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El breve respiro que la lluvia había dado en las últimas horas había tocado a su fin. Como compensación, el cielo cubierto, como una capa protectora, había logrado subir algo la temperatura y detener la brisa, que aunque no era demasiado fuerte, resultaba heladora. El jefe de gendarmes y dos patrullas les acompañaban para verificar el cumplimiento específico de la orden que la jueza Loraine de Gouvenain había limitado a retirar la losa que cubría el panteón, descender al interior y abrir únicamente los féretros infantiles para comprobar que los cadáveres de los niños estuvieran en sus cajas, sin extraerlos a la superficie y sin autorización para manipular los cadáveres de ningún modo. La orden era extensiva a Yolanda Berrueta, que podía asomarse desde la parte superior y asegurarse de que, en efecto, los cuerpos de sus hijos estaban donde debían estar.

Esperaron junto a los gendarmes y los funcionarios del ayuntamiento, guarecidos de la lluvia bajo el pequeño pórtico que se ubicaba en la entrada del templo. El sacerdote sostenía a Yolanda, que permaneció recostada en su hombro, afectada pero serena, mientras le susurraba al oído palabras de consuelo.

La lluvia de las últimas horas había empapado la piedra porosa de las tumbas dotándolas del color oscuro que delataba su porosidad, lo que hacía, sin embargo, resaltar el brillo del musgo y los líquenes que trepaban por los panteones y que le habían pasado inadvertidos en la anterior visita. Por fortuna, la lluvia había relegado a los posibles curiosos al interior de sus casas, y un grupo en el que sólo los gendarmes vestían uniforme no resultaba llamativo resguardado en la puerta de Nuestra Señora de la Asunción. Un coche azul marino, evidentemente oficial, se detuvo en el aparcamiento, junto al acceso al cementerio, en el instante en que el teléfono del jefe de gendarmes comenzaba a sonar.

—Acompáñeme, la jueza ha llegado.

Amaia se subió la capucha de su plumífero y siguió bajo la lluvia al jefe de policía.

El cristal de la ventanilla trasera descendió con un siseo y la jueza De Gouvenain dedicó al exterior una mirada que denotaba su fastidio por la lluvia. Amaia había esperado a una mujer distinta, quizá debido a la opinión de Iriarte de que se trataba de una mujer «dura», acostumbrada a tratar con la sordidez. Loraine de Gouvenain se había recogido el cabello en un moño de bailarina y llevaba un vestido primaveral de color rojo coral y un abrigo ligero, desafiante ante los últimos coletazos del invierno. El jefe de gendarmes se inclinó para hablar con ella y Amaia le imitó. Del interior del vehículo brotó un intenso olor a hierbabuena y menta, procedente de un botecito de pastillas que la jueza sostenía en la mano y a las que al parecer era muy aficionada.

La jueza les saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Jefe, inspectora… Supongo que retirar la losa llevará un buen rato. El secretario judicial les acompañará en el proceso. Cuando esté todo listo avísenme; no pienso arruinar mis zapatos esperando bajo la lluvia.

Mientras regresaban junto al grupo, Amaia comentó:

—Vaya con la jueza, lo que va a sufrir si tiene que descender al interior del panteón.

—Si tiene que hacerlo, lo hará: aborrece la lluvia, pero es una de las mejores que conozco, curiosa y sagaz. Su padre fue jefe de las Sûreté de París y, créame, se nota, es una de esas juezas que nos facilita el trabajo.

Loraine de Gouvenain tenía razón, el proceso de extraer la losa se dilató durante más de una hora. Los funcionarios procedieron a retirar la gran cantidad de flores que tapizaban la superficie y rodearon la sepultura mirándose con preocupación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Amaia.

—Por lo visto la losa está en muy mal estado y temen que se rompa si la ladean. Han decidido traer una pequeña grúa hidráulica, pasar unas cintas por debajo y elevarla en lugar de deslizarla hacia un lado, como tenían previsto.

—¿Tardarán mucho?

—No, guardan la grúa en el depósito municipal, que está muy cerca, pero necesitan otro vehículo para traerla hasta aquí.

—¿Cuánto tiempo les llevará?

—Dicen que una media hora…

El jefe de gendarmes fue hasta el coche de la jueza para avisarle del retraso. El sacerdote les instó a esperar en el interior del templo, pero todos rechazaron la invitación.

—¿Cómo distinguir a un abogado en un cementerio? —preguntó Jonan—. Es el único cadáver que camina —dijo haciendo un gesto hacia el grupo, que bajo dos paraguas cruzaba el cementerio con paso apresurado.

Reconoció a Marcel Tremond y al que indudablemente era su abogado, y cogida del brazo del primero, una joven envuelta en un abrigo rojo que no disimulaba la última fase de su embarazo. A su espalda, Amaia oyó a Yolanda Berrueta emitir un gemido ronco como el de un animal asustado. Se volvió hacia ella mientras el gendarme lidiaba con el abogado.

—Yolanda, ¿está usted bien? —Ella se inclinó hacia adelante y susurró algo a su oído. Amaia regresó junto al gendarme e interrumpió las protestas del abogado.

—Yolanda Berrueta afirma que existe una orden de alejamiento contra su cliente que le impide acercarse a ella a menos de doscientos metros, ¿es así?

El jefe de gendarmes endureció su gesto y le miró inquisitivo.

—¿Y quién es usted, si puede saberse? —respondió evasivo el abogado.

—Inspectora Salazar, jefa de Homicidios de la Policía Foral.

Él la observó doblemente interesado.

—¿Así que es usted Salazar? Aquí no tiene jurisdicción.

—Se equivoca de nuevo —contestó sarcástico el jefe de gendarmes—. Lea la orden. Si no sabe, se la leeré yo.

El abogado le dedicó una mirada envenenada antes de centrar su atención en el documento. Se volvió hacia la pareja que esperaba bajo el paraguas y les susurró algo que provocó sus airadas protestas.

—Tienen veinte segundos para salir del cementerio —dijo el jefe dirigiéndose a los policías uniformados—; si se resisten, deténgalos y trasládenlos a comisaría.

El abogado acompañó a sus clientes fuera del cementerio, aunque desde la parte superior Amaia pudo ver que se detenían calle abajo respetando escrupulosamente la distancia de doscientos metros.

La lluvia arreciaba formando profundos charcos entre las sepulturas. Cuando los operarios regresaron con la grúa, aún les llevó otro cuarto de hora calzar los apoyos en la irregular superficie del cementerio. Con una especie de pasacables deslizaron las cintas bajo la losa y con lentitud comenzaron a izarla.

—¡Deténganse! —gritó el jefe de gendarmes corriendo hacia ellos mientras sostenía su teléfono pegado a la oreja.

—¿Qué ocurre? —preguntó Amaia alarmada.

—Vuelvan a colocarla en su sitio, la jueza ha revocado la orden.

Amaia abrió la boca incrédula.

—Acompáñeme —le indicó el jefe—. Quiere hablar con usted.

De nuevo el siseo de la ventanilla con la que la jueza ponía distancia con el mundo.

—Inspectora Salazar, explíqueme por qué acabo de recibir una llamada de un juez español que me ha dicho que lleva este caso y que denegó explícitamente el permiso para abrir tumbas de niños. ¿Quién se ha creído que es? Me ha puesto en ridículo ante mi colega, al que he tenido que pedir disculpas sólo porque usted no sabe dónde está el límite.

El agua chorreaba por los costados de su gorro, e, inclinada como estaba, se escurría desde los bordes ocasionando que un par de gruesos goterones cayesen en el interior del coche y mojaran el forro interno de la puerta mientras la jueza los miraba con visible desagrado.

—Señoría, ese juez denegó la orden para otro caso que en un principio no tiene relación con este punto. Ya le he explicado…

La jueza la interrumpió:

—No es eso lo que él me ha dicho. Pasó por encima del juez y me ha puesto en una situación muy difícil. Inspectora, estoy muy enfadada; sepa que se lo comunicaré a sus superiores y espero que nunca precisen de mí, porque desde ahora le digo que no tendrá mi colaboración —sentenció accionando el botón de la ventanilla, que se elevó haciéndola desaparecer en su atmósfera de hierbabuena mientras el coche arrancaba.

El rostro le ardía de humillación y rabia mientras sentía la mirada de los policías clavada en su espalda. Apretó los labios, sacó el teléfono, que inmediatamente se cubrió de lluvia, y marcó el número de Markina. Escuchó una, dos, tres señales de llamada antes de que quedase interrumpida. Markina le había colgado, y estuvo segura de que en más de un sentido.