Condujo mientras planeaba la jornada venidera intentando deshacerse de la cálida sensación del beso de Markina, cuyo perfil aún podía dibujar con exactitud sobre sus labios. Visitaría a Fina Hidalgo muy temprano; sacaría a aquella bruja de la cama si era preciso y le haría presenciar cómo revisaba una por una cada partida de nacimiento, cada certificado de defunción. Obtener la orden era una victoria parcial, pero había que empezar por algo y el fichero era un buen lugar; quizá no consiguiese allí lo suficiente para Markina, pero si podía establecer la relación de Fina Hidalgo con aquellas familias, como sospechaba, tendría por donde continuar. Les llamaría, les interrogaría por separado, tantearía al más débil y le apretaría las tuercas hasta que confesase.
Recordó entonces algo, una idea que le rondaba por la cabeza y que no conseguía clasificar. El origen estaba en el propio argumento que había esgrimido ante el juez Markina, era algo que había dicho durante su exposición y que, en ese instante, le había hecho pensar durante un segundo que aquel detalle era importante y que no debía olvidarlo; sin embargo, lo había hecho, y la sensación de que podía ser crucial se acrecentaba a cada minuto mientras se esforzaba en repasar sus palabras buscando el instante en el que se había producido. El rayo, así era como lo llamaba Dupree, el rayo, una espectacular descarga eléctrica que duraba un segundo y que era capaz de freírte el cerebro con su clarividencia, un chispazo proveniente de algún lugar del sistema nervioso central capaz de iluminar en un microsegundo todas las zonas oscuras del cerebro, una descarga rebosante de información que podía llevarte a solucionar un caso, si estabas atento.
Eran más de las once cuando llegó a Elizondo. Atravesó la desierta calle Santiago y, tras cruzar el puente, giró a la derecha y luego a la izquierda tras el Trinquete para ver Juanitaenea. El huerto, abandonado desde la detención de Yáñez, comenzaba a evidenciar la falta de cuidados. Observó que algunas de las altas cañas que sostenían los cultivos se habían caído, y en la parte más cercana a la carretera, donde llegaba a alumbrar la luz de las farolas, vio que habían crecido unos indeseables hierbajos. Con la escasa luz de aquella noche de luna creciente, la casa presentaba un aspecto casi siniestro, a lo que contribuían los palés de material de obra amontonados en la entrada sin ningún orden.
Engrasi miraba la televisión sentada frente a la chimenea. Se acercó a ella mientras se frotaba las manos ateridas.
—Hola, tía, ¿dónde están todos?
—Hola, cariño, ¡qué fría estás! —dijo cuando Amaia se inclinó para besarla—. Siéntate aquí a mi lado hasta que entres en calor. Tu hermana ya está acostada, y James subió hace un rato con el niño y no ha vuelto a bajar; supongo que se ha quedado dormido…
—Voy a verles y enseguida bajo —contestó ella liberándose de su mano—. Tengo hambre.
—Pero ¿no has cenado? Ahora mismo te preparo algo.
—No, tía, déjalo, por favor, comeré cualquier cosa cuando baje —dijo mientras subía la escalera, aunque aún pudo ver que la tía ya se había levantado y se dirigía a la cocina.
Engrasi tenía razón. James se había quedado dormido junto a Ibai, y al verlos así, juntos, sintió una punzada de remordimiento por el beso del juez Markina. Se llevó la mano a los labios y se los tocó levemente. «No es nada, no significa nada», se dijo mientras descartaba sus pensamientos.
James abrió los ojos y le sonrió como si hubiera percibido su presencia.
—¿Qué horas son éstas de llegar a casa, señorita?
—Pareces mi tía Engrasi —dijo inclinándose para besar primero a Ibai y después a él.
—Métete aquí con nosotros —pidió James.
—Primero voy a cenar algo, enseguida vuelvo.
Cuando iba a salir de la habitación, se volvió de nuevo hacia él.
—James, he pasado por Juanitaenea y no parece que las obras progresen en absoluto…
—No me veo con ánimos de encarar ahora mismo el proyecto —contestó mirándola a los ojos—. Demasiadas preocupaciones como para estar pendiente de una obra, Amaia, quizá cuando volvamos de Estados Unidos. ¿Has pedido ya tus días?
No lo había hecho. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de hacerlo, pues no quería dejar en ese momento la investigación, el instinto le decía que estaba cerca de hallar la veta que le llevaría a algo importante. Pero también sabía que se la jugaba con James. Era un hombre extraordinariamente paciente, y en su relación siempre había sido ella la que había representado el papel de la exigencia, aunque eso no significaba que las cosas fueran a ser así eternamente, y en sus últimas conversaciones él se había encargado de dejárselo claro.
—Sí —mintió—. Aunque todavía no me han contestado, ya sabes cómo van estas cosas…
Él se quitó los pantalones y se metió en la cama sin dejar de mirarla.
—No tardes.
Amaia cerró la puerta a su espalda sin saber del todo si se refería al tiempo que tardaría en regresar a la cama o al que tardaría en obtener los días libres para viajar.
Un humeante plato de sopa de pescado la esperaba sobre la mesa. Engrasi lo había acompañado de una hogaza de pan y una copa de vino tinto. Amadia dio cuenta de la sopa en silencio; sólo cuando estaba llegando al final advirtió lo rápido que había comido. Levantó la mirada y sonrió al ver a la tía, que no le quitaba ojo.
—Sí que tenías hambre. ¿Quieres algo más?
—Sólo hablar contigo, tengo algo que contarte…
Engrasi apartó el plato vacío y le tendió las manos por encima de la mesa, en un gesto común entre ellas desde su infancia y que, según su tía, facilitaba la comunicación y la sinceridad. Amaia las tomó, notándolas pequeñas e increíblemente suaves.
—Sigo en contacto con Dupree.
—Lo sabía —espetó Engrasi apartando las manos.
Amaia se rió burlándose de ella.
—No seas embustera, no podías saberlo.
—Y tú no seas descarada, niña, tu tía lo sabe todo.
—Tía, tienes que entender que él es importante para mí, sus consejos y su guía me resultan de gran ayuda en mi investigación; pero es que además es mi amigo, y no por casualidad, tía: no soy estúpida, sé distinguir a una buena persona, y Dupree lo es. Necesito hablar con él, necesito poder llamarle y no tener que mentirte al respecto, porque Dupree es mi amigo, y a ti te quiero, os necesito a los dos. Seguiré llamándole y no quiero volver a ocultártelo a menos que me des una buena razón para ello.
Engrasi la miró muy seria durante un par de segundos que parecieron una eternidad. Después se puso en pie, fue hasta el aparador y regresó trayendo en las manos el paquetito negro envuelto en seda que contenía su baraja de tarot.
—¡Oh, tía, no! —protestó.
—Cada uno tiene sus métodos. Si aceptas los de él, tendrás que aceptar los míos también.
Con dedos hábiles abrió el envoltorio liberando la baraja con su aroma de almizcle y sus coloridos dibujos, la barajó entre sus dedos hábiles y se la tendió para que la cortara; a continuación, con cuidado, le dio a elegir los naipes y los fue volteando sobre la mesa formando un círculo de doce cartas. Se tomó su tiempo para mirarlas, para estudiar las invisibles líneas que las conectaban y que sólo ella era capaz de ver. Después de un rato, dijo:
—Ya casi no puedo hacer esto.
Amaia se sobresaltó, era la primera vez que oía admitir a Engrasi que no podía hacer algo. Su aspecto era tan sano y vital como siempre, pero el hecho de que admitiera no poder hacer aquello que había hecho toda la vida, aquello para lo que estaba naturalmente dotada, la alarmó sobremanera.
—Tía, ¿te encuentras mal? ¿Quieres que lo dejemos? No tiene importancia. Si no puedes ahora quizás es porque estás cansada…
—¡Qué cansada ni qué gaitas! Cuando digo que casi no puedo, no me refiero a que haya perdido facultades, ¡todavía no soy tan vieja! Soy consciente de que me cuesta más echarte las cartas por mi implicación personal. Hay cosas que no quiero ver, porque no lo deseo, y eso me hace no verlas.
—Dime lo que sí ves —pidió Amaia.
—Lo que sí veo tampoco querría verlo —contestó Engrasi apuntando con un dedo huesudo a una de las estampas—. Hay un grave problema entre James y tú, hay un problema entre Flora y tú. Hay un problema entre Flora y Ros que te atañe a ti y, por si eso fuera poco, sigue pendiendo sobre tu cabeza una oscura amenaza.
Siempre le sorprendía el modo en que acertaba, aunque presentía que el amor y el conocimiento de ella tenía más que ver en aquello que la adivinación.
—Deberías cuidarte de Dupree…
—¡Tía!, a ver, ¿por qué? Es posiblemente una de las mejores personas que conozco.
—No lo dudo, es más, estoy segura de ello, pero te conduce a abrir puertas que sería mejor que permaneciesen cerradas.
Amaia removió las cartas sobre la mesa mezclándolas con gesto sombrío.
—Sabes que lo que me pides va contra mi naturaleza, ya no creo en las puertas cerradas, en los muros o en los pozos, los secretos enterrados son zombis, no muertos que regresan una y otra vez para torturarte toda la vida. Soy policía, tía, ¿te has parado a pensar alguna vez por qué? ¿Crees que esta clase de trabajo se elige sin más? Tengo que abrir puertas, tía. Derribaré muros y cegaré pozos hasta que encuentre la verdad, y si Dupree me ayuda a encontrarla, su ayuda será bienvenida, igual que la tuya.
Engrasi estiró de nuevo las manos sobre la mesa atrapando las suyas, que seguían revolviendo las cartas y obligándola a detenerse.
—Das por sentado que tras las puertas cerradas se encuentran la luz y la verdad. ¿Qué pasará si la puerta que abres es la del caos y las tinieblas?
—Haré un buen montón con el caos, le prenderé fuego e iluminaré las tinieblas —bromeó.
Engrasi compuso un gesto muy serio, aunque cuando habló, su voz denotaba una gran ternura.
—No deberías tomártelo a broma, te lo digo completamente en serio; si no estás de acuerdo, pregúntaselo a Dupree cuando hables con él. No creo que tarde mucho en llamarte.
Acompañó a la tía arriba. Se estaba despidiendo de ella con un beso cuando sintió vibrar el teléfono en su bolsillo.
—Ahí lo tienes —afirmó la tía—. Ve a hablar abajo o despertarás a todos, y no olvides preguntarle lo que te he dicho.
Amaia se lanzó escaleras abajo y se entretuvo el tiempo justo para cerrar la puerta del salón y la de la cocina tras ella antes de contestar a la llamada.
—Buenas noches, Aloisius —respondió sintiendo cómo el corazón se le aceleraba mientras esperaba ansiosa escuchar su voz, que por fin llegó ronca y lejana, como si el agente Dupree susurrase metido en el interior de una caja de resonancia.
—¿Ya es de noche en Baztán? Inspectora, ¿cómo está?
—Dupree —suspiró—, preocupada, hay algo importante que no logro recordar, lo supe durante un segundo pero lo he olvidado.
—Si estuvo ahí en algún momento, puede estar segura de que sigue ahí. No se obsesione y volverá.
—He conseguido una orden de registro para el fichero del médico y la enfermera que atendieron a mi madre cuando yo nací, y que parecen ser los mismos que atendieron a todas las niñas muertas mientras dormían. Quizá mañana tenga algo más.
—Quizá…
—¿Aloisius?
Él no contestó.
—Suelo hablar con el agente Johnson, creo que le aprecia sinceramente y está preocupado por usted. Me ha preguntado si seguimos en contacto… Y me ha dicho que hace tiempo que no se comunica con sus superiores.
Silencio.
—No le he dicho nada, esperaba a hablar con usted. Él cree que está en peligro… ¿Lo está? ¿Está en peligro?
Dupree no contestó.
—Imagino que tendrá alguna razón para no ponerse en contacto con sus jefes.
—Vamos, inspectora, usted sabe como yo que el sistema está devorado por la burocracia, que si un investigador se ciñe a sus reglas se queda ciego y sordo. El caso que investigo es muy complicado, uno de esos casos… ¿Acaso usted les cuenta a sus superiores todo lo que hace? ¿Les dice de dónde obtiene sus brillantes resultados? ¿Cree que aprobarían sus métodos, se atrevería siquiera a exponerlos?
—Quiero ayudarle —respondió ella. De nuevo silencio—. Mi tía dice que si usted es mi amigo jamás me pedirá ayuda, y yo sé que es mi amigo, así que no hace falta que me la pida.
—Todavía no, todavía soy yo el que tiene que ayudarla a usted.
—¿Es a eso a lo que se refería mi tía?
—Su tía es una mujer muy lista.
—Me dice que me aleje de usted.
—Su tía siempre da buenos consejos.
—¿Eso cree?
—Al menos están dictados por el corazón, y tiene razones para aconsejarle prudencia. Está usted rodeada de gente que no es lo que parece.
La comunicación quedó interrumpida. Medio minuto después, Amaia seguía mirando el teléfono y preguntándose qué significaba todo aquello.