21

Amaia se sentía satisfecha, por primera vez en los últimos días, su trabajo daba frutos, pensó mientras trazaba con su coche las cerradas curvas de Orabidea. Había decidido ir sola a visitar de nuevo a la amable vecina que tanta ayuda le estaba prestando, la clase de relación que se había establecido entre ellas podía haberse visto alterada si llegara a aparecer con otros dos policías. Mientras ascendía por los empinados caminos, miraba con fastidio su móvil, que a ratos perdía toda la cobertura. Había sonado tres veces, y en las tres ocasiones la llamada se había interrumpido nada más descolgar. Condujo a buena velocidad hasta llegar a la zona más alta, buscó un claro despejado de árboles y marcó el número de Etxaide.

—Jefa, no se lo va a creer, un preso ha apuñalado a Esparza hace unas horas. Le han trasladado al hospital y está muy grave, no creen que sobreviva.

El familiar pasillo de la zona UCI del hospital les recibió con su característico olor a desinfectante, la línea verde en el suelo que indicaba el recorrido y la inexplicable corriente de aire perpetua en los pasillos. Probablemente porque recibían a un funcionario de alto nivel, en esta ocasión para dar el parte médico, habían habilitado un pequeño despacho. En el interior, el director de la prisión, un par de funcionarios uniformados, dos jóvenes médicos, posiblemente residentes, dos enfermeras y el doctor Martínez Larrea. Cuando Jonan y ella entraron en el despacho, la sensación de absurdo hacinamiento se hizo más que evidente.

El doctor Martínez Larrea y ella eran viejos conocidos. Un tipo machista y engreído que alimentaba la creencia de que pertenecía a una especie superior, combinación de médico y macho, y que probablemente se había saltado un peldaño en la escala evolutiva. Hacía un año, más o menos, cuando trabajaba en el caso del basajaun, había tenido un serio encontronazo con el doctor. Le dedicó una intensa mirada en cuanto entró en la sala y se sintió secretamente satisfecha cuando comprobó cómo él bajaba un poco la cabeza y, a partir de ese momento, hablaba dirigiéndose sobre todo a ella, aunque sin mirarla a los ojos durante más de un par de segundos seguidos.

—El paciente, Valentín Esparza, ingresó en este hospital a las doce horas y cuarenta y cinco minutos de esta mañana. Presentaba en el abdomen doce profundas laceraciones producidas por un objeto romo y largo. Algunas de las perforaciones habían alcanzado órganos vitales, y al menos dos importantes vasos sanguíneos. Trasladado de urgencia al quirófano, hemos intentado contener la hemorragia, pero las heridas recibidas lo han hecho imposible. Valentín Esparza ha fallecido a las trece horas y diez minutos. —Dobló el folio, del que había leído algunos de los datos, y musitando una disculpa salió del despacho seguido por el resto del personal médico.

—Quiero hablar con usted —dijo Amaia al director de la prisión, sin ninguna consideración a la palidez de su rostro o al aspecto preocupado que presentaba.

—Quizá más tarde —sugirió él—. Debo avisar a la familia, al juez…

—Ahora —insistió ella abriendo la puerta y dirigiéndose a todos los demás—: Señores, si son tan amables y nos disculpan un momento…

En cuanto estuvieron solos, el director se dejó caer en una silla visiblemente abatido. Ella se acercó hasta colocarse delante de él.

—¿Puede explicarme qué cojones está pasando en su cárcel? ¿Puede decirme cómo es posible que en el último mes hayan muerto estando bajo su custodia tres detenidos relacionados con los casos que investigo, dos en la última semana? —Él no contestó, levantó ambas manos y se cubrió con ellas el rostro—. El doctor Berasategui era muy listo y, aunque Garrido era una mala bestia, puedo llegar a comprender que, cuando alguien tiene el firme propósito de acabar con su vida, sea difícil evitarlo; pero lo que no tiene explicación, y cualquiera sin ninguna experiencia en dirección de centros penitenciarios podría decírselo, es que mezcle a un tipo acusado de matar a su bebé con los comunes… Usted le ha sentenciado a muerte, y no voy a parar hasta depurar responsabilidades.

Él pareció reaccionar; apartó decidido las manos del rostro y las cruzó ante ella en actitud rogativa.

—Por supuesto que no estaba con los comunes, no soy imbécil. Hemos activado todos los protocolos de seguridad desde que ingresó en nuestro centro y ha estado vigilado día y noche en una celda separada y con las medidas de prevención de suicidio activas; le habíamos puesto un compañero, un hombre tranquilo, de confianza. Cumplía condena por estafa y le faltaba apenas un mes para salir.

—Entonces, ¿cómo explica lo que ha ocurrido? ¿Quién tuvo acceso a él? ¿Quién lo ha matado?

—Le doy mi palabra de que no me lo explico… Fue él, el preso de confianza; su compañero de celda lo apuñaló utilizando el mango de un cepillo de dientes afilado.

Amaia se sentó en la silla dispuesta frente a la de él y permaneció en silencio contemplando al hombre, que parecía sinceramente desolado, y pensando cómo podía ser que todo se fuese a la mierda, con la ya más que evidente «casualidad» de que cualquiera que estuviese implicado en su «no caso», porque apenas podía hablar de una investigación en regla, acabase muerto de una manera o de otra. Al cabo de un par de minutos se levantó y salió de allí para no tener que ver gimotear al director.

Hacía frío en Pamplona, había llovido un poco por la mañana y el suelo aún se veía mojado en algunos lugares, pero ahora el cielo estaba despejado, no lo suficiente como para dejar pasar el sol, aunque sí una suerte de luz brillante e hiriente a los ojos. Mientras caminaban hacia el coche y Amaia le explicaba a Jonan cómo había muerto Esparza, su aliento dibujó volutas de vapor alrededor de su rostro. Si la temperatura seguía bajando y el cielo despejándose, el agua atrapada en los charcos se helaría durante la noche. Sonó el teléfono de Jonan; él contestó a la llamada, levantando la otra mano en gesto de contención y asintiendo a su interlocutor. Ella esperó expectante a que colgara.

—Era la llamada que esperábamos de la oficina del pasaporte. En efecto, aparece registrado un viaje de la pareja al Reino Unido en esa fecha…

Ella compuso un gesto de fastidio.

—… pero en ninguno de los pasaportes figura que viajasen con una menor, y mi contacto dice que es imposible que consiguiesen sacar a la niña del país sin la documentación correspondiente.

—Ha pasado tanto tiempo que siempre se puede achacar a un error administrativo, y no tendríamos manera de probarlo.

—Hay algo más: fue un viaje de fin de semana, estuvieron tan sólo cuarenta y ocho horas en el Reino Unido. Creo que es poco probable que en ese tiempo su hija enfermase, ingresara en un hospital, falleciese, le fuera practicada una autopsia y fuese posteriormente enterrada.

—¿Qué crees, Jonan?

—Que viajaron al Reino Unido sin la niña, sólo para tener una coartada y una explicación convincente que dar cuando alguien preguntase por la pequeña. No creo que esa niña llegase a viajar nunca a Londres.

Amaia permaneció detenida, en silencio, con la mirada fija en el rostro del subinspector Etxaide mientras valoraba su teoría.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó él.

—Tú te vas a casa, yo voy a hablar con el juez.

Era temprano para cenar, así que en esa ocasión el juez la había citado en una tranquila cervecería decorada con los antiguos enseres de una botica del siglo XIX, luz difusa, abundancia de cómodos asientos y un volumen en la música que permitía mantener una conversación sin necesidad de gritar. Amaia agradeció la acogedora tibieza del local mientras se desprendía de su abrigo.

El juez Markina, solo y sentado al fondo del local, permanecía pensativo con la mirada perdida en un punto del espacio. Vestía un traje oscuro con chaleco y corbata, muy formal. Ella se demoró por el camino entre la barra y la mesa; en pocas ocasiones podía permitirse observar al juez sin tener que enfrentarse a su mirada. El gesto ausente se extendía de su rostro a su cuerpo y le dotaba de cierto aire romántico al más puro estilo inglés, elegante hasta en el descuido y tan sensual que era imposible obviar su magnetismo. Suspiró mientras en un íntimo acto de contrición se proponía firmemente concentrarse en el caso, en ser convincente y en lograr el apoyo sin el que no podría dar un paso más en aquel laberinto en el que cada avance que lograba y cada pista que tenía estaban siendo silenciados con el más persuasivo de los argumentos. La muerte.

Él sonrió al verla y se levantó, haciendo ademán de apartar la silla para que ella se sentara.

—No haga eso —le atajó ella.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir tratándome de usted?

—Estoy trabajando, ésta es una reunión de trabajo.

Él sonrió.

—Como quieras, inspectora Salazar.

Un camarero trajo dos copas de vino, que depositó sobre la mesa.

—Imagino que lo que te trae aquí es muy importante, lo suficiente como para pedir verme.

—Estará enterado de la muerte de Esparza…

—Sí, por supuesto, me avisaron del juzgado; he hablado por teléfono con el director y me lo ha contado. Por desgracia son cosas que pasan, los asesinos de niños lo tienen complicado en prisión.

—Sí, pero el hombre que lo atacó no tenía antecedentes por violencia e iba a salir el mes que viene.

—Por mi experiencia sé que las normas que rigen en prisión no son las mismas que en el resto del mundo. Los comportamientos y reacciones que parecen lógicos fuera no funcionan igual dentro. Que el preso no tuviese antecedentes de homicidio no es tan relevante. La presión que puede llegar a sufrir un individuo por parte del resto de los reclusos es suficiente para llevar a cualquiera a cometer actos que jamás hubiera pensado o que de ningún modo cometería fuera.

Ella lo valoró y asintió sin demasiada convicción.

—Pero creo, inspectora Salazar, que no estás aquí por un preso muerto en la cárcel.

—Puede que no sólo porque esté muerto, pero en parte sí que es por él y por cosas que me dijo y algunas más que hemos averiguado durante la investigación. Esparza siempre había estado obsesionado por el dinero, y en alguna ocasión esto le causó problemas con la familia. Tengo claro que él mató a su hija pero, cuando le pregunté al respecto, dijo algo muy raro, me dijo que la había entregado y que si se la llevaba era porque debía terminar algo. Creo que Esparza estaba convencido de que debía cumplir un ritual con el cadáver de su hija, un ritual necesario. Llegó a decir a su esposa que podían sustituir a la niña fallecida teniendo otra enseguida porque las cosas les iban a ir muy bien, y hubo algo que me llamó aún más la atención: dijo que lo había hecho «como tantos otros». Ayer por la tarde solicité verle hoy en prisión para interrogarle de nuevo. Pero Esparza ahora está muerto.

Él asintió ante lo obvio.

—Luego está el doctor Berasategui. La razón por la que le visité en prisión era preguntarle por el período de tiempo que había transcurrido entre el momento en que sabemos que salió de la clínica acompañando a Rosario, y tenemos la certeza porque está recogido por las cámaras de seguridad, y el momento en que atacaron a mi tía y se llevaron a Ibai. La casa del padre está descartada, y usted recordará lo desapacible que era la noche. Estoy segura de que se refugiaron en algún lugar, un caserío, una borda, un piso… Pero preguntárselo a Berasategui queda completamente descartado, porque él ahora está muerto.

Markina asintió de nuevo.

—Rosario perteneció a un grupo de tipo sectario que se afincó en Baztán entre los años setenta y principios de los ochenta, un grupo pseudosatanista que practicaba sacrificios de animales y llegó a proponer sacrificios humanos, sacrificios de recién nacidos o de niños muy pequeños, criaturas en tránsito; por lo visto, para estos grupos, los niños son más adecuados para sus fines entre el nacimiento y los dos años. Esto nos lleva a Elena Ochoa, la mujer que falleció anteayer en Elizondo, una vieja amiga de mi madre que la acompañó a aquellas reuniones en más de una ocasión, hasta que el salvajismo de los ritos fue más de lo que pudo soportar. Ella me contó dónde estaba la casa, que visité por curiosidad. Los propietarios son los de entonces: una pareja, que vive en la propiedad, ahora con un aspecto inmejorable. Este matrimonio también tuvo una hija que falleció antes de los dos años, según ellos durante un viaje al Reino Unido. Lo hemos investigado y no aparece certificado de defunción, acta hospitalaria, ni siquiera constancia del viaje, y todo esto en un tiempo en el que sacar a un menor del país requería incluirlo en el propio pasaporte y en muchos casos obtener un permiso especial del gobierno civil. Por otra parte, una testigo ha identificado sin ningún lugar a dudas la presencia en más de una ocasión del doctor Berasategui y su coche en esa casa, circunstancia que ellos mismos admiten, aunque no quisieron hablarme de la naturaleza de su relación con el doctor.

»Por supuesto nos hemos interesado por las muertes de niños menores de dos años que fallecieron mientras dormían. Por desgracia, la incidencia de la muerte de cuna es más alta de lo que la mayoría de la gente puede imaginar pero, descartando los casos en que los fallecidos eran varones, nos ha llamado la atención el de mi hermana y tres casos más. No por la naturaleza de la muerte, que de entrada no despertó demasiadas sospechas, pues se hizo un examen rutinario y se decretó muerte de cuna. Lo curioso es que la actitud de los padres fue tan sospechosa como la de mi propia madre, hasta el punto de que los servicios sociales aconsejaron un seguimiento de los que tenían más hijos. Y todos, mi madre y esas familias, tienen como nexo común esa casa, ese grupo y una pareja de ricos abogados de Pamplona que casualmente también perdieron así a una niña.

—Bueno, Berasategui no tenía hijos —objetó el juez.

—No —admitió ella.

—¿Hay algo alarmante en los informes de los servicios sociales?

—No —respondió fastidiada.

—¿Has conseguido establecer una relación directa entre todas las familias?

—Creo que el nexo común puede ser una enfermera jubilada, una matrona que asistió todos los partos.

—¿Jubilada? ¿Desde hace cuánto? La niña de Esparza nació en el hospital Virgen del Camino hace dos meses. ¿Trabajaba entonces allí?

—No, es una partera particular, se llama Fina Hidalgo, hermana y durante años enfermera del doctor Hidalgo, un médico rural que fue médico de cabecera de mi familia y de muchas otras en el valle; como era tradicional, mis hermanas y yo nacimos en casa, al igual que muchos niños en Baztán. La propia enfermera me contó que cuando falleció su hermano estuvo trabajando en varios hospitales y sigue ejerciendo de modo particular; aunque está jubilada, no fue en el hospital donde establecieron contacto; Esparza la llevó a su casa y trató de convencer a la esposa para que tuviera un parto domiciliario.

Markina hizo un gesto ambiguo que delataba la fragilidad de su exposición, y ella redobló sus esfuerzos.

—Las razones para pensar que esa partera puede tener algo que ver tienen fundamento: atendió a mi madre cuando yo nací y mi hermana falleció; su hermano es el médico que firmó el certificado de defunción; intentó estar presente en el parto de la niña Esparza y creo que estuvo en los demás.

—Crees…, ¿no estás segura?

—No —admitió—. Necesitaría una orden para poder ver los archivos particulares del doctor Hidalgo y las actas de defunción para estar segura de que estuvo presente, como sospecho.

—Entonces lo que insinúas es que la matrona Fina Hidalgo puede ser un ángel de la muerte.

Amaia lo pensó. Los ángeles de la muerte se caracterizan porque creen estar llevando a cabo una importante labor social y humanitaria al asesinar a sus semejantes. Suelen formar parte del personal médico, o bien son cuidadores o asistentes de personas ancianas, mentalmente disminuidas o físicamente enfermas, y muy a menudo son mujeres. Son difíciles de detectar, porque eligen víctimas cuya salud es frágil y, por lo tanto, cuya muerte resulta poco sospechosa. Rara vez se detienen porque, convencidos de la legitimidad de sus actos, que siempre disfrazan de infinita piedad, las víctimas parecen hacer cola ante ellos, que por norma general son en especial amables y cuidadosos con aquellos que están sufriendo.

—En una conversación que mantuve con ella admitió que en ocasiones, cuando los niños no eran sanos o normales, había que ayudar a las familias a deshacerse de la carga que suponía criarlos.

—¿Alguien más escuchó esa conversación?

—No.

—Lo negará, y seguro que las familias lo niegan también.

—Eso fue exactamente lo que dijo ella.

Markina se quedó pensativo unos segundos. Escribió algo en su agenda y miró de nuevo a Amaia.

—¿Qué más necesitas?

—Si aparecen los certificados de defunción en los ficheros del doctor Hidalgo, habrá que exhumar los cadáveres.

El juez se irguió en su silla mirándola preocupado.

—¿A qué exhumaciones te refieres? La niña Esparza ha sido enterrada hoy mismo.

—Me refiero a esas niñas cuyas muertes fueron casi celebradas por sus padres, las hijas de todas las familias que le he indicado.

—Autorizaré la orden de registro para el fichero privado del doctor Hidalgo, pero debes entender la complejidad de lo que me pides. Deberías tener pruebas irrefutables de que, en efecto, esas niñas fueron asesinadas para que te autorizase a abrir sus tumbas. Todas las exhumaciones de cadáveres son complicadas, por la alarma y el dolor que generan en las familias. Cualquier juez se lo pensaría mucho antes de autorizar la exhumación de un cadáver, y más si se trata de un bebé, y tú me pides que desenterremos a tres. La tensión y presión que tendríamos que soportar de los medios sería enorme, y sólo podríamos asumir ese coste si estuviéramos absolutamente seguros de lo que vamos a encontrar.

—Si los hechos ocultasen el asesinato de uno solo de esos niños sería razón suficiente y cualquier acción estaría justificada —contestó ella.

Él la miró impresionado por la fuerza de sus argumentos, pero se mantuvo firme. Ella comenzó a protestar, pero él la contuvo.

—De momento no tenemos en qué respaldarnos. Dices que los servicios sociales no detectaron maltrato, y las autopsias de los cadáveres apuntan a muerte natural. La actitud de esa partera me parece sospechosa, pero aún no habéis podido establecer relación directa entre todas estas personas; que algunos se conozcan o que tengan como nexo común un bufete de abogados es un poco como esa teoría de que todos estamos conectados con el presidente de Estados Unidos por seis personas o menos. Tienes que traerme algo más sólido, pero desde ahora te adelanto que las exhumaciones de bebés me repugnan en lo más profundo y que trataré por todos los medios de evitar que lleguen a producirse. —Markina se veía afectado; su gesto, entre el enfado y la preocupación, le confería a su rostro, habitualmente relajado, nuevos matices y un cariz de madurez y compromiso que, sin borrar su atractivo, le daban un aspecto más duro y masculino. Se puso en pie y tomó su abrigo—. Será mejor que demos un paseo.

Ella le siguió al exterior, sorprendida e interesada por su actitud.

Tuvo la sensación de que la temperatura había descendido otro par de grados, se cerró el abrigo hasta arriba subiéndose el cuello y se puso los guantes que llevaba en el bolsillo mientras apuraba el paso para colocarse junto al juez.

—El síndrome de muerte súbita del lactante es uno de los horrores más sangrantes que puede llegar a producir la naturaleza. Las madres acuestan a sus niños a dormir y cuando van a verlos simplemente han muerto. Estoy seguro de que, dada tu condición de madre, puedes imaginar el horror que un hecho absurdo e inexplicable puede acarrear a una familia. El temor a haber hecho algo mal, a ser siquiera parcialmente responsable, sume a estas familias en un clima de reproches, sufrimiento, culpabilidad y paranoia que son un auténtico infierno. El modo sorpresivo en que se produce lleva a que las reacciones no sean siempre demasiado ortodoxas. Los afectados sufren una especie de período de locura transitoria en la que cualquier reacción, por absurda que parezca, está dentro de lo normal. —Se detuvo de pronto, como si pensase en la inmensidad del horror que encerraban aquellas palabras.

No hacía falta ser experto en el comportamiento para darse cuenta de que el juez Markina estaba emocionalmente implicado en aquel asunto. Sabía de qué hablaba, la riqueza y matices de sus explicaciones y el profundo conocimiento que demostraba tener sobre el sufrimiento que podía llegar a causar ese tipo de pérdida ponían en evidencia que lo había vivido.

Caminaron un rato en silencio, cruzaron la carretera hacia el auditorio Baluarte y, por fin, allí moderaron la celeridad de sus pasos para pasear por la explanada frente al palacio de Congresos. Mil preguntas pugnaban por ser contestadas en el cerebro de Amaia, pero por su formación en interrogatorios sabía que, si tenía la suficiente paciencia para esperar, la explicación llegaría, y que preguntando sólo conseguiría que él se cerrase en banda. Era un juez, un hombre inteligente, culto y educado que por el cargo que desempeñaba debía, además, alimentar una imagen de seguridad, aplomo y corrección. Probablemente en aquel momento ya se debatía entre la necesidad inherente al acto de continuar sincerándose o replegarse hacia la atalaya segura que le confería su cargo. Notó que caminaba más despacio, como si el objetivo no fuese desplazarse, sino simplemente no permanecer quieto y obtener con cada paso la coartada perfecta para no mirarle a la cara mientras hablaba, un parapeto de inercia suficiente para esquivar sus ojos.

—Cuando yo tenía doce años, mi madre quedó de nuevo embarazada. Imagino que fue una sorpresa porque ya eran algo mayores, pero estaban exultantes de alegría, y creo que nunca había visto a mis padres tan felices como cuando nació mi hermano. Tenía tres semanas de vida cuando ocurrió. Mi madre le dio su toma de la mañana, lo cambió y lo acostó de nuevo. Sería mediodía cuando la oímos gritar. Recuerdo haber subido las escaleras de dos en dos junto a mi padre y verla inclinada sobre la cama aplicando su boca sobre la del niño en un intento de insuflarle oxígeno, aunque era evidente, hasta para mí, con sólo doce años, que estaba muerto. Recuerdo la lucha de mi padre por apartarla del cadáver, tratando de convencerla de que no se podía hacer nada, mientras yo asistía como testigo horrorizado a todo aquello sin saber qué hacer.

»Aún me parece oír los gritos, los terribles alaridos que brotaron de su garganta como de un animal herido… Estuvo así durante horas. Luego vino el silencio y fue todavía peor. No volvió a hablar si no era para preguntar dónde estaba su bebé. Dejamos de existir para ella, no volvió a dirigirse ni a mi padre ni a mí nunca más, no volvió a hablarme, no volvió a tocarme. La muerte natural es completamente inaceptable en un bebé sano. Se convenció a sí misma de que tenía la culpa, de que no había sido una buena madre. Intentó suicidarse y eso motivó su ingreso en una clínica psiquiátrica. El dolor, la culpabilidad y lo inexplicable de un hecho semejante le hicieron perder la razón. Se volvió loca de dolor. Olvidó que estaba casada, olvidó que tenía otro hijo y se quedó sola con su duelo.

Amaia se detuvo. Él aún dio tres pasos más antes de hacerlo. Entonces ella le rebasó y, volviéndose hacia él, le miró a los ojos. Unos ojos brillantes por el llanto apenas contenido que por primera vez desvió, permitiendo que en esta ocasión fuese ella la que lo estudiase desde muy cerca. Le gustó verle así. Le gustó ver al hombre que se ocultaba bajo la masculinidad perfecta del juez. Sentía una repugnancia natural hacia la perfección, y supo que habían sido su belleza, su elegancia y sus refinados modales lo que le había resultado cargante en él. Sabía apreciar esas actitudes en un hombre o en una mujer cuando venían por separado, pero la palabra precisa y la sonrisa perfecta siempre le hacían desconfiar. Ahora sabía que Markina era uno de esos hombres que, al igual que ella, había establecido un férreo control de su vida actual para mantener lejos el dolor y el estigma que supone no haber sido amado por quien debe amarte, no haber sido protegido por quien debe protegerte. Le gustó saber que bajo las proporciones perfectas de la belleza se ocultaba una forja de presión y fuerza con la que Markina había moldeado su ideal de vida, una vida en la que nada parecía escapar a su control. Descubrir el código de reglas estrictas que personas como el juez aplican a la vida, pero sobre todo a ellos mismos, era para Amaia tremendamente satisfactorio. Puedes estar más o menos de acuerdo con sus normas, pero si tienes que luchar junto a alguien tranquiliza saber que tiene un código de honor y que no va a traicionarlo.

Él la miró a los ojos haciendo un gesto que contenía una disculpa.

—Puedo imaginar cualquier clase de reacción en alguien que pierde un hijo así —continuó—. Descríbeme el comportamiento más aberrante por parte de unos padres enloquecidos de dolor y te creeré. No abriré una tumba para desenterrar tanto sufrimiento a menos que me traigas un testigo que hubiese presenciado cómo sus padres mataban a los bebés, o una declaración del forense que realizó las autopsias retractándose de su anterior informe y presentando nuevas pruebas. No autorizaré la exhumación del cadáver de un bebé.

Ella asintió. Apenas podía contener la curiosidad.

—¿Qué ocurrió con tu madre?

Él desvió la mirada hacia las luces anaranjadas que se extendían como centinelas por la avenida.

—Falleció dos años más tarde en el mismo psiquiátrico; un mes después murió mi padre.

Ella extendió la mano enguantada hasta tocar la de él. Después se preguntaría por qué lo había hecho. Tocar a alguien supone abrir un sendero que no existía, y los senderos pueden recorrerse en ambas direcciones. Sintió a través de la delicada piel del guante el calor de su mano y el impulso casi eléctrico que recorrió su cuerpo. Él regresó desde las luces de la avenida a sus ojos, aprisionó su mano con fuerza y la condujo elevándola hasta tocarla con su boca. La retuvo así un instante, mientras depositaba en las puntas de los dedos de ella un beso pequeño y lento que atravesó la tela, la piel, el hueso y viajó como una descarga por su sistema nervioso. Cuando la soltó, fue ella la que emprendió la marcha, desconcertada, confusa, resuelta a no mirarle y con la huella de sus labios aún ardiendo en su mano, como si la hubiera besado un diablo. O un ángel.

El subinspector Etxaide había cambiado su abrigo por un plumífero gris con capucha que agradeció mientras paseaba la calle arriba y abajo haciendo tiempo hasta verlos salir del bar. Se mantuvo a una distancia prudente mientras los seguía por las calles del centro. La cosa se complicó un poco cuando cruzaron hacia el auditorio porque la extensa plaza de la entrada ofrecía pocos lugares donde resguardarse de las miradas, y aunque había elegido aquel abrigo que ella nunca le había visto puesto, no podía correr el riesgo de que le reconociese. Encontró la solución en un grupo de adolescentes que cruzaron hacia Baluarte y, desafiando el frío, se sentaron a charlar en las escaleras. Sin perder de vista a Amaia y a Markina, que se habían detenido unos metros más allá, caminó cerca de los chicos, casi como si formase parte del grupo, hasta llegar a las escalinatas, subió hasta la entrada principal y fingió leer los carteles que anunciaban conferencias y exposiciones. La pareja había vuelto hacia la avenida. Estaban muy cerca el uno del otro. No podía oír lo que decían, aunque percibía que hablaban e incluso llegaron a tocarse muy brevemente, su lenguaje corporal delataba una intimidad entre ellos que excluía al resto del mundo, quizá por eso no repararon en que él permanecía allí observando cada movimiento.

El coche estaba aparcado a tres calles de allí. Amaia las recorrió en silencio sintiendo la presencia del hombre a su lado y sin atreverse a volver a mirarle. Se arrepentía un poco de la osadía que le había impulsado a tocarle y se sentía a la vez secretamente unida a él por el episodio más aberrante de su existencia: ambos habían experimentado el rechazo de una madre que no les había amado, que en su caso la había odiado convirtiéndola en el centro de su aversión, pero en el caso de Markina ni siquiera había sucedido eso, condenado a ser ignorado con el silencio de una madre egoísta que, en su dolor, había abandonado a su hijo vivo en favor de su hijo muerto. Pensó en Ibai y se sintió entonces extrañamente cercana a aquella mujer, pues si algo le pasara a su hijo se detendría el mundo. ¿Sería suficiente el amor a James, a Ros o a la tía para hacerle continuar? ¿Y si Ibai fuese el hijo mayor y perdiera a otro niño? ¿Podría amar a otro niño más que a él, podía una madre amar más a un hijo que a otro? La respuesta era sí. En el estudio del comportamiento se veía constantemente, a pesar de que la norma había llevado durante siglos a mantener esa gran mentira, que lo cierto es que se amaba de distinto modo a cada hijo, se les educaba de distinta manera, eran distintas las cosas que se le permitían a cada uno. Pero ¿se podía llegar a odiar a un hijo, uno entre los demás, uno distinguido con ese dudoso honor? ¿Se le podía odiar hasta querer acabar con su vida cuando se cuidaba y protegía a los demás? Hasta los asesinos de comportamiento más aberrante seguían un patrón, un patrón que la mayoría de las veces sólo entendían ellos mismos, un patrón mutante en el que el investigador debía indagar hasta comprender qué criterio demente lo dictaba. En el caso de Rosario, estaba segura de que su comportamiento no venía impuesto por oscuras voces que sonasen en su cabeza, por la alteración de la morfología de una parte de su cerebro, sino por una razón, un motivo oscuro y poderoso que dictaba las normas para Amaia, un motivo y una razón que excluían a sus hermanas y que la habían hecho a ella, junto con su pequeña hermana, sus únicos objetivos.

Se preguntó cómo él había podido soportarlo, si es que lo había hecho, hasta qué punto le había marcado perder de un plumazo a toda su familia, pasar de un hogar feliz, casi utópico, a la más absoluta de las desgracias personales en un lapso tan corto de tiempo. Después le había ido bien, por lo menos estaba claro que había conseguido centrarse en los estudios, una carrera… Y aunque aún no sabía qué edad tenía, había oído decir que era uno de los jueces que había llegado más joven a la judicatura.

Divisó su coche, se volvió para indicarle que habían llegado y lo encontró sonriendo.

—¿Qué es tan gracioso? —preguntó ella.

—Me siento bien por habértelo contado, es algo que nunca he compartido con nadie.

—¿No tienes más familia?

—Mis padres eran hijos únicos. —Se encogió de hombros—. En compensación soy un hombre muy rico —bromeó.

Ella abrió el coche, se quitó el abrigo y lo arrojó al asiento del copiloto. Se apresuró a sentarse y accionó el motor mientras buscaba una manera rápida y profesional de despedirse.

—Muy bien, entonces, ¿cuento con la orden para el fichero del doctor Manuel Hidalgo?

Él se inclinó hacia el interior del vehículo, la miró, sonrió y dijo:

—Voy a besarte, inspectora Salazar.

Permaneció silenciosa e inmóvil, con los nervios a flor de piel y las manos enredadas una en la otra mientras lo veía aproximarse. Cerró los ojos cuando sintió sus labios y se concentró en el beso que ya había soñado, que había deseado desde que lo conocía, anhelando, casi codiciando el dibujo de sus labios, de su boca dulce y viril, y esperando con todas sus fuerzas descubrir la decepción de la vulgaridad que casi siempre acompaña a lo que se pretendía obtener. La realidad de lo idealizado.

Fue un beso dulce y breve que él depositó en la comisura de sus labios con un cuidado exquisito y que, sin embargo, alargó durante unos segundos, los suficientes para romper sus reservas. Ella entreabrió los labios. Entonces sí, la besó.

Cuando se separó de ella, sonreía de aquel modo.

—No deberías…

—No deberías hacer eso —acabó él la frase—. Puede que no, pero yo creo que sí. Gracias por escuchar.

—¿Cómo has conseguido superarlo? —preguntó ella realmente interesada—, ¿cómo pudiste continuar con tu vida sin dejar que te afectase?

—Aceptando que estaba enferma, que enloqueció y no era dueña de sus actos, y de todos a los que les causó dolor ella fue la más perjudicada. Si lo que me preguntas es si siempre pensé así, no, claro que no, pero un día decidí perdonarla, perdonar a mi padre, perdonar a mi hermano pequeño y perdonarme a mí mismo. Deberías probar.

Ella sonrió, poniendo cara de circunstancias.

—¿Cuento con la orden de registro?

—No vas a parar, ¿verdad? Si no te doy la orden para las exhumaciones seguirás con los ficheros, y si ahí tampoco encuentras nada irás por otro lado, pero no pararás, eres la clase de policía que se define como un sabueso.

Ella encajó la crítica, puso las manos a los lados del volante y se irguió en el asiento. En su mirada imperaba la resolución.

—No, no pararé. Entiendo tus razones para no autorizar las exhumaciones por ahora, pero te traeré lo que me pides. Creo que me costará que la forense admita que quizá se equivocó en las autopsias, porque eso sería el fin de su carrera y no puedo pedir a una profesional que admita eso sin pruebas, unas pruebas que están a dos metros bajo tierra. Pero si mis testigos dejan de morirse, puede que logre traerte la declaración de uno de los padres; es imposible que en todas las parejas ambos tuvieran el mismo nivel de compromiso. Hoy mismo he hablado con la esposa de Esparza y, si bien es cierto que ella no presenció que él matara a la niña, sus declaraciones habrían sido suficientes para acusarle. Conseguiré esas declaraciones, te traeré lo que me pides y entonces tendrás que darme esa orden. —Él la miraba muy serio. Ella se percató entonces de lo duro que había sido su tono y sonrió para suavizar sus palabras—. Apártese, señoría, voy a cerrar la puerta —bromeó.

Él empujó la portezuela y retrocedió hasta la acera. Cuando ella se incorporó al tráfico, aún seguía allí viéndola marchar.