Cumpliendo su palabra, el doctor San Martín había comenzado con la autopsia. Etxaide y ella se acercaron hasta la mesa de acero, situada en una sala atestada ese día de estudiantes de medicina que rodeaban al doctor. San Martín trabajaba en ese momento de espaldas, pesando en la báscula los órganos internos. Se volvió y sonrió al verles.
—Llegan por los pelos, vamos ya muy adelantados. El análisis de tóxicos ha dado un índice exagerado de un potentísimo tranquilizante; tenemos el principio activo, aunque todavía no me atrevo a asegurar de qué se trata. Teniendo en cuenta que él era médico psiquiatra, sabría exactamente qué tranquilizante y qué cantidad utilizar. En la mayoría de los casos suelen ser inyectables, pero unas pequeñísimas abrasiones en los laterales de la lengua apuntan a que se lo bebió.
Amaia se inclinó para ver a través de la lupa las diminutas ampollas que se habían formado en hilera a los lados de la lengua, y que San Martín le mostró tirando de ella con unas pinzas planas.
—Se aprecia un olor dulzón y ácido —observó ella.
—Sí, ahora es más evidente, al principio pudo quedar enmascarado por el perfume en el que literalmente se había bañado el doctor, un tipo muy vanidoso.
Amaia miró el cadáver mientras pensaba en las palabras del doctor San Martín. El corte en Y que partía de los hombros y bajaba por el pecho hasta la pelvis había abierto el cuerpo dejando a la vista los brillantes colores del interior, que siempre le fascinaban por su viveza; pero en esta ocasión, además, San Martín y su equipo habían abierto las costillas utilizando un fórceps para extraer y pesar cada órgano, espoleados sin duda por la curiosidad de observar los efectos de un potentísimo sedante en un cuerpo joven y sano. Las costillas sobresalían inusitadamente blancas apuntando al techo, los huesos descarnados tenían un aspecto irreal, como las cuadernas de un barco a medio construir, como el esqueleto de una vieja ballena o como largos dedos fantasmales de un ser interior que intentase salir de aquel cuerpo. No hay cirugía comparable a una autopsia; la palabra para definirla es, sin duda, magnífica, y se podía llegar a entender la fascinación que había ejercido sobre algunos asesinos, casi todos los destripadores, por su espectacularidad y la maestría que suponía extraer las vísceras sin dañarlas en el orden preciso, así como efectuar los cortes con la justa profundidad y contenerse ante la profusión de formas, colores y olores. Observó a los ayudantes y estudiantes, que escuchaban atentos las explicaciones de San Martín, que señalaba distintas zonas en el hígado que denotaban el modo en que se había parado, colapsando todo el organismo cuando seguramente el doctor Berasategui ya estaba inconsciente. Había buscado una manera digna e indolora de morir, pero no había podido sustraerse a lo que vendría después, un protocolo que él, como médico, conocía perfectamente. No quería morir, y seguramente jamás pensó en quitarse la vida. Un narcisista como él sólo habría renunciado a vivir si antes hubiera tenido que renunciar también al dominio que ejercía sobre los demás, pero ella había podido comprobar que el estar en prisión no suponía para él un obstáculo insalvable. Había hecho lo que tenía que hacer, aunque no era lo que deseaba, y esto constituía un elemento tan discordante e impropio que de ninguna manera Amaia podía aceptarlo. Berasategui había muerto llorando por su propia muerte, no como alguien que decide poner fin a su vida, sino como quien está siendo ejecutado, conducido a través de una milla verde en la que no hay vuelta atrás.
Se volvió hacia Jonan para explicarle lo que pensaba, y vio que él se había quedado unos pasos más atrás, separado del grupo que escuchaba al doctor San Martín, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando fijamente el cadáver, que, desnudo, mojado y abierto en canal sobre la mesa y con los huesos blancos apuntando al cielo, presentaba un aspecto dantesco.
—Acérquese, subinspector, he reservado el estómago hasta que llegaran… Imagino que querrán ver el contenido, aunque estamos casi seguros de que ingirió el vial.
Una de las ayudantes colocó un colador sobre un matraz y, tomando el estómago, que el doctor había pinzado por uno de sus extremos, volcó el contenido denso y amarillo sobre el recipiente. El olor a vómito acrecentado por los restos del tranquilizante resultó nauseabundo. Jonan retrocedió un paso asqueado, y a Amaia no se le escapó la rápida mirada que los ayudantes intercambiaron ante su gesto.
—Se aprecia —dijo San Martín— la presencia de restos del medicamento en el estómago. Deduzco que redujo al máximo la ingesta de alimentos y agua para acelerar la absorción, y el contacto del medicamento con la mucosa estimuló la cuantiosa producción de ácidos estomacales. Sería interesante abrir el estómago, la tráquea y el esófago para ver las consecuencias que el paso del fluido tuvo por estos órganos.
La propuesta fue contestada con entusiasmo por sus colaboradores, pero no por Amaia.
—Nos quedaríamos encantados, doctor, pero debemos regresar a Elizondo. Si es tan amable, cuando tengan localizada la marca del producto que utilizó comuníquenoslo; aunque ya sabemos que se lo proporcionó un trabajador de la prisión, que después debió de llevarse el vial, el origen del medicamento nos dará una idea más clara no sólo de cómo se obtuvo, sino de quién colaboró para hacérselo llegar.
Jonan acogió la noticia con visible alivio y, tras despedirse del doctor, caminó hacia la salida delante de ella procurando no tocar nada. Amaia le siguió, sonriendo ante su comportamiento.
—Espere un momento. —El doctor cedió su puesto frente al grupo a su ayudante. Arrojó los guantes a un contenedor y tomó un sobre de un casillero—. Es el resultado de la analítica del rastro fétido que había en el osito.
Ella se interesó de inmediato.
—Creí que tardarían más…
—Sí, las cosas se nos complicaron debido a su peculiaridad… Acaban de entregármelo. Seguramente para cuando llegue a Elizondo ya tendrá allí los resultados, pero ya que está aquí…
—¿Qué peculiaridad? Es saliva, ¿no?
—Bueno, podría serlo; de hecho, todo apunta a que lo es. La peculiaridad reside en la gran cantidad de bacterias que pueblan el fluido y que produce el espantoso hedor. Y, desde luego, no es humana.
—¿Es saliva pero no es humana? ¿Entonces de qué, de un animal?
—El fluido se asemeja a saliva y podría pertenecer, en efecto, a un animal, aunque con ese nivel bacteriano lo normal es que estuviera muerto. No soy un experto en zoología, pero sólo se me ocurre que sea el fluido salivar de un dragón de Komodo.
Amaia abrió los ojos sorprendida.
—Sí —reconoció el doctor—. Ya sé que es del todo absurdo, y como le digo tampoco tenemos la saliva de un varano de Komodo para compararla, pero es la primera idea que se me ha ocurrido cuando he visto la proliferación de bacterias, suficientes para provocar septicemia a cualquiera que se pusiera en contacto con ella.
—Conozco a un zoólogo que quizá podría ayudarnos. ¿Conserva aún alguna muestra?
—Por desgracia, no. Obtuvimos la muestra cuando estaba fresca, pero después se degradó muy rápidamente.
Siempre dejaba conducir a Jonan cuando necesitaba pensar. El suicidio de Berasategui había constituido toda una sorpresa, pero era la conversación con el padre Sarasola lo que daba vueltas en su cabeza. El asesinato de la pequeña de Valentín Esparza, su empeño en llevarse el cadáver, un cadáver que no debía ser incinerado, pero sobre todo aquel ataúd vacío en el que unas bolsas con peso habían sido dispuestas en el fondo con el fin de hacerlas pasar por el cuerpo, le habían traído intacta la imagen de otro ataúd blanco que reposaba en el panteón familiar de un cementerio de San Sebastián y que hacía apenas un mes ella misma había abierto para comprobar que su interior contenía tan sólo unas bolsas con gravilla que alguien había colocado con el mismo fin.
Debía volver a interrogar a Valentín Esparza. Había leído su declaración ante el juez, en la que no añadía nada distinto de lo que le dijo a ella. Se había limitado a admitir que se llevaba el cadáver para tenerlo un poco más, pero su afirmación de que lo había entregado a Inguma, al demonio que se llevaba el aliento de los niños, «como tantos otros sacrificios», no dejaba de resonar en su cabeza. Había asesinado a su hija asfixiándola. Sus rastros genéticos, salivales y epiteliales estaban en el muñeco que había utilizado, pero, aparte de la aparición del curioso resto bacteriano, había en su proceder algo que le resultaba dolorosamente familiar. Llamó a Elizondo para convocar una reunión en cuanto llegase y, por lo demás, apenas habló durante el viaje. No llovía aquella tarde, pero el frío era tan intenso y húmedo que Jonan decidió aparcar en el interior del garaje. Antes de bajar del coche, Amaia se dirigió a él.
—Jonan, ¿crees que podrías encontrar datos sobre la incidencia de la muerte súbita del lactante en el valle, digamos, en los últimos cinco años?
—Claro. Me pondré enseguida —dijo sonriendo.
—Borra esa risita de tu cara, que conste que no creo que ningún demonio sea el responsable de la muerte de esa niña. Pero hablé con una testigo que me contó que en los años setenta se instaló en un caserío del valle una especie de secta, en plan hippie y esas cosas, y que al poco tiempo degeneró en prácticas ocultistas, e incluso parece que satánicas. La testigo me contó también que practicaban sacrificios con animales y que en algún momento se insinuó la posibilidad de hacerlo con humanos, concretamente con niños, con niños recién nacidos. La testigo dejó de asistir a las reuniones y fue hostigada por algunos de sus miembros. No está segura de cuánto tiempo continuaron los encuentros, aunque todo apunta a que la secta se disolvió. Como te he dicho, no creo que un demonio asesinara a esa niña, está claro que fue su padre, pero el empeño que puso en llevarse el cadáver, unido a lo que nos ha contado Sarasola y a la información que todas las policías europeas manejan y que señala hacia la proliferación de sectas y grupos de este tipo, hacen que no esté de más comprobar que las cifras de fallecimientos se ajustan a la normalidad. Me gustaría que me proporcionases todos los datos posibles sobre este síndrome y la mortalidad comparada con otras zonas y países.
—¿Cree que puede ser eso lo que ocurrió con el cadáver de su hermana?
—No lo sé, Jonan, pero cuando vi la fotografía de ese ataúd vacío la sensación de déjà vu me produjo la certeza de estar ante el mismo modus operandi. No digo que tengamos una pista; de momento es tan sólo un pálpito, una corazonada que quizá no lleve a nada. Compartiremos los datos con tus compañeros y esperaremos a ver qué encuentras antes de plantearlo siquiera.
Se disponía a entrar en su casa cuando sonó su teléfono. En la pantalla, un número desconocido.
—Inspectora Salazar —contestó.
—Buenas noches, inspectora. ¿Ya es de noche en Baztán?
Reconoció la voz ronca al otro lado de la línea a pesar de que parecía hablar casi en susurros.
—¡Aloisius! Pero ¿este número…?
—Es un número seguro, pero aun así usted no debe llamarme, yo la llamaré cuando me necesite.
No preguntó cómo iba a saber él cuándo lo necesitaba. De alguna manera, su relación siempre había funcionado así. Durante los minutos que siguieron, paseó alejándose de la casa y le expuso a Dupree todo lo que sabía del caso, sus sospechas sobre que su madre podía seguir viva, la niña muerta que debía ser entregada, la reacción de Elena Ochoa, el mensaje de Berasategui y su curiosa forma de suicidio… El raro y fétido rastro de saliva semejante al de un reptil milenario que únicamente vivía en la lejana isla de Komodo…
Él la escuchó en silencio y cuando terminó le preguntó:
—Tiene ante usted un puzle complicado, pero no me llamó por eso… ¿Qué quiere preguntarme?
—La anciana bisabuela de la niña me dijo que un demonio llamado Inguma había entrado por una rendija y, sentándose sobre el pecho de la pequeña, se había bebido el aire de sus pulmones; me dijo que ese demonio ya vino otras veces y se llevó a montones de niños en cada ocasión. El padre Sarasola me explicó que es un demonio común en muchas culturas: en la sumeria, la africana, la hmong y en la vieja y oscura mitología de Baztán, entre otras.
Oyó el extenuado resuello del agente Dupree al otro lado de la línea. Después nada, silencio.
—Aloisius, ¿está ahí?
—No puedo seguir hablando ahora. Aún no sé cómo, pero en los próximos días le haré llegar algo… Tengo que colgar.
La señal de línea cortada le llegó a través del auricular.