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Le llevó casi dos horas el recorrido para llegar a Elizondo, que normalmente hacía en cincuenta minutos. Las quitanieves y los camiones de riego habían arrojado sobre la calzada su mezcla salobre, que crepitaba en los bajos del coche como una lluvia que brotase desde el suelo. Había dejado de nevar, pero el frío de la noche mantenía incólumes los montones de los lados, y la habitual y tenebrosa oscuridad del monte había sido sustituida por un refulgir anaranjado que la luz de la luna arrancaba al elemento y que confería al paisaje un halo de irrealidad comparable a la superficie de un planeta desconocido. El teléfono sonó a través de los altavoces del coche y en la pantalla apareció un número que identificó como desde el que Dupree le había llamado la última vez. Descolgó antes de que se cortase y buscó un lugar en el que detener el coche. Puso las luces de emergencia y contestó.

—Aloisius.

—¿Ya es de noche en Baztán, inspectora?

—Hoy más que nunca —respondió.

—Lo siento mucho, Amaia.

—Gracias, Aloisius, ¿cómo lo ha sabido?

—Un policía muerto en España es una noticia que vuela en los teletipos…

—Pero creía que tu…

—No crea lo que dicen, inspectora. ¿Cómo está?

Ella dejó salir todo el aire de sus pulmones.

—Perdida.

—No es cierto, sólo está asustada. Es normal, aún no ha tenido tiempo para pensar, pero lo hará, no puede evitarlo, y entonces encontrará la senda de nuevo.

—No sé ni por dónde empezar, todo se desmorona a mi alrededor. No entiendo nada.

—Para qué pensarlo, Salazar. Después de su experiencia en la vida y en la investigación, ¿no creerá que las cosas pasan porque sí?

—No lo sé, no encuentro un patrón en este caos. No veo nada —sollozó sintiendo que las lágrimas corrían por su rostro—, y lo de Jonan es tan… Aún no puedo creerlo, y quiere que le encuentre significado.

—Piense.

—No hago otra cosa, y no encuentro respuestas.

—Las tendrá cuando haga las preguntas adecuadas.

—Oh, Aloisius, por el amor de Dios, lo último que necesito ahora son consejos de maestro ninja… Dígame algo que me sirva.

—Ya le advertí. Alguien que estaba cerca no era en absoluto lo que parecía.

—¿Y quién es?

—Eso debe decírmelo usted.

—¿Y cómo, si estoy ciega?

—Acaba de responderse. No ve, Salazar, pero sólo está ciega porque no quiere ver. Tome perspectiva. Vuelva al inicio. Reset, inspectora, desde el principio. Está olvidando de dónde parte todo esto.

Ella resopló agotada.

—¿Va a ayudarme?

—¿No lo hago siempre?

Ella quedó en silencio escuchando.

—El demonio que cabalga sobre ti, un mort sur vous —dijo él.

—Aloisius, el caso se cerró cuando el padre de la niña se suicidó en la cárcel. La esposa hizo una declaración que lo implicaba sin lugar a dudas, pero ya no hay caso —explicó, omitiendo lo relativo a la historia que Yolanda Berrueta le había contado y a lo ocurrido en Ainhoa.

—Como usted diga, inspectora.

—Aloisius, gracias.

—Procure dormir bien, mañana será otro día.

El equipaje, preparado junto a la puerta, la desconcertó de un modo que no esperaba. Ver las maletas de James e Ibai listas para el día siguiente le produjo una enorme sensación de pérdida.

James, la tía y Ros esperaban levantados. Abrazos, manos que tomaron las suyas y tristeza auténtica de aquellos que la amaban y se dolían por ella. No explicó nada, no contó nada; llevaba toda la tarde reviviendo el horror y ahora, de pronto, se había quedado como vacía. Era consciente de que la trampa de la negación, que ya había experimentado aun teniendo el cuerpo de Jonan ante ella, volvía a funcionar imposibilitándola visualizar el rostro muerto de su amigo, su cadáver tirado en el suelo. En sus recuerdos, tan sólo niebla y luz cegadora que le impedían reconocer la verdad, que estaba muerto, que Jonan había muerto. Era capaz de plantearlo, pero su cerebro no lo creía, y estaba demasiado cansada para imponerse ante la cruel verdad, así que se dejó caer, casi se arrojó en la trampa, que era piadosa, que dolía menos, y mientras escuchaba hablar a su familia pudo evadirse por primera vez en todo el día del dolor y pensar en otra cosa. Antes de acostarse, llamó al hospital Saint Collette. Yolanda Berrueta estaba fuera de peligro y había sido trasladada a planta.

James llevaba horas despierto escuchando la suave respiración de Ibai y mirando a su esposa, que dormía a su lado agotada. Ni el sueño, que necesitaba tanto y que tan profundamente la había atrapado, era capaz de borrar del todo el dolor de su rostro. En varias ocasiones la oyó gemir y llorar; en cada una puso la mano sobre su mejilla para consolarla desde lejos mientras pensaba que con ella todo era así. Estar a su lado suponía aceptar que las cosas siempre serían así, que vivían en dos mundos paralelos en los que, cuando ella dormía, él estaba despierto y, cuando él soñaba, ella vigilaba. Un mundo en el que no podían llegar a tocarse jamás, y sus caricias, sus palabras, su amor debía dárselo así, desde lejos, amándola con todas sus fuerzas y sabiendo que ella apenas lo percibía como un leve roce que se producía en su sueño. Una lágrima le resbaló por la mejilla y, conmovido, se inclinó sobre ella y depositó sobre sus labios un beso pequeño. Ella abrió los ojos de pronto y sonrió al verle.

—¡Oh, amor! —Y estiró los brazos rodeándole el cuello y ganándoselo, otra vez.