15

Ros Salazar ya no fumaba, aunque lo había hecho desde los dieciséis años y hasta el momento en que decidió que quería ser madre. La maternidad por lo visto no era para ella, y desde que se separó de Freddy no había tenido más que un par de escarceos de bar que no merecían ni mención. Las posibilidades de conocer a un hombre nuevo en Elizondo no eran muy altas, y aunque seguía pensando, incluso cada vez más a menudo, en la posibilidad de ser madre, no parecía que en su caso eso fuese a estar unido a tener a un hombre a su lado. Aun así no había vuelto a fumar, al menos tabaco. Pero de vez en cuando, ya tarde, cuando la tía se había acostado, se liaba un porro y salía bajo el pretexto de airearse, paseaba hasta el obrador, se sentaba en el despacho y se lo fumaba tranquilamente mientras disfrutaba del placer de la propietaria que por fin estaba sola tras una jornada de trabajo en su negocio ya cerrado al público.

Le sorprendió ver luces encendidas y enseguida pensó que Ernesto, el encargado, se había olvidado de apagarlas tras cerrar. Al abrir la puerta del almacén vio que también estaban encendidas las del despacho. Sacó su móvil, marcó el 112 sin accionar la llamada y gritó.

—¿Quién está ahí? He llamado a la policía.

Un rápido movimiento de objetos, un golpe, un roce. Presionó la tecla de llamada cuando la voz de Flora le respondió.

—Ros, soy yo…

—¿Flora? —dijo cortando la llamada y avanzando hacia el despacho—. ¿Qué haces aquí? Pensaba que estaban robando.

—Yo… —titubeó Flora—. Creía que… pensé que me había olvidado algo aquí y vine a ver si estaba.

—¿El qué? —preguntó Ros.

Flora miró nerviosamente a su alrededor.

—El bolso —mintió.

—¿El bolso? —repitió Ros—, pues aquí no está.

—Ya lo veo, y ya me iba —dijo rebasándola y dirigiéndose a la puerta.

Oyó cómo se cerraba el portón del almacén a su espalda, mientras toda su atención se centraba de nuevo en el despacho. Observó con detenimiento los enseres. Había sorprendido a Flora haciendo algo que no debía, eso seguro, algo por lo que había mentido inventándose aquella tontería del bolso, algo que la había llevado al obrador en plena noche… ¿Para hacer qué?

Ros sacó el sillón giratorio de detrás de la mesa del despacho y lo situó en medio de la estancia. Se sentó, buscó en su bolsillo el porro que la había llevado hasta allí, lo encendió y le dio una honda calada que la mareó un poco. Aspiró profundamente y se recostó en el sillón, que fue girando poco a poco mientras fumaba; todos los objetos del despacho comenzaron a contar su historia. Casi una hora y varias vueltas después fue cuando reparó en el cuadro que adornaba la pared y representaba una escena de mercado en los gorapes que le encantaba. Había observado muchas veces aquella escena por la serenidad que emanaba. Pero no fue eso lo que llamó su atención. La imagen le había hablado. El objeto, que guardaba un orden inmóvil establecido por todas las leyes del equilibrio, le contaba su historia. Tuvo que ponerse en pie y acercarse para comprobarlo. Sonrió cuando vio la huella del tacón que los zapatos de Flora habían dejado sobre la tapicería del sofá que estaba justo debajo. Se subió colocándose en el mismo lugar y levantó el marco, que era más pesado de lo que había imaginado. No le sorprendió ver la caja, sabía que estaba allí. Flora la había hecho instalar años atrás con el pretexto de tener metálico para los proveedores. Hoy en día todos los pagos se realizaban a través de cuentas bancarias y, que ella supiera, la caja estaba vacía o debía de estarlo. Apoyó el cuadro en el sofá, acarició con un dedo la ruleta, aunque no tenía sentido ni intentarlo, y regresó a su lugar en el sillón giratorio. En las horas que siguieron, y mientras miraba aquella caja incrustada en la pared, se preguntó muchas cosas, cosas que le llevaron buena parte de la noche.

Había llovido desde las primeras horas de la madrugada. Amaia era consciente de haber escuchado el rítmico golpeteo de la lluvia en las contraventanas del dormitorio durante la multitud de microdespertares que poblaron su sueño y que le resultaban especialmente fastidiosos ahora que Ibai, por fin, dormía la noche entera. Aunque la lluvia había cesado, las calles mojadas le parecieron inhóspitas y agradeció la cálida sensación de entrar en la comisaría seca y caldeada.

Al pasar junto a la máquina del café, saludó a Montes, Zabalza e Iriarte en su habitual reunión de la mañana.

—¿Le apetece un café, jefa? —preguntó Montes.

Amaia se detuvo y, antes de contestar, sonrió divertida al ver el gesto contrariado de Zabalza.

—Gracias, inspector, pero soy incapaz de tomar café en esos vasos de plástico, luego me serviré uno de verdad en mi taza.

El subinspector Etxaide la esperaba en su despacho.

—Jefa, tengo un par de datos interesantes sobre el tema de la muerte súbita de lactantes.

Ella colgó su abrigo, encendió el ordenador y se sentó tras la mesa.

—Le escucho.

—Síndrome de muerte súbita del lactante es el nombre que recibe la muerte inesperada de un niño normalmente menor de un año, aunque hay casos que se han extendido hasta los dos. Se produce mientras el niño duerme y sin síntomas aparentes de sufrimiento. En Europa fallecen por esta causa dos de cada mil niños nacidos, la mayoría de ellos, más del noventa por ciento, durante los primeros seis meses de vida, y es la primera causa de muerte entre bebés sanos después del primer mes. La catalogación de este tipo de muerte es bastante misteriosa; se considera muerte súbita del lactante si después de la autopsia no se ha encontrado ninguna otra causa que la explique. En el documento le detallo los factores que se consideran de riesgo y los minimizadores del mismo, aunque ya le advierto que son bastante peregrinos y que van desde los cuidados prenatales hasta la postura para dormir, o la lactancia materna, pasando por el hecho de que los adultos de la casa fumen… Excepto quizá el hecho de que la mayoría se producen en invierno. La media en todo el país coincide con la europea, y en Navarra fallecieron diecisiete niños por esta causa en los últimos cinco años, cuatro de ellos en Baztán; las cifras se ajustan a la media.

Ella le miró sopesando la información.

—En todos los casos se realizó autopsia y se decretó muerte súbita del lactante, pero hay algo que me llamó la atención: en dos de los casos se abrió una posterior investigación por parte de los servicios sociales a las familias —dijo tendiéndole unos folios grapados—. No aparece más información complementaria, así que no sabemos en qué quedó todo eso, aunque parece que los casos se cerraron sin más novedades al cabo del tiempo.

El inspector Montes dio unos golpecitos a la puerta y asomó la cabeza.

—Etxaide, ¿te vienes a echar un café? Vaya, si no interrumpo.

Era evidente que a Etxaide la invitación le había pillado por sorpresa, y miró a Amaia alzando las cejas, extrañado.

—Vete tranquilo, voy a leerme esto con calma —dijo levantando las hojas del informe.

Tras salir Jonan, y antes de cerrar la puerta, Montes volvió a asomar la cabeza y le guiñó un ojo.

—¡Fuera de aquí! —le dijo ella sonriendo.

La puerta no llegó a cerrarse, el inspector Iriarte entró en el despacho y le dijo:

—Una mujer ha aparecido muerta en su domicilio. La encontró su hija, que vino desde Pamplona porque no respondía al teléfono. Por lo visto ha vomitado una gran cantidad de sangre. La hija llamó a emergencias, pero no han podido hacer nada por ella. El médico que la ha visto dice que hay algo raro.

Cuando cruzaban el puente, ya vio los vehículos de bomberos detenidos al final de la calle, pues en Baztán eran ellos los que se ocupaban de los traslados de heridos y enfermos a centros hospitalarios. Pero fue al aproximarse al final de la calle y ver la puerta de la casa abierta cuando sintió que el cubículo del coche se vaciaba de aire obligándola a abrir la boca para respirar.

—¿Cómo se llama la mujer, cómo se llamaba?

—Creo que han dicho Ochoa, no recuerdo el nombre.

—¿Elena Ochoa?

No le hizo falta la respuesta de Iriarte. Pálida y demudada, una chica que era una versión más joven de la propia Elena fumaba un cigarrillo frente a la puerta de la casa, abrazada, casi sostenida, por un hombre joven, probablemente su pareja.

Los rebasó sin dirigirse a ellos y penetró en el estrecho pasillo, avanzando hasta la puerta del dormitorio, como le indicó un sanitario. La alta temperatura de la habitación contribuía a expandir por el aire el aroma acre de la sangre y la orina, que habían formado sendos charcos alrededor del cadáver. Éste había quedado trabado entre la cama y una cajonera. Estaba de rodillas, las manos, con las que se sujetaba el vientre, no eran visibles porque el cuerpo se había derrumbado hacia adelante hasta hacer reposar el rostro en el denso charco de vómito sanguinolento. Amaia agradeció que tuviese los ojos cerrados. Toda su postura delataba el horrible sufrimiento que había soportado en sus últimos momentos; pero el rostro se veía relajado, como si el mismo instante de la muerte le hubiese supuesto una gran liberación.

Se volvió hacia el médico de la ambulancia, que esperaba a su espalda.

—El inspector Iriarte me ha comentado que ha visto algo raro…

—Sí, de entrada parece una gran hemorragia que le llenó el estómago, le colapsó los pulmones y le provocó la muerte. Pero al observar de cerca el vómito, he visto que está compuesto por lo que me parecieron pequeñas astillas de madera.

Ella se inclinó junto al charco de vómito y comprobó que, en efecto, contenía cientos de trocitos de lo que parecía madera.

El médico se agachó a su lado y le mostró un recipiente de plástico.

—He tomado una muestra y, tras retirar la sangre, esto es lo que se ve.

—¿Son…?

—Sí, son cáscaras de nuez, rotas en afiladas astillas que cortan como cuchillas de afeitar… No imagino cómo pudo tragárselas, pero es seguro que en esta cantidad le perforaron el estómago, el duodeno y la tráquea, y lo peor fue cuando las vomitó, porque al expulsarlas con la fuerza que requiere el vómito salieron destrozando todo a su paso. Estaba en tratamiento con antidepresivos, las pastillas están en la cocina, sobre el microondas, aunque no hay modo de saber si había estado siguiendo su tratamiento. Es una manera horrible de suicidarse.

La hija de Elena Ochoa había heredado de su madre el innegable parecido físico, el nombre y la cortesía con las visitas. A pesar de que Amaia la había excusado diciéndole que no era necesario, ella había insistido en preparar café para todos los que estaban en la casa. El joven, que finalmente había resultado ser su novio, tranquilizó a Amaia.

—Déjela, se sentirá mejor si está haciendo algo.

Amaia la observó ir y venir por la cocina desde el mismo lugar donde se había sentado durante la última entrevista con su madre, y como hizo entonces, esperó a que la joven terminase de disponer las tazas antes de comenzar a hablar.

—Yo conocía a su madre. —Vio la cara de sorpresa de la joven.

—Nunca me habló de usted.

—Realmente no teníamos mucha relación. La visité un par de veces para hablar de Rosario, de mi madre; ellas fueron amigas cuando eran jóvenes —explicó—. En mi última visita me pareció que estaba bastante nerviosa. ¿Había notado usted algo raro en el comportamiento de su madre en los últimos días?

—Mi madre siempre ha estado mal de los nervios. Tuvo una terrible depresión cuando falleció mi padre, yo tenía siete años; desde entonces no ha levantado cabeza. Ha tenido períodos mejores, peores, pero siempre ha estado delicada, aunque es verdad que de un mes a esta parte se mostraba casi paranoica, muerta de miedo. Ya le había pasado otras veces y el médico siempre me aconsejaba que fuese firme con ella y que no alimentase sus aprensiones. Sin embargo, esta vez estaba realmente asustada.

—Usted la conoce mejor que nadie. ¿Cree que su madre sería capaz de suicidarse?

—¿Suicidarse? No, claro que no, ella jamás se suicidaría, era católica. ¿No pensarán…? Mi madre ha muerto de una hemorragia. Ayer, cuando hablé con ella por teléfono, me dijo que le dolía el estómago, que se había tomado varios antiácidos y calmantes, y que iba a probar con una manzanilla. Yo estaba trabajando, pero me ofrecí a venir a verla cuando saliese. Hace un año que vivo en Pamplona con Luis —dijo haciendo un gesto hacia el chico—. Venimos casi todos los fines de semana y nos quedamos a dormir. Pero ella me tranquilizó y me dijo que sólo era un poco de ardor de estómago, que no hacía falta que viniese. Anoche, antes de acostarme, la llamé de nuevo, me dijo que estaba tomando manzanilla y que se encontraba mucho mejor.

—Elena, el médico ha hallado entre el vómito montones de astillas de cáscara de nuez. Las hay en tal cantidad que es imposible que las ingiriese accidentalmente, y el médico opina que tragarlas y sobre todo vomitarlas fue lo que le causó la hemorragia.

—Eso es imposible —respondió la joven—. Mi madre odiaba las nueces, su sola presencia la volvía loca de miedo. Nunca entraban nueces en esta casa, se lo aseguro, yo le hacía la compra. Y ella habría caído muerta antes de tocar una. —Amaia la miró con suspicacia—. En una ocasión, cuando era pequeña, una mujer me regaló un puñado de nueces en la calle; cuando llegué a casa, mi madre reaccionó como si trajese veneno en las manos y me hizo tirarlas fuera. Después registró todas mis cosas para estar segura de que no había guardado ninguna, me bañó de pies a cabeza y quemó mi ropa mientras yo me deshacía en lágrimas sin entender nada de lo que ocurría. Luego me hizo jurar que nunca, nunca, aceptaría las nueces que nadie me diera. Créame, se me quitaron las ganas de volver a traer nueces a esta casa, aunque lo curioso es que aquella mujer volvió a ofrecérmelas dos o tres veces en los años siguientes. Así que tiene que ser un error, o un accidente, porque ella bajo ninguna circunstancia las comería.

El doctor San Martín negó repetidamente con la cabeza antes de dirigirse al juez Markina.

—Este tipo de suicidios son siempre espantosos, los he visto en multitud de ocasiones, pero sobre todo entre población reclusa. ¿Recuerda a Quiralte, aquel que tragó matarratas? Pues lo he visto con cristales molidos, amoníaco, virutas de hierro… Llama la atención en contraste con el doctor Berasategui y su muerte dulce.

—Doctor, ¿hay alguna posibilidad de que se pudiera haber tragado las cáscaras de forma accidental, quizá mezcladas entre otros alimentos? —preguntó Iriarte.

—Es difícil, aunque no imposible… Hasta que no examine el contenido del estómago no puedo contestar a eso, pero la cantidad en que aparecen en el vómito lo hace altamente improbable. —Se despidió del juez y caminó hacia su coche—. ¿La veré en la autopsia, inspectora?

—Iré yo —intervino Iriarte—. La víctima era amiga de la familia de la inspectora.

El doctor San Martín musitó una condolencia y se metió en su coche. Amaia se apresuró tras él, tocó con los nudillos en la ventanilla y se inclinó para decirle:

—Doctor, a colación del caso de la pequeña Esparza, hemos comprobado la incidencia de muerte de cuna en la zona durante los últimos años y nos ha llamado la atención que al menos en un par de ocasiones se aconsejó desde el Instituto de Medicina Legal una investigación por parte de los servicios sociales.

—¿A cuántos años se remonta?

—Unos cinco.

—Entonces la otra titular en el instituto era la doctora Maite Hernández, estoy seguro de que fue ella la que se encargó; por norma, y siempre que puedo, evito hacer las autopsias de niños tan pequeños. —Amaia recordó su abatimiento ante el cadáver de la niña Esparza y notó que desviaba la mirada mientras lo decía, como si el hecho de sentir aquella repugnancia natural fuese algo vergonzoso, y, sin embargo, le hizo ganar inmediatamente puntos ante ella. Era un magnífico profesional que compatibilizaba su trabajo con la enseñanza, pues sin duda la docencia era su gran debilidad—. La doctora Hernández consiguió una plaza de titular en la universidad pública del País Vasco; la llamaré en cuanto llegue al despacho. No creo que tenga ningún inconveniente en hablar con usted, siempre ha sido una mujer encantadora.

Amaia le dio las gracias y vio cómo el coche se alejaba. La calle estaba ahora casi despejada de vehículos y vecinos, que habían vuelto a sus casas a la hora de comer, empujados por la fina lluvia que había comenzado a caer; aunque fieles a la naturaleza vecinal, Amaia detectó movimiento tras los visillos e incluso alguna ventana entreabierta a pesar de la lluvia que seguía arreciando.

Markina abrió su paraguas y la cubrió con él.

—En los últimos días he visitado más veces tu pueblo que en toda mi vida. No es que me moleste —sonrió—, de hecho tenía pensado hacerlo, pero esperaba que fuese por otros motivos.

Ella no contestó y echó a andar calle adelante, intentando huir de las indiscretas ventanas que daban a la calle Giltxaurdi.

—Sigues sin llamarme, no sé nada de ti, y tú sabes que estoy preocupado. ¿Por qué no me cuentas cómo estás?, en los últimos días han pasado muchas cosas.

Se reservó todo lo relativo a la visita a Sarasola, pero sí que le explicó sus conclusiones sobre la muerte de Berasategui y el modo en que pensaban que había obtenido la droga para matarse.

—Hemos investigado al funcionario huido. No es uno de los que acompañaban a Berasategui cuando me reuní con él, ya estaban suspendidos. Vivía con sus padres, que no tuvieron ningún problema en mostrarnos su habitación; no encontramos nada allí, excepto una bolsa de plástico proveniente de una farmacia muy lejana a su domicilio, lo que nos pareció sospechoso. Cuando le mostramos su foto al farmacéutico le recordó de inmediato porque le había llamado la atención un calmante de dichas características en ampollas. Comprobó la receta y el número de colegiado, que curiosamente todavía no ha sido dado de baja. Y viendo que todo estaba correcto no tuvo más remedio que dispensar el medicamento. En el vídeo puede verse que el funcionario permanece durante un minuto junto a la puerta de la celda; probablemente esperó hasta que Berasategui se bebiera el contenido del vial y se llevó la ampolla para deshacerse de ella. Lo hemos puesto en busca y comprobado que no esté en el domicilio de ninguno de sus familiares. De momento no tenemos más noticias.

Habían alcanzado el antiguo mercado. Markina se detuvo de pronto, obligándola a retroceder para guarecerse de nuevo bajo el paraguas. Volvió a hacerlo, sonriendo de aquel modo en que no sabía si se burlaba de ella o se sentía extraordinariamente feliz al verla; la contempló en silencio durante unos segundos hasta que ella, finalmente intimidada, bajó los ojos sólo un segundo, lo suficiente para recuperar su entereza y preguntar:

—¿Qué pasa?

—Cuando me he quejado de tu falta de noticias no me refería a los avances en la investigación.

Ella volvió a bajar la mirada, esta vez sonriendo mientras asentía con la cabeza. Cuando la levantó, era totalmente dueña de sí.

—Pues éstas son todas las noticias que tendrá de mí —respondió ella.

La sombra de la tristeza nubló su mirada y cualquier atisbo de sonrisa desapareció de su rostro.

—¿Recuerdas lo que te dije aquella noche al salir del piso de Berasategui, cuando nos dirigíamos aquí?

Amaia no contestó.

—Mis sentimientos no han cambiado, y no van a cambiar.

Estaba muy cerca. La proximidad acrecentó su deseo y las notas graves de su voz se fundieron con el recuerdo del sueño de la noche anterior, que apareció vívido en su mente evocando en unos segundos la calidez de sus labios, de su boca, de sus besos.

Recibir encargos institucionales era señal inequívoca de éxito. Cuando las más importantes fundaciones culturales se decantaban por la obra de un artista, lo hacían siempre basándose en las apuestas de sus asesores en arte e inversiones, que, además de tener en cuenta en su juicio el talento y la ejecución de la obra por parte del artista, consideraban sobre todo la previsión de futuro en su trayectoria y la rentabilidad de su inversión a largo plazo. Los artículos aparecidos tras su exposición en el Guggenheim en dos de las publicaciones sobre arte más prestigiosas del mundo, Art News y Art in America, habían disparado su cotización en el ranking internacional. La reunión en Pamplona con los representantes de la fundación del BNP hacía prever un importante encargo. James ajustó el retrovisor y sonrió a su imagen en el espejo. Atravesó Txokoto hacia el puente de Giltxaurdi para tomar desde allí la salida a la general. Al pasar por la calle hacia la altura del mercado vio a Amaia detenida junto a un hombre que sostenía un paraguas y la protegía bajo él. Aminoró la velocidad y bajó la ventanilla para llamarla. Sin embargo, su gesto quedó detenido; hubo algo imperceptible pero evidente que congeló su llamada en el aire. El hombre le hablaba muy cerca, ajeno a todo lo demás, y ella escuchaba con los ojos bajos; llovía, se guarecían bajo el paraguas y apenas los separaban unos centímetros, pero no fue la escasa distancia entre ellos lo que le perturbó, sino lo que vio en la mirada de ella cuando levantó de nuevo el rostro, brillaba en sus ojos un reto, el desafío de un lance, y James sabía que aquello era lo único a lo que ella no se podría resistir, porque era un soldado, una guerrera regida por la diosa Palas: Amaia Salazar nunca se rendía sin dar batalla. James subió la ventanilla y continuó sin llegar a detener el vehículo. En su rostro no quedaba ni rastro de sonrisa.