Ojalá se parase el mundo. Pero cuando alguien a quien quieres muere, el mundo no se para. Había escuchado y leído la expresión muchas veces, y ese día deseó que fuera cierta, lo deseó con la misma fuerza con que se desea que exista Dios, o el amor verdadero, porque si no es así… La muerte le había enseñado la primera lección cuando era muy pequeña y perdió a su amatxi Juanita, con la muerte de su padre cuando era una adolescente y hasta con la que pudo ser su propia muerte. Cuando alguien a quien quieres muere, el mundo no se detiene, pero se reconfigura a tu alrededor como si el eje del planeta se hubiese torcido un poco, de un modo imperceptible para los demás y que, sin embargo, a ti te dota de una clarividencia que te permite percibir aspectos de la realidad que nunca imaginaste, transformándote de pronto de espectador a tramoyista, concediéndote el dudoso honor de ver la obra desde la parte oculta del escenario, la parte reservada a los que no participan. Ahí están los hilos, los nudos y las andas que mueven el decorado, y descubres de pronto que desde cerca se percibe irreal, polvoriento y gris. El maquillaje de los actores es exagerado, y sus voces forzadas están dirigidas por un apuntador aburrido que recita una obra en la que ya no tienes un papel. Cuando alguien que quieres muere, él pasa a ser el protagonista de una función en la que tú estás invitado y de la que no te sabes el texto, porque aunque Jonan Etxaide había sido asesinado y yacería pronto sobre la mesa de San Martín, la influencia de su ausencia dominaría los días siguientes con tanta fuerza como si estuviese vivo y dirigiera aquella obra.
Le dolían las piernas, la espalda, la cabeza. Sentada en la sala de espera del Instituto Navarro de Medicina Legal, pensaba en la multitud de ocasiones en las que había visto pasar a los familiares de las víctimas esperando, como ahora lo hacía ella. Recorrió la sala con la mirada, estudiando los gestos de sus compañeros, que se habían sentado juntos y susurraban con aquel tono reservado para los velatorios y que le hizo pensar en las mujeres reunidas en el caserío de los Ballarena. Se puso en pie y caminó hasta la ventana. Los copos grandes y secos habían blanqueado la calle amortiguando los sonidos de la ciudad, que parecía sorpresivamente detenida por la fuerza de la nevada. Pensó entonces que Elizondo estaría precioso, y más que nada en el mundo deseó volver a casa. Montes se colocó silencioso a su lado y con gesto de disculpa le tendió un vaso de papel lleno de café. Ella lo tomó de sus manos.
—Usted sabía que estaba muerto cuando me llamó.
Montes lo pensó un momento y asintió. Pudo haberlo negado, pero sólo habría conseguido dejar como un imbécil a Zabalza.
—Sí, Zabalza me lo dijo, asumo mi responsabilidad. —Ella no contestó, se volvió hacia la ventana sosteniendo el vaso de café entre las manos heladas.
Josune llevaba dos años como ayudante del doctor San Martín, y en ese tiempo ya se había acostumbrado a la cara de extrañeza cuando explicaba a sus amigos que se lo pasaba bien en el trabajo, que su jefe era un tipo divertido y que disfrutaba realmente con lo que hacía. Hoy no era de esos días. Hacía ya rato que tenía dispuesto el instrumental, las cámaras, los focos, todo lo que San Martín podía necesitar. No había estudiantes y sobre la mesa se encontraba el cuerpo de aquel policía que no soportaba las autopsias. Apartó la sábana que lo cubría y observó entristecida su rostro, tan joven, sus labios entreabiertos, los cabellos castaños apelmazados de sangre y el cráneo grotescamente abultado en el lugar por el que la bala había salido.
Él siempre se quedaba al fondo, nunca se acercaba hasta la mesa y jamás tocaba los cuerpos. El doctor San Martín solía bromear sobre eso cuando se iba, pero sabía que a su jefe le gustaba el subinspector Etxaide; apreciaba su inteligencia y su sensibilidad. No hacía falta tocar un cuerpo para ser analista; el candor de sus reservas hacia los cadáveres no le limitaba como investigador, y había observado en más de una ocasión el gesto satisfecho de San Martín cuando ejercía de profesor y Etxaide respondía.
Cediendo a un impulso, extendió la mano y acarició dulcemente la mejilla del joven. Imaginó que a ella también le gustaba un poco… Volvió a cubrir el cuerpo y esperó a San Martín.
El doctor San Martín consultó de nuevo su reloj, sentado en el enorme despacho que no utilizaba más que como sala de exposiciones para su colección de bronces. Aquel despacho era un espacio absurdo de maderas nobles y pesados muebles que ocupaba una parte desproporcionada de la segunda planta del edificio y que había heredado de su predecesor, sin duda un tipo refinado y ostentoso que incluso se había hecho instalar, disimulado entre los paneles de la pared, un completo mueble bar, que, en otros tiempos, imaginó, estaría repleto de caras botellas de licor. Él sólo tenía una de whisky Macallan, aún con el precinto puesto. Lo arrancó y vertió un poco del oloroso brebaje en uno de los espléndidos vasos tallados y también heredados. Sorbió un pequeño trago que le abrasó la garganta y que recibió agradecido; apuró el vaso y se sirvió otra generosa copa antes de cerrar la botella y regresar al cómodo sillón que había tras la mesa, mientras observaba cómo el leve temblor de sus manos comenzaba a remitir. Había tomado la decisión adecuada, no era la primera vez en su carrera en la que objetaba llevar a cabo una autopsia. Solía evitar los bebés, los recién nacidos, los niños muy pequeños; sus manos se le antojaban enormes manipulando los diminutos órganos de los infantes; con ellos se sentía torpe y brutal, y por más que lo evitaba, no podía dejar de ver en sus rostros gestos minúsculos que se quedaban grabados en su mente durante días, así que ya hacía tiempo que derivaba aquellas operaciones a alguno de sus colegas, que sin ningún tipo de remilgo las aceptaban encantados. Nunca le había ocurrido con un adulto, nunca antes, y no se había dado cuenta hasta que el dolor de Salazar se lo había hecho notar. Tenía razón, hay cosas que un hombre debe hacer y hay otras que un hombre no debe hacer jamás.
El antiguo teléfono de baquelita que reposaba sobre la mesa emitió un desagradable sonido. San Martín levantó el auricular y escuchó.
—La doctora Maite Hernández está aquí, doctor.
—Está bien, enseguida bajo.
Todo el calor que había conseguido arrancarle al menesteroso vaso de café se esfumó mientras hablaba por teléfono en la entrada. Lo había preferido para huir de las atentas miradas de sus compañeros y los integrantes del grupo dos de Homicidios, que esperaban en la misma sala a que San Martín estuviese listo para comenzar.
Las quitanieves habían hecho su trabajo apartando los blancos montones a los lados y enterrando en el proceso algunos de los vehículos aparcados. Descendió la escalera y escuchó la angustia de James al otro lado de la línea, mientras sentía el suelo crujir bajo sus pies en mitad del artificial silencio en el que la nevada había sumido a la ciudad, que parecía prematuramente arrastrada a la noche.
—¿Cómo estás, Amaia?
No tuvo que pensarlo.
—Mal, muy mal.
—No sé cuánto tiempo tardaré en llegar, no estoy seguro de que ya estén abiertas las carreteras, pero voy ahora mismo.
—No, James, no vengas, acaban de abrir esta calle, pero la mitad de la ciudad aún está impracticable.
—Me da igual, quiero ir, quiero estar contigo.
—James, estoy bien —se contradijo—. Esto está lleno de policías, aún esperaremos a la autopsia, y luego tendremos que declarar, llevará horas y ni siquiera podré estar contigo…
Un grave silencio se estableció en la línea.
—Amaia… Ya sé que no es el momento adecuado, pero es que no hay otro…
Más silencio.
—Es por el tema del viaje. El lunes operan a mi padre.
—James —comenzó—, en este momento…
—Lo sé —la interrumpió él— y lo entiendo, pero ¿entiendes tú que tengo que ir?
Ella suspiró.
—Sí.
—Debo estar allí, Amaia, es mi padre, y la operación no es ninguna broma, por más que mi madre intente restarle importancia.
—Te he dicho que lo entiendo —contestó cansada.
—… Y, bueno, supongo que si no vas a llevar el caso podrás reunirte con nosotros tras el funeral, en un par de días.
—¿Tras el funeral? —protestó—. James, soy la jefa de Homicidios y Jonan era mi compañero y mi mejor amigo… —Mientras hablaba, otro pensamiento cruzó su mente—. ¿Has dicho nosotros?
—Amaia, me llevo a Ibai como habíamos planeado; tú no vas a poder atenderlo, y es mucha carga para la tía; en un par de días estarás con nosotros.
La confusión y el vacío se adueñaron de ella, ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de separarse de Ibai, pero James tenía razón, en los próximos días no podría hacerse cargo de él; lo más lógico era respetar el plan inicial. Se sintió terriblemente cansada mientras pensaba de nuevo en aquel instante en que una palabra había cambiado el curso de todas las cosas relegándola a mera espectadora de la debacle de su vida. Sí, James tenía razón. Sin embargo, quería discutir con él, gritarle, ¿qué?, reclamarle, ¿qué?, exigirle. Pero no sabía qué y tampoco tenía fuerzas para hacerlo.
Un taxi se detuvo frente a la entrada y de él descendió una mujer de mediana edad.
—Está bien, James, seguiremos hablando más tarde, ahora tengo que colgar.
—Amaia.
—¿Qué? —respondió molesta.
—Te quiero.
—Lo sé —contestó y colgó.
Cinco minutos más tarde, San Martín se asomaba a la sala de espera.
—Inspectores —dijo dirigiéndose a todos en general—. Por razones personales no llevaré a cabo la autopsia del subinspector Etxaide. Mi colega la doctora Maite Hernández, una reputada patóloga forense, lo hará en mi lugar. Yo supervisaré los resultados —dijo mientras intercambiaban apretones de manos.
—Salazar, ustedes ya se conocen…
Amaia tendió la mano a la mujer, que la apretó con fuerza mientras musitaba:
—Lamento su pérdida.
Y como respuesta se vio pronunciando unas palabras que había oído en los labios de la madre de Johana, una de las hijas de Lucía Aguirre, y que en su momento no entendió.
—Cuide de él ahí dentro. —Fue un error, un acto inconsciente, un ruego que le salió del alma y que provocó que Montes dejase escapar ruidosamente todo el aire de sus pulmones tambaleándose un poco mientras Zabalza apretaba los ojos en un gesto de gran contención.
Clemos y su equipo siguieron a la doctora al interior de la sala mientras ellos los observaban con el desamparo propio de perros abandonados.
—He pensado que quizá les gustaría acompañarme en mi despacho —propuso San Martín haciendo un gesto hacia la escalera.
Estaría eternamente agradecida a San Martín por cederle su despacho aquel día. Regresar al espacio oscuro y masculino en el que había estado por primera vez un año atrás le produjo una gran melancolía. En aquella ocasión, la madre de Johana Márquez les relató entre lágrimas el premeditado acoso al que su esposo había sometido a la niña, a la que terminó por violar y asesinar. Jonan la acompañaba, como siempre, y se había mostrado conmovido por el empeño de la mujer en rezar ante una de aquellas esculturas de bronce. Rebuscó con la mirada y la halló en el mismo lugar que un año atrás, sobre la mesa de reuniones que seguramente jamás se había utilizado con ese fin. Una magnífica piedad de poco menos de un metro de alto en la que, a diferencia de las habituales poses, la virgen sostenía con ambos brazos a su hijo muerto, pegado contra su pecho y con el rostro de Cristo oculto entre los pliegues de su ropa, como en una reminiscencia de infancia que observó con detenimiento mientras pensaba que éste era el gesto natural, el gesto que pedía el cuerpo, el que había tenido que reprimir al ver en el suelo a Jonan, abrazarlo y enterrarlo en su corazón. Sintió el llanto tras los ojos y tragó saliva apartando bruscamente la mirada de la talla y recuperando el control.
San Martín le cedió su asiento tras la pesada mesa y el inspector Clemos ocupó el de enfrente, visiblemente incómodo ante ella. No le caía bien. Un poli machista que sufría bastante teniéndola como jefa y que aprovechaba la ocasión para poner de manifiesto una especie de ridículo «yo sí y tú no». Le dedicó una dura mirada y él la desvió para leer sus notas.
—Podrán ver el informe de la autopsia cuando esté listo, pero de momento… El subinspector Etxaide recibió dos disparos, el primero en el pecho y el segundo en la cabeza cuando ya estaba postrado. Hemos recuperado un casquillo; parece ser que el autor pudo llevarse el otro pues éste lo encontramos tras un pesado mueble. Hallamos también una bala incrustada en la madera del suelo, y la doctora le ha extraído la otra. El modo de perpetrar el crimen unido al tipo de munición empleada apuntan a un sicario profesional. Tengo a varios policías buscando el arma en las proximidades del piso de Etxaide; lo habitual es que se deshagan de ella inmediatamente arrojándola a un contenedor o una alcantarilla. Puede que nunca aparezca.
Levantó un instante la mirada para ver el efecto que causaban sus palabras y volvió a sus notas.
—Todo señala a que el agresor no era desconocido para él o por su aspecto no presentaba una amenaza. Le abrió la puerta y le dejó entrar, y luego le acompañó, como indica el hecho de que el cuerpo estuviera al fondo del salón. No había señales de lucha y tampoco parece un robo, aunque sí se llevó el material informático; dejó su cartera, que estaba sobre la mesa, así como otros objetos de valor.
—Y su pistola —apuntó Montes.
—Como sabrá, esto también es típico de los sicarios; no sería raro que dentro de un par de años el arma apareciese relacionada con un crimen. Para ellos, un arma limpia es más valiosa que el dinero.
Amaia permaneció impasible escuchando.
—Así que necesitaremos que nos cuenten quién podía querer matar a Etxaide, quién le guardaba rencor o cualquiera que le hubiese amenazado.
Montes y Zabalza negaron con la cabeza.
—No puedo imaginar que hubiera tenido un conflicto con nadie, no era de esa clase de personas —afirmó Montes.
—¿Y los casos en los que han trabajado? Quizá los acusados o implicados se la tenían jurada.
—Ya le he facilitado todos los informes —explicó Iriarte—. El caso Basajaun, en el que el culpable falleció en un tiroteo; el caso Tarttalo, en que el presunto autor se suicidó en prisión; luego tenemos el caso de un ciudadano colombiano que asesinó a su novia e intentó suicidarse; el de una mujer de sesenta y cinco años que asesinó a su marido, que la había maltratado durante años, apuñalándolo mientras dormía, y el caso Dieietzki, un narco ruso que organizó el asesinato de otro narco de la competencia desde la cárcel.
—¿Y en los últimos tiempos?
—El caso Esparza —continuó Iriarte—. Un padre implicado en la muerte de su hija de pocos meses; también se suicidó en prisión.
—Sí, he oído que lleváis una buena media —dijo Clemos sonriendo mientras intercambiaba una mirada con un miembro de su equipo.
—¿Qué está insinuando? —saltó Montes—. ¡A ver si vamos a acabar mal!
—Montes —le contuvo Amaia—, deje continuar al inspector Clemos, vamos a ver hasta dónde le llega la cuerda.
Clemos la miró alarmado y tragó saliva.
—Sólo era una broma…
—¡Estamos para bromitas! —dijo Montes lanzándole una mirada asesina.
—Bueno —continuó—. Necesitaremos su ordenador en la comisaría de Elizondo y acceso al contenido de su mesa y objetos personales.
Iriarte asintió.
—Cuando quieran.
Clemos carraspeó incómodo.
—… Y luego están los otros aspectos.
—¿A qué aspectos se refiere? —preguntó Amaia.
—Los que no tienen que ver con el trabajo policial.
—No le entiendo.
—¿Podría estar metido Etxaide en algún asunto sucio? Ya me entienden, drogas, armas…
—No, descártelo.
—… Y no podemos olvidar que era homosexual.
Amaia dejó caer la cabeza a un lado entornando los ojos para mirar a Clemos.
—No entiendo qué relevancia puede tener la tendencia sexual del subinspector Etxaide para la resolución del caso.
—Bueno —dijo huyendo de la mirada de Amaia y refugiándose en la de sus compañeros—. Es sabido que ese colectivo lleva una vida sexual un tanto desordenada y… bueno… esos tíos pueden cabrearse mucho por sus cosas —dijo encogiéndose de hombros.
—Inspector Clemos —dijo ella—. Le vendría bien aclarar sus ideas y sus datos antes de exponerlos. Por un lado, acaba de argumentar perfectamente por qué cree que es un asesinato profesional. ¿Y ahora me sale con un crimen pasional? Le faltan datos, como que dentro del colectivo gay no se dan índices de violencia superiores a los que se dan entre los heterosexuales. No me gusta usted, y no creo que esté cualificado para llevar este caso, pero el comisario general le ha puesto al frente y lo asumo. Ahora, si vuelvo a oírle hacer una insinuación sin fundamento, le revocaré y conseguiré que le aparten del caso.
Clemos se puso en pie.
—Está bien, como quiera, he venido a hablar con usted como deferencia; en lugar de eso podía haberle mandado un informe por escrito, y así será a partir de ahora.
—Lo quiero sobre mi mesa mañana a primera hora —fue su respuesta.
Se quedaron en silencio unos segundos mirándose entre ellos. Amaia cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Ya sé que me he pasado… Pero es que no tienen idea de cómo es… de cómo era Etxaide. No voy a permitir las insinuaciones de mierda de ese capullo.
—No se disculpe, jefa, me ha costado contenerme para no darle un par de hostias —dijo Montes.
—Pónganse en su lugar —intervino Iriarte. Todos se volvieron a mirarle con disgusto—, está en los preliminares de la investigación; es normal que mantenga abiertas todas las hipótesis.
—Sí, tiene razón, inspector —dijo Montes—, pero a veces todo ese corporativismo da un poco de asco, ¿no cree?
Los hombres se miraron tensos durante unos segundos. La respuesta que se intuía quedó interrumpida por la entrada de la doctora Hernández acompañada del forense.
—El doctor San Martín me ha pedido que responda a las preguntas que quieran hacerme, estoy a su disposición —dijo sentándose en el lugar que había ocupado Clemos.
—Cuéntenos qué tiene —pidió Amaia.
La doctora extrajo de una carpeta un bolígrafo y un folio en el que aparecía impresa una silueta humana y comenzó a dibujar sobre ella mientras hablaba.
—Dos disparos, con una nueve milímetros: el primero, en el pecho, lo derribó seccionando la aorta y causando una hemorragia masiva; el segundo, en la frente, fue el que le causó la muerte, aunque no era necesario, la pérdida de sangre fue tan rápida que habría muerto en pocos segundos. La primera bala se alojó en la nuca y se ha extraído durante la autopsia; la segunda, con orificio de salida, fue recuperada en la escena del crimen. Aún tendremos que esperar a los análisis para ser más concretos, pero por el cálculo del rigor creemos que la muerte se produjo entre las diez y las doce de anoche.
—¿Qué cree que pasó?
—Abrió la puerta a su asesino y seguramente le invitó a entrar y sentarse.
—¿Por qué cree eso?
—La trayectoria del primer disparo es desde abajo, como si el agresor estuviese de rodillas o sentado; si observan el dibujo verán que es evidente, la bala penetró por encima de la clavícula atravesando el cuello y alojándose en la nuca. Si el agresor hubiese estado de pie, aunque hubiera sido un individuo de baja estatura, la bala habría salido por la parte posterior o se habría alojado en el omoplato; sin embargo, estaba incrustada en la parte baja del cráneo.
Amaia observó el dibujo.
—Díganme, doctores, ¿están de acuerdo en que el asesino debería de estar más o menos aquí? —dijo señalando en el esquema un punto desde el que trazó una trayectoria.
—Muéstrenme las fotos de sus móviles que tomaron en el salón de Etxaide.
Todos dejaron sobre la mesa sus móviles, en los que eran visibles distintos ángulos de la habitación.
—No cuadra: si el asesino estaba enfrente de él, no podía estar sentado a la vez en el sofá. A menos que moviese el cadáver.
—El cuerpo estaba donde cayó, no fue movido con posterioridad.
—¿Pudo mover los muebles, entonces?
—No, los muebles están en su sitio —afirmó Montes—. Hace un par de meses estuve en su casa, y ésa es la disposición que tenían entonces.
—¿Un asesino de baja estatura? —sugirió ella.
—Me temo que no, tendría que tener la altura de un niño de ocho años.
—Quizá se pelearon y Jonan lo derribó. Eso explicaría que disparase desde más abajo —propuso Zabalza.
—No había signos de lucha, heridas de defensa ni marcas en las manos de ningún tipo, aunque pudo empujarle para echarle, por ejemplo.
La doctora miró pensativa el esquema.
—¿Cree, como el inspector Clemos, que se trata de la obra de un asesino profesional?
Ella levantó la cabeza del dibujo y dirigió la mirada a un punto en el vacío.
—Podría ser… Los elementos evidentes apuntan en esa dirección, pero hay otros no tan claros que me hacen plantearme algunas dudas. Por una parte, ese disparo desde abajo, la trayectoria rara…, no es así como ellos lo hacen. El segundo disparo podría ser el tiro de gracia, el modo de asegurarse de que han cumplido el encargo; sin embargo, como les he dicho, con el primer disparo la muerte habría sobrevenido muy rápidamente, pero de un modo muy doloroso y angustioso. La hemorragia masiva colapsó los pulmones inundando el esófago y la tráquea, produciendo una horrible sensación de ahogo; así que el segundo disparo le ahorró mucho sufrimiento, fue casi piadoso.
—No me joda —exclamó Montes—. Desde cuándo es piadoso pegarle a alguien un tiro en la cabeza.
—Cuando no hay intención de causar más padecimiento del estrictamente necesario.
—¿Y eso lo sabe porque le pegó otro tiro? —dijo Montes despectivo.
Ella extrajo una foto de la carpeta que portaba. Una ampliación del rostro de Jonan muerto en el escenario del crimen. La colocó sobre la mesa y casi escuchó el silencio que se extendió como una ola fría sobre los presentes.
—No, eso lo sé porque le cerró los ojos.