Los padres de Jonan vivían en un pequeño ático que, en compensación por los escasos metros del interior, reinaba sobre una terraza que se extendía por toda la superficie del edificio, asomándose sobre la ciudad anochecida e iluminada que refulgía por el efecto de la nieve acumulada, cada vez más escasa y que, sin embargo, permanecía intacta en la extensión del balcón, tras los cristales. Sonaba música de fondo, no muy alta, y una chica le había puesto en la mano un vaso de whisky, que apuró sin preguntar. Los padres de Jonan permanecían juntos y rodeados por un grupo de familiares que en ningún momento los dejó solos. Él la cogía por el hombro y, a ratos, ella apoyaba la cabeza en el pecho de él, en un gesto pequeño e íntimo de infinita confianza. La mayoría de los invitados eran muy jóvenes, ¿qué se podía esperar? La madre le había dicho que era una reunión de amigos, y los de Jonan no podían ser muy mayores. La conminaron a acercarse en cuanto la vieron y ella lo hizo, abandonando el vaso vacío sobre un mueble. Ambos la abrazaron.
—Gracias por venir, inspectora.
—Amaia —rogó ella.
—Está bien, Amaia —contestó la madre, sonriendo—. Gracias.
—Jonan la admiraba y la respetaba profundamente —dijo solemne el padre.
No pudo evitar pensar en las palabras de los de Asuntos Internos: «¿Le autorizó usted a entrar en su correo?».
—Yo también admiraba y respetaba a su hijo —dijo sintiéndose un poco mezquina, un poco traidora. Alguien más se acercó a saludarles, y ella aprovechó para huir hacia la cocina, donde la chica de antes preparaba nuevas copas; tomó una y apuró un buen trago, visualizando el whisky amargo y sedoso al bajar por su garganta hasta caer en su estómago, encogido y vacío. La conversación con Sarasola la había dejado extenuada, acabando con las pocas fuerzas que le quedaban. Había entrado en la casa de Mercaderes esperando hallar un refugio contra la inseguridad y el miedo, y tan sólo había encontrado allí el vacío de su familia ausente, la oscuridad, las habitaciones demasiado grandes, los altos techos contra los que el eco de sus pasos había rebotado, los objetos amados de su hijo, la presencia callada de James. Había encendido todas las luces mientras recorría la casa vacía, sintiendo el peso de las ausencias y arrepintiéndose de estar allí. Frente al espejo de su dormitorio, se había despojado del uniforme de gala y lo había estirado sobre la cama, mientras miraba con tristeza la guerrera roja que se ponía para recibir medallas y que a partir de ese día y para siempre sería el traje de los funerales. Eligió unos vaqueros y una camisa blanca, y se enfundó un jersey negro encima y unas cómodas botas que le permitirían moverse sin peligro por el resbaladizo pavimento de la ciudad; después se soltó la goma que sujetaba el pelo y comenzó a cepillarlo mientras en su mente se repetía, palabra por palabra, la conversación mantenida con Sarasola. Brujería, sacrificio de bebés y tumbas vacías, el Vaticano y los archivos de Berasategui, la tumba de los Tremond Berrueta volada por los aires y el cadáver de Jonan en medio de un charco de sangre. Consiguió que hasta la teoría de Sarasola de que la muerte de Jonan tuviera algo que ver con todo aquello casi le pareciera idílica en comparación con los datos que ella conocía, con lo que los de Asuntos Internos sospechaban, y con aquello en lo que no quería pensar, en la sola posibilidad de que… Soltó el cepillo, corrió hasta el baño, se inclinó sobre el váter sujetándose el pelo y vomitó. Cuando la náusea cedió, se volvió hacia el espejo y miró su imagen desdibujada por las lágrimas provocadas por el esfuerzo. Abrió el grifo y se lavó la cara y los dientes.
—No puede ser —le dijo a su reflejo, y salió de aquella casa que se le caía encima… Y en ese momento, con la segunda copa, comenzaba a sentir el balsámico efecto del alcohol recubriendo su estómago y produciéndole, por primera vez en los últimos días, una sensación semejante a la normalidad. Regresó al salón a tiempo de ver cómo Montes y Zabalza saludaban a los padres de Etxaide. Iriarte le hizo una seña y se la llevó a un lado.
—¿Qué le parece? —Sin duda se refería a la teoría de los de Asuntos Internos; era evidente que también habían hablado con los demás.
—No lo sé, Iriarte, tiene que ser un error, quiero que sea un error —dijo más bajo.
Él asintió.
—… Pero cuadra lo de la orden, ese día accedió a su ordenador y pudo verla.
—Eso no significa nada, pudo acceder para otra cosa.
—¿Sin autorización?
—¡Por Dios!, él conocía todos mis pasos, no necesitaba mi autorización.
—¿Tampoco para el correo personal?
—¡Cállese! —dijo demasiado alto. Miró alrededor y bajó la voz—. Aún no sé nada, estoy tan confusa como usted, pero estamos aquí como sus amigos para honrar su memoria. Hablaremos mañana.
Iriarte tomó un vaso de los que repartía la chica y se alejó hacia el centro del salón. Montes le sustituyó.
—Yo no lo creo —dijo contundente—. Sí que creo que accedió al ordenador, a las pruebas nos remitimos, pero no… Ya sabe cómo era con los ordenadores, seguro que accedió para instalar un antivirus o alguna pollada de ésas —comentó despectivo para intentar quitarle importancia.
Amaia asintió sin convicción.
—No quiero hablar de esto ahora.
—Y yo lo entiendo, pero no se enfade con Iriarte, ya sabe lo persuasivos que son los de Asuntos Internos cuando creen haber olisqueado una presa. Está muy preocupado —dijo haciendo un gesto con la barbilla hacia él—. Todos lo estamos —añadió fijándose en Zabalza, que se había sentado y escuchaba silencioso y con el vaso intacto en la mano a un grupo de amigos de Jonan que explicaban con gran tristeza algo que a todas luces parecía muy divertido.
—Amaia —llamó la madre de Jonan. Junto a ella estaba un hombre joven, que reconoció al instante como el de la foto en la cubierta del barco que Jonan tenía en su habitación—. Quiero presentarle a Marc, la pareja de Jonan.
Le tendió la mano y, al mirar su rostro, vio todos los signos del intenso sufrimiento que padecía. Los ojos delataban el llanto reciente, pero no había debilidad en el gesto con el que apretó su mano tras separarse de su suegra y llevársela aparte.
—Marc —habló ella—. No lo sabía, me siento terriblemente avergonzada por ello, pero no sabía que estuvieseis juntos.
Él tomó un par de vasos llenos y le tendió uno.
—No se torture, él era así, muy reservado con sus cosas. Sin embargo, a mí sí que me hablaba de usted.
Ella sonrió.
—¿Me acompañas fuera? —dijo dirigiéndose a la terraza. Tomó su abrigo y salió pisando la nieve, que ya había perdido su textura seca y se deshizo bajo sus pies. Avanzaron hasta la barandilla y durante un minuto se limitaron a mirar las luces de la ciudad y a beber en silencio.
—Nos conocimos en Barcelona hace un año. ¿Sabes que el mes que viene me iba a venir a vivir aquí? Habríamos vivido juntos mucho antes, pero para él quedaba totalmente descartado dejar su trabajo, así que logró convencerme para que lo hiciera yo. Pedí el traslado en mi empresa, que por suerte tiene sucursal aquí… Y ahora —dijo separando los brazos en gesto de desamparo—, yo estoy aquí y él se ha ido.
Sintió la rabia creciendo en su interior, esa clase de rabia que te impulsa a correr, a gritar y a hacer promesas que quizá no puedas cumplir.
—Escúchame, voy a cogerle, cogeré al responsable de esto, te lo juro.
Él apretó los ojos y la boca conteniendo apenas el llanto.
—¿Y qué más da? Eso no va a devolvérmelo.
—No —dijo ella—. No nos lo devolverá.
Y la absoluta certeza de sus palabras la ahogó con el peso de aquella realidad que se negaba a aceptar. Comenzó a llorar lágrimas grandes y rotundas en un caudal imposible de contener, lo sabía, pero aun así intentó hacerlo y sólo consiguió gemir con un llanto que le brotaba desde el estómago haciendo temblar todo su cuerpo. Marc la abrazó llorando con ella de ese modo arrasador y absoluto que te vacía como si te diera la vuelta, dejando todos tus nervios expuestos al aire, reservado para llorar junto a los que sienten el mismo dolor que tú. Estuvieron así, pegados el uno al otro, rotas todas las barreras del decoro, llorando y sosteniéndose mutuamente, unidos por el sentimiento que tiene la propiedad de hermanar y de aislar a los seres humanos como ningún otro.
—Debemos de parecer un par de marineros borrachos —dijo Marc al cabo de un rato.
Ella rió mientras se pasaba una mano por el rostro y, separándose de él, reparaba en que aún tenían los vasos en la mano. Los elevaron en mudo brindis y bebieron.
Él miró de nuevo hacia las luces de la ciudad.
—¿Reconoces esa sensación de darse cuenta, una vez que algo ha sucedido, de que mientras lo vivías no eras consciente del significado de las cosas que ocurrían y, de pronto, cuando todo ha pasado, se te revela haciéndote sentir como un idiota? Como si hubieras ido por el mundo sin percatarte de nada, como descubrir que has pasado bailando por un campo de minas, inconsciente e idiota.
Ella hizo un gesto cómplice.
—Él lo sabía.
—¿Qué sabía? —lo interrogó.
—Que estaba en peligro, no sé si la palabra es ésa, si sospechaba o era plenamente consciente de la amenaza.
—¿Te dijo algo? —Se interesó más.
—No exactamente, pero, como he dicho, cosas que hizo y dijo, que son las que me pasaron desapercibidas, ahora cobran significado. No estoy seguro de si se sentía amenazado hasta este punto, aunque no lo creo, de eso me habría dado cuenta. Además, sus compañeros han dicho que ni siquiera cogió su pistola cuando abrió la puerta, así que el peligro no debía de parecerle inminente; pero de algún modo él presintió que quizá algo podía pasar, y dejó un mensaje para usted.
—¿Para mí? —se sorprendió.
—Bueno, no es un mensaje al uso, pero hace más o menos quince días me dijo que preparaba algo para usted y que, si no podía dárselo él, debería hacerlo yo.
Amaia se quedó sin aliento.
—¡Oh, por Dios!, ¿qué te dio?
Él negó.
—No me dio nada; es a eso a lo que me refería, cosas que en aquel momento no parecían tener sentido y que ahora, de pronto, cobran importancia. Dijo que debería decirle una palabra.
—¿Una palabra? —repitió decepcionada.
—Sí, dijo que usted sabría cómo usarla.
—¿Qué palabra?
—«Ofrenda».
—¿Ofrenda y nada más?
—Ofrenda y su número. Nada más.
—¿Estás seguro? Trata de recordar en qué contexto te lo dijo, de qué estabais hablando. ¿Quizá te contó algo primero?
—No, eso fue lo que me dijo, que tenía algo para usted y que, si no podía dárselo, yo debería recordar esta palabra, «ofrenda», y su número.
Huyó, o por lo menos tuvo esa sensación. Sólo se despidió de Marc y de los padres de Jonan. Aterida y agotada como estaba tras el llanto en la terraza, sintió sin embargo algo parecido a un alivio que, sabía, sería temporal. Antes de salir del piso reparó en el subinspector Zabalza, que seguía sentado en el mismo lugar con el grupo de amigos de Jonan, inmóvil, con el vaso intacto entre las manos y con un leve atisbo de sonrisa en su rostro, relajado de un modo inusual en él. Ni siquiera habían vuelto a cruzar un par de palabras tras su intento de bloquear su entrada en el piso de Jonan. Bajó en el ascensor observando su imagen en el espejo, demasiado iluminado. Los ojos un tanto enrojecidos y nada más; casi deseó unas ojeras como las de Iriarte o el rostro ceniciento de Zabalza. Quería llevar visibles los signos del dolor, quería romperse y dejarse ir por una vez. Se detuvo en el portal a abotonarse el abrigo mientras observaba ambos lados de la calle tratando de ubicarse y decidir en qué dirección caminar. Salió y echó a andar, mirando con desagrado los montones de nieve sucia que comenzaban a fundirse en un lento proceso de agonía acuosa que encharcaba las aceras y que ella odiaba en la ciudad.
En Elizondo, tras el deshielo y la lluvia, el agua sabía adónde ir. Cuando era pequeña, le gustaba salir justo cuando la lluvia cesaba y escuchar el suave rumor del agua goteando desde los aleros de los tejados, deslizándose entre las juntas de los adoquines, resbalando por la superficie empapada de las hojas y las cortezas oscuras de los árboles, volviendo, regresando al río, que como una remota criatura milenaria llamaba a sus hijos a unirse de nuevo al caudal antiguo del que procedían. Las calles empapadas brillaban con la luz que se abría paso entre los claros, arrancando destellos de plata que delataban el movimiento pequeño del agua hacia el río. Pero aquí el agua no tenía madre, no sabía adónde ir, y se derramaba por las calles como sangre vertida.
Observó a los clientes de un bar, que fumaban apelotonados en la puerta, y creyó reconocer entre un grupo que entraba una figura conocida. Oyó entonces su nombre y se volvió sorprendida al reconocer la voz de Markina. El juez avanzaba desde su coche, aparcado frente al portal del que ella acababa de salir. Le había visto un instante mezclado entre la gente en el funeral, pero ahora su aspecto era distinto. Vestía vaqueros y un grueso chaquetón marinero. Pensó que parecía más joven. Detenida en mitad de la acera, esperó a que él llegase a su altura.
—¿Qué hace aquí? —preguntó arrepintiéndose inmediatamente.
—Esperarte.
—¿A mí?
Él asintió.
—Quería hablar contigo y sabía que os reuniríais aquí.
—Podía haberme llamado…
—No quería decirte esto por teléfono —dijo acercándose hasta casi rozarla—. Amaia, lo siento por ti, lo siento por él, sé que teníais una relación especial…
Ella apretó los labios conmovida y apartó la mirada, dirigiéndola a las luces lejanas de la avenida.
—¿Adónde ibas? —preguntó el juez.
—Buscaba un taxi, supongo…
—Yo te llevo —dijo él haciendo un gesto hacia su coche—. ¿Adónde quieres ir?
Ella lo pensó un segundo.
—A tomar una copa.
Él hizo un gesto interrogativo hacia el bar cercano.
—… Pero aquí no —objetó ella recordando al grupo que acababa de entrar. Lo último que le apetecía era mantener conversaciones sociales y contestar con manidas fórmulas de gratitud a otras más manidas aún de condolencia.
—Conozco el lugar perfecto —contestó él accionando la manija de su coche.
La sorpresa debió de reflejarse en su rostro cuando Markina detuvo el vehículo ante el hotel Tres Reyes, en pleno centro de la ciudad.
—No te sorprendas, este hotel tiene un magnífico bar inglés y los mejores gin-tonics de la ciudad, con la ventaja de que sus clientes son, en su mayoría, viajeros de paso y de fuera de Pamplona. Vengo aquí cuando me apetece una copa tranquila y no encontrar a conocidos.
Probablemente tenía razón, en todos los años que hacía que vivía en Pamplona no recordaba haber entrado al lobby del hotel jamás.
—Usted debería saberlo, inspectora. Los bares de los hoteles propician por tradición reuniones de negocios legales y no tanto, y el escenario cinematográfico perfecto para los encuentros discretos.
Ella se dirigió a las altas banquetas de la barra, dando la espalda al resto del local y rechazando de forma instintiva las mesas bajas que se repartían por todo el bar. Estaba lo bastante animado como para pasar desapercibidos entre los clientes y lo suficientemente tranquilo como para que pudieran mantener una conversación por encima del sonido de la música procedente del fondo del local, donde un cuarteto de jazz interpretaba sin estridencias piezas muy conocidas. El barman, que rondaría la cincuentena, colocó ante ellos los posavasos y la carta de gintonics, en la que aparecían una docena de recetas y que ella rechazó sin mirar.
—Creo que seguiré con whisky, es lo que bebían en la reunión en casa de los padres de Jonan —explicó—. No sé siquiera si había otra cosa, una chica muy guapa repartía vasos sin opción a elegir, como en un funeral irlandés.
—Dos whiskies entonces —pidió Markina al barman.
—Macallan —puntualizó ella.
—Excelente elección, señora —respondió educado el hombre—. ¿Sabe que en 2010 una botella de Macallan de sesenta y cuatro años se subastó en Sotheby’s por cuatrocientos sesenta mil dólares?
—Espero que no fuera ésta —bromeó ella mientras observaba el modo ceremonioso con que el barman vertía el whisky en los vasos. Markina los tomó en sus manos y le tendió uno.
—Sigamos entonces con la costumbre irlandesa y brindemos por él.
Ella levantó su vaso y bebió, sintiéndose aliviada y confusa a la vez. Sabía que, en parte, ello se debía a la presencia del juez a su lado y a tener que reconocer que en las últimas horas, sumada a la pesadilla que se había desatado a su alrededor, parte de su tristeza había procedido del hecho de que él estuviese enfadado con ella, del temor a haber perdido el pequeño vínculo que de alguna manera le unía a él, de haberle decepcionado, de no volver a verle sonreír de aquella forma. Él estaba contando que había asistido a un funeral irlandés en una ocasión, hablaba de lo triste y emotivo que había sido ver a toda aquella gente celebrar la vida del difunto, de la antigua tradición de que los funerales durasen tres días porque, según las leyendas locales, si al fallecido le podía quedar un resquicio de vida, si sufría catalepsia o estaba fingiendo su muerte, ésta sería la prueba definitiva, porque ningún irlandés resistiría tres días de bebida, fiesta y amigos disfrutando a su alrededor sin levantarse de su ataúd. Era una bonita historia que escuchó simulando prestar atención, mientras su mirada quedaba atrapada una vez más en el dibujo de sus labios, en la punta de su lengua asomando brevemente para lamer el whisky que quedaba depositado sobre ellos, en la cadencia de su voz, en sus manos rodeando el vaso.
—No te imaginaba bebiendo whisky —observó él.
—Durante la autopsia, mientras esperábamos en el despacho de San Martín, el doctor sacó una botella y tomamos un trago… No sé, nunca había pensado en la tradición de brindar por los muertos, no estaba planeado…, el caso es que lo hicimos, y hoy, en la casa de sus padres, de nuevo whisky. Tiene algo, no sé qué es, con una extraordinaria capacidad sedante que permite mantener la mente clara y el pensamiento coherente, pero sin que duela tanto —dijo bebiendo otro trago y apretando los labios.
—Lo cierto es que no parece gustarte mucho.
Ella sonrió.
—Y no me gusta, pero me gusta cómo me hace sentir, creo que comprendo a los irlandeses y que siempre relacionaré el sabor del whisky con la muerte. Cada uno de estos tragos amargos es como comulgar, dejar que te limpie y te cure por dentro. —Bajó la mirada y quedó en silencio unos segundos. Odiaba la sensación del llanto yendo y viniendo; cuando ya parecía controlada, la angustia crecía como un tsunami y las ganas de llorar casi la ahogaban en su intento de contenerlas.
Sintió la mano de él sobre la suya, y el contacto con su mano fuerte, con su piel cálida, fue una descarga de energía magnética suficiente para erizar los pelos en su nuca, para hacerle recuperar el control. Apartó la mano y disimuló tomando el vaso y apurándolo. Markina hizo un gesto al barman, que se acercó portando la botella de Macallan casi como si llevase a un bebé.
—Todo es muy raro; por ejemplo, estar aquí bebiendo con usted, la última persona con la que habría imaginado acabar bebiendo esta noche —dijo ella cuando el barman se hubo alejado.
—¿Cuándo vas a empezar a tutearme definitivamente?
—Supongo que cuando usted se aclare sobre si soy Salazar, la inspectora o Amaia, la incauta que le pone en ridículo. —El reproche le salió rápido y sin cortapisas; estaba cansada y suponía que un poco borracha, no le quedaba paciencia para tonterías. Sin embargo, al ver el gesto de disgusto en él, se arrepintió de inmediato de haberlo dicho.
—Amaia… Lo siento, imagino que…
—No —dijo cortándole—. Yo lo siento, lo siento mucho. —Le miró a los ojos—. Y no por la jueza francesa ni por su informe de quejas, lo siento por Yolanda Berrueta y lo siento por ti. —Él escuchaba inmóvil, en silencio—. Confiaste en mí, me hablaste de tu madre, y yo como nadie sé cuánto puede llegar a costar eso. Tomé la decisión de acudir a la jueza francesa porque creí sinceramente que podría tener algo. Si no te lo comuniqué no fue porque te considerase débil o demasiado sensibilizado con el tema, aunque es obvio que lo estás.
Él levantó una ceja y sonrió un poco.
Le habría besado en aquel instante.
—Me pediste más, me dijiste que debía traerte algo más sólido, y pensé que lo hallaría en aquella tumba de Ainhoa. Me equivoqué, pero lo cierto es que, y esto me lo hizo ver Jonan Etxaide, la jueza observó indicios suficientes como para emitir la orden, si no, no lo habría hecho.
—Eso es pasado, Amaia —susurró él.
—No, no lo es si sigues creyendo que de forma intencionada pasé sobre ti.
—No lo creo —dijo él.
—¿Estás seguro?
—Completamente —dijo sonriendo de aquel modo. Pensó que era la calma que guardaba el gesto lo que la hechizaba, el modo directo en que la miraba mientras lo hacía, la hermosura perfecta del acto que parecía nuevo en él cada vez y que, sin embargo, ella podía recrear con detalle, y supo que había sido aquello lo que había temido perder, lo que no habría soportado perder. Miró su boca durante un par de segundos y desvió su mirada hacia el vaso, del que bebió preguntándose cuántas veces un trago de whisky sustituye a un beso.
Estaba borracha cuando a las tres cesó la música en el bar y, aun así, fue consciente de que lo estaba. El licor había actuado como un bálsamo aceitoso, cubriendo sus heridas con un tibio manto que le permitía sentir que aquellas bestias furiosas que le mordían el alma ahora dormían sedadas por el mágico poder de dieciocho años en barrica de roble. Era consciente de que sería un alivio pasajero y de que, cuando las bestias despertasen, sería de nuevo insufrible, pero al menos durante unas horas había conseguido quitarse de encima el peso que la ahogaba aplastando sus pulmones e impidiéndole respirar. La música había cesado hacía mucho y con ella se habían marchado la mayoría de los clientes. Habló, sobre todo, de Jonan, permitiéndose pensar en él de un modo dulce, sin la carga de su imagen en el suelo, de sus manos vacías reposando sobre el charco de sangre, de su rostro sin vida. Recordando cómo se habían conocido, cómo había llegado a ganarse su respeto. Casi sonrió recordando su animadversión a tocar cadáveres, sus extraordinarios conocimientos de historia criminal. El llanto regresó y lo contuvo mientras hablaba desinhibida por el alcohol, aunque, aun así, inclinó un poco el rostro para escapar de la mirada del barman, que, discreto conocedor de su oficio, se había apostado en el lugar más alejado de la barra y allí abrillantaba vasos como si se tratase de algo primordial.
Markina la escuchó en silencio asintiendo cuando debía hacerlo, haciendo un nuevo gesto al camarero para que llenase los vasos, que él coleccionaba intactos. Recordaría más tarde el espejo que ocupaba todo el fondo de la barra, la iluminación estratégica que permitía apreciar la variedad ambarina de botellas de licor, el brillo de los vasos alineados, la blancura de la chaquetilla del barman, las notas desordenadas de la música, algunas palabras y los ojos de Markina. Poco a poco la niebla lo cubrió todo y los recuerdos se volvían confusos. Estaban saliendo del bar y volvía a nevar, pero los copos eran pequeños y húmedos, poco más que gotas de lluvia heladas. No, no eran aquellos copos grandes como pétalos de rosas antiguas, aquellos casi irreales que habían caído para detener el mundo. Elevó el rostro hacia la luz de una farola y los vio precipitarse como enjambres furiosos cayendo sobre sus ojos mientras deseaba una nevada capaz de sepultarla, capaz de acabar con su pena. Y, de pronto, las bestias dormidas que vivían de su dolor, para las que la negación ya no era suficiente y tampoco Macallan, con su trampa color caramelo que había parecido calmarlas, ahora, con cuatro copos de nieve, despertaban más feroces y despiadadas que antes.
Markina se detuvo junto al coche y la observó. Miraba caer la nieve y lo hacía como presenciando un evento extraordinario. Había avanzado hasta situarse bajo la luz de una farola y alzaba el rostro, que en el acto quedó empapado de los copos que se deshacían al tocar su piel mientras ella, ajena, miraba al cielo con infinita tristeza. Se acercó muy despacio, dándole tiempo, esperando. Sólo después de unos minutos la instó a subir al coche poniendo una mano sobre su hombro. Amaia se volvió y él pudo ver que, mezclado con el agua de lluvia, había un torrente de lágrimas que surcaban su rostro. Abrió los brazos ofreciéndole el amparo que necesitaba y ella se sepultó en ellos como si fueran el lugar que siempre había estado buscando, rompiendo a llorar desesperada, abandonada, y con todas las reservas rotas mientras él contenía entre sus brazos el dolor que la desgarraba desde dentro con gruesos suspiros que la hacían temblar como si fuese a romperse. La estrechó con fuerza y la dejó llorar, vencida.