38

No oía nada. El mundo se había sumido en un silencio irreal y ensordecedor. Abrió los ojos y vio cómo caían los copos gigantes, secos y pesados que la sepultaban amortiguando cualquier sonido excepto el de su propio corazón, que latía lento mientras la nieve la cubría, entrando en sus ojos, su nariz y su boca. Notó entonces el sabor polvoriento y mineral a pan crudo de la harina y supo que no era nieve, sino polvo blanco que un asesino sin piedad arrojaba sobre ella para enterrarla viva en la artesa de la harina. «No quiero morir», pensó.

—No quiero morir —gritó, y su grito en el sueño la trajo de vuelta.

Intentó abrir los ojos y los notó pegajosos por el llanto que la había acompañado hasta el mismo instante en que se durmió. Tardó un par de segundos en reconocer la habitación en la que acababa de despertar. De forma instintiva, se volvió buscando la luz que se colaba por las rendijas de una persiana que alguien había dejado entreabierta y que permitía vislumbrar el perfil de un ventanal cubierto con una gran cortina blanca. Intentó incorporarse y la cabeza le dio una sacudida que la llevó de vuelta a la realidad. Esperó un par de segundos mientras las laceraciones que se repetían en su cabeza se calmaban. Apartó el cobertor y apoyó en el suelo alfombrado los pies descalzos, reparando entonces en que estaba completamente vestida, excepto por las botas y los calcetines, colocados junto a la cama. Buscó su arma y se tranquilizó al encontrarla sobre la mesilla. Tambaleándose, fue hacia la ventana y levantó la persiana hasta conseguir que la grisácea luz de aquella mañana penetrase en la habitación. La enorme cama de la que acababa de levantarse dominaba por completo el espacio; había, ademas, una mesilla a cada lado de ésta y un pesado mueble de anticuario oscuro que brillaba pulido bajo la escasa luz y que, a los pies de la cama, servía como atril a un cuadro de grandes dimensiones. Regresó al lecho mientras se pasaba una mano por el pelo enredado y recordaba los acontecimientos de la noche anterior.

Había llorado, había llorado como nunca antes en su vida; aún le dolían el pecho y la espalda como si entre su esternón y su columna vertebral hubiese un vacío, una herida abierta, un corte en la pleura por el que se habían escapado aire y vida. Y no le importó, casi se sintió orgullosa de aquel dolor físico que le laceraba el pecho. Recordó que él la había consolado, la había abrazado mientras se deshacía en llanto, mientras maldecía al universo, que volvía a señalarla con su dedo poniéndola en el punto de mira, haciéndola sentir pequeña y asustada de nuevo. Pero él estaba allí. No recordaba que hubiera dicho ni una sola palabra, simplemente la abrazó y la dejó llorar, sin mentir, sin intentar que cesase su llanto a costa de promesas de que todo iría bien, de que pronto pasaría, de que no dolería tanto. El recuerdo de su abrazo seguía vivo trayéndole certera la presencia de su piel tensa sobre el cuerpo delgado y fuerte que la sostuvo mientras ella se deshacía. Recordó su aroma, el perfume que emanaba de la aspereza de la lana de su abrigo, de su piel, de su cabello, e inconscientemente tendió la mano hacia la blancura de las almohadas y las atrajo hacia sí para hundir el rostro en ellas y aspirar buscando, anhelando su olor, su tibieza, recreando la sensación de sus brazos al sentir su cuerpo, sus manos acariciándole el pelo mientras ella sepultaba el rostro en su cuello en un absurdo intento de que él no la viera llorar.

Miró la hora en su reloj y vio que apenas eran las siete. Dejó las almohadas en su lugar maldiciendo el maquillaje que se había puesto el día anterior, escaso pero suficiente para dejar oscuras marcas en la superficie nívea de las almohadas. Se dio una ducha rápida, molesta con la idea de tener que vestirse con la misma ropa con la que había dormido, y con el cabello mojado salió de la habitación.

La cocina estaba abierta al salón; no había cortinas en las ventanas y desde cualquier lugar de la estancia podía verse la extensión del jardín, en el que el césped aparecía de un verde oscuro, aplastado por la nieve del día anterior y que la suave lluvia que caía había terminado por descomponer. Markina sorbía un café mientras hojeaba la prensa sentado en un taburete alto junto a la barra de la cocina. Llevaba puestos unos vaqueros y una camisa blanca que no había terminado de abotonar; el cabello se veía húmedo y aún estaba descalzo. Al verla sonrió, dobló el periódico y lo abandonó sobre la mesa.

—Buenos días, ¿cómo te encuentras?

—Bien —respondió ella sin gran convencimiento.

—¿La cabeza?

—Bueno, nada que no cure una aspirina.

—¿Y el resto? —preguntó mientras la sonrisa se esfumaba.

—El resto no creo que se cure nunca… Y está bien así. Quería darte las gracias por acompañarme ayer. —Él negó mientras ella hablaba—. Y… por cederme tu cama —añadió ella haciendo un gesto hacia el sofá, donde se veían un par de almohadas y una manta.

Él sonrió mirándola de aquel modo que siempre le llevaba a pensar que conocía un secreto, algo que a ella se le escapaba.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó.

—Me alegra que estés aquí —contestó él.

Ella miró alrededor como constatándolo. Estaba allí, había dormido en su cama, desayunaba con él. Él tenía la ropa a medio poner, ella tenía el pelo mojado. Sin embargo, faltaba algo en aquella ecuación. Sonrió a su café sujetando la taza con ambas manos.

—¿Qué harás hoy?, ¿irás al juzgado?

—Quizá a última hora de la mañana. Tengo trabajo en casa, «lectura pendiente» —dijo haciendo un gesto hacia un buen montón de documentación que descansaba sobre la mesa—. ¿Y tú?

Ella lo pensó un instante.

—No lo sé, lo cierto es que no tengo caso con el que seguir. Supongo que me dedicaré a adelantar papeleo y me daré una vuelta a ver si hay algún avance en la investigación de Jonan.

—Después podrías regresar… —dijo Markina mirándola a los ojos. No sonreía, aunque en sus palabras había un matiz cercano al ruego.

Ella lo observó. La camisa a medio abotonar permitía ver la clavícula marcada en su piel bronceada, el nacimiento de la barba que se extendía por su rostro, que siempre le parecía tan joven, y en sus ojos, aquella determinación divertida que le resultaba tan atractiva. Lo deseaba. No era cosa de un día. Él, con su juego de seducción, había conseguido meterse en su cabeza de un modo tan bestia que lo ocupaba todo.

—… O podría quedarme —contestó ella.

Él suspiró antes de responder.

—No.

Su respuesta la cogió por sorpresa. Había dicho que no, acababa de pedirle que regresara y ahora decía que no. La confusión se reflejó en su rostro.

Él sonrió con firme dulzura.

—Es por el modo en que llegaste hasta aquí… —dijo—. Ayer estabas muy triste, necesitabas hablar, compañía, alguien que escuchase, beber y brindar por tu amigo, emborracharte… Hoy estás aquí, en mi casa, y no puedes imaginar cuántas veces lo he deseado. Pero no así… En las mismas circunstancias habría traído a casa a cualquier amigo; sin embargo, no es así como quiero que llegues aquí. Sabes lo que siento, sabes que no va a cambiar, pero no voy a permitir que entre tú y yo suceda nada de modo accidental. Por eso ahora tienes que irte y ojalá regreses, porque si lo haces, si llamas a esa puerta, cuando te abra sabré que vienes por mí, que no hay nada casual ni accidental en tu presencia aquí.

No supo qué decir, estaba absolutamente desconcertada. Dejó la taza sobre la mesa, se puso en pie y cogió su abrigo y su bolso, que colgaba en el respaldo de una silla. Se volvió una vez más a mirarle. Él seguía observándola muy serio, aunque en sus ojos continuaba presente aquella determinación propia de los que saben cosas que tú desconoces. Cerró la puerta a su espalda y recorrió el sendero empedrado que separaba la entrada del límite con la calle mientras sentía el frío fijándose como un casco a su pelo aún húmedo. Paró un taxi mientras se abotonaba el abrigo y sacaba de los bolsillos guantes y gorro, que se ajustó durante el trayecto hasta su coche. Después condujo por la ciudad, que ya se colapsaba a la hora de los colegios y los repartos, maldiciendo y decidiéndose por la carretera que iba hacia las afueras, en dirección a San Sebastián.

A medida que se alejaba de la ciudad iba sintiéndose más y más perdida. Recordó otro tiempo en que conducir le proporcionaba calma; solía salir de madrugada a pasear sin rumbo preciso, y a menudo en esos vagabundeos encontró la evasión suficiente para pensar y la tranquilidad que tanto ansiaba. Hacía mucho de eso. La ciudad colapsada, las calles intransitables con los coches de los padres que se empeñaban en llevar a sus hijos al colegio y aparcar en doble fila en la misma puerta. Los peatones ateridos, hacinados bajo las marquesinas de las paradas de autobús, dedicaban miradas torvas de reproche a los conductores que pasaban demasiado cerca de los charcos que el deshielo y la lluvia habían formado por doquier. La autovía no le dio mayor consuelo. La circunvalación de Pamplona estaba atestada de vehículos con los bajos blanquecinos por la sal, que saltaba sucia desde el suelo crepitando bajo el coche. No podía pensar. Cuando debía hacerlo dejaba conducir a Jonan y fijaba su mirada en un punto lejano en el paisaje mientras él la llevaba confiada. Desvió el coche hacia el área de servicio de Zuasti y aparcó cerca de la entrada del singular edificio; apuró su paso bajo la lluvia y se cruzó con los clientes que salían. La calidez del local la recibió tras las puertas. Pidió un café con leche en un vaso y eligió una mesa junto a la cristalera desde donde podía divisar la niebla derramándose por las laderas de los montes mientras dejaba pasar el tiempo hasta poder tomar entre las manos el vaso sin quemarse. La lluvia arreció contra los cristales, que alcanzaban una gran altura en el punto central del local y que le recordaron a un refugio de montaña en los Alpes. Elevó la mirada hasta la estructura metálica que sostenía el vértice del tejado y vio un gorrión que revoloteaba saltando de viga en viga por el interior de la estructura.

—Vive aquí —explicó una camarera al ver que había llamado su atención—. Hemos intentado echarlo de todas las formas posibles, pero se ve que está a gusto y la altura de la estructura hace que sea un poco complicado alcanzarlo. Tiene un nido ahí y, según dicen, lleva aquí un par de años, más que yo. Cuando hay poca gente, baja y picotea las migas que caen al suelo.

Sonrió a la chica con amabilidad y evitó contestarle para no iniciar una conversación a la que la camarera parecía muy dispuesta. Centró de nuevo su interés en el gorrión. Un pájaro listo o una criatura atrapada. La lluvia arreciando contra el cristal atrapó de nuevo su atención, capturándola con el modo hipnótico en que las gotas se deslizaban en regueros brillantes produciendo un efecto lento, como de aceite. Quería pensar, pensar en el caso, en Jonan, en James, y sólo conseguía pensar en él, en sus pies descalzos, en la piel que se adivinaba bajo su camisa, en su boca, en su sonrisa y su exigencia pidiendo siempre un poco más. Dejó escapar un suspiro y decidió llamar a James. Sacó su teléfono y calculó la hora; en Estados Unidos serían poco más de las tres de la madrugada; lo dejó sobre la mesa, frustrada, y cerró los ojos. Sabía qué quería hacer, sabía qué debía hacer, lo sabía bien, lo sabía perfectamente. Él marcaba las reglas y no era un juego, era mucho más. Él no se conformaría con menos, y ella se debatía en un mar de dudas. Dejó sobre la mesa el café intacto y unas monedas, y salió de nuevo bajo la lluvia.

Todo su cuerpo temblaba. Notaba la tensión creciente agarrotando la musculatura de su espalda, recorriendo sus nervios como electricidad que se concentraba en las puntas de sus dedos y producía la extraña sensación de que en cualquier momento éstos se romperían bajo sus uñas para dejar salir aquella energía apremiante. El estómago encogido, la boca seca y el aire del cubículo del coche que se le antojó insuficiente para sus pulmones. Aparcó frente a la casa bloqueando el camino de salida y desanduvo el sendero de lajas sintiéndose enfermar a cada a paso mientras el corazón producía cadentes latigazos que resonaban en su oído interno. Llamó a la puerta decidida y arrepentida a partes iguales, y esperó con la respiración contenida, en un intento de calmar la ansiedad que amenazaba con dominarla por completo. Cuando abrió, aún estaba descalzo y el pelo se le había secado desordenado y le caía sobre la frente. No dijo nada, se quedó allí en pie sonriendo de aquel modo misterioso y mirándola a los ojos. Ella tampoco dijo nada, pero elevó una mano helada hasta tocar con los dedos ateridos su boca, que encontró suave y cálida como si la comisura de sus labios se hubiese convertido en su objetivo, en su destino, en el único lugar a donde era posible ir. Él sujetó su mano entre las suyas como si temiera perder aquel nexo, y tiró de ella hacia el interior de la casa, tras lo que empujó la puerta, que se cerró a su espalda. Detenida ante él, con los dedos sobre sus labios, esperó un par de segundos mientras intentaba juntar en su mente dos palabras que tuvieran sentido, y supo que ya no podría decir nada, que debía dar paso a otra voz, a un idioma que era el suyo y que como una apátrida jamás había podido compartir con nadie. Retiró la mano de su boca y se contempló en sus ojos, que le devolvieron la misma mirada, el mismo temor, el mismo vértigo. Avanzó audaz y dio un paso para unirse a su piel, fundiéndose en su pecho, mientras él, con los ojos cerrados, la abrazaba temblando.

Elevó los ojos, lo miró y supo que podría amarlo…

Se liberó del abrigo húmedo del exterior y, tomándolo de la mano, lo condujo hacia el dormitorio. La luz que entraba por la escasa abertura de la persiana apenas permitía distinguir los límites de los pesados muebles; la abrió, dejando que la claridad del cielo nublado bañase con su luz lechosa la habitación. Él, de pie junto a la cama, la observaba con aquel gesto que la enloquecía, pero no sonreía. Ella tampoco. Su rostro reflejaba la desazón que le producía la certeza de hallarse ante un igual. Avanzó hasta ponerse a su lado y lo miró presa de la gran congoja que crecía en su pecho atenazándola con una angustia nueva. Lo tocó con manos entorpecidas por los nervios y el pudor de reconocerse en él, de saber que si estaba allí era porque por primera vez en su vida podía desnudarse de verdad, quitarse la ropa y la vergüenza de la carga de su existencia, y que al hacerlo se veía reflejada en él como en un espejo. Supo que nunca había deseado antes a nadie, que nunca había experimentado la agonía del anhelo de su carne, su saliva, su sudor, su semen, que nunca había experimentado la ambición de un cuerpo, de la piel, la lengua, el sexo. Supo que nunca antes había codiciado los huesos, el pelo, los dientes de un hombre. La redondez de sus hombros, la firmeza de sus nalgas cabalgando sobre ella, la curvatura perfecta de su espalda, la suavidad de su pelo un poco largo, por el que lo sujetó conduciéndolo a sus pechos, a su pelvis. No había habido ningún hombre antes que él. Ese día nacía al deseo y aprendía un nuevo lenguaje, un idioma vivo, exuberante e innovador que descubría de pronto y que podía hablar, sintiendo cómo su lengua pugnaba por dominarlo en un momento para después enmudecer, dejando que fuese él el que hablase, sintiendo la fuerza de sus manos comprimiendo su carne, el modo en que la sujetó por las caderas y la vehemencia con que dirigió los envites a su interior, la firmeza de sus gestos empujándola en el límite entre la guía y la orden, el vigor de sus brazos cuando ella se subió sobre sus piernas para volver a tenerlo dentro. El fuego derramándose en su interior en un éxtasis postergado y deseado hasta rayar en la locura, un millón de terminaciones nerviosas gritando en carne viva. Y el silencio después, que deja los cuerpos exhaustos, la mente agotada, el hambre dormida, saciada por un tiempo que se prevé corto.

La luz blanquecina procedente de los pocos claros que se abrían bañando la ciudad por la mañana se había esfumado totalmente cuando volvió a subir a su coche, y a pesar de que no podían ser mucho más de las cinco de la tarde, el cielo de estaño devoraba la luz, motivando que los sensores del alumbrado público encendieran las farolas.

Arrancó el motor y se detuvo unos segundos para tomar conciencia de los cambios que se habían producido a su alrededor. Como si se tratase de una viajera interestelar y hubiese recabado de pronto en un planeta nuevo, aunque idéntico al propio, percibía una atmósfera distinta, más fresca y densa, que la obligaba a caminar teniendo cuidado de no perder el equilibrio y que le daba una nueva percepción de las cosas pintando todo lo que le rodeaba de un tinte que le confería cualidades de quimera.

Tomó su teléfono y revisó las llamadas perdidas. Llamó primero a James, que susurrando desde la sala de espera de un hospital muy lejano le explicó que acababan de hablar con el cirujano que había llevado a cabo la operación de su padre y que todo parecía haber salido bien. Ibai y él la echaban de menos. Después llamó a Iriarte. Aún no había novedades desde balística.

Las calles de la parte vieja estaban muy concurridas. Decidió dejar el coche en el aparcamiento de la plaza del Castillo y recorrer a pie la distancia que la separaba de la casa de Mercaderes. Según se aproximaba a la puerta de su domicilio, ya pudo ver el abultado montón de publicidad que sobresalía por la abertura del buzón. Pero además, al retirar los panfletos de supermercados y gasolineras, comprobó que el interior lo ocupaba un grueso paquete envuelto en papel de estraza y rodeado con varias vueltas de fino cordel granate. Sabía de quién procedía mucho antes de tocarlo; aun así, no pudo evitar sorprenderse ante el hecho de que se lo hubiera enviado allí. La afilada escritura del agente Dupree cubría la superficie del paquete, en el que estaba escrito su nombre. Tomó el pesado legajo apretándolo contra su pecho y entró en la casa.

Se deshizo al fin de la ropa, que tenía la sensación de haber llevado durante una semana, se dio una larga ducha caliente y, al salir del baño, se detuvo ante su uniforme de gala, aún sobre la cama, que suponía el más firme recordatorio de la muerte de Jonan. Lo miró durante unos segundos en silencio pensando que debería colgarlo en una percha y guardarlo en el armario mientras se debatía contra la voz interior que le decía que, de alguna manera, el uniforme sobre la cama constituía un homenaje, la presencia intangible pero poderosa del honor que representaba, del compromiso ineludible que significaba, y la duda que le atenazaba el pecho y que aún no estaba dispuesta a guardar en el armario. Tomó el paquete que le había enviado Dupree y se dirigió a la cocina para cortar el cordel con el que lo había amarrado mientras pensaba que hasta el envoltorio era muy de Nueva Orleans. Retiró el papel y un paño de algodón, que al tocarlo percibió un poco húmedo y que envolvía un libro encuadernado en suave y oscura piel. No presentaba título alguno ni en la portada ni en el lomo, y al alzarlo lo notó extraordinariamente pesado. Custodiada por dos guardas de seda, la primera página presentaba un intrincado dibujo en el que la floritura de las letras apenas permitía discernir el título: Fondation et religion Vaudou.

Admirada, palpó la sedosa ligereza de las páginas, que, ribeteadas con una filigrana dorada, parecían demasiado livianas para conferir tanto peso al tomo.

Los primeros capítulos estaban dedicados a la explicación de los orígenes de la religión que millones de personas practicaban en el mundo y que era la oficial en varios países. Observó entonces que la prieta sucesión de hojas presentaba alguna anomalía, y con cuidado separó las páginas hasta dar con la que Dupree había marcado depositando entre las entregas una pequeña pluma negra. Amaia la tomó entre sus dedos con aprensión y observó la prieta escritura en carboncillo con la que su amigo había completado los bordes del libro y subrayado diversos pasajes: «Provocar la muerte a voluntad. El bokor o brujo rayado lukumi, el sacerdote o houngan que ha elegido usar el poder para el mal». Unas páginas más adelante, Dupree había trazado varios círculos en torno a unas palabras:

Un mort sur vous

Un démon sur vous.

Debajo había escrito:

El muerto que se sube sobre ti, o el demonio que se te sube encima, en América Latina literalmente «se te sube un muerto».

A continuación se describía con detalle el ataque de un demonio paralizador que, enviado por un bokor, inmovilizaba a su víctima mientras dormía, permitiendo que fuera consciente de cuanto sucedía a su alrededor y asistiera aterrorizada a la tortura del maléfico espíritu, que, acomodado sobre su pecho, le impedía respirar y moverse y detenía el suplicio en el último instante o lo prolongaba hasta la muerte. Algunas víctimas afirmaban haber visto a un ser repugnante sobre ellos, en ocasiones a una gruesa mujer semejante a una bruja, en otras un inmundo dragón.

«La saliva de un dragón de Komodo contiene bacterias suficientes como para provocar septicemia», pensó en las palabras de San Martín.

Pasó las páginas buscando los apuntes de su amigo y descubrió otra pluma que, con el ímpetu, salió volando y planeó lenta y funesta hasta quedar posada en el suelo. Se agachó a recogerla y leyó el texto marcado como «El sacrificio».

Las palabras a las que las comillas conferían el grado de importancia, de extraordinaria rareza, de máxima expresión, resonaron en su recuerdo pronunciadas por Elena Ochoa: «el sacrificio», y por Marc en aquella terraza nevada sobre la ciudad en una noche que tan sólo era la del día anterior, aunque parecían haber pasado varios años: «ofrenda», una palabra que se suponía que ella sabría cómo usar.

El bokor ofrecía al mal el más aberrante de los crímenes, la más codiciada de las presas, que por su naturaleza blanca y pura no podía ser tocado; el sacrificio debía ser ofrecido por los únicos que tenían propiedad sobre él, sus propios padres. Los responsables de haberlo traído al mundo ofrendaban su fruto, su recién nacido al mal, en una ceremonia en la que el demonio se bebería su vida y les compensaría con cualquier favor que deseasen.

Una ilustración mostraba a un bebé sobre un altar. A su lado, dos figuras extasiadas, presumiblemente los padres, y un sacerdote que con los brazos alzados empujaba un enjuto y siniestro reptil que, situado sobre el niño, succionaba entre sus fauces su nariz y su boca. Justo debajo, Dupree había escrito varias frases cortas.

«Grupos del mismo sexo».

«Durante un período concreto de tiempo».

«En un escenario limitado».

Y garabateado bajo estas premisas, un breve mensaje con el que Dupree había estampado su firma.

«Reset, inspectora».

Pasó las páginas hasta llegar a la última, deteniéndose en las abominables ilustraciones y cerciorándose de que no había más apuntes de Dupree. Después cerró el libro, se puso en pie y emprendió un errático paseo que la llevó de habitación en habitación por toda la casa. Aún envuelta en el albornoz y con los pies descalzos, sentía crujir los rastreles de madera que atravesaban el piso de lado a lado y que producían réplicas de crujidos en los cuartos vacíos. Al pasar frente al salón reparó en el ordenador, un equipo un poco anticuado que apenas utilizaba. Regresó a la cocina y buscó en la alacena las libretas en las que apuntaban la lista de la compra, cinta adhesiva, un taco de posits amarillos y un par de rotuladores. Volvió al salón y encendió el ordenador. Buscó un mapa de Navarra, lo imprimió y con la cinta lo adhirió a la superficie lisa de una estantería; con un rotulador señaló todos los lugares donde vivían las familias de los niños. Se dio cuenta entonces de que necesitaba un mapa mayor, pues la localidad de Ainhoa estaba en la frontera francesa. Buscó en otra página un mapa de la zona y lo imprimió, para colocarlo junto al anterior y añadir en éste a los niños de Ainhoa. El dibujo resultante era irregular; los puntos no parecían guardar ninguna relación entre sí, excepto que la mayoría de los pueblos estaban en el valle de Baztán. Estudió el dibujo consciente de que no tenía ningún sentido y pensó en las palabras de Dupree: «Reset, inspectora, olvide lo que cree que sabe y empiece de cero, desde el principio».

El teléfono sonó en el silencio de la casa trayéndola de vuelta a la realidad. Mientras contestaba la llamada, tomaba conciencia de que la escasa luz que había sido protagonista de aquella jornada se había rendido, dando paso a la noche sin haber logrado llegar a amanecer, y de que aún llevaba puesto el albornoz con el que había salido de la ducha.

—¿Qué has estado haciendo durante toda la tarde?

Miró los mapas que ya cubrían buena parte de la estantería y el libro de Dupree abierto sobre la mesa, y se sintió de pronto culpable. Se puso en pie y apagó la pantalla del ordenador.

—Nada, perdiendo el tiempo —contestó mientras apagaba la luz y salía de la sala.

—¿Tienes hambre? —preguntó Markina, al otro lado de la línea.

Lo pensó.

—Mucha.

—¿Cenarás conmigo?

Ella sonrió.

—Claro, ¿dónde quedamos?

—En mi casa —respondió él.

—¿Vas a cocinar para mí?

Supo que él sonreía cuando contestó:

—¿Cocinar?, lo haré todo para ti.