16

Tragó con desagrado un sorbo de café que ya hacía rato que se había quedado frío y asqueada exilió la taza a una esquina de la mesa. No había comido nada desde el desayuno, se sentía incapaz de tomar ni un bocado. Ver a Elena Ochoa muerta sobre su propia sangre se le había llevado el apetito y algo más… Algo que tenía que ver con un hilo de esperanza de que quizá en algún momento Elena pudiera superar las barreras del miedo y hablar. Si tan sólo le hubiese dicho dónde estaba la casa… Presentía que era muy importante. La muerte de Elena sumada a la de Berasategui la dejaba sin recursos y con la sensación de que los hechos se le escapaban de entre los dedos como si intentase contener el agua del río Baztán. Sobre su mesa, el informe del subinspector Etxaide acerca de las muertes de cuna, la transcripción de la declaración de Valentín Esparza en los calabozos, el informe de la autopsia de Berasategui, un par de folios con sus notas emborronadas de tachaduras y una conclusión que no lo era en absoluto: que no podía avanzar, que no había adonde ir. Frustrada, volteó los folios.

Comprobó la hora en su reloj, casi las cuatro. Hacía una hora que el doctor San Martín la había llamado para darle el teléfono de la forense que había realizado las autopsias de los bebés del informe de Jonan. Le había explicado lo que Amaia quería y habían quedado en que la llamaría a las cuatro. Tomó el teléfono, esperó el último minuto con el aparato en la mano y, en cuanto dio la hora, marcó el número.

Si a la doctora le sorprendió su puntualidad, no lo mencionó.

—El doctor San Martín me ha dicho que está interesada en dos casos en concreto. Los recuerdo perfectamente aunque, por si acaso, he buscado mis notas de entonces. En ambos, las autopsias fueron normales, de dos niñas aparentemente sanas; en ninguna de las dos se halló nada que hiciera sospechar que las muertes no hubieran sido naturales, entiéndase por cuanto natural pueda ser el síndrome de muerte súbita del lactante, que era lo que inicialmente habían sugerido los médicos que firmaron los correspondientes certificados de defunción. Uno de los bebés dormía boca abajo, la otra ni eso. Lo que me planteó dudas en ambos casos fue la actitud de los padres.

—¿La actitud?

—En uno de los casos me entrevisté con ellos a petición del padre, que casi llegó a amenazarme advirtiéndome de que más valía que, tras la autopsia, su hija tuviera dentro todas las vísceras, que había leído en alguna parte que a veces los forenses se las quedaban. Traté de explicarle que eso no era así y que sólo se daba en los casos en que se había recibido autorización de los familiares o en que se donaba el cuerpo para el estudio. Pero lo que más me llamó la atención fue que dijo que sabía qué precio podían alcanzar los órganos de un niño muerto en el mercado negro. Le contesté que si estaba pensando en donaciones estaba completamente equivocado, que para eso se los tendrían que haber extraído nada más fallecer y en unas condiciones médicas muy especiales, y me contestó que no hablaba del mercado negro de donaciones, sino del de cadáveres. La esposa intentaba todo el tiempo que se callase y me pidió repetidamente disculpas queriendo justificar a su marido con el terrible trance que estaban sufriendo, pero cuando lo afirmó yo le creí, parecía saber de qué hablaba, y eso que por lo demás era un patán sin modales. Si llamé a los servicios sociales fue sobre todo por la pena que me dio el niño mayor, el otro que tenían. Sentado en la sala de espera y oyendo a su padre hablar así, no me pareció que estuviera de más que echaran un ojo.

»En el segundo caso, la actitud de los padres fue también sorprendente, aunque muy distinta. Esperaban en el Instituto de Medicina Legal; pasé por delante de la sala para decirles que pronto podrían llevarse a su hija y lo que vi fue que, lejos de estar abatidos, estaban eufóricos. Aunque pueda resultar desconcertante, he visto todo tipo de reacciones en los familiares, desde el esperado dolor hasta la más absoluta frialdad, pero cuando salí de la sala oí al hombre susurrar a la mujer que todo iba a ir bien a partir de ese momento. Es chocante, podría suponer una especie de promesa, aunque cuando me volví a mirarles ambos estaban sonriendo, y no se trataba de un gesto forzado con el que infundirse ánimos, no, estaban felices. —La doctora hizo una pausa rememorando—. He visto alguna vez respuestas parecidas ante la muerte cuando se trata de creyentes convencidos de que su ser querido va directamente al cielo; sin embargo, en estos casos la emoción dominante es la resignación. No vi resignación en ellos, vi alegría. Alerté a los servicios sociales porque tenían dos hijos más que todavía eran muy pequeños, dos y tres años, vivían en un bajo sin calefacción que les había prestado un familiar y él llevaba toda la vida en el paro. Aparte de las estrecheces que se puede imaginar, cuidaban bien de los niños, lo mismo que la otra pareja. Eso me dijo la trabajadora social. Ahí terminó el asunto. Pero la llamada de hoy de San Martín me ha hecho recordar otro caso, en marzo de 1997. Al finalizar la Semana Santa, se produjo un descarrilamiento en Huarte Arakil. Fallecieron dieciocho personas. Estábamos desbordados de trabajo y casualmente el accidente coincidió con una muerte de cuna. Esta vez también fueron los padres los que solicitaron verme. Ya le digo que estábamos superados por la catástrofe, pero se plantaron allí e insistieron en que no se irían hasta haber hablado conmigo. Fue muy triste, la mujer estaba enferma de un cáncer muy avanzado. Me pidieron que acelerase los trámites para que pudieran llevarse el cuerpo. También en este caso tenían prisa y, a pesar de la circunstancia, no aparentaban estar tan apesadumbrados como cabía esperar, sino todo lo contrario. Su actitud llamaba la atención en aquella sala llena de familiares destrozados; ellos, sin embargo, parecían estar esperando a que les entregasen el coche en el taller en lugar de un cadáver. No tenían más hijos, lo comprobé. He buscado la ficha con mis apuntes. Si me facilita un correo, se la envío junto al número de la trabajadora social, por si quiere hablar con ella.

—Sólo una cosa más, doctora —dijo Amaia antes de colgar.

—Dígame.

—En el último caso que me ha contado, ¿el bebé era también una niña?

—Sí, era una niña.

La trabajadora social tardó una hora más en localizar los expedientes y devolverle la llamada. Los partes se habían cerrado sin incidencias. En uno de los casos, la familia recibió ayuda durante un corto período de tiempo hasta que renunció a ella. Nada más.

Llamó a Jonan, que para su sorpresa parecía tener el teléfono desconectado. Se asomó al pasillo y golpeó suavemente con los nudillos en la puerta abierta del despacho de enfrente, en el que Zabalza y Montes trabajaban.

—Inspector Montes, ¿puede venir a mi despacho?

Él la siguió.

—El subinspector Etxaide elaboró un informe sobre todas las familias que habían perdido niños por muerte de cuna en Baztán; inicialmente no parece que haya nada relevante, pero en dos de los casos la forense que había entonces recomendó una inspección a los servicios sociales. Mientras hablaba con la doctora, ésta ha recordado otro más en el que los padres no reaccionaron como se puede esperar, me ha dicho que literalmente estaban felices; una de las familias estuvo bajo la tutela del Gobierno de Navarra una temporada, recibiendo ayuda social. Me gustaría que mañana les hiciera una visita; invéntese cualquier motivo y evite mencionar el tema de los bebés.

—¡Ufff! —se quejó Montes—. Me va a costar mucho, jefa —dijo hojeando los expedientes—, pocas cosas me cabrean más que esas familias que no cuidan a sus niños.

—No mienta, Montes, a usted le cabrea todo —dijo sonriendo mientras él asentía—. Llévese a Zabalza, le vendrá bien airearse y tiene más tacto que usted. Por cierto, ¿sabe dónde anda Etxaide?

—Tenía la tarde libre, me comentó que iba a hacer unos recados…

Amaia se concentró en poner de nuevo en orden sus notas añadiendo lo que la forense y la trabajadora social le habían contado; al cabo de unos segundos se percató de que Montes seguía en pie junto a la puerta.

—Fermín, ¿quiere algo más?

Él permaneció mirándola un par de segundos más y después negó con la cabeza.

—No, no, no es nada.

Abrió la puerta y salió al pasillo, dejando en Amaia la sensación de estar perdiéndose algo importante.

Desconcentrada, se rindió a la evidencia de no estar avanzando en absoluto. Guardó los papeles, consultó la hora y recordó que James tenía una importante reunión en Pamplona. Marcó su número y esperó, pero él no respondió. Apagó el ordenador, tomó su abrigo y regresó a casa.

Las chicas de la alegre pandilla de la tía Engrasi parecían haber sustituido en los últimos tiempos la habitual partida de cartas por una especie de festivo encuentro en el que se dedicaban a pasarse a Ibai de brazo en brazo haciéndole monerías y carantoñas, y riendo encantadas de la vida. No sin cierto esfuerzo logró arrebatarles al niño, que reía contagiando a las mujeres.

—Me lo estáis echando a perder —bromeó—. Se ha convertido en un fiestero, y luego no hay modo de dormirle —dijo mientras subía las escaleras, llevándose al pequeño entre las airadas protestas de las mujeres.

Dejó a Ibai sobre su cuna mientras preparaba el baño, se quitaba el grueso jersey y escondía su pistola encima del armario ropero, pensando que pronto ni siquiera aquel lugar sería tan seguro con Ibai en casa. En Pamplona tenía una caja fuerte para guardarla y en el proyecto de Juanitaenea habían incluido la colocación de una, pero en casa de la tía siempre la había dejado sobre el armario; de entrada parecía un lugar seguro, aunque era sabido que los bebés, hacia los tres años, se transforman en monitos trepadores capaces de llegar a cualquier sitio. Pensó en Juanitaenea, en los palés de material de obra amontonados frente a la entrada y en la labor en la que no se habían producido avances. Tomó el teléfono y llamó de nuevo a James; escuchó dos señales antes de que la llamada quedase interrumpida, como si hubiese colgado. Se tomó su tiempo para bañar a Ibai; el niño adoraba el agua, y a ella le encantaba verle tan feliz y relajado, pero tuvo que reconocer que la preocupación por el hecho de que James no cogiese sus llamadas comenzaba a hacer mella en ella. No había disfrutado de aquel momento del baño, que solía ser tan especial. Tras ponerle el pijama al niño, volvió a marcar. De nuevo la llamada quedó enseguida interrumpida. Envió un mensaje: «James, estoy preocupada, llámame», y un minuto después llegó la respuesta: «Estoy ocupado».

Ibai se durmió en cuanto tomó su biberón. Conectó los intercomunicadores de escucha. Se sentó junto a Ros y a la tía, que miraban la televisión, pero no consiguió concentrarse en otra cosa que no fuera escuchar el ruido que los vehículos hacían al pasar sobre el empedrado frente a la casa. Cuando oyó detenerse el coche de su marido, se puso el abrigo y salió a recibirle. James permanecía en el interior del automóvil con el motor parado y las luces apagadas. Ella se acercó y se subió por la puerta del copiloto.

—James, ¡por Dios! Estaba preocupada.

—Ya estoy aquí —respondió él sin darle importancia.

—Podías haber llamado…

—Tú también… —cortó él.

Visiblemente sorprendida por su reacción, se puso a la defensiva.

—Lo hice, y no lo cogías.

—¿A las seis de la tarde? ¿Después de todo el día? —Ella encajó el reproche, pero inmediatamente se sintió furiosa—. O sea, que viste la llamada y no la cogiste. ¿Qué pasa, James?

—Dímelo tú, Amaia.

—No sé a qué te refieres…

Él se encogió de hombros.

—¿No sabes a qué me refiero? Perfecto, entonces no pasa nada —dijo haciendo ademán de salir del coche.

—James. —Le detuvo—. No me hagas esto, no comprendo nada. Sé que tenías la reunión con los representantes del BNP, nada más, ni siquiera me has dicho cómo ha ido.

—¿Acaso te importa?

Ella le miró dolida durante un par de segundos. Su chico guapo estaba perdiendo la paciencia, y sabía que, en buena parte, ella era la responsable. Bajó el tono y cuando habló lo hizo poniendo en sus palabras todo el cuidado y ternura.

—¿Cómo puedes preguntarme eso? Claro que me importa, James, tú eres lo que más me importa del mundo.

Él la miró, intentando sostener durante un par de segundos más el gesto adusto, que ya empezaba a relajarse en sus ojos. Sonrió un poco.

—Ha ido bien —admitió.

—Oh, por favor, cuéntame más, ha ido bien bien o muy bien.

Él sonrió abiertamente.

—Muy muy bien.

Ella le abrazó arrodillándose en el asiento para poder pegarse a él y besarle. Su teléfono sonó. James compuso un gesto de fastidio cuando ella lo sacó del bolsillo.

—Es de la comisaría, tengo que contestar —dijo deshaciéndose del abrazo. Descolgó y un policía contestó al otro lado.

—Inspectora, ha llamado a comisaría la hija de Elena Ochoa. Insiste en hablar con usted y dice que es urgente. No la habría molestado, pero la chica ha dicho que es muy importante que se vean cuanto antes. Acabo de enviarle su número en un mensaje.

—Tengo que hacer una llamada, me llevará tan sólo un par de minutos —dijo bajándose del coche. Marcó el número y se alejó un poco más para evitar que James pudiera oír la conversación.

—Inspectora, estoy en Elizondo. Con todo lo que ha pasado decidimos quedarnos a dormir hoy aquí, y ha sido al ir a acostarme cuando he apartado la almohada y he encontrado una carta de mi madre. —La voz, que hasta aquel instante había sonado segura y espoleada por la urgencia, se rompió de un modo lastimero cuando la joven comenzó a llorar—. Supongo que tenían razón, se suicidó, no puedo creerlo, pero se suicidó… Ha dejado una carta —dijo rota de dolor—. Yo siempre intenté ayudarla, hacía lo que los médicos decían, que no le hiciera caso, que no alimentase su paranoia, que le restase importancia a sus miedos… Y ha dejado una carta. Pero no para mí, es para usted. —La joven se rompió del todo; Amaia sabía que a partir de ese momento sería incapaz de articular palabra alguna; esperó unos segundos mientras oía cómo alguien que intentaba consolarla le arrebataba el teléfono de las manos.

—Inspectora, soy Luis, el novio de Elena. Venga a por la carta.

James había bajado del coche y ella retrocedió unos pasos hasta colocarse frente a él.

—James, tengo que hacer una cosa. Es sólo recoger un documento, aquí mismo, en Elizondo, iré andando —dijo como para hacer más patente lo poco que tardaría—, pero tengo que ir ahora.

Él se inclinó para besarla y sin decir una palabra entró en la casa.