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Ambas se habían levantado temprano: Amaia para aprovechar cada instante con Ibai; Engrasi para observarla. La había visto ir y venir por la casa con el niño en brazos y cantando muy bajito retazos de canciones que apenas pudo distinguir, pero que se adivinaban infinitamente tristes quizá por el gesto laxo con el que sujetaba al niño; la suave voz, casi infantil, con la que susurraba; el rostro, pálido, como lavado por el llanto y en el que los gestos eran muy breves, como si la máscara del dolor hubiera inmovilizado sus facciones privándole para siempre de la sonrisa. Cuando a mediodía cargaron el equipaje en el coche para llevarles al aeropuerto, Engrasi se apostó en la entrada de la casa mirándoles apesadumbrada. Amaia la tomó de la mano y la condujo a la cocina.

—¿Qué te pasa, tía?

Engrasi se encogió de hombros, y a Amaia su gesto le pareció frágil y adorable.

—Dímelo.

—No me hagas caso, cariño, supongo que me he acostumbrado a teneros aquí, y unido a que los acontecimientos de los últimos días no ayudan a la tranquilidad, veros partir me rompe el corazón.

Amaia la abrazó apoyando el rostro sobre su cabeza y la besó en el blanco cabello.

—Tengo miedo, Amaia, ya sé que no debería decirte esto, pero tengo mal pálpito al veros salir de mi casa, como si no fuerais a regresar más.

—Tía, que no te oiga James. Tiene que coger un avión y sabes que se fía de tus corazonadas.

—No tiene nada que ver con eso —dijo apartándose de su sobrina.

—¿Entonces?

—Tiene que ver contigo, todo tiene que ver contigo, todo es por ti.

Amaia la miró sonriendo con ternura; no era la primera vez, y seguramente no sería la última, que la tía le daba aquel sermón, el mismo que tendrían que escuchar todos los policías de sus maridos, esposas, madres, hijos… La muerte de Jonan lo cambiaba todo.

—Tendré cuidado, tía, siempre lo tengo. Te aseguro que no va a pasarme nada malo. Confía en mí.

Engrasi asintió fingiendo convicción.

—Claro, ve, te están esperando.

Cargar el equipaje en el coche, conducir hasta el aeropuerto, aparcar en la terminal y acompañarles a facturar, actos comunes, inercia de la propia vida que se detuvo bruscamente cuando, ante el acceso al control de seguridad, besó por enésima vez a Ibai y se lo entregó a James. Se iban. Se abrazó a James y lo besó casi desesperada mientras comprendía que no iba a poder soportar su ausencia. En un acto irreflexivo le rogó:

—No te vayas.

Él la miró sorprendido.

—Cariño…

—No te vayas, James, quédate conmigo.

Él blandió los billetes ante ella como inevitables exigencias.

—No puedo, Amaia, ven tú, ven con nosotros.

Enterró el rostro en su pecho.

—No puedo, no puedo —gimió, y apartándose bruscamente de él añadió—. Lo siento, no sé por qué he dicho eso, es sólo que se me hace tan duro.

Él la abrazó y permanecieron así, en silencio, durante varios minutos, hasta que la megafonía avisó del vuelo. Después, él se mezcló entre los viajeros que avanzaban hacia el control y ella continuó allí en pie, hasta que los perdió de vista.

La capilla ardiente se había instalado en la comisaría de Beloso. Todas las autoridades de la ciudad y del Ministerio de Interior pasarían por allí antes del funeral en la catedral. Vestida con su uniforme de gala, Amaia hizo una guardia junto al féretro cerrado y cubierto por la bandera de Navarra, que apenas dejaba ver la madera del oscuro ataúd, que encontró absurdamente brillante. Desde donde estaba vio entrar a los padres de Jonan, a los que sólo conocía de verles un par de veces el día de la Policía. Saludos de las autoridades, pésames de los compañeros y el opresivo ambiente de susurros y roces, que le resultó insoportable. Cuando fue relevada se acercó a ellos, que en ese momento hablaban con un secretario del ministerio. La madre se dirigió a ella tomando entre sus manos las suyas cubiertas con los guantes negros del uniforme y durante unos segundos no dijo nada, se quedó en silencio mirándola mientras sentía cómo sus ojos se llenaban con las densas y cegadoras lágrimas del dolor reconocido en otro que sufre tanto como tú. Después se acercó un poco más y la besó en ambas mejillas.

—Cuando acabe el funeral, nos reuniremos en casa con un pequeño grupo de amigos. Me gustaría que viniera, sin uniforme —añadió.

—Por supuesto —contestó ella. Se soltó de sus manos y salió del forzado ambiente del velatorio. El teléfono había vibrado en su bolsillo persistentemente en los últimos minutos; leyó el mensaje y subió al área de investigación criminal buscando el cubículo de Clemos.

—Buenas tardes —dijo lo suficientemente alto como para forzar a todo el grupo a contestar.

—Buenas tardes, jefa —dijo Clemos poniéndose en pie—. ¿Quiere acompañarme? —añadió indicándole un despacho cerrado—. Garrues, venga con nosotros, por favor —pidió a otro policía.

El despacho era pequeño y no había sido ventilado en las últimas horas; en su interior les esperaban dos policías de Asuntos Internos que ya conocía. Les saludó y rechazó sentarse ante Clemos, que se había instalado en el sillón tras la mesa, percatándose del chapucero intento del inspector de devolverle la jugada de su encuentro del día anterior en el despacho de San Martín; en esta ocasión, quiso ser él quien dominase la situación tras la mesa, pero cometió el error de darle a ella la opción de elegir y olvidó que es quien elige su posición en un espacio cerrado quien controla el contexto.

Esperó en silencio mirándolo fijamente.

—Hemos hecho un descubrimiento que ahora esperamos que usted nos confirme si tiene importancia o no —dijo haciendo un gesto hacia el policía al que había pedido que les acompañase—. Garrues es el especialista informático que ha revisado el ordenador del subinspector Etxaide procedente de la comisaría de Elizondo. Nos consta que el subinspector era un más que decente experto en informática, así que imaginamos que no sería raro que en más de una ocasión recurriese a él para asuntos de esta índole.

—Constantemente —admitió ella.

Clemos sonrió, y eso no le gustó nada.

—¿Sabe en qué consiste la administración remota o VPN?

—Creo que es una herramienta o aplicación que permite que el técnico de una red informática pueda acceder a otro ordenador para solucionar problemas sin asistir personalmente.

—¿En alguna ocasión pidió al subinspector Etxaide que le asistiese de este modo para solucionar quizá algún problema de su equipo?

—No, nunca… Bueno, en una ocasión le pedí que crease una cuenta de correo, pero lo hizo en persona. Yo cambié la clave después, como él mismo me aconsejó.

El informático asintió satisfecho.

—Jefa, hemos detectado que el subinspector Etxaide accedió a su equipo de modo remoto hasta en veinte ocasiones en el último mes.

—No puede ser —dijo incrédula.

—Lo hemos comprobado: accedió mediante una conexión remota team viewer a su correo, a algunas de las carpetas donde lo almacena, incluso copió algunos archivos. Lo más llamativo del procedimiento es que tuvo que hacerlo desde la propia comisaría, porque, para que la herramienta funcione, ambos ordenadores, el del administrador y el del administrado, deben estar encendidos y la tutela debe aceptarse desde el equipo administrado mediante la introducción de una clave. Así que la pregunta es obvia: ¿tenía el subinspector Etxaide acceso diario a su equipo?

—Por supuesto que sí, el subinspector era mi ayudante, a menudo trabajaba en mi despacho… pero nunca le vi tocarlo.

Los policías de Asuntos Internos, que hasta aquel momento habían permanecido en silencio, se miraron e hicieron un gesto a Clemos y al informático para que abandonasen el despacho. Cuando la puerta se hubo cerrado, la invitaron a sentarse. Ella rehusó de nuevo.

—Inspectora, hemos sabido que hace unos días hubo un incidente relativo a un registro en el que todo apuntaba a que la persona objeto del mismo había tenido previo conocimiento de que se produciría.

Ella abrió la boca, pero no dijo nada.

—Hemos sabido también que usted sospechó desde el principio que un miembro de la comisaría de Elizondo, y más concretamente de su equipo, era el responsable de haber avisado a la persona en cuestión.

—Sí —admitió—. Es una teoría que barajé en el primer momento y que descarté cuando la analicé mejor. Confío en todos los miembros de mi equipo.

—No lo dudamos, pero el caso es que la orden —dijo el primero sacando una copia de la misma— se centraba en concreto en un fichero que fue destruido durante lo que la responsable llamó una acción de limpieza, antes del amanecer, y en la que ardió única y exclusivamente ese fichero. No se lo reprocho, inspectora. Yo también sospecharía.

—Y admito que lo hice, pero no sé qué tiene que ver esto con el subinspector Etxaide.

—Él accedió a su correo la noche previa y aquella misma mañana.

Ella se mordió el labio inferior conteniéndose.

—Por lo tanto, él conocía esa información —apuntó el policía.

—Mire, no sé por qué razón accedió el subinspector a mi equipo, pero seguro que hay una explicación. ¿Hay algún modo de que pudiera ser algo accidental? Puede que lo hiciera para dejar algún tipo de archivo en mi ordenador.

—El informático ya le ha explicado que para llevar a cabo esta operación es necesario instalar una aplicación en el ordenador que va a ser manejado y autorizar mediante un procedimiento evidente la visita temporal del administrador remoto; no hay modo de que sea accidental.

—Quizá quiso hacerme llegar algún tipo de archivo, a veces cuando las fotos tenían mucho peso no me las podía descargar, puede ser eso —explicó a la desesperada—. Tenía pendiente el envío de unas ampliaciones que quizá…

El de Asuntos Internos negaba.

—Es conmovedora su lealtad a sus hombres, pero lo siento mucho, jefa Salazar, el hecho es que el subinspector Etxaide accedió remotamente a su ordenador hasta en veinte ocasiones sólo en el último mes y que jamás le informó. ¿O lo hizo?

Ella negó.

—No, no lo hizo.