Aunque todas las familias a las que debían visitar habían cambiado de domicilio en los últimos años, les fue fácil localizarlas, ya que seguían residiendo en los mismos pueblos: una en Elbete, otra en Arraioz y la tercera en Pamplona. El viento que durante la noche había azotado Elizondo mantendría la lluvia lejos del valle en aquella jornada, pero en Pamplona diluviaba, y el agua caía con tal fuerza que incluso esa ciudad, preparada como pocas para dar salida a las torrenciales descargas del cielo, parecía en aquella mañana incapaz de absorber más. Las alcantarillas y los desagües tragaban por sus bocas colosales cantidades de agua que formaban sobre la superficie de las aceras una balsa en la que las gruesas gotas rebotaban, produciendo un efecto inverso de lluvia que parecía brotar desde el suelo y que empapaba el calzado y los bajos de los pantalones de los viandantes. Montes y Zabalza se apresuraron desde el coche hasta guarecerse bajo el escaso abrigo que proporcionaba la marquesina de una cafetería. Cerraron los paraguas, que en aquel corto tramo ya chorreaban una ingente cantidad de agua, y, mientras Montes maldecía la lluvia, entraron en el local.
Éste fue a la barra a por los cafés y, fingiendo hojear un periódico deportivo, observó a Zabalza, que se había dejado caer desmayadamente en una silla. Miraba distraído hacia la pantalla del televisor. No estaba bien, y quizá no era cosa de los últimos días; era probable que llevase mucho tiempo así, pensó, sólo que entonces él, inmerso en el maremágnum de sus propias calamidades, no se había percatado de lo mucho que su compañero podía estar sufriendo. Conocía aquel carácter y se reconocía en él, el de los perpetuamente cabreados con el mundo, el de los que creían que la vida les debía algo y se revolvían ante la sangrante injusticia de que siempre les fuera negado. Sintió lástima. Sin duda era una travesía por el desierto, y lo peor era que si nadie te rescataba, estabas condenado a morir loco y solo… Eso sí, con dos cojones. En tipos como Zabalza, la fuerza y la razón residen en el mismo sitio, y en esos casos, el empuje que podría dar el valor necesario para avanzar se convierte a menudo en fatuo orgullo que te ahoga con una mezcla de odio y autoconmiseración. Él lo sabía bien, había bebido de esa hiel, de ese veneno, y había estado seguro de querer morir antes de admitir que se equivocaba.
Colocó una taza frente a Zabalza mientras removía el azúcar en la suya.
—Tómate ese café, a ver si te sube un poco de color a la cara, y cuéntame qué te ronda por la cabeza.
La mirada de Zabalza regresó desde la pantalla a su compañero, sonriendo ante su suspicacia.
—¿Qué le hace pensar que tengo algo que contar?
—Joder, chaval, llevo toda la mañana oyendo el runrún de los engranajes de tu cerebro.
Zabalza inclinó la cabeza a un lado, claudicando.
—Ayer, Marisa y yo fijamos la fecha para la boda.
Montes abrió los ojos como platos.
—¡Qué cabrón! ¿Así que te casas y no ibas a decirme nada?
—Se lo estoy contando ahora —se defendió él.
Montes se levantó, le tendió la mano y tiró de él obligándole a incorporarse para estrecharlo en un fuerte abrazo.
—¡Enhorabuena, chaval, así se hace!
Algunos parroquianos se volvieron a mirarles. Montes volvió a su sitio sin dejar de sonreír.
—Así que eso era lo que te tenía tan preocupado… Joder, pensaba que te pasaba algo…
—Bueno…, no sé…
Montes le miró y sonrió una vez más.
—Ya sé lo que te pasa, sé lo que te pasa porque a mí me pasó lo mismo: es la inminencia del hecho. Pones fecha y no hay vuelta atrás, sabes que a partir de ese día serás un hombre casado y para muchos este tiempo puede ser como caminar hacia el patíbulo. Deja que te diga que es normal que las dudas te devoren. En este momento todas las razones que te han llevado a dar ese paso quedan relegadas y sólo surgen en tu cabeza todas aquellas por las que no deberías hacerlo, sobre todo si se ha pasado por malos momentos en la pareja —Montes susurraba las palabras de un modo atonal y Zabalza observó que su mirada se había perdido en los restos de café de su taza casi como si estuviese en trance—, incluso por una separación temporal, por un problema que hasta pudo parecer definitivo, y te dices que nadie es perfecto, y yo menos que nadie, pero ¿por qué no dar una oportunidad a las relaciones?
—Vaya —admitió Zabalza—. Tengo que decir que no me esperaba esta reacción por su parte.
—Ya, supongo que crees eso por mi divorcio. Quizá pensaste que debido a mi experiencia tendría una mala actitud hacia el matrimonio, y no voy a negar que durante un tiempo fue así, pero voy a decirte algo que he aprendido: de todos los derechos que tiene un hombre, el más importante es el derecho a equivocarse, a ser consciente de ello, a ponerlo en valor y a que eso no sea una condena de por vida.
—Derecho a equivocarse… —repitió Zabalza—, pero ocurre que a veces en tus equivocaciones arrastras a otros, ¿qué pasa con los demás?
—Mira, chaval, este puto mundo es así, toma tus decisiones, comete tus errores, equivócate, y los demás que aguanten.
Zabalza le contempló durante unos segundos mientras valoraba cada una de sus palabras.
—Es un buen consejo —respondió.
Montes asintió y se levantó para ir a la barra a pagar los cafés, pero cuando se volvió a mirar a Zabalza observó que seguía tan triste como antes, quizá un poco más.
Los días comenzaban a alargarse y, antes de ponerse el sol, los atardeceres se prolongaban con una misteriosa luz plateada que hacía refulgir el río y pintaba de estaño y blanco los brotes nuevos de los árboles cercanos a la cristalera de la comisaría, en los que no había reparado hasta aquel momento. Amaia se volvió hacia el interior de la sala, donde había convocado una reunión con su equipo.
El inspector Iriarte, inusualmente silencioso mientras esperaba a que llegasen los demás, se había sentado muy rígido y en los dos últimos minutos no había quitado los ojos del informe de la autopsia de Elena Ochoa que estaba sobre la mesa. Hacía poco más de un año que lo trataba y, en aquel tiempo, Amaia había llegado a apreciar a Iriarte sinceramente. Era una buena persona, un excelente profesional, responsable y correcto como pocos, un policía técnico, quizá demasiado corporativista para llegar a ser brillante, pero en el tiempo en que le conocía jamás le había visto perder el control.
Pensó que en el fondo Iriarte no era muy distinto a su marido. Al igual que James, conocía y admitía la parte oscura del mundo, lo siniestro y miserable de algunas existencias, y del mismo modo optaba por mantenerse dentro de los parámetros de lo que le resultaba explicable, controlable. La influencia artística de James le permitía aceptar las adivinaciones de Engrasi o los poderes bondadosos de la diosa Mari como un chico que asiste divertido a un espectáculo de magia, siempre con el ser humano como artífice, como conductor. En el caso de Iriarte, probablemente había ido un paso más allá y quizá la opción personal de ser policía radicaba en su sencilla comprensión del mundo, de la familia, de lo que estaba bien y en la firme decisión de protegerlos a cualquier precio. Lo que le confundía no era lo que ponía en el informe de la autopsia, en el que San Martín había escrito suicidio por ingestión voluntaria de objetos cortantes, sino lo que había visto sobre la mesa de acero del Instituto Navarro de Medicina Legal.
Mientras tomaban asiento, Montes comenzó en tono festivo.
—Bueno, jefa, nosotros traemos algunas sorpresitas. Esta mañana hemos visitado a las dos familias del informe de Jonan y a la que añadió la forense. Las dos primeras siguen residiendo en los mismos pueblos, aunque han cambiado de domicilio. Primero fuimos a ver a los de Lekaroz, son los que tenían otro chaval y que insinuaron que los forenses traficaban con órganos. No sé dónde vivían antes, pero ahora tienen una gran mansión, pusimos la excusa de que había habido algunos robos en la zona y nos dejaron entrar hasta la zona del garaje…, con lo que vale un solo coche de los que tenían allí podría jubilarme. Por lo visto se dedican al negocio farmacéutico. A los de Arraioz tampoco les ha ido mal, no estaban en la casa. La persona que vigila la finca nos dijo que estaban de vacaciones, pero pudimos ver la casa por fuera y las cuadras que acaban de construirse; el vigilante nos comentó que se dedica a prospecciones gasíferas en Sudamérica, así que no me extraña que renunciasen a la ayuda social. La última pareja también está forrada, es la de la mujer enferma de cáncer que no tenía más críos que la que se les murió; entonces vivían en Elbete, ahora residen en Pamplona, y su caso es el menos sorprendente porque los dos eran abogados. No sé cómo será su casa, pero el bufete es imponente, doscientos cincuenta metros de pisazo en lo mejorcito de la capital. Lo realmente asombroso es que la esposa, que estaba en fase terminal en 1987, no sólo está viva, sino que ejerce y está como una rosa.
—¿Está seguro de que es la misma mujer? El marido pudo volver a casarse.
—Es ella. Su nombre luce en la placa de la entrada del bufete, Lejarreta y Andía, pero es que además hemos hablado con ella…, no sólo está viva y sana, está hasta buena —dijo dándole un codazo a Zabalza, que bajó la mirada cohibido.
—Lejarreta y Andía. No me suenan —dijo Iriarte.
—Normal, es que no se dedican a penal, sino a mercantil, importaciones y exportaciones y cosas así…
—A mí sí me suenan —dijo Amaia levantándose para rebuscar en los bolsillos de su plumífero hasta que halló la elegante tarjeta que los Martínez Bayón le habían dado en la puerta de su casa. Lejarreta y Andía. Abogados.
Colocó la tarjeta sobre la mesa asegurándose de que todos pudieran verla y se tomó unos segundos para ordenar sus pensamientos antes de hablar.
—Creo que todos saben que Elena Ochoa, la mujer fallecida ayer, era amiga de mi familia, concretamente de mi madre. Y saben también que desde la noche en que detuvimos a Berasategui y que Rosario desapareció he manifestado que no me cuadraban los tiempos desde que salieron de la clínica hasta que llegaron a la casa de mi tía; siempre he creído que fueron a otro lugar, el lugar donde ella se cambió de ropa y donde estuvieron hasta que llegó el momento, una casa, un piso franco. No fue en casa del padre, estoy segura, y eso nos lleva de nuevo a Elena Ochoa. Ella me contó que a finales de los setenta y a principios de los ochenta un grupo de tipo sectario se estableció en un caserío de Orabidea. Eran una especie de hippies que vivían en comuna y organizaban reuniones culturales y espirituales, que pronto derivaron hacia el ocultismo; sacrificaban pequeños animales y llegó incluso a insinuarse la posibilidad de un sacrificio humano, momento en el que Elena Ochoa decidió abandonar el grupo, que aún siguió activo algún tiempo. En esa época eran bastante comunes, seguramente influidos por el atractivo estético de grupos pseudosatanistas como el de Charles Manson, muy popular tras los asesinatos de la noche de los cuchillos. Entonces muchos grupos de jóvenes desencantados con el cristianismo y la sociedad conservadora del momento coquetearon con el amor libre, las drogas y el ocultismo. En la mayoría de los casos era un cóctel que resultaba excitante y hacía sexualmente muy atractivos a sus líderes. La mayoría de los grupos se disolvieron cuando se les acabó el LSD.
»Siguiendo las indicaciones de Elena Ochoa, esta misma mañana he localizado la casa. En la actualidad es una mansión completamente renovada y rodeada de medidas de seguridad. Viven en ella una respetable y adinerada pareja que rondará la edad de jubilación y que formaba parte del grupo original. La vecina ha identificado sin ningún lugar a dudas el coche de Berasategui. He hablado con la pareja y no han tenido más remedio que admitir que le conocían, pero cuando les he preguntado qué relaciones les unían me han puesto esta tarjeta en la mano. Lejarreta y Andía. Abogados…
—Puede ser casualidad, representarán a mucha gente.
—Sí, puede ser —admitió ella—. Pero la vecina me contó también que tuvieron una niña que murió de bebé. Si cuando les he preguntado por Berasategui se han molestado, cuando he nombrado a la niña se han puesto histéricos. Y por supuesto que puede ser casual, pero ya me empiezan a parecer demasiados bebés muertos.
—¿Está pensando que quizá les hicieran algo a sus bebés? Las autopsias determinaron muerte de cuna.
Ella soslayó la pregunta.
—Lo que quiero es comprobar si alguna de esas parejas tiene alguna clase de relación con los abogados, con Berasategui o con los Martínez Bayón. Y sería interesante que consiguiéramos el certificado de defunción de la niña, se llamaba Ainara, Ainara Martínez Bayón, y falleció con catorce meses de un ictus cerebral durante un viaje de la familia al Reino Unido, y por lo visto está enterrada allí. Jonan, ¿por qué no te ocupas tú de eso? Conocías a alguien en la embajada, ¿verdad? —dijo poniéndose en pie y dando por terminada la reunión. Se dirigió hasta la puerta, donde esperó a que todos salieran—. Montes, un momento. —Le retuvo, cerró la puerta y se volvió hacia él.
El inspector Montes era de esas personas que te miran intensamente a los ojos cuando tienen algo que decirte, formaba parte de su carácter impulsivo y sincero. En los últimos días, por lo menos en un par de ocasiones, había tenido la certeza de que Montes quería decirle algo que finalmente se había callado.
Fue directa.
—Fermín, creo que hace días que tenemos pendiente una conversación.
Él asintió con un gesto entre el alivio de lo inevitable y la carga de lo ineludible, pero guardó silencio. El contexto policial y la superioridad patente de dirigirse a él en su despacho quizá no fuese el ambiente más propicio para la sinceridad, y de sobra sabía que Fermín Montes era de la clase de tipos que hablaban mejor ante una copa.
—¿Cree que tendrá tiempo para tomar una cerveza y charlar un poco después del trabajo?
—Claro, jefa, por supuesto —respondió él, aliviado—, pero ahora véngase con nosotros a tomar un café. Yo invito, estamos de celebración: Zabalza se nos casa.
Dejó que el inspector Montes se adelantase mientras se tomaba unos segundos para deshacerse del gesto de incredulidad y preocupación que se había dibujado en su rostro y escuchaba en el pasillo la algarabía con que los demás acogían la noticia.
Fueron necesarias tres rondas de cervezas y unos calamares en el bar del Casino para que Montes pareciese lo suficientemente relajado para sincerarse. Sonrió ante el último chiste que él acababa de contar y le abordó de pronto.
—Bueno, Fermín, ¿va a contármelo de una vez o espera a que esté totalmente borracha?
Él asintió bajando la mirada y apartando el vaso de cerveza hasta la mitad de la barra.
—¿Damos un paseo?
Ella arrojó un billete sobre la barra y le siguió.
La temperatura había descendido varios grados en las últimas horas, llevándose las jornadas lluviosas y templadas y sustituyéndolas por rachas heladas de viento que habían barrido de las calles cualquier presencia de vecinos. Caminaron en silencio atravesando la plaza y cruzaron la carretera hasta la entrada de la iglesia. Por fin, allí, Fermín se detuvo y la miró de nuevo a los ojos. Fuera lo que fuese lo que tenía que decir, era evidente que iba a costarle mucho.
—No sé cómo decir esto, así que ahí va. Desde hace unos días estoy de nuevo con Flora.
Ella abrió la boca incrédula, sorprendida, y apenas acertó a preguntar:
—¿Qué significa que está con Flora?
Él desvió un instante la mirada de los ojos inquisitivos de ella como para hallar entre las sombras que rodeaban la iglesia las fuerzas para explicar algo que ni para él tenía explicación.
—Hace unos días, cuando subía hacia la comisaría, me crucé con su coche, nos vimos, me llamó… Hablamos, y estamos juntos.
—¡Joder, Fermín! ¿Está loco? ¿Es que no recuerda lo que le hizo? ¿Es que no recuerda lo que estuvo a punto de hacer?
Él desvió de nuevo la mirada y, mientras se mordía el labio inferior, alzó la cabeza hacia el cielo despejado y helado de la noche de Baztán.
—Es mala, Fermín. Flora es mala, le destruirá, acabará con usted, es un puto demonio, ¿es que no se da cuenta?
Él explotó, la agarró de los hombros y la zarandeó un poco mientras acercaba el rostro al suyo y le decía:
—Claro, claro que me doy cuenta, sé cómo es, pero ¿qué quiere que haga? La amo, estoy enamorado de ella desde que la conocí y, aunque haya querido convencerme de lo contrario, en todos estos meses no he dejado de quererla ni un solo día, y de alguna manera sé que ella es mi última oportunidad.
Estaba muy cerca. Podía ver la desesperación en sus ojos, podía sentir el dolor en su alma. Alzó una mano y la depositó suavemente sobre la mejilla del hombre mientras negaba con la cabeza.
—Joder, Fermín… —se lamentó.
—Ya… —admitió él.
Se separaron, y como por un acuerdo tácito comenzaron a andar hacia la calle Santiago, juntos y silenciosos. Al llegar al puente ella se detuvo.
—Fermín, bajo ninguna circunstancia, nada, repito, nada de lo que ocurra o se diga en la comisaría o fuera de ella referente a alguno de los casos puede llegar jamás a mi hermana. Nunca. —Él asintió—. Nunca —dijo ella—. Repítalo.
—Nunca, le doy mi palabra. He aprendido la lección.
—Espero que así sea, inspector Montes, porque si tengo la más mínima sospecha de que no es así, todo lo que le aprecio no valdrá de nada, me encargaré de que le aparten. Y no sólo de un caso, sino de la policía y para siempre.
Cruzó el puente sin reparar, por una vez, en el rumor estrepitoso del agua en la presa. El paso firme y rápido alentado por el enfado, que iba en aumento, había conseguido que olvidara el frío que en otro momento le habría hecho temblar. Se estaba aproximando a la casa de la tía cuando decidió casi sobre la marcha pasar de largo y dar un paseo que le permitiese disipar la furia y la ira que sentía. Pero entonces vio el coche de Flora aparcado frente al arco de la entrada. Se detuvo en seco observando el vehículo como si se tratase de un extraño objeto abandonado allí por una inteligencia extraterrestre. Entró en la casa y, sin quitarse el plumífero, se asomó a la sala de Engrasi. La familia rodeaba a Flora mientras escuchaban atentos lo bien que había organizado el funeral de Rosario. Ella sostenía en una mano un platillo y en la otra una taza de café, que bebía a pequeños sorbos mientras hablaba.
Desde muy lejos oyó los saludos de su familia, desde muy lejos oyó el comentario seguramente sarcástico de Flora, y desde muy lejos oyó su propia voz, ronca y dura, dirigiéndose a su hermana.
—Coge tu abrigo y sal conmigo a la calle.
Su gesto y su tono no daban lugar a discusión alguna. La sonrisa de Flora se esfumó.
—¿Ha pasado algo, Amaia?
Ella no contestó, cogió del perchero de la entrada el abrigo de su hermana y se lo arrojó a los pies. Ignorando las protestas y preguntas de los demás, permaneció silenciosa y en pie junto a la entrada hasta que Flora la rebasó. Salió tras ella y cerró la puerta a su espalda.
—Pero ¿se puede saber a qué vienen tantas prisas?
—Deja de actuar, Flora, deja de fingir que eres una persona normal y dime qué te propones.
—No sé de qué hablas.
—Hablo de Fermín Montes, hablo del hombre que estuviste a punto de destruir, hablo del policía que ha estado suspendido casi un año por tu culpa.
Flora se recompuso y adoptó su habitual gesto de estar perdiendo la paciencia.
—Creo que no te debo ninguna explicación. Fermín es un hombre, yo soy una mujer y los dos somos mayorcitos.
—Pues ahí es donde te equivocas, hermana. No olvides que yo estaba allí la noche que Víctor murió y sé lo que pasó realmente, sé cuáles fueron las razones que te llevaron entonces a relacionarte con Montes, lo que no entiendo es por qué lo haces ahora, déjalo en paz.
Flora rió.
—Vaya, hermanita, no sabía que tenías esos sentimientos tan hermosos hacia Fermín. No tienes ninguna prueba de lo que ocurrió la noche que falleció Víctor, no tienes ni idea; reconozco que quizá no fui del todo sincera con Fermín cuando nos conocimos, pero entonces yo aún era una mujer casada y él lo sabía. Ahora las cosas han cambiado y mi interés por él es honesto.
—Honesto, una mierda. Lo del interés me lo creo, de hecho, creo que ésa es la palabra que define tus relaciones con los demás, y estoy segura de que alguna clase de interés tendrás cuando quieres relacionarte con él, pero no tiene nada que ver con cosas de hombres y mujeres, porque lo que te interesa a ti, Flora, viene en otro envoltorio, joven, rubia y muy guapa. ¿Me equivoco?
El habitual desdén de la mirada de Flora se consumió en una furia tan feroz como la que ardía en los ojos de Amaia, hermanándolas, quizá por única vez. Cuando habló, la angustia había atenazado tanto su garganta que la voz salió ahogada y rota por el dolor y la rabia.
—No tienes ni idea de la relación que tenía con ella, no te atrevas a nombrarla.
Amaia la observó estupefacta. Flora aparecía hundida, la espalda encorvada como si soportase un terrible peso, y había perdido toda su luz oscureciéndose ante sus ojos como si se encontrase gravemente enferma. No era la primera vez. En cada ocasión que había mencionado su relación con Anne, la reacción de Flora era tan exagerada, y a la vez tan sincera, que no dudaba de que lo que había habido entre aquellas dos mujeres era, probablemente, la pasión más fuerte que había sentido su hermana jamás en su vida, una pasión que ningún hombre le había hecho sentir, con una fuerza tan arrolladora que aún la devoraba y que le había dado fuerzas para llegar a matar.
La observó en silencio. No había mucho más que decir cuando se estaba ante alguien que recogía del suelo su dignidad hecha trizas. Flora se envolvió en su abrigo y, dedicándole una última mirada de desprecio, subió al coche, mientras Amaia disparaba varias fotos al frontal del vehículo con su móvil.