24

La dueña de Lau Haizeta la recibió con su habitual cordialidad. Amaia se entretuvo acariciando las cabezas lanudas de los perros, en las que a aquella altura del invierno, ya casi primavera, se habían formado guedejas tan largas y prietas como las de la lana de las ovejas de las que solían cuidar.

—Si les hace mimos, ya no se los quitará de encima —le advirtió la dueña de la casa asomándose para indicarle que el café ya estaba listo. Pero ella aún se demoró un poco más sonriendo ante la demanda de los perros, que competían saltando a su alrededor, con lo que habían conseguido por fin que el mal humor y el enfado que habían aguantado intactos hasta allí se disipasen como arrastrados por el viento. La sardónica sonrisa de Fina Hidalgo sentada en su cocina, tan confiada como una reina en la audiencia a sus vasallos y ofreciéndole las nueces, la perseguía como la más clara declaración de inculpación. El modo en que había extendido la mano ofreciéndole los frutos secos sin dejar de mirarla, sabiendo que ella lo sabía, constituía una confesión sólo para sus ojos. Entendía la indignación de Iriarte, entendía las explicaciones de Jonan, las justificaciones de Montes, pero era evidente que la información sólo podía haber salido de allí. En su ecuación particular la X seguía siendo Zabalza; había algo en él que no terminaba de cuadrarle, quizá fuese su intento de ser «normal», de encajar y a la vez ser fiel a sí mismo lo que le chirriaba de él. Ella podía establecer la diferencia, no tenía por qué caerle bien, no tenía por qué gustarle para ser un buen policía, y había momentos en los que sospechaba que podía llegar a serlo; pero no se fiaba de él. Aun así, no tenía ninguna prueba que lo relacionase con Fina Hidalgo y le costaba imaginar que, por muy resentido que estuviese con ella, fuese capaz de poner en peligro un caso sólo por hacerla quedar mal.

Saboreó el café mientras la mujer le contaba anécdotas sobre los perros, lo buenos que eran y cómo cuidaban el caserío. Había pasado más de una hora cuando volvió a mirar el reloj y se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo, porque no sabía qué hacer, porque se había quedado sin salidas. Sacó su teléfono móvil y mostró a la mujer las fotos de Fina Hidalgo y su coche, las que habían tomado el día anterior en la puerta de su casa. La reconoció de inmediato.

—Es la enfermera Hidalgo, la hermana del doctor. La conozco desde hace años.

—¿La ha visto entrar alguna vez en la casa de al lado?

—Muchísimas veces, ella es una de las que sigue viniendo a menudo.

Iba a guardarse el teléfono, pero buscó la foto de su hermana Flora y se la mostró a la mujer.

—A ésta también la conozco de verla en la televisión. ¿No es la que hace ese programa de repostería? Me han dicho que es de aquí, del valle.

—¿La ha visto alguna vez ir a la casa? Fíjese en el coche.

—Muy bonito…, pero no, no la he visto.

Se despidió de la dueña de Lau Haizeta con una mezcla de progreso y decepción. ¿De qué le serviría la declaración de la mujer confirmando que todas aquellas personas visitaban la casa si no podía probar que entre ellos hubiese otra relación que la puramente social o amistosa? Condujo hasta lo alto de la colina y detuvo el coche en el lugar desde el que podía verse buena parte de Argi Beltz; después, y sin saber muy bien para qué, bajó la cuesta hasta la entrada de la casa, aparcó allí el coche y permaneció en el interior observando la empalizada que mimetizaba la puerta y la entrada al garaje. Entonces percibió por el espejo retrovisor un movimiento detrás del vehículo. Sobresaltada, se volvió a mirar y vio a una mujer que había trepado por la ladera, frente a la casa, hasta superar la altura de la valla y que desde allí sacaba fotos con una cámara que en la distancia le pareció profesional. Bajó del coche y se dirigió hacia ella ascendiendo con dificultad, pisando una hierba tan alta e inclinada que resultaba terriblemente resbaladiza. La mujer tendría unos cuarenta años y vestía prendas deportivas de buena calidad, aunque el exceso de peso y seguramente el esfuerzo del ascenso habían desplazado la sudadera hacia arriba mostrando una porción de carne rolliza en sus caderas. Tan ensimismada estaba en su labor que no se percató de la presencia de Amaia hasta que estuvo muy cerca. Al verla, se asustó y empezó a gritar.

—Estoy en un lugar público. Puedo hacer fotos si quiero.

—Tranquilícese —comenzó a explicarse Amaia.

—No se acerque más —gritó ella retrocediendo con brusquedad, lo que ocasionó que perdiese el equilibrio y se quedara sentada en la hierba durante unos segundos. Se puso en pie sin dejar de chillar—. Déjeme en paz, usted no puede impedirme estar aquí.

Amaia sacó su placa.

—Cálmese, no pasa nada, soy policía.

La mujer la miró desconfiada.

—No lleva uniforme…

Amaia sonrió mostrando su placa.

—Inspectora Amaia Salazar.

La mujer la miró valorándola.

—Es usted muy joven…, no sé, al pensar en una inspectora una se imagina a una mujer más mayor.

Amaia se encogió de hombros casi a modo de disculpa.

—Me gustaría hablar con usted.

La mujer se pasó una mano por la frente sudorosa apartando el flequillo recto, que quedó pegado a un lado de la cabeza. Asintió.

—Creo que es mejor que bajemos —propuso Amaia.

La mujer emprendió un descenso lento y patoso en el que resbaló un par de veces al pisar las altas hierbas. Trastabilló sin llegar a caer hasta que llegó a su altura. Amaia le ofreció una mano, que ella aceptó, y juntas fueron hasta el coche.

—¿Le han llamado ellos? —preguntó la mujer en cuanto alcanzó la carretera.

—¿Se refiere a los propietarios? —dijo Amaia señalando la finca—. No, sólo estaba dando un paseo y me llamó la atención verla haciendo fotos a la casa.

La mujer se quitó el grueso jersey y se lo ató a la cintura cubriendo con las mangas sus gruesas caderas. Las axilas de su camiseta se veían empapadas de sudor por el esfuerzo de su ascensión a la colina.

—No es la primera vez que me «invitan» a largarme de aquí, pero no hago nada malo.

—No he dicho que lo haga, pero me gustaría saber por qué le interesa tanto esa casa. ¿Acaso quiere comprarla? —la animó Amaia.

—¿Comprarla? Antes viviría en un vertedero. No es la casa lo que me interesa, sino lo que esos asesinos hacen ahí dentro.

Amaia se puso tensa y, obligándose a mantener la calma, preguntó:

—¿Por qué cree que son asesinos?

—No lo creo, lo sé: ellos mataron a mis niños y ahora no me los quieren dar, ni siquiera tengo a dónde ir a llorarlos.

La frase era lapidaria. Les acusaba de haber matado a sus hijos y, a la vez, de haber robado sus cadáveres. Amaia miró alrededor, consciente de que no podían continuar aquella conversación allí y buscando algo que había echado en falta.

—¿Dónde está su coche, cómo ha llegado hasta aquí?

—Andando…, bueno, mi padre me acerca en coche hasta la borda que hay más arriba y me recoge al final de la mañana; desde que estuve enferma el médico me recomendó salir a caminar todos los días —contestó—. Además, con el tratamiento que tomo tampoco puedo conducir.

—¿Aceptaría que tomásemos un café? Me gustaría hablar con usted, pero no aquí —dijo haciendo un gesto hacia la casa.

La mujer echó una mirada recelosa al coche de Amaia y a la casa, y por fin asintió.

—No puedo tomar café, por los nervios, pero iré con usted. Hace bien en no querer hablar aquí, sabe Dios de lo que son capaces esos asesinos.

Mientras conducía hacia Etxebertzeko Borda observó de soslayo a la mujer. Seguía transpirando copiosamente y despedía un fétido olor a sudor. El pelo, recogido en una coleta descuidada de la que habían escapado varios mechones, se veía un poco grasiento; sin embargo, el flequillo recto delataba la mano experta de un buen peluquero, que también le había aplicado mechas rubias por toda la cabellera. La cámara que colgaba de su pecho era, sin duda, un modelo muy caro, y llevaba varios anillos que a primera vista parecían buenos. Las manos, cuidadas y con las uñas bastante largas, se veían hinchadas, y los anillos se clavaban en sus dedos rechonchos de un modo desagradable. Amaia supuso que había ganado peso en muy poco tiempo y quizá todavía estaba engordando. A algunas personas les cuesta tomar conciencia de que necesitan una talla más, en su caso un par de ellas.

Aparcó junto a la borda y caminaron en silencio hacia la entrada, descartando la terraza donde solía sentarse con James cuando iban allí en verano y desde la que podía escucharse el rumor del río. Entraron directamente al comedor y un hombre de mediana edad salió a recibirles desde la cocina. Amaia pidió las bebidas mientras la mujer elegía a propósito la mesa más alejada de la barra, a pesar de que, en cuanto les hubo servido, el hombre regresó a la cocina, donde se oía hablar a varias mujeres.

—¿Por qué cree que esas personas asesinaron a sus hijos? ¿Se da cuenta de la gravedad de lo que está diciendo? ¿Tiene pruebas de ello? ¿Es consciente de que, si no las tiene, esas personas podrían emprender acciones contra usted?

La mujer la miró en silencio durante unos segundos. Inexpresiva, su gesto parecía idiotizado, como si no comprendiese sus palabras. Amaia se preguntó qué clase de tratamiento podía estar tomando. Entonces, la mujer le sorprendió respondiendo con un ímpetu extraordinario.

—Si digo que esas personas asesinaron a mis hijos, es porque ellos son los responsables de que estén muertos. Y sí que me doy cuenta de la gravedad de lo que digo y claro que tengo pruebas. No les vi matarlos, si es eso lo que me pregunta, pero mi marido se enredó con ellos en sus oscuras ofrendas y les entregó a mis hijos, y por si no fuera suficiente se han llevado sus cuerpos y me han dejado una tumba vacía. —La mujer sacó su teléfono móvil y le mostró la foto de dos bebés de escasos tres meses enfundados en sendos pijamas azules.

—¿De qué fallecieron sus hijos?

La mujer comenzó a llorar.

—De muerte de cuna.

—¿Los dos niños sufrieron síndrome de muerte súbita?

La mujer asintió sin dejar de llorar.

—La misma noche.

Amaia repasó mentalmente la lista que Jonan había confeccionado. No recordaba ningún caso de mellizos o gemelos fallecidos a la vez, algo que estaba claro que era demasiado chocante como para que se les hubiese pasado por alto.

—¿Está segura de que ésa fue la causa que el médico estableció como motivo de los fallecimientos? Quizá los niños murieron de otra cosa, como insuficiencia respiratoria o ahogamiento por vómito, que pueden ser confundidas con muerte de cuna.

—Mis hijos no se asfixiaron, no se ahogaron, murieron mientras dormían.

Sus argumentos eran contradictorios. Seguía transpirando copiosamente, a pesar de que la temperatura del local era fresca, y en la corta distancia que las separaba Amaia podía oler el sudor acre de sus axilas y el aliento fétido que expelía con fuerza en sus nerviosos jadeos. Era evidente que estaba enferma por su alusión a la medicación que tomaba, un tratamiento que imposibilitaba conducir, y por la prohibición de tomar café; hablaban de una afección nerviosa importante. Amaia bajó la mirada mientras admitía que se había dejado enredar por una pobre mujer con sus facultades alteradas. Sin embargo, no dejaba de llamarle la atención que tuviera como centro de sus neuras precisamente aquella casa, precisamente a aquella gente. Hablaba de dos niños varones, esto en sí mismo ya establecía una diferencia. Pero es que no constaba el fallecimiento simultáneo de dos hermanos.

—Yo no quería tener hijos, ¿sabe? Era mi marido el que los deseaba, imagino que yo era un poco egoísta; soy hija única, siempre he vivido muy bien, me gustaba viajar, esquiar y divertirme. Cuando le conocí a él ya tenía más de treinta y cinco años, y ya había descartado ser madre. Él es un poco más joven que yo, un francés muy guapo. Mucha gente dijo que se casaba conmigo por mi dinero, pero cuando insistió tanto en tener hijos pensé que de verdad quería formar una familia, así que me quedé embarazada, y entonces mi vida cambió: nunca creí que se pudiera querer tanto a alguien; después de todo lo que había pasado no creí que pudiera cuidarlos, ni siquiera que pudiera quererlos. Pero la naturaleza es sabia y te hace amar a tus criaturas, a todas tus criaturas. Los amé en cuanto los vi y cuidé bien de ellos; desde el instante en que nacieron fui una buena madre. —Amaia la miraba muy seria, escuchándola—. Usted puede creer que no fue así, porque me ve como estoy ahora, pero yo antes no era así. Cuando mis hijos murieron me volví loca, no me importa reconocerlo, no es nada malo: el dolor de perderlos y de ver cómo reaccionaba mi marido me superó.

—¿Qué hizo él? —preguntó Amaia sin poder contenerse, a pesar de que sabía que en aquel momento no debía interrumpirla.

—Me dijo que todo iría bien, que a partir de ese día todo iba a ir bien. Y entonces fue cuando se los llevaron. Tenemos un precioso panteón que mi exmarido mantiene lleno de flores, pero está tan vacío como su corazón, porque el mismo día del entierro de mis hijos se los llevaron.

—Ha dicho exmarido, ¿ya no están casados?

La mujer rió amargamente antes de contestar.

—Yo no estuve a la altura de las circunstancias. Tal y como él había vaticinado, las cosas comenzaron a irle muy bien, aunque no nos hacía falta más dinero: mi familia es muy rica, somos los propietarios de las minas de Almandoz, pero él quería tener su propio dinero, su propia fortuna, y en sus planes no entraba una esposa en tratamiento psiquiátrico que había engordado cuarenta kilos e iba diciéndole a la gente que sus bebés no estaban en su tumba. Me dejó, y ahora está casado con su puta francesa y van a tener un hijo… Los míos tendrían tres años ahora.

—¿Su exmarido vive en Francia?

—Sí, en Ainhoa, en nuestra antigua casa. Yo no podía quedarme allí después de aquello, pero a él le da igual; vive allí con su nueva esposa y pronto con su nuevo hijo.

—¿Entonces sus hijos fallecieron en Francia? —preguntó Amaia.

—Sí, y deberían estar enterrados allí, en el precioso cementerio de Ainhoa, pero no están.

Amaia la estudió con ensayada atención y sin preocuparse de que ella lo notara. Su descaro no pareció molestar a la mujer, que se entretuvo mientras tanto en colocarse con los dedos el flequillo húmedo de sudor.

—¿Estaría usted dispuesta a hacer una declaración en comisaría contando todo lo que me ha dicho?

—Claro que sí —contestó—. Estoy harta de decírselo a todo el mundo sin que nadie me haga caso, ya no sé a quién recurrir.

—Debe saber que esto no significa nada, tendremos que comprobar cuanto nos ha dicho. Quiero que ponga por escrito todo lo que me ha contado y añada fechas o datos que puedan servir para corroborar su declaración. Apunte todo lo que pueda recordar aunque parezca que no tiene importancia. Y ahora necesitaré un número de teléfono donde pueda localizarla.

La mujer la miraba con su gesto vacuo, pero asintió y contestó:

—Apunte…

La sala de reuniones de la primera planta era desproporcionada para un grupo de cinco personas. Normalmente les reunía en su despacho a fin de agilizar las rutinas diarias y huir del formalismo que suponía ponerse ante ellos como un sargento de la policía neoyorquina para dar las pautas del día. Pero después del descalabro con el registro en la casa de la enfermera Hidalgo necesitaba dejar claros aspectos relativos al liderazgo, a la lealtad y al compromiso. Convocó a los veintidós policías de aquel turno y comenzó haciendo un breve resumen de los pasos que se habían dado para la obtención de la orden y de lo acaecido entre las horas transcurridas desde ese momento hasta la hora del registro, al tiempo que expresaba sus más que fundadas sospechas de que la enfermera Hidalgo les estaba esperando. Invitó a todos a que en un ejercicio de responsabilidad se sumaran al compromiso de desterrar actitudes que podían poner en peligro las investigaciones. Era la primera vez que les convocaba en aquella sala; aquel tipo de reuniones eran responsabilidad de Iriarte, que, sentado en la primera fila, permanecía cabizbajo y probablemente molesto por la intrusión. Evitó en todo momento dirigirse concretamente a ningún miembro de su equipo, incluso mirarlos, aunque era evidente que, a pesar de sus intentos por diluirlos entre los demás, el mensaje iba dirigido a ellos. Cuando la reunión terminó, retuvo a su equipo un poco más.

—Ha aparecido una nueva testigo.

Todos la miraron interesados.

—Una mujer que afirma haber tenido dos bebés que fallecieron de muerte de cuna simultáneamente. Dice también que su marido, ahora exmarido, frecuentaba la casa de los Martínez Bayón, en Orabidea, y que cuando los bebés fallecieron él le dijo que a partir de entonces todo iba a ir mejor. ¿Les suena de algo? La he citado esta tarde y quiero que todos estén presentes mientras declara y sugieran cualquier aspecto que se me pueda pasar por alto.

Asintieron.

—Una cosa más… La mujer es un tanto peculiar… —Pensó cómo plantearlo sin restarle credibilidad—. Sufrió mucho con la pérdida de sus hijos. Está en tratamiento psiquiátrico y esto la hace parecer un poco dispersa, pero yo he hablado con ella y no muestra confusión ni torpeza; se ciñe a datos concretos y los expone con claridad, aunque debemos ser especialmente cautos comprobando cada cosa que dice, porque un abogado podría desmontar nuestras tesis apoyándose en su estado. —Amaia consultó su reloj—. Debe de estar a punto de llegar.

Yolanda Berrueta había elegido un vestido granate con medias tupidas y una chaqueta del mismo color, que llevaba en la mano. El cabello recogido con un gran pasador en la coronilla se veía limpio y recién peinado. Parecía un poco preocupada y manoseaba nerviosa una carpeta de tapas de cartón en la que eran visibles las indelebles huellas de sus manos sudorosas. Amaia la acompañó hasta un despacho en la primera planta y se ofreció a coger la carpeta, que la mujer apretó contra su cadera con un gesto protector. Le presentó brevemente a sus compañeros, le advirtió que grabaría toda la conversación y comenzaron.

—Quiero que les cuente a mis compañeros lo que me dijo esta mañana, y si ha conseguido acordarse de algún dato más nos será de gran ayuda.

Ella se pasó varias veces la lengua por los labios antes de comenzar a hablar.

—Conocí a Marcel Tremond, mi exmarido, esquiando en Huesca; nos comprometimos y nos casamos. Yo no quería tener hijos porque siempre me había gustado disfrutar de la vida y además creía que ya era demasiado mayor para eso, pero él, que es más joven, insistió. Al final quedé embarazada y al dar a luz me volqué con mis bebés; los pobres nacieron con peso bajo, pero los sacamos adelante. Una noche, cuando tenían dos meses, fui a verlos mientras dormían y habían dejado de respirar.

Su voz sonaba atonal, como carente de emoción, pero su cara se perló de sudor como si hubieran pulverizado lluvia sobre ella.

—Los llevamos al hospital, pero no pudieron hacer nada y mis niños murieron. —Comenzó a llorar sin variar su tono y sin emitir sonido alguno. Iriarte le acercó una caja de pañuelos de papel. Yolanda sacó cuatro o cinco y se los aplicó sobre el rostro empapado como si se tratase de una máscara egipcia—. Perdón —susurró a través de sus manos.

—Tranquila, continúe cuando esté lista.

Ella despegó los pañuelos de su cara y los aplastó con las manos formando una pelota húmeda de papel.

—Se hizo el velatorio, el funeral, pero no me dejaron ver a mis niños. Marcel me dijo que era mejor que me quedase con un buen recuerdo y mandó cerrar las cajitas. ¿Por qué todo el mundo me trata así? ¿Creen que soy tan frágil que no soportaría ver a mis hijos? ¿No se dan cuenta de que para una madre es peor no verlos? ¿Por qué nunca me dejaron verlos?

El inspector Montes, que se había sentado justo detrás de la mujer, miró a Amaia componiendo un gesto de extrañeza mientras ella continuaba.

—Yo sé la razón. Las cajas estaban vacías, dentro no había niños porque se los habían llevado.

Iriarte intervino.

—¿Cree que sus hijos fueron robados? ¿Cree que pueden estar vivos?

Ella le miró con tristeza.

—¡Ojalá! No, estuvieron en parada cardiorrespiratoria desde casa hasta el hospital; sus caritas se habían puesto azules y sus deditos también. Murieron aquella noche.

—Entonces, ¿lo que dice es que se llevaron los cuerpos?

—No es que lo diga, es que lo sé, lo vi con mis propios ojos. Yo estaba muy débil, ellos creían que no podía levantarme, pero una madre saca fuerzas de donde sea. Entré en la sala del hospital donde estaba la cajita metálica y la abrí: dentro había una toalla envolviendo bolsas de azúcar. Pero mi bebé no estaba.

—¿Lo comentó con alguien? —preguntó Amaia.

—Se lo dije a Marcel, pero él me contestó que me habría equivocado de sala. En ese momento pensé que tenía razón, que me habían dado muchos tranquilizantes y pude confundirme, pero, dígame, ¿por qué iba alguien a meter bolsas de azúcar en una cajita de muertos?

—¿Se lo contó a alguien más? —preguntó Iriarte.

—No, no, me puse a llorar y me dieron una inyección. Cuando desperté, ya todo había concluido y se habían llevado las cajas.

—¿Qué le hace sospechar que su marido tuvo algo que ver?

—Él cambió, se volvió diferente. Durante el embarazo me cuidó mucho, pero luego, cuando los niños murieron, perdió todo interés por mí; me abandonó cuando más falta me hacía.

—A veces las personas reaccionan mal al dolor —dijo Amaia mirándola—. ¿Notó algo más?

—Nunca estaba en casa, decía que era por el trabajo, que iba muy bien, pero yo no le creía, no podía ser que siempre estuviese trabajando. Por eso comencé a seguirle.

Amaia captó la mirada de Zabalza a Montes y el gesto con el que éste le respondió.

—¿Seguía a su marido? —preguntó.

—Sí, y esta mañana, cuando me dijo que apuntase todo lo que fuese importante, recordé algo —dijo abriendo la carpeta que había mantenido todo el tiempo a su lado. Colocó sobre la mesa varias fotos de buena calidad, aunque impresas en folios con una impresora corriente. En ellas se veía un vehículo aparcado frente a una empalizada, que Amaia reconoció como la de la casa de los Martínez Bayón; en una incluso se distinguía el buzón metálico.

—Es el coche de Marcel, y esa casa es el lugar adonde iba; éstas son sólo las que he encontrado, pero estoy segura de que si busco en las tarjetas de memoria encontraré más. Hice bastantes, hasta que se dieron cuenta y comenzaron a aparcar dentro de la finca.

En algunas de las fotos se apreciaban más vehículos detenidos en el estrecho camino.

—Le dijo a la inspectora que su marido es empresario —expuso Iriarte—. ¿Sabe que los propietarios de esa finca también lo son? Podrían reunirse por negocios.

—No lo creo —titubeó ella.

—¿Sabe si su marido tenía alguna relación laboral con un bufete de abogados llamado Lejarreta y Andía? —preguntó el inspector Montes.

—Lo desconozco.

—¿Dónde dio a luz usted? —preguntó Amaia.

—En un hospital francés, Notre Dame de la Montagne.

—¿Pensaron en algún momento en un parto en casa?

—Mi marido lo propuso al principio del embarazo, pero cuando supimos que era múltiple quedó descartado. Además, qué quiere que le diga, a mí esas cosas me dan repelús, donde esté un hospital… Pensar en esos partos con toda la familia mirando me parece tercermundista.

—¿Conoce a una enfermera llamada Fina Hidalgo?

—No.

Zabalza, que tomaba notas, le preguntó:

—¿El hospital donde dio a luz es el mismo donde fallecieron sus hijos?

—Sí, fue allí donde les trataron desde que nacieron.

—¿Puede facilitarme el nombre de su médico? Pediremos el informe de la autopsia.

—No se hizo la autopsia.

—¿Está segura? —se extrañó Amaia—. Es un procedimiento rutinario cuando alguien fallece en un hospital.

—No se hizo —aseguró ella apartándose el flequillo, que se veía de nuevo pegajoso de sudor y que quedó adherido a la frente de un modo ridículo. La mujer levantó los brazos para despegar la melena de la nuca. Montes vio cómo varias gotas resbalaban por su cuello uniéndose a los círculos húmedos que se le habían dibujado en las axilas.

—¿Quiere un vaso de agua? —ofreció.

—No, estoy bien…

Su cuerpo despedía un calor exagerado, como si tuviese fiebre, y el olor corporal comenzaba a ser innegable. Montes le indicó a Jonan Etxaide con los ojos que abriera la ventana, pero Amaia lo detuvo con una mirada.

La mujer extrajo de la carpeta cinco hojas más cubiertas de una letra pequeña y prieta y se las tendió a Amaia por encima de la mesa, provocando con el movimiento que su olor se expandiera por la pequeña habitación.

—He escrito aquí lo que he podido recordar. Todo es correcto, aunque a veces tengo problemas para acordarme de qué fue lo que pasó antes y qué después… Es por la medicación, pero todo es tal y como lo cuento, pueden comprobarlo.

—Gracias, Yolanda —dijo Amaia tendiéndole la mano y comprobando que ella aún sujetaba la bola de papel húmedo en la suya. La cambió rápidamente a la otra mano y la estrechó con fuerza, dejándole sentir su calor febril—. Nos ha sido de gran ayuda. En los próximos días me pondré en contacto con usted. Si recuerda algo más, no dude en llamarnos. El subinspector Zabalza la acompañará a la salida. ¿Cómo ha venido, necesita que la llevemos a su casa?

—No, gracias. No será necesario, mis padres me esperan fuera.

Aguardaron hasta comprobar que la mujer ya había salido del edificio antes de abrir la ventana.

—¡Joder! Creía que me moría —dijo Montes asomándose para tomar aire.

—Bueno, ¿qué conclusiones sacan? —preguntó ella.

—Que huele como un verraco y suda como un toro.

—Vale ya, Montes —le recriminó Amaia—. Yolanda está muy enferma: soporta un fortísimo tratamiento para los nervios y la medicación le produce esos efectos secundarios; se llama bromhidrosis… ¿No ha oído hablar del sudor por estrés? Tenga respeto.

—Si respeto tengo, pero lo que no debería tener es nariz para poder soportarlo. Huele como a meados…

—Es porque el sudor, al llegar a los poros, produce amonio y ácido graso: es lo que resulta tan fuerte y se acrecienta al estar nerviosa. Pero estoy segura de que cuando patrullaba tuvo que soportar cosas que olían bastante peor. A ver, ¿alguien tiene alguna observación que hacer que no tenga que ver con el olor corporal de esa pobre mujer?

—Yo la conocí hace años —dijo Iriarte—. Ella ni se acuerda de mí. Yolanda Berrueta es la hija de Benigno Berrueta, el propietario de las minas de Almandoz; su madre es de Oeiregi, que es donde vivía. Cuando yo la conocí tenía dieciocho años y cuarenta kilos menos, y era una pija insoportable y consentida, muy guapa, eso sí. Con esa edad ya conducía un deportivo descapotable. Es una pena cómo la ha tratado la vida.

—Pues dinero siguen teniendo: su padre la esperaba afuera con un BMW que valdrá al menos ochenta mil euros —apuntó Zabalza.

—No me refiero a eso: un matrimonio fracasado, sus hijos muertos y completamente loca; no me cambiaría por ella ni por todo el dinero de su familia.

—Así que tenemos a una pija cuarentona y en tratamiento psiquiátrico, no lo olvidemos, que dice que su exmarido, que ha vuelto a casarse y espera un hijo, tampoco lo olvidemos, robó los cadáveres de sus bebés cuando éstos fallecieron en un hospital. ¿Qué quieren que les diga? A mí también me da mucha pena, pero un juez verá a una loca resentida y amargada que intenta vengarse de su exmarido.

—Ya les avisé de que era una situación un tanto peculiar y del cuidadoso tratamiento que debemos darle. No se me escapa su situación, cómo lo vería el juez, pero yo la creo, creo que dice la verdad, o por lo menos acepto que ella está convencida de lo que dice. Nosotros sólo tenemos que comprobarlo, y ahora mismo esa mujer, con sus más y sus menos, es lo único que tenemos. Y desde luego la mención del paquete de azúcar en la cajita de muertos es de lo más significativo.

Todos asintieron.

—Montes y Zabalza, es importante que comprobemos si, al igual que las demás familias, Marcel Tremond o alguna de sus empresas tiene relación con los abogados Lejarreta y Andía. Pediremos los informes de autopsia al hospital donde fallecieron los niños; si no los tienen allí, al instituto anatómico forense correspondiente. A ver si es cierto que no se la hicieron. Sean amables, tengan en cuenta que estamos hablando de otro país y no contamos con ninguna orden. Iriarte, me gustaría que mañana nos acompañase a Etxaide y a mí a Ainhoa, como meros turistas, para echar un vistazo y ver qué nos cuenta la gente. De momento nos limitaremos a comprobar palabra por palabra su declaración sin implicar a terceros.