36

Jonan Etxaide fue incinerado acompañado tan sólo por su familia, así lo quería él y así lo habían hecho sus padres. Amaia se alegró de no tener que soportar ver su ataúd durante el eterno funeral que ofició el arzobispo de Pamplona frente a toda la corte de autoridades políticas y eclesiásticas de la ciudad, abrumando con sus atenciones a unos padres extraordinariamente enteros y serenos. Cuando la ceremonia terminó y pudo escapar del ambiente viciado del templo, respiró aliviada.

—Inspectora. —Oyó una voz a su espalda. Antes de volverse ya sabía quién era, aquel acento era inconfundible.

—Doctora Takchenko, doctor González. —Se alegró sinceramente de verlos. La mujer le tendió una mano que le transmitió en su apretón toda la fortaleza de su carácter. Él la abrazó mientras musitaba sus condolencias. Amaia se liberó del abrazo asintiendo, nunca sabía qué decir.

—¿Cuándo han llegado? —preguntó intentando sonreír.

—Esta tarde, nos costó un poco porque hay bastante nieve por el camino…

—Sí —dijo pensando en el patio de armas de la fortaleza que albergaba en Aínsa el laboratorio de los doctores. Sin querer, se vio pensando en Jonan y en lo que le fascinaba aquel lugar.

—¿Se quedarán esta noche, supongo…?

—Sí, nos alojamos en el centro. El doctor regresará antes, pero yo tengo que dar una conferencia aquí dentro de un par de días y hemos decidido que nos tomaremos un descanso. Estas cosas hacen pensar —dijo haciendo un gesto que englobaba todo alrededor.

Ella les miró en silencio pensando en lo absurdas que parecían todas las conversaciones en aquel momento, como si fuesen actores que, forzando el papel, recitasen frases sin sentido e inconexas. No quería estar allí, no quería actuar con normalidad, no quería fingir que nada había pasado.

—Llámeme y comemos juntas antes de regresar, ¿le apetece?

—Me apetece mucho —dijo forzando una sonrisa.

La doctora se inclinó hacia ella.

—Parece que alguien más la reclama.

Se volvió hacia la calle y vio un vehículo, a todas luces oficial, detenido al otro lado de la verja del templo; desde el asiento del conductor alguien le hacía señas. Cuando se estaba acercando, el chófer descendió del automóvil y le abrió la puerta trasera. En el interior, el padre Sarasola esperaba. Vencida la sorpresa inicial, levantó una mano para despedirse de los doctores y subió al coche.

—Siento tener que verla en estas circunstancias, inspectora. Es una pérdida lamentable. Le conocí brevemente, pero el subinspector Etxaide me pareció un joven brillante y muy prometedor.

—Lo era —contestó ella.

—¿Le apetece acompañarme en un corto paseo?

Ella asintió y el vehículo se puso en marcha. Permanecieron silenciosos mientras el chófer maniobraba por las estrechas calles del casco viejo, en las que los asistentes al funeral se mezclaban con los txikiteros de cada tarde. La pregunta de Sarasola le sorprendió.

—¿Podría decirme qué circunstancias han rodeado la muerte del subinspector Etxaide?

Lo pensó. Los hechos habían aparecido en la prensa, pero, proveniente de un hombre que se distinguía por conocer en todo momento lo que ocurría en aquella ciudad, la pregunta tenía más fondo.

—Podría, si usted me dice primero por qué tiene tanto interés en los detalles. La noticia es pública, y me consta que usted tiene cumplida información de todo lo que acontece en Pamplona.

Él hizo un gesto afirmativo.

—Por supuesto, he leído la prensa y tengo la opinión de algunos «amigos», pero quiero saber qué piensa usted. ¿Quién ha matado al subinspector Etxaide y por qué?

El interés de Sarasola suscitaba el suyo propio, aunque no estaba dispuesta a compartir información con él sin antes conocer sus cartas. Desvió la mirada y contestó evasiva:

—Todo ha sucedido muy rápido, la investigación aún está abierta a todo tipo de hipótesis, y seguramente también sabrá que es otro equipo el que lleva el caso.

Él sonrió condescendiente.

—Oficialmente.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.

—Quiero decir, inspectora, que no me creo que se haya retirado de la investigación más allá de donde establece la mera apariencia.

—Pues créame, padre, si le digo que no sé por dónde empezar.

El coche avanzaba por una de las avenidas arboladas que rodeaban el campus universitario. A diferencia del centro de la ciudad, la nieve allí se veía intacta, como si acabase de caer. Sarasola golpeó con los dedos el asiento del conductor, y éste hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, detuvo el vehículo unos metros más adelante, bajó del coche se puso un abrigo y encendió un cigarrillo, que fumó con fruición mientras se alejaba. Sarasola se ladeó en su asiento para mirarla de frente.

—¿Cree que la muerte del subinspector Etxaide guarda relación con la investigación que llevaban a cabo?

—¿Se refiere al caso Esparza? Como sabrá, el sospechoso se suicidó en prisión; luego intentamos un avance por otra línea pero no resultó.

Sarasola asintió mientras Amaia suponía que también le habrían llegado noticias del infortunio de sus pasos en Ainhoa.

—Inspectora, sé que no puede revelarme aspectos de la investigación, pero no me subestime; ambos sabemos que lo llamativo en este caso no residía en Valentín Esparza, sino en su relación con el doctor Berasategui.

—Hasta donde conocemos la relación fue circunstancial, un testigo ha declarado que participó en reuniones de terapia del duelo que Berasategui impartía como parte de un voluntariado. Ni siquiera hay constancia en los documentos que le incautamos al doctor.

Sarasola suspiró juntando las manos como si fuese a rezar.

—No los tiene todos.

Ella abrió la boca, incrédula.

—¿Me está diciendo que ocultaron datos y desviaron informes que podían ser relevantes para la investigación?

—Me temo que no soy el responsable de esto, inspectora. Hay autoridades a las que debo someterme.

Ella le miraba anonadada.

—Negaré esta conversación si se le ocurre hacerla pública, pero el fallecimiento del subinspector Etxaide me ha hecho pensar que quizá deba conocer esos detalles.

—Asesinato —dijo ella con rabia—. El subinspector Etxaide no ha fallecido, ha sido asesinado. ¿Y quién se cree para decidir qué información es pertinente que conozcamos en la investigación de un crimen?

—Cálmese, inspectora; soy su amigo, aunque le cueste creerlo, y si estoy aquí es para ayudarla.

Ella apretó los labios conteniéndose y esperó.

—El doctor Berasategui guardaba en la clínica un minucioso fichero cifrado de todos y cada uno de los casos en los que había trabajado o trataba tanto en la clínica como en su actividad privada, incluido el caso Esparza.

—¿Dónde están? ¿Los tiene usted?

—No los tengo. Cuando el doctor Berasategui fue detenido por estar implicado en la liberación de Rosario y en los crímenes conocidos como del Tarttalo, las más altas autoridades vaticanas se interesaron por el asunto. Como ya le expliqué en otra ocasión, el ejercicio de la psiquiatría es a menudo vehículo para hallar casos en los que se da ese matiz especial que nos preocupa y que la Iglesia se ha dedicado a perseguir desde su fundación.

—El matiz del mal —dijo ella.

Él arqueó las cejas y la miró fijamente.

—El doctor Berasategui había realizado importantes avances en este campo que, no obstante, nos mantuvo ocultos. Cuando el caso explotó, se procedió a la revisión de sus ficheros, que las autoridades vaticanas separaron del resto por entender que no tenían interés para la investigación policial y, sin embargo, eran de una naturaleza perturbadora y difícil de asimilar para el gran público. Por seguridad fueron trasladados a Roma.

—¿Se da cuenta de que robaron pruebas de un caso?

Él negó.

—La autoridad eclesiástica está por encima de la policial en estos asuntos. Créame, no puede hacer nada al respecto, salieron del país en valija diplomática.

—¿Y por qué me lo cuenta ahora?

Sarasola dirigió una larga mirada al exterior antes de regresar a sus ojos.

—Le he dado muchas vueltas al asunto antes de decidirme a hablar con usted, y si lo he hecho es debido a la naturaleza de la consulta que me realizó en su última visita a la clínica.

—¿Sobre Inguma?

—Sobre Inguma, inspectora. —Hizo una pausa y se tocó los labios con la punta de los dedos, como si dudase entre dejar salir lo que iba a decir o contenerlo dentro—. ¿Conoce el hecho de que en los últimos meses el Vaticano ha nombrado a ocho nuevos exorcistas autorizados para ejercer su labor en España? No es casual, con el Vaticano nada lo es. Desde hace tiempo venimos preocupándonos por la proliferación de grupos y sectas que actúan en todo el territorio. En este momento, en el país hay activos sesenta y ocho. Un llamado grupo A engloba colectivos que no dañan ni física ni económicamente a sus practicantes, pero una buena parte de ellos pertenecería a los grupos B y C, que causan daños económicos, psíquicos y físicos, violencia, prostitución forzada, fabricación y venta de armas, drogas, tráfico de niños y de mujeres convertidas en esclavas. Y por último el grupo D, con las peores características de los grupos B y C, lo constituyen sectas satánicas que se inclinan hacia el extremo máximo de violencia, llegando al asesinato, pero no como negocio, sino como ofrenda o sacrificio al mal. Algunos de estos falsos profetas llegaron con la inmigración trayendo sus prácticas de vudú, santería y otros ritos desde sus países de origen; otros grupos surgieron al calor, o debería decir al frío, de la crisis económica y de valores, en la que algunos han visto una provechosa mina en la que nutrirse de la desesperación y el deseo de medrar de mucha gente. No se nos escapa la responsabilidad de la Iglesia, que en los últimos tiempos no ha sabido adaptarse a las exigencias de sus feligreses, que han salido en desbandada; no hay más que entrar en un templo en una ciudad cualquiera entre semana para comprobarlo. La mayoría de la población se declara laica, agnóstica e incluso atea. Nada más alejado de la verdad. El ser humano busca a Dios desde el principio de los tiempos, porque hacerlo es buscarse a sí mismo y el hombre no puede renunciar a su propia naturaleza espiritual; por más que grite a los cuatro vientos lo contrario, tarde o temprano seguirá un dogma, una doctrina, una regla existencial perfecta que le dará la pauta de vida, la fórmula de la plenitud y la protección frente al abismo del universo y al vacío de la muerte. Da igual, ateos, santeros, consumistas irredentos, seguidores de cualquier creencia o moda, todos los seres humanos ansían lo mismo, vivir una vida de perfección y equilibrio. De un modo u otro buscan una suerte de santidad, buscan la protección, la fórmula para defenderse de los peligros del mundo. La mayoría pasa por la vida sin hacer daño a nadie, pero a veces esa búsqueda lleva a caer en manos del mal. Las sectas ofrecen cura para las enfermedades incurables, fórmulas para atraer el trabajo, ganancias a los negocios y los hogares, protección frente a los enemigos reales o imaginarios, y además sin los impedimentos y reglas que impone la Iglesia. Está bien codiciar, envidiar, poseer a cualquier precio, dar rienda a la gula, la ira, la venganza, un parque temático para los más bajos instintos.

Ella asintió perdiendo la paciencia.

—Le escucho, padre, pero ¿qué tiene que ver todo esto con el asesinato del subinspector Etxaide?

Él lo pensó bien antes de responder.

—Puede que nada, pero un reputado psiquiatra de mi equipo clínico resultó ser el inductor de una serie de horribles crímenes; además, estuvo implicado en el traslado a nuestro centro de su madre y en su posterior fuga, unido a lo que evidentemente tenía intención de llevar a cabo en aquella cueva con su hijo. Berasategui planeó y ejecutó sus planes en un larguísimo período de tiempo. Tengo entendido que los primeros crímenes del tarttalo datan de diez años atrás. Entonces debía de estar recién salido de la universidad.

Amaia siguió las explicaciones del padre Sarasola con creciente atención.

—Si tenemos en cuenta que usted se presentó en mi consulta preguntando por un demonio que mata a los durmientes y que Berasategui tuvo relación con Esparza, que posteriormente asesinó a su hija, y con su madre, que pretendía hacer lo mismo con su hijo, y si además uno de los policías que lo investiga es asesinado, tengo, por fuerza, que alarmarme.

Ella pensó en la tumba vacía de su hermana y, por un instante, hasta dudó entre contárselo a Sarasola o no.

—Padre Sarasola, ¿por qué tengo la sensación de que, a pesar de todo lo que me ha dicho, aún no me ha dicho nada?

Él la miró con admiración.

—Navarra es importante, ¿sabe? Siempre lo ha sido. Tierra de santos y columna de la Iglesia, pero también, y quizá por eso mismo, la presencia del mal a través de los siglos ha sido una constante, y no me refiero a los procesos inquisitoriales, a comadronas y herboleras, sino a los horribles crímenes que inspiraron durante siglos las leyendas que han llegado hasta nuestros tiempos. La brujería y las prácticas satánicas que incluían sacrificios humanos no son cosa del pasado. Hace tres años, un hombre se presentó en una comisaría de Madrid junto a su abogado para confesar que el remordimiento no le dejaba vivir. En 1979 se había establecido junto con un grupo bastante numeroso en un caserío de la localidad navarra de Lesaka.

La mención de Lesaka consiguió captar toda la atención de Amaia, mientras a su mente acudía el recuerdo de su primera conversación con Elena Ochoa.

—El grupo estaba regentado por un dirigente, un hombre que se presentaba a sí mismo como psicólogo o psiquiatra y que no vivía en la misma casa, pero que les visitaba con asiduidad. Según sus declaraciones, el grupo practicaba la brujería tradicional invocando a las entidades ancestrales, y en el transcurso de sus ceremonias y aquelarres, como él mismo los llamó, procedían al sacrificio de distintos animales, corderos y gallos principalmente, así como a la práctica de orgías y rituales en los que se cubrían de sangre o la ingerían. Al cabo de los meses, una de las parejas que formaban el grupo tuvo un bebé. Según el denunciante, ambos lo ofrecieron al grupo como máximo sacrificio. La niña tenía apenas unos días cuando fue asesinada en un ritual satánico como ofrenda al mal. El testigo relató con detalle el modo en que le arrebataron la vida, en una horrible ceremonia en la que se cometieron aberraciones de todo tipo. Pocos meses después, el grupo se desintegró dispersándose por todo el país. Entre los imputados hay abogados, médicos y un educador, y muchos de ellos son padres. El caso se lleva en un juzgado de Pamplona.

—No —negó ella—. Eso es imposible, conozco todos los casos de homicidio abiertos en esta ciudad.

—El juez que lo lleva decretó el secreto de sumario y, como le digo, la denuncia se hizo en Madrid, ante otro cuerpo de policía. Si se trasladó a Pamplona es porque el presunto delito se cometió en Navarra, y el responsable del juzgado tuvo el buen criterio de decretar el secreto de sumario inmediatamente, debido a la naturaleza delicada del asunto y a la alarma social que generaría, así como por el daño que una acusación de ese tipo que aún no ha sido probada podría causar en los implicados, pero sobre todo por seguridad. El hombre que denunció el caso vive oculto y bajo protección policial y eclesiástica.

Amaia escuchaba asombrada sintiéndose absolutamente idiota ante aquel hombre que, sin pertenecer a un cuerpo de seguridad, sabía más de un caso de homicidio que ella misma. Se fueron sucediendo las imágenes de una niña vestida con harapos que apenas daba sus primeros pasos cruzando el prado que separaba Argi Beltz de Lau Haizeta; su propia madre saliendo de madrugada para acudir a aquellos encuentros; su amatxi Juanita llorando mientras le cantaba; los certificados de defunción amañados por la enfermera Hidalgo y su sonrisa torcida; la tumba vacía de su hermana, y la suave y oscura pelusilla que asomaba de aquella mochila en el suelo; el cadáver de Elena Ochoa en un charco de sangre, las cáscaras de nuez y el aroma de la muerte que desprendía el cuerpo caliente.

—¿Hallaron el cuerpo? —preguntó en un susurro.

—No, el testigo no sabe qué pasó con él, duda de si acabó enterrada en el bosque o en otro lugar. Sólo sabe que se la llevaron.

Hizo un esfuerzo por esquivar las imágenes que, como proyectadas por una moviola, se repetían una y otra vez en su cabeza, y miró a Sarasola intentando poner orden en su mente.

—Conozco una historia casi idéntica, con la diferencia de que ésta se produjo en un caserío de Baztán. Los padres prepararon mejor su coartada y nunca han sido investigados por ello.

Sarasola la miró paciente mientras asentía.

—Sí, en el caserío donde el doctor Berasategui impartía sus terapias de ayuda en el duelo; también era una niña y ocurrió en el año…

—En el año en que yo nací —terminó ella.