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Amaia consideraba que era el pueblo más bonito del sur de Francia. Ainhoa, la primera población francesa después de pasar la frontera en Dantxarinea, perteneciente a la región de Aquitania, en el territorio vascofrancés de Laburt, fue construida en el siglo XIII en el eje fronterizo del Camino de Santiago con Baztán, y seguramente, como el mismo Elizondo, se concibió como lugar de acogida y paso para los numerosos peregrinos que pasaban por allí. Aparcaron junto al frontón y caminaron por la ancha avenida admirando la arquitectura de las casas, muy similares a las de Txokoto en Elizondo, pero en las que las habituales vigas marrones de Baztán se habían pintado de vivos colores verdes, rojos, azules y amarillos; observaron, también, los blasones y las placas que, tallados en piedra, alardeaban de sus nombres de origen vasco y grotescamente afrancesados. La casa de la familia Tremond se hallaba al final de la calle, donde la avenida dibujaba una suave curva que se abría hacia una zona más inclinada, plagada también de hermosas casas. Pasaron ante ella dedicando una apreciativa mirada al patio, visible desde la puerta abierta y cubierto de cantos rodados incrustados en la piedra, que dibujaba un perfecto círculo en lo que en el pasado había sido un patio de carrozas.

Pero si había algo que distinguía Ainhoa, si había algo que para Amaia lo definía total y absolutamente, era su cementerio alrededor de la iglesia. Juan Pérez de Baztán, señor de Jaureguizar y Ainhoa, dedicó su iglesia a Nuestra Señora de la Asunción, aunque a lo largo de los siglos sufrió tantos cambios y modificaciones que resultaba difícil establecer su estilo. Ainhoa se distinguía, además de por su iglesia, por un tradicional frontón y una avenida franqueada de hermosos caserones pintados de vivos colores que conservaban todo el sabor de otras épocas. Los enterramientos en torno a la iglesia comenzaron alrededor del siglo XVI con el aumento de una población por fin establecida y con los numerosos fallecimientos de los peregrinos que pasaban por allí. Se ideó un camposanto formando galerías en las que cada casa tenía su lápida sepulcral junto a la de su vecino, y tan pegadas que era casi imposible acceder a algunas de las tumbas sin pasar por encima de otras. Las numerosas estelas discoidales estaban adornadas con figuras geométricas, cruces vascas y sobre todo figuras solares y otras que representaban los oficios de los difuntos; las más elaboradas contaban la historia entera de sus vidas, desde el nacimiento hasta su defunción. El cementerio de Ainhoa circundaba completamente la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción sobre la pequeña loma en mitad del pueblo, de modo que los panteones y cruces eran visibles desde cualquier lugar de la calle, de los comercios y cafeterías, y se había prescindido del muro que habitualmente encierra los camposantos para marcar el límite entre los vivos y los muertos, por lo que allí se mezclaban de un modo amable y cotidiano que resultaba chocante al forastero.

La iglesia estaba oscura, fría y silenciosa. Un hombre y una mujer sentados en la primera fila fueron las únicas personas que vieron por allí. Dieron una vuelta entera al cementerio antes de localizar el panteón de la familia Tremond. Como Yolanda Berrueta les había adelantado, aparecía totalmente cubierto de flores, en su mayoría blancas, como corresponde, según la tradición, a los niños muy pequeños. Se acercaron hasta la antigua lápida de oscura piedra y Amaia percibió la incomodidad de Iriarte al pisar las tumbas contiguas por la falta de respeto que proverbialmente suponía hacer algo semejante.

—No se preocupe. Aquí debe de ser algo habitual, no hay otro modo de llegar hasta algunos panteones.

El subinspector Etxaide apartó algunos de los ramos para poder leer las inscripciones que había sobre la lápida y comprobó que los nombres de los niños no aparecían.

Colocó de nuevo las flores y se alejó unos pasos, deteniéndose, para disgusto de Iriarte, sobre las inscripciones de otra lápida.

—Jefa, desde aquí se aprecia que la losa está inclinada, un poco ladeada —dijo acercándose de nuevo y pasando los dedos por el borde que unía la piedra de la tumba con la lápida.

—Sólo es un efecto óptico. Ocurre porque alguien ha intentado forzar el sepulcro apalancando la piedra y esta arenisca tan antigua se ha deshecho en el lugar donde recibía presión como si fuese galleta mojada.

Amaia pasó los dedos por el lugar que Jonan le indicaba y apreció el hueco y el mordisco más claro en la piedra que la palanca había dejado.

Una mujer que podría tener unos noventa años se había detenido en el sendero de piedra y los observaba con curiosidad. Jonan se acercó sonriendo y, tras charlar un par de minutos con ella, se despidió besándola en ambas mejillas, tras lo que regresó junto a Amaia y el taciturno Iriarte, que parecía contagiado por toda la tristeza de aquel lugar.

—Madame Marie me ha dicho que el sacerdote no llegará hasta las doce.

Amaia consultó su reloj y vio que aún faltaba casi media hora.

—Podemos tomar un café, aquí hace un frío de muerte —propuso sonriendo, sobre todo por el gesto de desagrado de Iriarte, mientras salía de entre las tumbas y se dirigía a la escalera que iba a la calle principal.

Había una cafetería en la esquina, pero Amaia se entretuvo mirando los cachivaches que adornaban el escaparate de una tienda de souvenirs situada justo delante del cementerio.

—Jonan, ven un momento. ¿Qué pone aquí? —pidió.

Etxaide leyó en francés y luego tradujo.

—«Nuestros vecinos de enfrente están muy tranquilos, pero nosotros vivimos mejor. De momento no pensamos en mudarnos».

Amaia sonrió.

—Humor negro, inspector Iriarte, convivir con la muerte crea curiosos vecinos —dijo tratando de iniciar una conversación con él. Desde el día anterior, y tras el episodio del registro en casa de Fina Hidalgo, estaba más serio que de costumbre.

—Me parece terrible lo que puede suponer para los que viven aquí —murmuró él levantando la cabeza y haciendo un gesto hacia los balcones de los primeros y segundos pisos—. Cada día, lo primero que ven al despertarse es el cementerio, no creo que esté bien como modo de vida para nadie.

—En Elizondo, en el pasado, el cementerio también estuvo ubicado alrededor de la antigua iglesia antes de que la riada lo destruyera y fuera trasladado al camino de los Alduides.

—Sólo le digo que, si continuase allí, yo jamás me compraría una casa desde la que tuviese que ver entierros y exhumaciones.

Entraron en la tienda y Amaia se entretuvo un rato eligiendo marcapáginas con estampas de la población.

El propietario les saludó sonriente.

—¿Están haciendo turismo?

—Sí, pero hemos venido sobre todo porque conocemos a una familia que vivía aquí, los Tremond, son los de la casa de postigos rojos que está más abajo…

El hombre asintió vivamente.

—Sé quiénes son.

—Hemos estado visitando la tumba de los pequeños, ¡qué terrible desgracia la de esta familia!

El hombre asintió de nuevo, esta vez pesarosamente. Amaia sabía por experiencia que a todo el mundo le gusta hablar de las desdichas ajenas.

—Oh, sí, una desgracia. La mujer se volvió completamente loca de dolor, está tan obsesionada que en más de una ocasión ha intentado abrir la tumba de los pequeños. —Bajó el tono hasta convertirlo en una declaración confidencial—: La aprecio muchísimo. Es una mujer muy agradable, aunque una vez yo mismo tuve que avisar a los gendarmes. La tumba de los niños se ve perfectamente desde aquí y pude apreciar cómo intentaba abrirla con una palanca. Yo no quería causarle problemas, pero era tan horrible lo que quería hacer.

—Hizo usted bien —le tranquilizó Amaia—. Es usted un buen vecino y seguro que la familia le está agradecida.

El comerciante sonrió satisfecho, con la complacencia del deber cumplido y reconocido. Salieron de la tienda justo cuando un hombre con sotana y alzacuellos cruzaba el cementerio con pasos largos. Renunciando al café, lo siguieron hasta el interior de la iglesia, donde al fin le alcanzaron y pudieron hablar con él.

—Conozco a esa familia y el terrible trance por el que han tenido que pasar —les comentó el sacerdote—. La esposa perdió la razón y viene cada semana para intentar convencerme de que los niños no están en esa tumba, dice que alguien se llevó sus cuerpos y que ella, como madre, puede sentir que no están ahí. Soy muy respetuoso con el instinto maternal: me parece una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza; el mismo amor de nuestra madre María es una de las piedras angulares en nuestra Iglesia, y el dolor que una madre puede llegar a sentir por la pérdida de un hijo no es igualable a ningún otro en este mundo, por eso puedo entender el dolor de Yolanda. Pero, por más que lo entienda, no puedo darle alas. Sus hijos fallecieron y están enterrados en este cementerio. Yo mismo oficié el funeral y presencié cómo los ataúdes eran descendidos hasta la fosa.

—Un vecino nos ha contado que una vez Yolanda intentó abrir la tumba. ¿Es esto cierto?

El sacerdote asintió pesarosamente.

—Me temo que en más de una ocasión. Éste es un pueblo pequeño y todo el mundo lo sabe ya, así que cuando alguien la ve rondar por el cementerio me avisan o avisan a la policía. Tienen que entender que ella no es peligrosa ni agresiva, pero está tan obsesionada…

—Sólo una pregunta más: ¿por qué los nombres de los niños no aparecen en la lápida?

—Oh, me temo que los panteones son muy antiguos; la arenisca está erosionada por la intemperie, así que en la mayoría de los casos se opta por colocar sobre la tumba una placa suelta con el nombre y la fecha. Así estaban las de esos niños, hasta que Yolanda las rompió arrojándolas a la carretera y diciendo que sus hijos no estaban allí y que lo que ponía en aquellas placas era mentira.

Al regresar a comisaría, los afligidos silencios de Iriarte se tradujeron en una petición.

—Inspectora, ¿puede venir a mi despacho?

Amaia entró y cerró la puerta a su espalda, y él se dirigió lentamente hacia su silla.

—Siéntese, inspectora —la invitó—. Llevo desde ayer dándole vueltas a esto…

No hacía falta que lo jurase, cuando un año atrás se había iniciado el caso Tarttalo ya había notado el modo en que la aparición de los huesos de niños le afectaba. Encontrar el cadáver de la niña de Esparza metido en una mochila no había contribuido a mejorar su imagen del mundo, y la índole kafkiana que había tomado la muerte de Elena Ochoa, o las de Esparza y Berasategui, le tenía especialmente sombrío y preocupado. Pero desde el incidente del registro en casa de Fina Hidalgo apenas si había dicho cuatro palabras.

—Salazar, cuando hace un año la conocí con el caso Basajaun supe enseguida que tenía ante mí a una gran investigadora. He tenido en este tiempo ocasión de acceder a niveles en las investigaciones que jamás habría soñado, y contar con usted en esta comisaría es un lujo que todos apreciamos profesionalmente. —Se humedeció los labios, en un gesto que denotaba cuán difícil le resultaba decir aquello—. No es usted fácil, nadie dice que deba serlo, cada uno es como es y estoy seguro de que su complejidad es fundamental en sus procesos deductivos y no pretendo que la brillantez pueda venir de otro modo. Nuestro trabajo es complicado y a menudo surgen divergencias de opinión, surgen entre todo el resto de compañeros, y yo no soy la excepción. En este último año, en más de una ocasión he tenido serias dudas de hacia dónde se dirigían sus avances, pero sabe que siempre le he dado mi apoyo y a veces mi silencio.

Amaia asintió recordando cómo Iriarte la acompañó bajo la lluvia mientras cubría con la oscura tierra de Baztán los huesos de sus antepasados en la itxusuria familiar.

—Pero… —adelantó ella.

Él hizo un gesto admitiendo que había un pero.

—No puede poner en duda la integridad de todo el equipo, no puede poner en la picota a todos esos policías. Admito que es más que sospechoso que Fina Hidalgo destruyese el fichero que queríamos revisar, y caben pocos argumentos para la casualidad. Comprendo la frustración y las sospechas, pero no puede acusar sin pruebas a todos los integrantes de su equipo. Como jefe de la comisaría he abierto una investigación interna para tratar de esclarecer si la información pudo salir de aquí. Pero hay algo que debe entender: llevo en Baztán toda mi vida, y en esta comisaría ya muchos años, y, si la información no es reservada, la gente habla. El comentario pudo hacerse sin mala intención, quizá alguien se lo dijo a un familiar que quizá lo soltó en un lugar público… Respondo de la integridad de esos policías; nadie llamó a Fina Hidalgo, y creo que fue un error pedirles que entregasen sus teléfonos personales.

Ella le miraba muy seria sabiendo cuánto le costaba a Iriarte decirle aquello; mientras le escuchaba, su humor cambió del enfado inicial a la más absoluta contrición. Ver a Iriarte en aquel brete, buscando las palabras adecuadas para decirle que estaba equivocada, evitando mirarla durante más de tres segundos seguidos, hablando bajo y pausado para quitarle al mensaje cualquier tipo de hostilidad…

—Tiene razón —admitió—. Habló la frustración por el fiasco del registro, y la verdad es que a mí también me cuesta creer que alguno de estos hombres sea capaz de dar al traste con una investigación por resentimientos personales. Pero lo cierto es que poco importa si fue algo accidental, la enfermera Hidalgo ha destruido pruebas porque alguien le dijo que íbamos, y eso ha comprometido la investigación. Sólo espero que, como dice, logre depurar responsabilidades. Esto es una comisaría, no el patio de la escuela, y todos estos profesionales deberían saber cuáles son sus atribuciones al llevar el uniforme. —Suavizó un poco el tono para decir—: Agradezco su lealtad y su sinceridad, y le reitero lo mismo por mi parte. Le reconozco como jefe de esta comisaría y le pido disculpas; me he extralimitado en mis funciones, no pretendía ningunearle, sólo espero que todos entiendan la gravedad de lo que ha pasado.

—Todos nos damos cuenta, se lo aseguro.

Ella se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Inspectora, una cosa más. Ha llegado la invitación para participar en los seminarios del FBI y la autorización desde Pamplona; tiene la documentación sobre su mesa. Sólo falta su firma y le daremos curso.

Ella asintió mientras salía del despacho.

El inspector Montes se dejó caer en la silla mientras sonreía.

—Ha sido fácil, en el registro mercantil aparecen varias empresas a nombre de Marcel Tremond, la mayoría relacionadas con tecnología eólica, motores para molinos y esas cosas, y con gran presencia en Navarra, Aragón y La Rioja. En todos los asientos del registro salen como representantes los abogados Lejarreta y Andía. Así que la relación queda establecida sin lugar a dudas.

—Yo no he tenido tanta suerte —intervino Jonan—: han llegado los resultados de las muestras de papel recogidas de la hoguera en casa de la enfermera Hidalgo; no se ha podido sacar nada en limpio, el papel estaba muy deteriorado —dijo, dejando un pliego impreso sobre la mesa—. Por otra parte, llevo todo el día mandando correos y hablando por teléfono con los forenses franceses y con el hospital donde fallecieron los niños. No hay autopsia. La pediatra que había tratado a los niños desde que nacieron firmó el certificado de defunción y no consideró necesario practicarla. El entierro lo organizó una funeraria de la zona. Ellos se encargaron del traslado desde el hospital al tanatorio y desde allí al cementerio. Marcel Tremond pidió que le dejaran a solas con sus hijos para poder despedirse, algo que es muy habitual; nadie más estuvo a solas con los ataúdes, y recuerdan perfectamente que a petición del padre los féretros permanecieron cerrados.

Amaia observó pensativa los rostros de los policías mientras procesaba la nueva información; ya lo había hecho antes. Si había dado estos pasos era porque estaba casi segura de obtener estas respuestas, y ahora que sus sospechas se veían confirmadas, el suelo parecía tambalearse bajo sus pies. Suspiró contenida, consciente de que la suma de lo que ellos traían con lo que ella sabía debía por fuerza producir un movimiento, un movimiento que no tenía claro si estaba dispuesta a llevar a cabo.

—Mi testigo en la zona reconoce el coche como uno de los que habitualmente solían aparcar frente a la casa de los Martínez Bayón, aunque creo que comienza a darse cuenta de la trascendencia que esto puede alcanzar. Hoy me ha dicho que, aunque está bastante segura, no lo juraría en un juicio; no anotó matrículas. En el caso de la enfermera Hidalgo y de Esparza, no tenía dudas porque conocía los coches o éstos portaban distintivos, como en el caso de Berasategui, y además les vio más de una vez cuando entraban o salían de la casa. Con Tremond no podría jurarlo, aunque de lo que sí está segura es de haber visto a Yolanda Berrueta haciendo fotos a la casa desde la colina en más de una ocasión.

Iriarte asintió.

—La casa se convierte en el nexo de unión con Berasategui. Aunque nadie puede asegurar que coincidieran, es obvio que la frecuentaban, y teniendo en cuenta el gusto por los huesos de infante que tenía nuestro amigo el psiquiatra, creo que cualquier juez vería una sospecha razonable y suficiente para amparar una exhumación.

—Cualquier juez puede, el juez Markina no —aseguró ella.

—Inspectora, el juez Markina no tiene jurisdicción en Francia —dijo mirándola fijamente mientras asentía y le daba tiempo para asimilar el calado y la importancia de sus palabras—. Conozco a la jueza De Gouvenain. Hace un par de años colaboramos con los gendarmes en un caso de tráfico de drogas en el que durante un ajuste de cuentas apareció muerto uno de los implicados en territorio navarro; es una mujer razonable y acostumbrada a tratar con temas sórdidos, pero con un gran corazón. No le temblará la mano para autorizar a abrir una tumba, sobre todo si con ello mitiga el desconsuelo de una madre, y creo que si argumenta sus razones para la petición en el sufrimiento de Yolanda Berrueta, que le ha llevado casi a perder totalmente la razón, algo que se podría haber evitado con la certeza que obtendría al comprobar que en efecto los cadáveres de sus hijos están en sus tumbas, la autorización está casi asegurada.

—Es muy arriesgado, no puedo hacerlo así. ¿Qué pasará si resulta que los niños no están en sus tumbas? ¿Qué pasará si, como sospecho, Marcel Tremond se llevó a sus hijos al mismo lugar adonde Esparza quería llevar el cadáver de su hija, quizá al mismo lugar adonde mi propia madre llevó el de mi hermana? Si los niños no están en su tumba, ¿cómo podré justificar ante la jueza no haberle explicado antes los antecedentes de la investigación?

Él asintió.

—Hágalo entonces a través de la policía francesa. Cuénteles lo que tiene y deje que sean ellos los que soliciten la autorización, pero omita todo lo que tiene que ver con su madre y su hermana; las implicaciones personales no le van a gustar nada a la jueza y pueden ser la razón de que se lo deniegue; por lo demás no veo problema. El caso ha llegado hasta la muerte de Esparza, aunque ha establecido relación con Berasategui, y el caso Tarttalo trascendió más allá de nuestras fronteras despertando el interés en nuestros vecinos; de hecho, recibí varios correos y llamadas de nuestros colegas del otro lado de los Pirineos, así que es probable que la jueza esté enterada. La parafernalia de un asesino como Berasategui llama demasiado la atención como para que un juez se sustraiga a la posibilidad de meter las narices en un asunto así. Plantéelo como una leve sospecha. Estoy seguro de que la contingencia de que un crimen en el que pudiera estar remotamente implicado el tarttalo hubiera traspasado la frontera francesa es un caramelo demasiado jugoso como para que una jueza ambiciosa como De Gouvenain se resista. —Consultó su reloj—. El inspector de gendarmes trabaja hasta tarde y tengo su teléfono.

Ella asintió garabateando su firma de conformidad en la autorización para asistir a los seminarios de Quantico.