27

Jonan conducía, y en esta ocasión Amaia cedió el asiento delantero a Iriarte para tener así la oportunidad de distanciarse de sus silenciosos compañeros. Sentada atrás, repasaba una y otra vez los hechos intentando sustraerse de la sensación de profunda vergüenza que le atenazaba en el pecho y gestaba en su interior un grito que pugnaba por salir desgarrado e iracundo contra el mundo. El fastidio de los enterradores; los sollozos de Yolanda reclamando explicaciones; el silencioso reproche del sacerdote; la cara de circunstancias del jefe de gendarmes, que había musitado un escueto y ambiguo «lo lamento» antes de retirarse; la sonrisa lobuna del abogado Lejarreta cuando se lo cruzaron mientras se dirigían al coche…

No llegó ni a entrar en la comisaría. Sustituyó a Jonan al volante en cuanto llegaron y salió del aparcamiento sin decir una palabra. Condujo despacio, respetando los límites y concentrándose en la cadencia casi hipnótica de los limpiaparabrisas, que, en su velocidad más lenta, barrían las gotas de lluvia de la superficie de la luna delantera. La furia feroz que ardía en su interior como un volcán en erupción consumía toda la energía de su cuerpo dotándola de una apariencia externa cercana a la languidez que había aprendido a cultivar desde pequeña.

Salió de Elizondo a través de los persistentes bancos de niebla que, como puertas a otra dimensión, custodiaban las carreteras provocando la sensación de que se penetraba en otros mundos. Buscó la carretera secundaria junto al río y observó los rebaños de ovejas inmóviles bajo la lluvia, en las que el agua les resbalaba por las largas guedejas que apuntaban al final del invierno y que se extendían hasta tocar el pasto, lo que producía la impresión de estar contemplando raras criaturas brotadas del suelo.

Cuando divisó el puente, detuvo el coche al costado del camino, extrajo de la parte trasera las botas de goma, comprobó el móvil, que cien metros más allá perdería su cobertura, y la Glock.

El intenso frío, que contendría un poco más la nieve en los riscos, y la falta de lluvias de los últimos días habían contribuido a que el río no bajase muy lleno. Sobre la planicie del agua, altas columnas de niebla surgían de los ocasionales desniveles que arremolinaban la superficie como silenciosos espectros. Al atravesar el puente pudo comprobar la fuerza con la que había bajado sólo un mes atrás, en la noche en que su hijo había estado a punto de morir a manos de Rosario. La barandilla de la parte norte había desaparecido, como si nunca hubiese estado allí; en la del otro extremo se veían ramas y hojas tejidas formando un tupido entramado entre los barrotes. ¿Podía una anciana sobrevivir al envite de un río que se había llevado una barandilla de ocho metros como si fuese una ramita seca?

En cuanto pisó el prado, sintió cómo los pies se hundían en la engañosa extensión cubierta de hierba de color esmeralda que había brotado cuando las aguas del río Baztán se retiraron. Por debajo de la superficie perfecta, el terreno reblandecido cedía bajo sus pies dificultando el avance, en el que a cada paso debía esforzarse para desenterrar las botas, que quedaban enclavadas en el limo.

Alcanzó el viejo caserío abandonado y se detuvo un instante apoyándose en los recios muros para desprender de sus botas el exceso de barro que, como un lastre, las había tornado muy pesadas. Se retiró entonces la capucha del plumífero para tener más ángulo de visión, sacó su Glock y penetró en el bosque. Le daba igual si era lógico o no, el instinto le decía que, además del señor del bosque, alguien más acechaba, alguien que había estado a punto de engañarla, o quizá sólo fuera un jabalí… Alguien de quien él la había advertido, o quizá fuera el silbido de un pastor llamando a su perro… Alguien o algo que había retrocedido hacia las sombras, seguramente un jabalí, se repitió.

—Sí, nena, pero tú ve preparada —susurró—. Y si has pagado el precio de la paranoia por el estrés postraumático, al menos que sirva para algo.

Avanzó entre los árboles siguiendo el sendero natural que por instinto transitarían los animales. Por un instante llegó a vislumbrar un ciervo entre los árboles; sus miradas se cruzaron un segundo antes de que el animal huyera. Bajo las tupidas copas de los árboles, el agua de las últimas horas había dibujado senderos oscuros y compactos bajo los pies, que le condujeron hasta el pequeño claro donde la regata fluía ruidosa por la ladera, entre las piedras tapizadas de verde. Cruzó el puentecillo y rebasó el lugar donde, en otra ocasión, una hermosa joven que sumergía sus pies en el agua helada le había dicho que la señora llegaba. Levantó la mirada al cielo, que seguía desangrándose lento en aquella lluvia que no cesaría en todo el día, pero en el que no había rastro de la tormenta vaticinadora.

Llegó a la colina con la respiración agitada por la subida a través del sotobosque. Levantó los ojos hacia la escalera natural que creaban las rocas y que, empapada por la lluvia, se había cubierto de una pátina de barro que la tornaba previsiblemente resbaladiza. Calculando el esfuerzo, se colocó el arma en la cintura y comenzó a ascender. Arribó a la explanada que formaba un mirador natural sobre los árboles y, sin detenerse, volvió a ajustarse la capucha del plumífero y se internó en el camino, casi por completo cegado por las zarzas. Avanzó sintiendo cómo las espinas arañaban la superficie de su plumífero produciendo pequeños siseos semejantes a silbidos ahogados; en cuanto lo hubo rebasado, se retiró la capucha e inspeccionó la zona. Unos metros más arriba, la boca oscura y baja de la cueva, que no podía verse entera desde allí. A su izquierda, el precipicio cubierto de engañosa vegetación; a su espalda, el sendero por el que había venido, y a su derecha, la piedra mesa desierta de ofrendas. Como había supuesto al ver el estado del acceso, seguramente nadie había estado allí desde la última vez en que lo hizo ella. Miró alrededor, invadida por la soledad, se inclinó y desprendió del suelo blando un canto irregular, que limpió de barro frotándolo contra su ropa; avanzó dos pasos y lo colocó sobre la superficie pulida de la piedra mesa. Después, nada.

El fuego alimentado por la humillación y la vergüenza se había consumido con el esfuerzo de llegar hasta allí, y ahora no quedaba nada más que cenizas apagadas y frías. Inmóvil en aquel lugar, con el rostro empapado de lluvia, sintió en sus ojos los bordes preñados de partículas de lluvia que pesaban tanto… Amaia Salazar inclinó la cabeza y las gotas que pendían de sus pestañas cayeron arrastrando un océano de llanto que se derramó mientras su cuerpo se desmoronaba hacia adelante, vencido. Cayó sobre la mesa resbalando hasta quedar de rodillas, con el rostro pegado a la piedra y las manos cubriéndole los ojos. No sintió las gotas de lluvia que resbalaban por su pelo empapado colándose por el camino que trazaba la nuca. No sintió la dureza del suelo ni las perneras de su pantalón que se empapaban de agua y de barro. No reparó en el aroma mineral de la roca, en la que, como en el regazo de la madre que nunca tuvo, intentaba sepultar su rostro.

Pero sintió la mano suave y cálida que se posó sobre su cabeza con el más antiguo gesto de consuelo y bendición. No se movió, ni siquiera detuvo su llanto, que aunque de pronto había perdido el propósito aún brotaría de sus ojos durante un rato más mientras se tornaba de agradecimiento. Prolongó la sensación a sabiendas de que no habría nadie allí si se volvía a mirar, de que la mano cálida que sentía sobre su cabeza infundiéndole consuelo no estaba allí. No supo cuánto tiempo duró, quizá unos segundos, quizá más. Esperó paciente antes de volver a levantar la cabeza, se puso la capucha mientras se internaba de nuevo en el camino de zarzas y sólo se volvió una vez: no había ninguna piedra sobre la superficie de la mesa roca. Un majestuoso trueno hizo temblar la montaña.

No regresó a la comisaría. Sabía que nadie se lo reprocharía, se sentía mentalmente agotada y físicamente enferma. Sólo quería ir a casa.

Aparcó frente al arco que distinguía el portal empedrado de la casa de Engrasi y reparó entonces en que aún llevaba puestas las botas de goma embarradas. Se sentó en uno de los bancos de piedra de la entrada para quitárselas y, cuando fue a ponerse de nuevo en pie, sintió que todas sus fuerzas la habían abandonado. Se fijó en el aspecto desastrado de su ropa y se llevó una mano al pelo aplastado y pegado al cráneo por la lluvia. No era la primera vez que se enfrentaba a la humillación y el oprobio. Cuando tenía nueve años era casi una experta en ese tipo de aprendizaje en el que nos doctora la vida, que no sirve absolutamente para nada, no te prepara, no te hace más fuerte; es sólo una barrena cruel y profundamente enclavada en la roca que eres. Un canal de debilidad que disimulas con suerte durante años, un dolor que reconoces en cuanto llega devolviéndote el deseo intacto de huir, de volver a la caverna donde habita el corazón humano, de renunciar al privilegio de la luz, que sólo es foco sobre tus miserias. Pensó en Yáñez, en aquella esposa cuya sangre teñía la entretela del sofá, en los portillos cerrados para no ver, para no ser visto, para esconder la vergüenza.

Se quitó el plumífero mojado y sucio de barro y lo arrojó sobre las botas antes de entrar en la casa arrastrando unas piernas que se habían vuelto tan pesadas como columnas de alabastro, e inmediatamente se vio envuelta por la benefactora influencia de la casa de su tía. Con la piel blanqueada por el agua y el frío del monte, penetró en el salón en el que su familia se preparaba para comer. No podría tomar ni un bocado. Abrazó a la tía, que la miró preocupada.

—Sólo estoy cansada y mojada, por si vas a decir algo —dijo atajando sus protestas—. Me daré una ducha, dormiré un poco y estaré como nueva.

Besó brevemente a James, que percibió que había algo más y se dedicó a observarla en silencio mientras ella centraba toda su atención en el pequeño Ibai, que retozaba en el interior de una especie de piscina de juegos acolchada que ocupaba buena parte de la superficie disponible del salón, provocando que la mesita de café, habitualmente situada frente al sofá, hubiese sido relegada junto a la pared.

—¡Por el amor de Dios, James, te has pasado! —dijo sonriendo ante la profusión de colores, formas y texturas que componían aquella monstruosidad de juguete donde cabían cuatro niños y que parecía encantar a Ibai.

—No he sido yo. ¿Por qué siempre me crees capaz de chaladuras como ésta?

—¿A quién si no se le va a ocurrir?

—A tu hermana Flora —contestó él sonriendo.

—¿Flora? —Lo pensó, y en el fondo no le extrañó tanto. Había visto cómo su hermana miraba al niño, cómo lo mecía en sus brazos cada vez que tenía ocasión; incluso recordaba que, reinando sobre la mesa del imponente recibidor de su casa de Zarautz, tenía una preciosa foto de Ibai.

Dejó que el agua caliente se llevase por el desagüe el frío y parte del dolor muscular, y lamentó que no fuese capaz también de arrastrar hacia el río Baztán el pesar y la vergüenza que, reconocía, la habían debilitado hasta límites que nunca habría podido imaginar. Lo había hecho mal, se había equivocado, había cometido un grave error, y en el mundo de Amaia Salazar los errores se pagaban caros. Se envolvió en su albornoz y declinó limpiar el espejo empañado para verse el rostro. Se tumbó sobre la cama cálida y limpia que olía al hombre que creía amar y al hijo que amaba, y se durmió.

Ya había tenido aquel sueño. A veces reconocía los paisajes oníricos como si fueran lugares reales que alguna vez hubiera visitado, y en aquél ya había estado antes. La certeza de estar soñando, la tranquilidad de que sólo era una proyección de su mente, le permitía moverse en los espacios de sus sueños recabando información y detalles imposibles de percibir la primera vez. El río Baztán fluía silencioso entre dos lenguas de tierra seca cubiertas de piedras redondas que conformaban ambas orillas hasta introducirse en los oscuros dominios del bosque. No oía nada, ni pájaros, ni el rumor del agua. Entonces vio a la niña, una niña que siempre había creído que era ella misma con seis o siete años, y que ahora sabía que era su hermana, sin duda una proyección de su mente, porque aquella niña nunca había llegado a cumplir siete años. La niña vestía un camisón blanco rematado con una puntilla y el lazo rosa que la amatxi Juanita había elegido para ella; estaba descalza y mantenía los pies dentro del agua del río, que lamía dulcemente sus tobillos mojando el extremo de las puntillas sin que el frío pareciese molestarla. Se alegró de verla con un sentimiento infantil sincero que le brotó del corazón y floreció en sus labios. La niña no respondió a su gesto, porque estaba triste, porque estaba muerta. Pero la niña no se había rendido; la miró a los ojos y elevó su brazo señalando las orillas en el curso del río. «Los muertos hacen lo que pueden», pensó Amaia mientras seguía con los ojos la dirección que le indicaba. En los márgenes descendentes del río habían brotado docenas de flores blancas, tan altas como la niña. Amaia vio cómo abrían sus corolas, que al contacto con la brisa despedían un intenso perfume a galletas y mantequilla que llegó hasta ella extasiándola en su ternura mientras reconocía el olor de Ibai, el perfume de su niño del río. Regresó a los ojos de su hermana cargada de interrogantes, pero la niña había desaparecido sustituida por una docena de hermosas jóvenes que, ataviadas con pieles de cordero que cubrían apenas sus pechos y sus muslos, peinaban sus largas melenas, que casi llegaban a rozar la superficie del agua donde tenían metidos los pies.

—Malditas brujas —susurró Amaia.

Ellas sonrieron mostrándole sus dientes afilados como agujas y golpeando con sus pies de pato la superficie quieta del agua, que burbujeó como si viviese alimentada por un fuego subterráneo.

—Limpia el río —dijeron.

—Lava la ofensa —exigieron.

Amaia volvió a mirar hacia el curso del río y vio que las enormes flores blancas se habían convertido en níveos ataúdes para niños que comenzaron a temblar como si los cadáveres contenidos en su interior luchasen por salir de su morada eterna. Las cajas de madera vibraban sobre las piedras del río produciendo un ruido como de hueso contra hueso. Las tapas explotaron y su contenido quedó tendido sobre el lecho seco del río. Nada. En su interior no había nada.

Oyó a alguien entrar en la habitación y se despertó. Con los ojos medio cerrados comenzó a incorporarse mientras él se sentaba en la cama.

—Deberías secarte el pelo o te resfriarás —dijo acercándole la toalla que había caído junto a la cama.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó ella, que sentía cómo los restos del sueño se descomponían hechos jirones mientras intentaba en vano retenerlos.

—¿Has dormido? Pues no habrá sido mucho… La comida está lista, tu tía dice que bajes.

Ella sintió cómo él la observaba mientras se secaba el pelo con la toalla.

—¿Qué te pasa, Amaia? Y no me digas que nada, te conozco y sé que no estás bien.

Ella se detuvo dejando la toalla, pero no contestó.

—Lo he pensado, y si todo este sufrimiento es por el funeral de Rosario —continuó él—, si va a afectarte tanto, comprenderé que no vayas.

Ella le miró sorprendida.

—No es por Rosario, James. El caso en el que trabajo se ha complicado mucho, muchísimo, tanto que probablemente he dado al traste con él, y ha sido por mi culpa, he cometido un error, me he equivocado y ahora no sé qué va a pasar.

—¿Quieres contármelo?

—No, aún lo estoy procesando y yo misma no sé bien lo que ha pasado. Aún tengo mucho que pensar antes de poder plantearlo siquiera.

Él extendió su mano hasta tocar el pelo enredado, que apartó con infinita ternura de su rostro.

—Nunca te he visto rendirte, Amaia, nunca, pero hay ocasiones en que es mejor rendirse hoy para luchar mañana. No sé si ésta es una de esas ocasiones, pero pase lo que pase estaré a tu lado. Nadie te ama más que yo.

Ella recostó la cabeza en su hombro con un gesto de infinito cansancio.

—Lo sé, James, siempre lo he sabido.

—Creo que te vendrá bien alejarte unos días de todo esto, desconectar. Pasaremos unos días con la familia y antes de que te des cuenta estaremos de vuelta.

Ella asintió.

—Quería hablarte sobre eso, quizá tengamos que prolongar nuestra estancia allí un poco más. Ha llegado la invitación para los cursos del FBI; para mí serán dos semanas intensas, pero he pensado que tú podrías quedarte ese tiempo en casa de tus padres con Ibai y luego regresaríamos juntos.

—Eso sería perfecto —estuvo de acuerdo él.

No recibió ninguna llamada. Durante la tarde se dejó amar y proteger por los suyos y por la influencia benefactora de aquella casa. Comió con su familia, durmió la siesta con Ibai, hizo un bizcocho y preparó la cena con James mientras tomaban una copa de vino y escuchaban a las chicas de la alegre pandilla jugando la partida en el salón. A última hora de la tarde, Amaia se llevó a Ibai arriba para bañarlo y disfrutar con él de uno de los más gratificantes momentos del día.

Sentada en el váter, Engrasi observaba los chapoteos del niño, que, sostenido por Amaia desde detrás, disfrutaba en el agua como el príncipe del río que era.

—Tía, ¿qué me dices de la última ocurrencia de Flora? No vino a ver al niño al hospital cuando nació, tampoco vino al bautizo porque estaba rodando sus programas de televisión, y de pronto se comporta como una iseba txotxola por su sobrino. Me da que pensar…

—¿En qué sentido?

—No sé, tía, ya la conoces. Flora nunca tira sin bala, no sé cuáles son sus motivaciones, pero me cuesta creer que de pronto adore a Ibai…, algo querrá, y desde luego si cree que me va a ablandar siendo buena con él pierde el tiempo.

La tía lo pensó unos segundos.

—No creo que sea eso, Amaia, creo que de verdad quiere al niño. Que no tuviera interés inicial no significa nada; en cuanto le conoció quedó prendada, como todos. Parece muy dura pero es una mujer como cualquiera; ella deseaba tener hijos, sabes cuánto sufrió intentándolo, y al final no llegaron. Además, el interés no es reciente, desde hace meses me pregunta por él siempre que llama. Es más, creo que él es el motivo de sus llamadas; te aseguro que antes no me telefoneaba tan a menudo.

—A mí nunca me ha llamado.

—A eso me refiero. Flora es una de esas personas que en el fondo sienten miedo de parecer humanas. Yo le cuento sus anécdotas y avances, y parece disfrutar sinceramente.

Amaia lo pensó y recordó de nuevo la sorpresa que le produjo ver la preciosa foto de Ibai presidiendo la entrada de su lujoso piso de Zarautz. Sacó al bebé del agua y se lo tendió a la tía, que lo envolvió amorosamente en una gran toalla y lo depositó sobre la cama para terminar de secarlo.

—Flora es como es, pero quiere al niño, créeme, y no me extraña: es muy especial este niño nuestro.

Amaia se vertió en las manos una pequeña porción de aceite de almendras y comenzó a masajear los pies y las piernas del pequeño, que recibió la caricia relajándose y sin dejar de mirarla con sus hermosos ojos azules.

—¿Te has dado cuenta de que Ibai no tiene ni un solo lunar? —dijo la tía sonriendo.

Amaia apartó la toalla para verlo entero y repasó cada centímetro de su piel. Ni una marca, ni una rojez. Lo volvió para inspeccionar la espalda y los pliegues naturales: ni una imperfección manchaba la exquisita piel del niño. Cremosa y dorada, distaba mucho de la marmórea apariencia de la de Anne Arbizu, tendida sobre la mesa del forense con su piel inmaculada, que, sin embargo, vino a su mente con fuerza acompañando a la creencia popular de que las belagile no tenían ni un solo lunar en todo el cuerpo. Lo cubrió de nuevo para que no se resfriase mientras le ponía el pijama.

—Tía —dijo pensativa—. Hay algo de lo que me gustaría hablar contigo.

—Te escucho —contestó ella.

—Ahora no —respondió Amaia sonriendo ante la disponibilidad de Engrasi en cuanto la necesitaba—. Me gustaría que tuviéramos un rato para hablar de la antigua religión, de lo que vi en el bosque, de lo que tú también viste.

Engrasi lo pensó.

—Supongo que podremos convencer a tu marido para que nos deje tener una conversación de chicas —dijo animada—. Me alegra que quieras tratar ese tema. A veces me preocupa que tengas una mente demasiado racional…

Amaia la miró torciendo los ojos ante el comentario y rió mientras terminaba de vestir a Ibai y lo alzaba en sus brazos.

—Ya me entiendes: mantener la mente abierta como cuando eras una niña te ayuda a entender mejor la vida y a enfrentarte con los aspectos más difíciles ligados a tu trabajo.

—Sí, ya sé a qué te refieres. A veces pienso que todas esas cosas no tienen nada que ver conmigo, pero parece ser que eso a ellas les trae sin cuidado. Una y otra vez regresan a mí como si no pudiera verme libre de eso jamás.

Engrasi la miró apesadumbrada y reacia a acabar la conversación así.

—Cuando estemos solas, tía… —dijo haciendo un gesto hacia Ibai.

Engrasi asintió.