. Pensaba que usted lo sabía. Una niña sana, preciosa, que sin embargo falleció a las dos semanas de nacer, aquí, en esta casa. Ésa fue la razón de la depresión de Yolanda. Después todo fue de mal en peor… Yo creo que fue un gran error quedarse embarazada tan pronto, aunque el marido insistía en que, cuanto antes tuviese otros niños, antes se le iría de la cabeza el dolor por la pérdida de la niña. Pero yo creo que no estaba preparada para afrontar un embarazo después de algo así, y ella lo puso de manifiesto durante toda la gestación, no se cuidó, estaba abandonada, parecía que todo le daba igual; sólo cuando los niños nacieron, al verlos, al tenerlos en brazos, mi hija pareció resucitar. Aunque no lo crea, es una buena madre, pero ha sufrido mucho, su vida es una desgracia. Ha tenido tres hijos, y los tres están muertos.

Amaia lo miraba abatida. La idea de la sustitución era exactamente aquello que había estado huyendo de su mente, lo mismo que Valentín Esparza le había dicho a su mujer, que tener otro hijo le quitaría de la cabeza el dolor por la niña. Ella también había dicho que no podría amarlo, que no podía tener otro hijo. Pero Yolanda era más frágil, más delicada, y en su caso su marido sí había logrado su propósito.

—Yolanda no me lo dijo.

—Mi hija lo confunde todo debido al tratamiento que toma: a veces no sabe muy bien si las cosas han ocurrido antes o después, y la muerte de esa niña fue tan traumática para ella que desde entonces todo parece muy embrollado en su cabeza.

Amaia asintió. Recordaba que Yolanda le había dicho eso exactamente, que a veces no lograba estar muy segura de lo que había ocurrido antes y de lo que había ocurrido después, aunque mientras lo pensaba recordó también que en su declaración en comisaría había dicho algo relativo a que el bebé no estaba en su caja.

—Señor Berrueta, sólo tengo una pregunta más: ¿incineraron el cuerpo de la niña?

—No, ni a la niña ni a sus hermanos. Somos gente tradicional, y la familia de su marido también lo es, ya ha visto su panteón familiar en Ainhoa.

Amaia insistió:

—Esto es muy importante, necesito saberlo con certeza y no puedo preguntárselo a su exmarido.

Berrueta torció el gesto al escuchar hablar de su yerno.

—No hace falta que hable con él. La funeraria de Oieregi se encargó de todo. Le daré la dirección del dueño; él le ratificará que fue un entierro tradicional y que la conducción se realizó desde el hospital, donde fallecieron, hasta el tanatorio, y desde allí al panteón de Ainhoa.

Le llevó diez minutos localizar al responsable de la funeraria y obtener su confirmación.

Regresó a Pamplona sin detenerse en Elizondo. Tenía ganas de ver a la tía, pero el contenido de aquellos archivos la reclamaba con urgencia. Frente al ordenador todo era muy confuso porque los documentos no estaban acompañados de una explicación y debía revisarlos uno a uno hasta entender por qué Jonan los había resaltado.

Volvió a abrir las fotos en las que aparecía junto a Markina. Las miró dudando. ¿Qué llevaría a Jonan a mostrar interés por su vida privada? ¿Por qué la espiaba?, ¿por qué leía su correo? Sintió una enorme rabia e impotencia al no entender nada, pero decidió que dejaría aquello para después; ahora, Jonan acababa de mandarle un mensaje, acababa de darle algo tangible y palpable, y ella iba a darle un voto de confianza. Pensó en la clave que Jonan había elegido para el archivo, «ofrenda»; la palabra en sí misma tenía importancia, pero lo que decía más era el número que había elegido para completarla, el número de su placa, el número que lo hacía policía, y casi pudo oír a Marc diciendo que Jonan no quería ni pensar en la posibilidad de abandonar su trabajo.

—Maldita sea, Jonan, pero ¿qué has hecho?

La carpeta de Markina contenía, además de las fotos de la noche en la que estuvieron hablando frente al Baluarte, una breve historia de la vida del juez, lugar de nacimiento, centros en los que había cursado estudios, destinos que había ocupado antes de llegar a Pamplona. Le llamaron la atención la dirección y el número de teléfono de la clínica geriátrica en la que había estado internada una mujer llamada Sara Durán. Etxaide había entrecomillado la palabra «madre». Amaia negó con la cabeza, confusa, sin entender qué pintaba aquel dato allí.

En la carpeta llamada Salazar vio las fotos del ataúd de su hermana vacío en aquel panteón de San Sebastián y las fotos de los huesos de los mairus que habían sido abandonados en la profanación de la iglesia de Arizkun, los que tenían cientos de años y aquellos otros blancos, limpios y que pertenecían a su hermana. Había varias ampliaciones por secciones de la única fotografía que consiguió tomar del plumífero que llevaba Rosario la noche de su huida y que apareció en el río antes de que el juez suspendiese la búsqueda. También mapas del monte con posibles vías de huida a pie desde la cueva de Arri Zahar.

En la carpeta Herranz había una breve ficha de la secretaria del juez y algo que la sorprendió muchísimo: más fotos, tomadas al parecer en el interior de una cafetería en las que se veía a la secretaria de Markina hablando con Yolanda Berrueta.

El archivo de escenarios era una lista de las direcciones de todos los bebés fallecidos de muerte de cuna que ya habían investigado, a los que Jonan había añadido a la hermana de la propia Amaia, aunque había eliminado, sin embargo, a los hijos de Yolanda Berrueta. Tomó uno de los mapas que había utilizado la tarde anterior y fue marcando de nuevo los pueblos, incluyendo a su hermana en Elizondo y evitando marcar Ainhoa en el mapa; después unió los puntos que se deslizaban a ambos lados de la carretera N-121. ¿Podía ser aquello? Muy a menudo, los crímenes en serie se habían perpetrado en torno a importantes vías de comunicación que facilitaban la huida del asesino, pero éste no era el caso.

«Reset, inspectora», pensó obligándose a centrarse en lo que sabía. Imprimió un nuevo mapa y marcó en él las localidades de origen de las víctimas, incluida ella misma y su hermana, y reparó entonces en que, si eliminaba a los niños de Ainhoa, el dibujo presentaba una forma lineal, que fue más evidente cuando al acercarse percibió la fina línea azul que indicaba el curso del río Baztán. Al colocar las marcas en sus lugares, la evidencia del trazo del río quedó de manifiesto señalando un escenario que se extendía desde Erratzu hasta Arraioz, pasando por Elbete y Elizondo y llegando con Haizea hasta Oieregi. Lo observó. La presencia del trazo azul clamaba desde el mapa.

El río. «Limpia el río», pensó, y como si aquellas palabras tuviesen el poder de un ensalmo para convocar fantasmas, las visiones de sus sueños aparecieron como un eco en su mente trayéndole el recuerdo de las enormes flores blancas, de los ataúdes vacíos.

Retrocedió hasta sentarse en el sillón y permaneció allí observando los mapas, tratando de asimilar lo que tenía delante. En su mente se mezclaban las imágenes del libro, las consignas de la ofrenda, las palabras de Sarasola sobre la naturaleza perniciosa de los ficheros de Berasategui y la naturaleza del «sacrificio» que los grupos de Lesaka y Elizondo habían realizado a principios de la década de 1980. Se puso en pie y añadió al dibujo dos nuevas marcas; no podía evitar pensar en la ignominia que suponía no conocer ni sus rostros, haber nacido para morir, ser una vida tan breve que ni siquiera nadie se había tomado la molestia de adjudicarles una identidad, su pequeño lugar en el mundo.