No se estaba enterando de nada —admitió con los ojos fijos en la pantalla del televisor—, en su cabeza repasaba una y otra vez los acontecimientos de la jornada, las conversaciones, los datos… Pensamientos que había conseguido evitar durante todo el día con el firme propósito de centrarse en su familia. Pero ahora, recostada contra su marido en el sofá y mientras fingía ver una película en la que él había insistido, el mecanismo iba solo. Los engranajes giraban enloquecidos mezclando datos y hechos, en una feroz tortura de palabras confusas que comenzaba a causarle dolor de cabeza. Pensó en ir a buscar una aspirina, pero no quiso renunciar a la agradable sensación de estar junto a James de aquel modo armonioso y despreocupado reservado para los que confían de verdad y que tan esquivo había resultado los últimos días.
El teléfono sonó estridente en el bolsillo de la amplia chaqueta de lana que solía ponerse en casa; miró la hora mientras se deshacía del abrazo de James, no sin disgusto. Casi la una de la madrugada. Era Iriarte.
—Inspectora, me acaban de llamar de Ainhoa. Yolanda Berrueta está gravemente herida. Por lo visto intentó abrir la tumba de sus hijos utilizando algún tipo de explosivo. Ha perdido varios dedos de las manos y un ojo. La han trasladado al hospital muy grave. En este momento están allí los técnicos de desactivación de explosivos de la gendarmería.
—Llame al subinspector Etxaide y recójanme en mi casa en cuarenta minutos.
Él suspiró.
—Inspectora, el jefe de gendarmes me ha llamado para informarme, como una deferencia, pero tengo que advertirle que quizá no sea muy bien recibida después de lo de esta mañana.
—Cuento con ello —respondió firme—. ¿Sabe a qué hospital han llevado a Yolanda?
—Al Saint Collette —respondió él disgustado antes de colgar.
Llamó y se identificó para pedir información. La paciente estaba grave y en el quirófano; todavía no podían decirle nada más. Se inclinó para mirar por la ventana y vio que había dejado de llover.
Eran las dos y media cuando llegaron. Habían tenido que esperar a que Etxaide regresase desde Pamplona, y ella lo había preferido así. Sabían que la explosión se había producido en torno a las doce y media de la noche, así que para esa hora los de explosivos ya habrían tenido tiempo de revisar la zona y los vecinos habrían regresado a sus casas. Quizá quedaría sólo un cordón policial y un coche custodiando la zona.
No se equivocó en cuanto a los técnicos en desactivación de explosivos y a los vecinos, pero todavía se veía bastante actividad de la científica. Se acercaron al jefe de gendarmes, que les saludó mezclando cortesía y preocupación.
—Buenas noches. Saben que la jueza De Gouvenain se enfadará mucho si se entera de que están aquí.
—Vamos, jefe, ¿quién se lo va a decir, usted? Somos ciudadanos europeos, estábamos por aquí de paso, hemos visto el follón y nos hemos acercado a preguntar qué ha pasado.
Él la miró en silencio durante un par de segundos y finalmente asintió.
—Vino al cementerio hacia las doce de la noche. Aquí, a esa hora y entre semana no hay nadie por la calle. Aparcó ahí abajo —dijo indicando un todoterreno de alta gama— y colocó unos doscientos gramos de explosivo. Aún no nos lo han confirmado, pero parece que puede ser goma-2; creemos que pudo obtenerlo del que se usa para las voladuras en las minas, ya que por lo visto su familia es propietaria de un yacimiento minero en la localidad navarra de Almandoz.
Amaia hizo un gesto afirmativo.
—Así es, pero me parece complicado que lo pudiese robar allí. Desde los atentados del 11-M en Madrid no se guarda explosivo en los polvorines de las minas, sino que el material que va a ser utilizado en cada voladura es transportado y custodiado en cada ocasión por guardias civiles y vigilantes de explosivos que debe contratar la propia empresa; siempre se levanta acta del material sobrante, que es destruido allí mismo.
—Los restos de los embalajes apuntan a que se trataba de explosivos viejos, retirados y probablemente de antes de los atentados, eso podría ser una explicación; aun así, es evidente que sabía lo que hacía. Colocó la carga en una hendidura de la losa, usó cordón retardante y un detonador manual bastante antiguo, lo que también apunta a la teoría de que fuesen materiales en desuso y olvidados en algún lugar al que ella tenía acceso. Un experto habría observado las señales de deterioro, la pérdida de maleabilidad o que apareciese «sudado», pero ella no se percató.
—¿Cómo se hirió?
—Accionó el detonador y esperó. Como no se producía la explosión se impacientó; el suelo estaba empapado y debió de pensar que o bien el cordón o bien los explosivos se habían mojado y no funcionaban. Se acercó en el momento de la explosión.
Amaia bajó la mirada mientras dejaba salir todo el aire de sus pulmones.
—Dos dedos de una mano han desaparecido literalmente; los otros dos los encontraron pegados en el panteón de enfrente, y no creo que puedan salvarle uno de los ojos; eso además de las quemaduras de la piel, de los tímpanos dañados. No había perdido la conciencia, ¿sabe? No sé cómo pudo aguantar tanto…, herida como estaba se arrastró hasta el borde de la sepultura para comprobar si sus hijos estaban allí dentro.
—¿Y estaban?
Él la miró con disgusto renovado.
—Compruébelo usted misma, al fin y al cabo ha venido para eso, ¿no?
Sin dar importancia al reproche del jefe de gendarmes, superó el cordón, que llegaba hasta la puerta de la iglesia, en la que había luz. El sacerdote, que se había mostrado tan silencioso por la mañana, parecía haber cambiado de idea.
—¿Ya está contenta? —preguntó mientras ella se agachaba para traspasar el límite que había establecido la policía.
Siguió adelante un par de pasos, pero se detuvo de pronto y regresó hasta donde estaba el cura, que retrocedió intimidado por la reacción.
—No, no estoy contenta. Esto es precisamente lo que trataba de evitar, y si todos ustedes, que dicen preocuparse tanto por ella, hubieran tenido un poco de humanidad, hace tiempo que habrían abierto esa tumba para evitarle tanto dolor.
Alcanzó a Iriarte y Etxaide junto a la sepultura. La mayoría de los daños se localizaban en las tumbas colindantes: cruces partidas y columnas, jardineras y tiestos que habían salido despedidos. En el panteón de los Tremond Berrueta, la peor parte se la había llevado la losa que lo había cubierto, que, como los enterradores habían pronosticado, debía de ser extraordinariamente quebradiza y aparecía ahora reducida a escombros sobre las otras tumbas; el trozo más grande no alcanzaba los cincuenta centímetros de lado y reposaba a los pies de la tumba junto a un gran charco de sangre, que se había mezclado con el agua de la lluvia colándose entre las hendiduras de las sepulturas.
La tumba abierta se había cubierto con un toldo azul que Iriarte levantó por una esquina para que pudieran alumbrar con sus linternas el interior. Dos oscuros ataúdes de adultos, bastante antiguos, delataban el impacto de una parte de la losa al caer sobre ellos. Un pequeño ataúd de aspecto metálico y apariencia sencilla, probablemente destinado a contener cenizas, se veía derribado y entreabierto en el suelo. Un poco más a la derecha estaban las dos cajitas blancas, muy dañadas; sobre una de ellas reposaba un trozo considerable de escombro, lo más seguro que el que había golpeado primero en el ataúd de adulto, y cuyo peso lo había aplastado, reventando la cajita por un lateral por el que asomaba lo que reconocieron, sin lugar a dudas, como una mano de bebé. El otro ataúd simplemente había volcado y su contenido aparecía a un lado. Habían vestido al niño de blanco para su entierro, aunque el color apenas si podía percibirse bajo la capa de moho que lo recubría oscureciendo el rostro de la criatura, que se veía completamente ennegrecido.
El subinspector Etxaide sacó la cámara que protegía bajo el abrigo y miró a Amaia buscando su autorización; ella asintió, mientras intentaba silenciar el teléfono, que sonó incongruente en aquel lugar. Cedió la linterna a Iriarte para que alumbrase el interior de la fosa y miró la pantalla. Era Markina.
—Señoría… —comenzó— llevo todo el día intentando…
—Mañana a las nueve en punto en mi despacho —dijo cortando su explicación. Tuvo que mirar la pantalla para comprobar que había colgado.