32

Caminó hasta la comisaría, de lo que se arrepintió enseguida, pues a pesar del buen paso con el que avanzaba, el frío ya había hecho presa en ella. El plumífero que había llevado al monte aún no se había secado y el abrigo que había elegido para ese día resultaba escaso aquella mañana, con los últimos coletazos del invierno y un cielo blanquecino que presagiaba nieve. Cuando entraba, se tropezó con el inspector Iriarte acompañando a Benigno Berrueta, que se detuvo al verla.

—Inspectora…

Ella se acercó cauta, no se podía prever la reacción de un familiar. El dolor y la desesperación les llevaban muy a menudo a buscar chivos expiatorios de su propio sentimiento de culpabilidad, y los policías eran con frecuencia blanco de sus iras. Lo había experimentado mil veces, lo había visto otras tantas. Pero al ver las manos tendidas del hombre y la mirada que buscaba la suya se relajó.

—Gracias —dijo el propietario de las minas—, gracias por lo que trató de hacer. Sé lo que pasó, y si le hubieran dejado hacer su trabajo sé que no habría sucedido. Esta mañana, antes de venir la he visitado, a mi hija, y me ha dicho que tras la explosión se asomó a la tumba y pudo verlos…, tenía un amasijo por manos y un ojo colgando, y aun así tuvo fuerzas para apuntar la linterna dentro de la sepultura y buscar a sus hijos. Sé que va a pensar que estoy loco al decir esto: me alegro de lo que ha pasado. Es terrible, pero por lo visto era la única manera; mi hija se dio cuenta y por eso hizo lo que hizo, porque a veces hay que hacer lo que hay que hacer, y ahora por primera vez en años albergo la esperanza de que se ponga bien. Hoy ha comenzado a llorar por sus hijos y quizá ha comenzado a curarse.

Miró a Iriarte, que permanecía junto al hombre. Amaia asintió tendiéndole la mano, que él tomó entre las suyas deslizando en el hueco de su mano una tarjeta personal…

—Gracias —repitió.

La comisaría estaba silenciosa en la planta superior; los sábados, la mayoría de los policías se encontraban en los controles de tráfico, y el grupo de la policía criminal no tenía mucho que hacer allí aquella mañana. Sin llegar a sentarse tras su mesa, revisó el correo en el ordenador mientras escuchaba a Iriarte.

—Parece que lograrán salvarle el ojo, pero las heridas son graves y le dejarán secuelas para siempre. Su vida no corre peligro y dicen que se recupera con sorprendente fuerza y celeridad. Como ha dicho su padre, lo ocurrido parece haber desencadenado al fin el proceso de duelo; la aceptación es la parte más dura, pero a partir de ahí irá hacia adelante.

Ella permaneció unos segundos en silencio mientras lo pensaba.

—El juez Markina me ha asegurado que la jueza De Gouvenain no presentará queja.

Iriarte resopló aliviado.

—Es una buena noticia, y últimamente andamos escasos de éstas. Creo que me iré a casa a comer con mi familia y a celebrarlo…

—¿No se ha pasado por aquí Etxaide?

—Hoy es sábado… —contestó él como explicación.

—Sí —dijo ella sacando su móvil y consultando de nuevo el correo—. Pero ya le he dicho que quedamos en que me mandaría las fotos que tomamos ayer en el cementerio de Ainhoa, y me extraña.

Iriarte se encogió de hombros y se dirigió a la salida. Ella le siguió mientras marcaba el número de Jonan; el tono de llamada se oyó cuatro veces antes de que saltara el buzón de voz.

—Llámame, Jonan —dijo tras la señal.

Sintió el mordisco del frío en el rostro en cuanto atravesó la puerta y aceptó el ofrecimiento de Iriarte de acercarla hasta la casa de Engrasi. Al pasar frente a Juanitaenea, el inspector comentó:

—Parece que no hay avances en la obra de su casa.

—No —contestó evasiva, y sin saber muy bien por qué se sintió muy triste. «Una casa no es un hogar», recordó las palabras del viejo señor Yáñez.

—Bueno, que tenga buen viaje —dijo Iriarte cuando detuvo el coche frente a la casa—. ¿Cuándo se van?

—Mañana al mediodía —contestó Amaia mientras se bajaba del coche—. Mañana.

Por la tarde, el cielo completamente blanco evidenciaba la llegada inminente de la nevada. Eran las cinco cuando sonó su móvil y el mensaje en el identificador le sorprendió: «Jonan casa». Ni siquiera recordaba que Jonan tuviese línea fija, siempre llamaba desde el móvil. Una voz de mujer le habló al otro lado.

—¿Inspectora Salazar? Soy la madre del subinspector Etxaide. —Allí estaba la explicación, recordaba que Jonan se lo dio en una ocasión en la que mientras pintaba su casa estuvo en la de sus padres unos días.

—Hola, señora, ¿cómo está?

—Bien, bueno… —Era evidente que estaba nerviosa—. Perdone la llamada, pero es que me está costando localizar a Jonan y… No querría molestarla, igual están trabajando.

—No, hoy no trabajamos… ¿Le ha llamado al móvil? —respondió sintiéndose tonta de inmediato; por supuesto que lo había hecho, era su madre.

—Sí —respondió la mujer—. Esperaba que estuviese trabajando, había quedado en venir a casa a comer a la una y, bueno…, no quiero parecer una loca, pero él siempre llama si se va a retrasar, y resulta que no coge el teléfono.

—Quizá esté dormido —dijo sin creerlo—. Los últimos días han sido agotadores, incluso hemos trabajado de madrugada, quizá no ha oído el teléfono.

Se despidió de la mujer e inmediatamente marcó el número de Jonan, que de nuevo le remitió al buzón de voz.

—Jonan, llámame en cuanto oigas el mensaje.

Marcó el número de Montes.

—Fermín, ¿está en Pamplona?

—No, estoy en Elizondo, ¿qué quería?

—Nada, déjelo…

—Jefa, ¿qué pasa?

—Nada… Etxaide no ha ido hoy a trabajar; habíamos quedado en que me traería las ampliaciones de unas fotos y tampoco me las ha enviado. No coge el teléfono, y hace un momento me ha llamado su madre, está preocupada, dice que habían quedado para comer y no se ha presentado ni ha avisado; estaba realmente preocupada. Es la primera vez que me llama en dos años. —Cuando terminó de exponerlo todo, se sentió más inquieta aún.

—Vale —respondió Montes—. Voy a llamar a Zabalza, que vive cerca de Etxaide. Le llevará un par de minutos acercarse desde su casa y comprobar que esté bien, seguro que está dormido y con el móvil en silencio.

—Sí —contestó ella—. Hágalo. James, sentado entre las maletas abiertas sobre la cama, tachaba cosas de la lista que habían elaborado para no olvidar nada esencial. Amaia doblaba cuidadosamente las prendas con el fin de que ocupasen el mínimo espacio. No necesitaría mucha ropa, sólo para la primera semana, porque durante los cursos del FBI se vestía la ropa oficial de la academia, que le entregarían cuando llegase: un chándal, un pantalón corto y unas deportivas, cuatro camisetas, uniforme de campo, un chaleco antibalas, correajes, unas botas, calcetines y una placa identificativa como participante en los cursos, que debía llevar puesta y a la vista en todo momento. Bolígrafos, un bloc y una carpeta con folios, además de una gorra con las siglas del FBI, que era lo único que podían llevarse a casa los participantes.

—¿Qué te ocurre? —preguntó James, que la había estado observando.

—¿Por qué lo dices? —preguntó preocupada ella.

—Has doblado tres veces la misma camiseta.

Observó la prenda entre sus manos como si se tratase de un objeto desconocido que viese por primera vez.

—Sí… —dijo arrojándola a la maleta—. Es que tengo la cabeza en otra cosa. —Tomó conciencia de que ya había vivido antes aquella sensación y sabía a la perfección lo que venía después.

»Tengo que irme, James —dijo de pronto.

—¿Adónde?

—¿Adónde? —repitió ella quitándose la chaqueta de lana que solía llevar en casa y descolgando su abrigo del colgador que había tras la puerta—. Aún no lo sé —respondió pensativa mirándolo fijamente.

—Amaia, me estás asustando, ¿qué pasa?

—No lo sé —dijo siendo consciente de que mentía. «Claro que lo sabes», resonó su propia voz en su cabeza. Se precipitó hacia las escaleras y James la siguió alarmado.

Engrasi, que vigilaba a Ibai en su parque de juguete, se puso en pie al verla.

—¿Qué pasa, Amaia?

El sonido de su teléfono interrumpió la respuesta. Era Fermín Montes.

—Jefa, estaba en casa. Zabalza fue allí, vio la puerta entreabierta, ¡joder, Amaia! Le han disparado.

Todo se rompió a su alrededor, explotó en un millón de pedazos que salieron proyectados hacia el vacío helado del universo. Hacía horas que sabía que algo andaba mal, había sentido el peso en la nuca como uno de esos indeseables viajeros de las maldiciones árabes que trepan a tu espalda y con los que has de cargar por toda la eternidad. Se encontró entonces buscando el instante en que había comenzado a sentir su presencia ominosa. Lo pensaría después, se prometió, ahora no había tiempo. Hizo las preguntas; con las respuestas llamó a Iriarte, llamó a la comisaría de Pamplona, subió al coche y sacó de la guantera la sirena portátil, que casi lanzó sobre el vehículo. Mientras se abrochaba el cinturón, el inspector Montes saltó al asiento del copiloto casi sin aliento.

—Le dije que me esperara.

Ella aceleró el coche como respuesta.

—¿No esperamos a Iriarte?

—Va en su coche —dijo haciendo un gesto hacia el espejo retrovisor, en el que era visible el vehículo del inspector, que acababa de alcanzarlos.

—¿Qué le ha dicho exactamente Zabalza?

—Que llamó al timbre y no le abrió. Entonces golpeó la puerta, que no estaba cerrada aunque a primera vista lo parecía, y que cedió con los golpes, que nada más entrar lo ha visto tendido en el suelo y que le habían disparado.

—¿Dónde?

—En el pecho.

—Pero ¿está vivo?

—No lo sabía, dijo que había mucha sangre, avisó a emergencias y me llamó.

—¿Cómo que no lo sabía? ¡Por el amor de Dios, es policía!

—Tras la pérdida de sangre se tiene el pulso muy débil —explicó Montes.

Ella resopló.

—¿Cuántas veces?

—¿Qué?

—¿Cuántas veces? —dio un grito para hacerse oír sobre el alarido de la sirena.

—… dos, que él viera…

—Que él viera… —repitió acelerando un poco más en el tramo recto mientras maldecía cada kilómetro que separaba Elizondo de Pamplona—. Llame otra vez —ordenó.

Él obedeció silencioso y colgó el teléfono al cabo de un segundo.

—No contesta.

—¡Pues insista! —gritó—. ¡Maldita sea! ¡Insista!

Montes asintió y volvió a marcar.

Alcanzaban los primeros edificios a las afueras de la ciudad cuando comenzó a nevar. Los copos se precipitaron sobre el coche con una lentitud que, al recordarla más tarde, le parecería irreal. Todo lo que pasó desde el instante en que recibió la llamada de Montes se lo parecería, pero la nevada con sus copos tan grandes como pétalos de rosas antiguas cayendo lentamente sobre Pamplona se quedaría grabada en su memoria hasta el día de su muerte.

El cielo se caía. El cielo se resquebrajaba de dolor cubriendo la ciudad, y a ella todo le dio igual.

—¿A qué hospital? —preguntó.

Montes tardó un par de segundos en responder.

—Está en casa.

Ella le miró desconcertada, perdiendo de vista quizá por demasiado tiempo la carretera, que a cada segundo se volvía más peligrosa.

—¿Por qué? —preguntó desesperada, como una niña pequeña demandando una respuesta urgente.

—No lo sé —contestó Montes—. No lo sé… Quizá le están estabilizando.

La calle estaba cortada. Unos coches patrulla a ambos extremos impedían el paso. Mostraron sus placas y rebasaron la barricada subiendo el coche a la acera y sin esperar a que apartasen los vehículos policiales. Había frente al acceso de la casa dos ambulancias y docenas de policías uniformados que contenían a los vecinos y curiosos. Salió del coche; corrió hacia el portal cegada por los copos que aún caían inexorables cubriendo todas las superficies y que, sin embargo, no le impidieron reconocer, aparcado en doble fila frente al portal, el coche del doctor San Martín, una visión fugaz mientras avanzaba hacia el interior del edificio que fue suficiente para generar en su mente una suerte de catástrofe interrogativa.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó a Montes, que le seguía mientras se precipitaban hacia el interior rebasando la puerta que un policía de uniforme mantenía abierta. Superaron el ascensor ocupado sin detenerse y corrieron escaleras arriba mientras volvía a preguntar:

—¿Qué hace él aquí?

Montes no contestó y ella agradeció que no lo hiciera. La pregunta no era para él, era para el maldito universo, y tampoco quería su respuesta, aunque no podía evitar hacer la pregunta. Llegó al descansillo, emprendió la subida a otro piso más… ¿Era el cuarto o el quinto? No estaba segura, avanzaba gestando en su interior una bola ardiente que había mantenido a raya en el trayecto hasta la casa de Jonan. La había controlado imponiéndose con furia mientras se concentraba en los kilómetros que se diluían bajo las ruedas del coche. Pero en el momento en que había visto el vehículo de San Martín, aquel engendro de horror, de dolor, de espanto, había comenzado a pugnar por nacer, trepando por su pecho como una repulsiva criatura que quería salir por su boca. Corrió y respiró profundamente, jadeando y tragando saliva, conteniendo el parto inminente de algo que le nacía de las entrañas. Deseó matarlo, ahogarlo, impedirle respirar, no dejar que naciera. Ya alcanzaba el piso. Vio a Zabalza pálido, demudado, apoyado entre la puerta de entrada y la del ascensor; se había escurrido hasta sentarse en el suelo, desolado. La vio y se puso en pie con una rapidez que no le habría atribuido viendo su estado. Fue hacia ella.

En el interior de Amaia atronaba la pregunta: ¿Qué hace él aquí?

Zabalza la interceptó junto a la puerta.

—No entre —susurró. Era un ruego.

—¡Apártese!

Pero él no lo hizo.

—No entre —repitió sujetándola por los brazos con fuerza.

—Suélteme. —Se zafó ella, liberándose de su abrazo.

Pero Zabalza se mostró implacable. No se correspondían con su gesto abatido, con su rostro demudado ni con su voz, apenas un susurro, la firmeza y decisión con la que la retuvo de nuevo abrazándola contra su pecho.

—No entre, por favor, no entre —rogó mientras buscaba con la mirada el apoyo de Montes, que había alcanzado el cuarto piso y negaba con la cabeza.

Amaia sentía el rostro de Zabalza pegado al suyo, podía oler el suavizante de su jersey y el aroma más acre del sudor en su piel. Dejó de forcejear y, a los pocos segundos, sintió cómo él aflojaba su abrazo; entonces asió el arma que llevaba en la cintura y la apoyó en el costado de Zabalza. Él retrocedió al sentir la dureza del cañón, separando las manos a los lados del cuerpo y mirándola con infinita tristeza. Amaia entró en el piso, vio a San Martín arrodillado en el suelo junto a Jonan y obtuvo la respuesta a la pregunta que no había querido hacer, la respuesta que no quería conocer. Jonan Etxaide, Jonan, su mejor amigo, seguramente la mejor persona que había conocido en su vida, yacía en el suelo boca arriba, en medio de un gran charco de sangre. Le habían disparado dos veces. Una, como le había dicho Montes, en el pecho, casi bajo la terminación del cuello. El orificio se veía oscuro, aunque no había sangrado apenas, pues la mayor parte de la hemorragia se había producido por el orificio de salida en la espalda. El otro, en la frente, apenas había llegado a describir un círculo que, en la parte superior de la cabeza, había levantado el pelo castaño, apelmazándolo en una masa sanguinolenta. Avanzó con la pistola aún en la mano, inconsciente de la alarma que causaba en los policías, que, sorprendidos, la miraban desde el interior de la sala. Y en ese momento, tras contener con tanto cuidado su respiración, sintió que no podía más. Tomó aire profundamente, y eso fue suficiente para insuflar aliento a la criatura, que escaló su esófago y su garganta ahogándola mientras, resignada, abría la boca para dejar que el horror naciera desde su interior. Sintió que la ahogaba, que no podía respirar. El dolor que traía consigo era tan grande que hizo arder sus ojos mientras le extraía de los pulmones hasta el último aliento y le arrasaba la garganta produciéndole un mareo que la hizo tambalearse y caer de rodillas ante el cuerpo sin vida de Jonan Etxaide.

Entonces, de su boca abierta nació aquel ente que había gestado dentro y, mientras sus ojos se arrasaban de llanto, mientras su pecho se rompía de pena, como a todos los frutos de su vientre, lo amó, lo abrazó y se fundió con el dolor sabiendo que pasaría a ser lo más importante de su vida y que, sin embargo, habría preferido morir para no sentirlo. Se inclinó, abrió los ojos y entre lágrimas vio sus manos blancas reposando en el oscuro charco de sangre, su hermoso rostro desdibujado por el rictus de la muerte, su boca entreabierta y sus labios pálidos, de los que todo atisbo de color había huido. Sintió en el pecho una laceración tan dolorosa que tuvo que llevarse las manos allí para contenerlo, y sólo entonces se dio cuenta de que aún sujetaba la pistola, y la miró extrañada preguntándose qué hacer con ella. Montes se arrodilló a su lado, con cuidado le quitó el arma de las manos y miró a San Martín. El profesor vocacional, el hombre que adoraba hablar de su trabajo, no tenía palabras; el rostro ceniciento, cubierto con la inexpresiva máscara de la desolación, y en sus ojos sólo brillaba algo parecido a una reacción, y era de incredulidad. Se había enfundado los guantes y examinaba las heridas con una parsimonia y cuidado infinitos, pasando suavemente los dedos por los cabellos compactados de sangre con un gesto pequeño y desconocido que producía la sensación en el observador de que casi quería restañar con sus dedos las heridas, empujar hacia el interior del cráneo las esquirlas de hueso, la masa gris y viscosa, y la sangre que había teñido todo alrededor. Un ceremonial que Montes imaginó nuevo para él, y que sólo detuvo para mirar a Amaia, que, ya despojada de su arma, había cruzado los brazos sobre el pecho en lo que podría parecer un patético intento de autoinfundirse consuelo y que San Martín reconoció como el supremo esfuerzo para contener el impulso de tocar el cuerpo contaminando el escenario. Se encontró con sus ojos y la contempló devastado, con el rostro demudado y los labios apretados. No dijo nada, no podía. Fermín Montes y el doctor San Martín nunca se habían llevado especialmente bien, a Montes le reventaban los tecnicismos clínicos del doctor, y San Martín opinaba que los policías como Montes pertenecían a otros tiempos y a otras siglas. Pero en aquel instante, mientras observaba las manos enguantadas del forense, que reposaban sobre la cabeza de Jonan, supo que San Martín no podría hacer aquella autopsia: al tiempo que miraba a Amaia, de modo inconsciente pasaba repetidamente la mano por los cabellos de Jonan, lo acariciaba.

No hace falta que lo hayas vivido antes para reconocerlo, no es necesario. Hay un instante, un hecho, un gesto, una llamada, una palabra que lo cambia todo. Y cuando ocurre, cuando llega, cuando es pronunciada, rompe el timón con el que habías creído gobernar tu vida y arrasa los ilusos planes que habías ideado para el mañana mostrándote la realidad. Que todo lo que parecía firme no lo era, que todas las preocupaciones de la existencia son absurdas, porque lo único absoluto y total es el caos que te obliga a doblegarte sumiso y humillado bajo el poder de la muerte. No podía dejar de mirar el cadáver; si lo hacía, su cerebro lo negaba de inmediato y clamaba de modo casi audible no, no, no. Por eso siguió mirándolo, torturándose con la visión de su cuerpo muerto, de sus ojos sin luz, su piel pálida y sus labios ahora secos, y sobre todo los negros abismos por donde la muerte había penetrado, la sangre amada, coagulada en un charco oscuro y aún brillante. Estuvo así, inmóvil, a su lado, observando el rostro muerto de su mejor amigo, sintiendo cómo el dolor la hacía suya sin resistencia mientras tomaba conciencia de que jamás se recuperaría de la muerte de Jonan, que llevaría el dolor de perderle clavado en su alma hasta el último día. La certeza le pesó como una losa, una carga que, sin embargo, aceptó agradecida por haber tenido el honor de conocerle un tiempo y de llorarle para siempre.

Sintió una mano sobre el hombro y al volverse vio al inspector Iriarte, que la conminaba a seguirle. Se dio cuenta entonces de las lágrimas densas y calientes que habían resbalado por su rostro; se las secó con el envés de la mano y, acompañada por Montes, siguió al inspector hacia el pasillo que unía la sala con la cocina, donde esperaba Zabalza. Iriarte parecía enfermo, marcadas ojeras que no tenía aquella mañana habían aparecido en torno a sus ojos, y cuando habló, su labio inferior tembló un poco, al igual que su voz. Le puso una mano sobre el hombro antes de hablar.

—Inspectora, creo que lo mejor es que nos deje a nosotros y que alguien la acompañe a casa.

—¿Qué? —preguntó sorprendida, sacudiéndose su mano del hombro.

Él miró a sus compañeros buscando apoyo, antes de volver a hablar.

—Es evidente que está muy afectada…

—También ustedes —contestó ella mirándoles de uno en uno—. Sería monstruoso que no lo estuvieran, pero nadie se va a casa. Llevo al menos quince minutos en este piso y aún estoy esperando a que alguien me informe de lo que ha pasado aquí —dijo con firmeza—. Jonan Etxaide es el mejor policía con el que he tenido la suerte de trabajar. En los años que compartí con él hizo gala de una profesionalidad, sentido común y lealtad inigualables; su pérdida es una catástrofe, pero si creen por un momento que me voy a ir a casa a llorar es que no me conocen. No soy la jefa de Homicidios por casualidad, así que todo el mundo a trabajar. Vamos a coger al cabrón que ha hecho esto. Zabalza.

—Cuando llegué, la puerta parecía cerrada, estaba ajustada, como si al salir, quienquiera que fuera no hubiese tirado con suficiente fuerza. Cuando llamé con los nudillos, cedió. En cuanto abrí la puerta, lo vi —dijo indicándole el ángulo que desde la entrada permitía ver toda la sala.

—¿Comprobó el piso?

—Sí, no había nadie, aunque es evidente que ha sido registrado y faltan algunos aparatos electrónicos.

—El televisor está ahí —dijo Montes señalando una pantalla plana sobre la chimenea.

—Imagino que se llevaron sólo aquello con lo que podían cargar.

Amaia negó con la cabeza.

—Esto no es un robo, señores. ¿Y su teléfono?

—También ha desaparecido.

—Yo le he llamado una docena de veces y en todas ha saltado el buzón. Si aún está encendido, podemos localizarlo —dijo sacando su móvil y marcando el número de nuevo. Esta vez no hubo señal de llamada. Apagado o fuera de cobertura. Colgó y apagó su teléfono. Al entrar en el piso había reconocido al inspector Clemos, del grupo dos de Homicidios de Pamplona. Si no se equivocaba, estaban a punto de apartarlos del caso, y no le extrañó, es lo que ella habría hecho.

—¿Ha hablado alguien con los vecinos?, tuvieron que oír los disparos.

—Nada, no oyeron nada, por lo menos los de esta planta. En este momento están preguntando a los demás.

Amaia se volvió a mirar hacia la puerta, donde se observaba por las marcas de polvo negro el paso de la policía científica, que ya parecía haber terminado con el proceso de elevación.

—¿Han encontrado huellas?

—Muchas, casi todas de él, y la mayoría inservibles; la entrada no ha sido forzada, todo indica que abrió a quien fuera y le dejó pasar.

—Alguien conocido… —añadió Iriarte.

—Lo suficiente como para permitirle entrar y avanzar hasta la mitad de la sala; alguien que a primera vista no le parecía peligroso, si no habría sacado su arma. También hemos encontrado un casquillo…

—Déjenme verlo —pidió a un agente de la científica, que le mostró una cápsula dorada en el interior de una bolsita.

—Munición de nueve milímetros IMI. Es de fabricación israelí, y esto explica que los vecinos no oyesen nada, es munición subsónica, la emplearon con un silenciador. ¿Saben qué significa esto?

—Que el asesino fue expresamente a matarlo —contestó Montes.

—Por cierto, ¿dónde está el arma del subinspector Etxaide?

—Aún no la hemos encontrado —dijo Zabalza.

Amaia dio un paso acercándose un poco más al grupo y bajó la voz.

—Escúchenme, quiero que hagan fotos de todo, me da igual si las hacen con el teléfono móvil. Clemos y su equipo están aquí por algo; no creo que tarden mucho en apartarnos del caso, y estarán de acuerdo conmigo en que esto no puede quedar así.

Les vio asentir pesarosamente mientras los rebasaba en dirección a las dos habitaciones del fondo que componían el pequeño piso, al mismo tiempo que constataba que, como había dicho Iriarte, alguien había registrado la casa de forma minuciosa, tomándose su tiempo para mirarlo todo con cuidado. Casi podía percibir la energía ajena del buscador, explorando la vida de Jonan con la avidez propia de un cazador. Había visto muchos domicilios tras un robo, el registro en busca de cualquier objeto de valor y el caos mayúsculo que dejaban a su paso. Aquí el intruso no había roto ni revuelto nada; se había limitado a llevarse los portátiles, las cámaras, los discos duros externos y la colección de USB donde él guardaba prudentemente toda la información de los casos y las fotos. Sin embargo, sabía que había estado allí, con toda probabilidad detenido en el mismo lugar que ahora ocupaba ella, impregnándose de la presencia del hombre que acababa de asesinar. Amaia reparó en una foto en la que ella aparecía junto a Jonan con el uniforme de gala y que, tomada el día de la Policía, reposaba sobre una estantería completando un trío. En las otras dos, él estaba sonriente junto a sus padres en una y junto a un hombre en la cubierta de un barco en otra. Se dio cuenta entonces de que, a pesar de que era su amigo, no sabía apenas nada de su vida privada, ¿quién era aquel hombre? Parecían felices en la foto, y ella ni siquiera sabía si tenía pareja. Regresó a la sala y vio que habían cubierto el cuerpo con una manta metálica plateada. El brillo incongruente que la luz arrancaba al plástico atrapó su mirada fascinada durante unos segundos, hasta que el revuelo a su espalda la sacó de su recogimiento. Había llegado el juez de guardia, acompañado de un secretario judicial, y observaba circunspecto todo a su alrededor. Cruzaron un breve saludo mientras Iriarte se acercaba a ella tendiéndole un teléfono.

—Jefa, es el comisario, dice que su móvil está apagado.

Así que por fin estaba allí. Había tardado un poco más de lo que ella había calculado, pero se había cruzado un par de incómodas miradas con Clemos, que se había situado junto al juez en cuanto lo vio entrar.

—Sí, no tengo batería —mintió.

Escuchó cómo el comisario le explicaba que iba a sustituir a todo su equipo al frente de la investigación. El grupo dos de Homicidios de Pamplona se haría cargo.

—Señor, soy la jefa de Homicidios —esgrimió como justificación.

—Lo siento, Salazar, no voy a dejar que lleve este caso. No puedo hacerlo, y usted lo sabe; si estuviera en mi lugar tomaría la misma decisión.

—Está bien, pero como jefa de Homicidios espero que se me mantenga informada.

—Por descontado, y yo espero que colaboren con el equipo dos prestándoles todo el apoyo, colaboración e información que necesiten para resolver el caso.

Antes de colgar, el comisario añadió:

—Inspectora… Lamento su pérdida.

Ella musitó un agradecimiento y cedió el teléfono a Iriarte.