29

No había dormido, ni siquiera lo había intentado. Cuando llegó a casa se encontraba tan abatida y preocupada que la idea de dormir ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Dedicó las horas que le separaban del amanecer a poner por escrito lo que sería su descargo ante el juez e intentó controlar el impulso de marcar el número de Dupree mientras pensaba que si existía entre ellos, como había creído tantas veces, algún tipo de comunicación mística, una suerte de telepatía que indicaba a su amigo cuándo le necesitaba, aquél habría sido sin duda el mejor momento… Pero la llamada no se había producido y el amanecer había llegado cargado de inquietudes.

Oscuras ojeras circundaban sus ojos y la piel apagada denotaba el cansancio. La seguridad que siempre había enarbolado como bandera hacía aguas por todas partes cuando se dispuso a entrar en el despacho de Markina.

Inma Herranz sonrió al verla.

—Buenos días, inspectora, es un placer volver a verla por aquí —dijo con su voz meliflua—. El juez la está esperando.

Acompañaban a Markina en su despacho dos hombres y una mujer que charlaban con el juez en español, aunque con marcado acento francés. Markina les presentó.

—Inspectora, Marcel Tremond, exmarido de Yolanda Berrueta, creo que ya se conocen, y sus padres, Lisa y Jean Tremond.

Agradeció que la presentara como la inspectora que llevaba el caso.

—Monsieur Tremond y sus padres están aquí voluntariamente para contarle algunos aspectos sobre el comportamiento de Yolanda Berrueta que creen que debe conocer —explicó el juez cuando se hubieron sentado—. Cuando quiera, monsieur Tremond.

—Ella siempre ha estado delicada. Cuando era más joven se notaba menos porque era una chica mimada y caprichosa que siempre había hecho lo que le daba la gana; las fiestas, el alcohol y las drogas no habían contribuido a mejorar un comportamiento que los padres de ella siempre justificaron por su carácter díscolo. Cuando nos casamos, Yolanda no quería ni oír hablar de tener hijos, pero para mí era muy importante formar una familia y al final la convencí. El de los mellizos fue un embarazo difícil, ella no dejó de beber y fumar, e incluso consumió tranquilizantes; además, estaba obsesionada con no engordar y tomaba pastillas para adelgazar durante el embarazo… Finalmente los niños nacieron antes de tiempo, con bajo peso y un problema de madurez pulmonar, y en ese momento fue como si se hubiese producido un milagro. Ella cambió, se mostraba realmente arrepentida, no hacía más que llorar y hablar de lo que había hecho; se volcó con ellos por completo y cuando cumplieron dos meses conseguimos por fin llevarlos a casa. Desde ese día hasta su fallecimiento tuvimos que ingresarlos en dos ocasiones por problemas respiratorios, hasta que aquella noche… —Tragó trabajosamente antes de continuar bajo la atenta y protectora mirada de sus padres, que se veían bastante angustiados—. Ella los vigilaba todo el tiempo, apenas si dormía, vio que algo raro pasaba y los trasladamos enseguida, ni siquiera esperamos a la ambulancia, los llevamos en nuestro propio coche, nunca recuperaron la conciencia…, fallecieron con dieciséis minutos de diferencia, lo mismo que se llevaron al nacer. A partir de entonces todo fue un desastre, ella se desmoronó, se volvió loca, no atendía a razones, no dormía, no comía, en más de una ocasión salió de casa durante la noche y la encontré postrada sobre la tumba de nuestros hijos en el cementerio.

La madre intervino entonces.

—No puede imaginar el calvario por el que ha pasado mi hijo, perdió a sus pequeños y a su esposa en un espacio muy corto de tiempo. Nosotros le convencimos de ingresarla cuando intentó suicidarse por segunda vez.

Amaia había escuchado el relato abatida, con la mirada fija en el exmarido y sin atreverse a mirar a Markina, aunque podía sentir sus ojos clavados en su rostro mientras pensaba, sin poder evitarlo, en las similitudes con su propia historia.

—Inspectora —dijo dirigiéndose a ella—, Lisa Tremond es además la jefa de pediatría del hospital donde fallecieron los niños, si tiene algo que preguntar es el momento.

No esperaba aquello. El juez le concedía la oportunidad de interrogar a la médico de los niños, y, por ende, a la persona responsable de firmar sus certificados de defunción y de que se les hubiera realizado la debida autopsia; y se enteraba ahora de que esa persona era la abuela paterna de los niños. Si esperaba que se cortase estaba muy equivocado.

—¿Por qué no practicó la autopsia a los cadáveres? Creo que es el procedimiento habitual en casos de muerte súbita de lactante.

No se le escapó el gesto con que la mujer intercambió una rápida mirada con su hijo.

—Soy la jefa de pediatría, traté a los niños desde que nacieron; fallecieron en un centro hospitalario, yo estaba con ellos, y no fue muerte súbita. El fallecimiento fue debido a la deficiencia pulmonar que presentaban desde su nacimiento, pero no fue ésta la razón por la que no se realizó la autopsia, sino por salvaguardar lo poco que quedaba de la cordura de Yolanda, que, desde el momento de la muerte de los pequeños, pidió por favor que no aumentásemos su sufrimiento haciéndoles una autopsia. Dijo literalmente: «No abráis en canal a mis hijos». Sé cuál es el protocolo, pero, compréndame, también era la abuela de esos niños. Respondo de mis actos, mantengo que fue una decisión correcta.

—Yolanda declaró que los niños fallecieron por muerte súbita.

El padre de Marcel Tremond interrumpió enfadado.

—Yolanda está confusa, lo mezcla todo debido a la medicación que toma. Ni ella misma está segura de lo que ha ocurrido hoy o ayer; eso es lo que tratamos de explicarle. —Su esposa le puso sobre el hombro una mano tranquilizadora.

Amaia resopló ganándose una mirada reprobatoria del juez y formuló rápidamente otra pregunta antes de que él se arrepintiese.

—¿Qué relación tiene con los abogados Lejarreta y Andía? —preguntó dirigiéndose de nuevo a Marcel Tremond.

—Son unos abogados de Pamplona expertos en derecho mercantil; me proporcionan asesoramiento en algunos de mis negocios y también son unos buenos amigos.

La última parte de su respuesta le sorprendió, admitía no sólo conocerles y tener tratos con ellos, sino que además mantenían una relación personal y amistosa. Pensó con cuidado cómo plantearía la siguiente pregunta.

—¿Debo suponer que fueron ellos los que le presentaron a los Martínez Bayón?

—Así fue —contestó cauto.

Había esperado que lo negase para poder enfrentarlo a la evidencia de su coche aparcado frente a la casa.

—No es nada raro entonces que frecuentase su casa en Baztán —expuso mientras él asentía desmontando la mitad de sus hipótesis—. Tengo entendido que en la casa de esta pareja se celebran reuniones a las que solía asistir el doctor Berasategui, un eminente psiquiatra, ya fallecido, acusado de varios crímenes. Sabemos por un testigo que en más de una ocasión coincidió en la casa de los Martínez Bayón con él, y como supondrá es de gran interés para la investigación conocer la naturaleza de estas reuniones.

—Debo decir que nos quedamos absolutamente impactados cuando conocimos la gravedad de los cargos que había contra el doctor Berasategui, pero, como usted ha dicho, era también un insigne psiquiatra que dirigía a título personal grupos de apoyo de diversa índole. Y eso era exactamente lo que hacía en nuestras reuniones, dirigir nuestro grupo de apoyo en el duelo.

Ella se removió inquieta en su asiento, aquello no se lo esperaba.

—No sé si lo sabe, pero mis abogados perdieron también a una hija cuando era muy pequeña, lo mismo que los propietarios de la casa y todos los que asistimos a esas reuniones. Lo cierto es que nunca me planteé la posibilidad de unirme a uno de estos grupos, pero después de ingresar a Yolanda me di cuenta de que me había dedicado en cuerpo y alma a velar por ella, y de que las exigencias de sus cuidados y su dolor casi habían aparcado el mío. Este grupo me ha ayudado a superar las distintas fases del duelo y a poder mirar hacia adelante en mi vida con nuevas ilusiones renovadas; no sé qué habría sido de mí sin su ayuda, y aunque el doctor Berasategui pudiera tener esa doble existencia, le aseguro que, por lo menos con nuestro grupo, su comportamiento fue ejemplar y su ayuda valiosísima.

Markina se puso en pie tendiéndoles la mano y dando por terminada la reunión; les acompañó hasta la puerta y la cerró apoyándose en ella, tras lo que se volvió para mirarla.

—Señoría… —comenzó ella, no sabía muy bien qué iba a decir, sólo podía ratificarse en su motivación e intentar que comprendiese que tenía fundamento. Se había equivocado, mejor reconocerlo.

—Cállese, inspectora, cállese y escuche por una vez. —Hizo una pausa que pareció eternizarse y ella observó que incluso en privado volvía a tratarla de usted. Barreras no tan invisibles—. Desde que llegué a este puesto he respetado su trabajo, sus métodos nada ortodoxos, su manera de hacer y de proceder por la misma razón que lo aguantan el comisario, el director de la prisión, el forense o sus compañeros. Los resultados. Usted resuelve casos, casos raros, casos poco comunes. Y lo hace a su modo, un modo poco respetuoso con las normas y los procedimientos, un modo que a todos nos chirría pero que respetamos porque entendemos que es usted brillante. Pero esta vez se ha pasado, inspectora Salazar. —Ella bajó la mirada, abatida—. La he apoyado, pero usted ha pasado por encima de mí haciéndome quedar como un imbécil ante mi colega francesa. Acabo de autorizar el registro del fichero de Hidalgo y lo siguiente que sé de usted es que está en Francia abriendo una tumba.

—Señoría, es otra jurisdicción, es otro país…

—Lo sé de sobra, pero ¿por qué no me informó?

—Usted me había dejado clara su postura respecto a las exhumaciones, sabía que no me autorizaría.

—Y en vista del resultado, ¿reconocerá que habría sido lo acertado? —Ella se mordió el labio resistiéndose a contestar—. ¿No? —insistió él. Ella asintió—. ¿Se da cuenta del dolor que ha causado su irresponsabilidad a esta familia que ha tenido que revivir el horror de perder a sus niños? Y qué decir de esa pobre mujer, por el amor de Dios, ha perdido cuatro dedos y la visión de un ojo. Le advertí de cómo afecta el dolor y el sufrimiento a las madres que pierden a sus hijos, se lo expliqué con detalle —dijo bajando la voz—, le conté mi propia experiencia —añadió sentándose en la silla de confidente a su lado y obligándola a mirarle a los ojos—. Te hablé de mi familia, Amaia —le dijo volviendo a tutearla sólo, estuvo segura, para dar más fuerza a su reproche—. Te hablé de mi vida y, en lugar de escucharme, de entender que mi experiencia me daba algún conocimiento de lo que decía, creíste que eso me invalidaba para tomar decisiones, creíste que eso me debilitaba…

—Me equivoqué en mi decisión de acudir a la jueza francesa sin consultarle, pero no fue porque creyese que su experiencia le debilitase en modo alguno; pensé que obtendría una nueva línea de investigación, algo más sustancial que traerle, tal y como me pidió. Me precipité y he cometido un error, lo reconozco, pero dos niños habían fallecido simultáneamente y no se les realizó autopsia; el marido estaba relacionado con Berasategui, con sus abogados, con esa casa, y la mujer repetía una historia calcada de las otras que conozco.

—Amaia, esa mujer está loca —gritó él de pronto—. Traté de decirte lo que pasa, traté de explicarte que ellas ven lo que quieren ver y son capaces de cualquier cosa para hacer cuadrar su historia.

Ella le miró en silencio un par de segundos antes de hablar.

—¿Vuelvo a ser Amaia? —preguntó conciliadora.

—No lo sé, no lo sé, no dejo de preguntarme por qué no viniste a mí, joder, te estoy dando lo que necesitas, todo lo que me pides… ¿Cómo fue el registro del fichero Hidalgo?

—Mal, muy mal, cuando llegamos allí había hecho una hoguera con el fichero, creo que alguien la avisó. A la hora del registro no quedaban más que cenizas, dijo que estaba haciendo limpieza y había empezado por el fichero, únicamente por el fichero.

—¿Y sospechas de alguien de la comisaría?

Ella lo pensó antes de contestar.

—Sí.

—Pues vuelve a revisar tus ideas, inspectora, si vas igual de acertada que con los demás joderás a alguien que no lo merece —dijo poniéndose en pie y abriendo la puerta.

Jonan la esperaba sentado en una silla frente a la mesa de Inma Herranz. Por la expresión de sus rostros era evidente que habían oído al menos parte de la conversación a través de la puerta y, desde luego, el último comentario de Markina mientras ella salía.

Etxaide se puso en pie y caminó hacia la salida para abrirle la puerta mientras musitaba una despedida a la secretaria, que no había dejado de sonreír y de mirar a la inspectora desde que salió del despacho de su jefe. Vio cómo Amaia le dedicaba una mirada hostil, a la que la secretaria respondía con un gesto despectivo que le habría valido un enfrentamiento con su jefa en otro momento, pero que ésta ignoró, saliendo de la sala.

Jonan condujo en silencio mirando de cuando en cuando a la inspectora, conteniéndose a duras penas y esperando como agua de mayo a que ella le diese pie para decir todo lo que ardía en su interior. Pero Amaia no parecía por la labor, se había ocultado tras sus gafas de sol y, ligeramente recostada en su asiento, permanecía en silencio, pensativa y con un gesto en el rostro que no le gustaba nada. La había visto en muchas situaciones con más o menos miedo, más o menos confusa; siempre parecía haber un propósito oculto, una luz invisible para los demás que la guiaba por los vericuetos de la investigación; sin embargo, ahora parecía perdida. O vacía, que era aún peor.

—Me ha dicho el inspector Iriarte que ha llegado la convocatoria para acudir a los cursos de Quantico.

—Sí —contestó ella cansada.

—¿Irá?

—Son dentro de quince días, creo que aprovecharé el viaje para ver a la familia de James y me quedaré un poco más.

Él negó con la cabeza; si ella lo vio, no hizo ningún comentario.

—¿La llevo a comisaría o a su casa? —preguntó de nuevo cuando ya entraban en Elizondo.

Ella suspiró.

—Déjame en la iglesia, si me doy prisa aún llego —dijo consultando su reloj—. Hoy es el funeral por Rosario.

Detuvo el coche en la plaza, frente a la pastelería y junto al paso de cebra desde el que podía verse la entrada principal de la iglesia dedicada a Santiago. Amaia iba a bajarse cuando él le preguntó:

—¿En serio?

—¿En serio, qué?

—¿En serio va a rendirse también en esto?

—¿A qué te refieres, Jonan?

—A que no sé qué hace yendo a ese funeral por alguien que sabe que no está muerta.

Se volvió hacia él y suspiró sonoramente.

—¿Que lo sé? No sé nada, Jonan, lo más probable es que esté equivocada, como en lo demás.

—¡Oh, por favor! No la reconozco, una cosa es equivocarse y meter la pata y otra muy distinta rendirse, ¿va a abandonar la investigación?

—¿Qué quieres que haga? La evidencia es aplastante, no es una metedura de pata, Jonan, es un error que casi le cuesta la vida a una persona y que le dejará graves secuelas para siempre.

—Esa mujer está loca, y probablemente habría terminado haciendo lo mismo tarde o temprano. El juez no la puede responsabilizar, ha dado todos los pasos lógicos en una investigación, no había autopsias de los niños, el padre está relacionado con los abogados, por lo tanto con Berasategui y por lo tanto con Esparza; cualquiera habría obrado como usted. Tenía fundamento y la jueza francesa vio indicios suficientes, y por eso le concedió la orden, aunque ahora pretenda lavarse las manos. No habría tenido que recurrir a la jueza francesa si él le hubiese prestado su apoyo.

—No, Jonan, Markina tiene razón, no debí pasar por encima de él.

Él negó con la cabeza.

—Se está equivocando.

Ella se quedó clavada; durante un par de segundos simplemente le miró anonadada.

—¿Qué has dicho?

Él tragó saliva y se pasó una mano nerviosa por el mentón en claro gesto de disgusto. Decir aquello le estaba costando; sin embargo, la miró directamente a los ojos y añadió:

—Digo que no está siendo objetiva, su implicación personal no le permite ser razonable.

Escuchar aquel reproche proveniente de él le produjo una mezcla de sorpresa y enfado que fue casi inmediatamente sustituida por curiosidad. Se quedó mirándole calculando cuánto sabía, cuánto presentía, consciente de que en parte había acertado.

—Lo siento, jefa, usted me ha enseñado que el instinto es fundamental en un investigador, el otro lenguaje, la información que procesamos de otro modo; una investigación es esto, equivocarse, seguir por una galería apuntalando hallazgos, equivocarse de nuevo, abrir una nueva línea… Pero hoy está negando todo lo que me ha enseñado, todo en lo que cree.

Ella le miró cansada.

—Hoy no puedo pensar —dijo desviando la vista hacia la calle Santiago—, no quiero equivocarme.

—Y es mejor dejarse llevar por la corriente —añadió él, sarcástico.

Ella puso la mano en la manija de la puerta.

—No creo que su madre esté muerta. El abrigo en el río fue un señuelo, y tanto la Guardia Civil como el juez Markina se precipitaron en sus conclusiones.

Ella le miró en silencio.

—Respecto al registro en casa de la enfermera Hidalgo, yo también creo que alguien la avisó —continuó él.

—No tengo modo de saberlo, Jonan, las meras sospechas no son suficientes.

—No tiene por qué ser alguien de comisaría.

—Entonces, ¿qué insinúas?

—Que esa secretaria del juez le tiene verdadera inquina.

Ella negó.

—¿Por qué iba esa mujer a hacer algo semejante?

—Y respecto al juez…

—Ten cuidado, Jonan —avisó ella.

—Su implicación personal con el juez le nubla el juicio.

Le miró de nuevo desconcertada por su arrojo, pero esta vez ni siquiera la prudencia fue suficiente para contener su enfado.

—¿Cómo te atreves?

—Me atrevo porque me importa.

Quiso contestar algo terminante, algo fuerte y tajante, pero se dio cuenta de que no habría nada que pudiera decir tan irrebatible como lo que había dicho él. Contuvo sus emociones intentando ordenar sus pensamientos antes de contestar.

—Nunca dejaría que una cuestión personal afectase a mis decisiones en una investigación, implicara lo que implicase.

—Pues no empiece hoy.

Ella miró hacia la iglesia y se bajó del coche.

—Tengo que hacerlo, Jonan —contestó, consciente mientras lo hacía de lo absurdo de su respuesta. Cerró la puerta, se puso la capucha de su plumífero y cruzó la calle Santiago; atravesando decidida por el empedrado frente a la iglesia, subió las escaleras hasta el acceso sintiendo a su espalda los ojos de Etxaide, que seguía observándola desde el interior del coche, con la ventanilla bajada para poder ver a través de la precipitación de aguanieve.

Empujó la pesada puerta de la iglesia de Santiago, que, sin embargo, cedió silenciosa y suave sobre los goznes, entreabriendo una rendija, por la que pudo percibir el sonido estentóreo del órgano y el olor a librería de viejo de aquella iglesia que para ella era la de los funerales.

Retrocedió un paso y dejó que la puerta se cerrase de nuevo mientras apoyaba la frente en la madera pulida por la caricia de miles de manos.

—Maldita sea —masculló.

Regresó sobre sus pasos y cruzó la calle pasando frente al coche de Jonan, que la miraba sonriendo abiertamente y con la ventanilla aún bajada.

—¡Lárgate de aquí! —le espetó ella enfadada al pasar junto al coche. Él sonrió más aún y arrancó el motor levantando la mano con un gesto pacificador.

Caminó apresurada cruzando la plaza y la calle Jaime Urrutia mientras sentía cómo el aguanieve golpeaba su rostro dolorido por el frío, y sólo en el puente aflojó el paso hasta casi detenerse para ver la presa a través de las pesadas gotas que dificultaban la visión llenando la atmósfera con su presencia sólida. Bajo el arco que daba acceso a la casa, se sacudió el agua que llevaba prendida en la ropa y entró. Engrasi estaba en pie junto a la escalera; llevaba un vestido gris que sólo se ponía para los funerales y un collar de perlas que le daba un aire de dama inglesa.

—¡Tía! ¿Qué haces aquí?, pensaba… ¿Vas…?

—No —contestó ella—. Esta mañana me levanté y me puse este vestido y estas perlas de reina madre; te juro que estaba bastante convencida, pero, según se aproximaba la hora, fui perdiendo convicción. Me dije: ¿Qué haces, Engrasi? No puedes ir al funeral de alguien si no crees que haya muerto, ¿no te parece?

—¡Oh, tía! —dijo aliviada echándose a sus brazos—. ¡Gracias a Dios!

Engrasi la mantuvo apretada contra su pecho durante unos segundos; después la separó y mirándola a los ojos le dijo:

—Y aunque hubiese muerto, tampoco rezaría por su alma: intentó matar a Ibai y casi me mata a mí, no soy tan piadosa.

Amaia asintió convencida. Por cosas como aquélla adoraba a su tía.

—He invitado a Flora a comer. Vendrán todos aquí después del funeral, así que voy a cambiarme y comenzaré a hacer la comida.

—¿Quieres que te ayude?

—Sí, pero no a cocinar. Cuando vengan tus hermanas, nos va a tocar aguantar el chaparrón por no haber ido al funeral; quiero que mantengas la calma y no acabemos discutiendo, ¿crees que podrás?

—Ahora que sé que piensas como yo, podré, juntas podremos, puedo con todo si estás de mi parte.

—Yo siempre estoy de tu parte, mi niña —dijo ella guiñándole un ojo.